lunes, 29 de agosto de 2016

El club selecto de los escritores que no escriben.



No escribir no significa no crear.

No es infrecuente la figura del escritor que no escribe. Algunos de ellos no han escrito nunca. Otros, por el contrario, escribieron hasta que un día (si fasto o nefasto quizás sea circunstancia aún por decidir) dejaron de hacerlo. Otros nunca han dejado de hacerlo, escribir, y, sin embargo, son ultraconscientes de que escriben literalmente la nada, la sombra espesa y pringosa del chapapote de lo que podría ser entendido como escritura. A veces los afectados  pasan de uno a otro estado de esa trinidad en la que ni siempre se está de buen grado ni tampoco desencajado. Hay una cierta comodidad en la ausencia de la escritura y, sobre todo, una indomeñable vanidad de la obra perfecta que jamás será igualada. Nunca, hasta que se deja de escribir, las frases habrán fluido con mayor naturalidad y más expresivo acierto. Por complejas que sean las historias que se nos pasan por la mente, somos capaces de retener no solo la estructura, la voz narrativa y el tono, ¡ah, el tono!, sino también las diferentes biografías de los personajes con un detallismo tal  que nos obliga a lamentar el hecho de no poder dedicarles a cada uno de ellos una novela en la que sean los protagonistas indiscutibles. Ser un escritor que no escribe puede ser doloroso o gozoso, y la naturaleza de esa inacción solo se deriva del autodominio del escriba. Cuando, leyendo a quienes escriben, el autor que no lo hace siente un alivio eterno por no tener que cometer tantas equivocaciones, caer en tan dañinos desniveles, usar un léxico tan simple y esuchimizado, endeble y frágil como la binza seca de la cebolla o detenerse en tediosas transiciones ofrecidas ad maiorem gloriam de la pereza intelectiva de los lectores, se da cuenta del estadio superior artístico al que ha accedido, algo así como pasar de la mitad de la ascensión en la montaña del Olimpo, que no otra cosa, etimológicamente, es la mediocritas… por más que Horacio quisiera revestirla de un color dorado más propio de la purpurina que del ocaso. Parte sustancial de su descanso tiene que ver con la arraigada convicción de la inmarcesibilidad de su obra perfecta, y, sin embargo, sujeta incluso a feroz crítica. No hay que confundirse: no escribir, ser un escritor que no escribe, no implica no ser un creador. Lo creado no es escritura, como no puede ser de otro modo, pero no deja de ser creación. Quienes hayan vista la película La grande bellezza y hayan seguido la peripecia melodramática de Jep Gambardella, pueden hacerse mejor a la idea de lo que intento expresar.  Los escritores que no escriben se han convertido en codiciadas presas de caza de aquellos escritores que, sin dejar de pecar contumazmente, envidian esa condición que parece afearles su conducta, que les revelan su insignificancia, la de sus éxitos editoriales, aunque sean minoritarios, como los de Vila-Matas, pongamos por caso conocido. Cuando se ha dado ese paso mucho más decisivo que el propio de dedicarse a escribir, de afanarse en intentar ordenar en la página en blanco el caos tumultuario -sic, sí, que también los hay calmos, como se encargó de describirlos magistralmente Nanni Moretti- del que se supone que ha de emerger, ¡vanidad de vanidades!, una consoladora comprensión de lo real, el escritor que no escribe siente una relajación infinita, una compenetración total con su nirvana y una potencia creadora como jamás la había conocido con anterioridad, con la salvedad, además, del poco o nulo esfuerzo que le supone llegar a la culminación de su arte. No, no son pompas de jabón ni figuraciones ni quimeras ni intrincados sueños, sino realidades de tomo y lomo sobre las que el escritor que no escribe puede extenderse con un grado de precisión y de vaguedad que deja asombrados a sus interlocutores, que lo siguen no solo boquiabiertos, sino anhelantes, porque, cuando habla, el escritor que no escribe acaba teniendo algo de oráculo, de Tiresias y de Casandra, y no poco de Celestina y de Medea, y no se sabe a qué atender con preferencia, si a la exactitud, a las sugerencias o a los presagios. No es fácil el trato con los escritores que no escriben, porque la marca indeleble de su superioridad artística provoca la vulnerabilidad de quienes los escuchan, con resultados que se acercan más a los estragos que a las neutras consecuencias. No, no se sale indemne de la frecuentación de los escritores que no escriben y que son capaces, casi por arte de birlibirloque, de tanta belleza, tanta gracia, tanta perfección en sus creaciones. Cuantos escribimos, en uno u otro momento nos hemos identificado con ellos, y hemos visto salir del horno donde se cuecen las decoradas vasijas de nuestro arte, piezas tan perfectas que nos han asustado con su vagarosa presencia, porque, aun a pesar de su perfección, nos ha costado Hermes y ayuda intuir la dirección de su desarrollo, el estallido del brillo de sus metales oxidados al contacto con el aire tras salir de la oscuridad de las cenizas… No son compañía recomendable en periodo de formación, eso es obvio; pero tampoco en época de madurez, de plenitud, o lo que creemos entender por tal. Ahora bien, cuando nos acercamos por nuestras obras contadas a la decrepitud creativa, entonces la compañía de los escritores que no escriben es capaz, ¡muy capaz!, de redimirnos de la insolencia de nuestro orgullo y sugerirnos que aún nos cabe desear contarnos en ese selecto grupo de creadores. Pero no es fácil. El maldito hábito de la escritura, la infección profunda del alma que supone, no puede ser vencida tan fácilmente, y menos aún cuando el ejemplo vivo de Cervantes nos ha convencido a tantos de que la vejez solo puede depararnos la mejor de nuestras creaciones… De esa perogrullada vanidosa, ¡cuántos monstruos literarios no se nutren! ¡Qué ejemplo de dignitas incomparable, sin embargo, la altivez de quienes han renunciado a la escritura! Insisto, no es fácil entrar en ese selecto club en cuya frontispicio brilla con luces y sombras propias la única frase que le da sentido: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.

sábado, 20 de agosto de 2016

Verano: los libros llevados, la pereza triunfante, la duermevela constante...


Fabio Hurtado

Lecturas de verano, ¿literatura de playa, de montaña, de trópico, boreal, de sabana, exótica, de páramo, erótica, neurótica, votiva...?


El otro día nuestro hijo nos espetaba, a mi conjunta y a mí: "¿pero qué es exactamente para vosotros una persona lectora?", en el transcurso de una de esas conversaciones "de verano" típica de las sobremesas. Sin el unísono, pero al alimón, no dudamos en responderle que era aquella que "siempre" tenía una lectura entre manos, sin descanso, pero sin agobios, una manera tan natural de leer como el propio respirar. Torció el gesto, claro, a pesar de que poco a poco va acercándose a la definición, si bien, a diferencia de ella, él deja pasar días enteros sin pasearse por la lectura en marcha. Peca de cinéfilo, por otro lado, lo cual, si no lo disculpa, tampoco agrava su condición de lector semiempedernido. Más allá de esa anécdota, lo que a mí me dio que pensar fue la asociación casi natural entre el verano y la lectura y entre las "lecturas de verano" y unas condiciones para "implementarlas" (irritemos a los cursis...) que convierten dicha actividad en misión imposible y, en cualquier caso, insatisfactoria, si por medio anda una humedad que te empapa las páginas, unos mosquitos dispuestos a darte su zarpazo atigrado, un ruido ambiental ensordecedor y pertinaz o el intento de sumarte a unas conversaciones intrascendentes, perezosas y maledicentes, por norma general, que el verano casa lo suyo con la difamación y el vilipendio. ¿Cuál es, exactamente -sigamos las exigencias filiales- la "literatura de verano"?: ¿la novela policíaca?, ¿la novela histórica?, ¿el ensayo político?, ¿la novela rosa?, ¿los tebeos?, ¿los clásicos?, ¿la divulgación científica? Está tan arraigada en la industria editorial esa lectura de "temporada", que hasta los suplementos literarios o los de "Sociedad" de los raquíticos diarios de tirada nacional recogen con fruición noticias sobre "lo que leen los famosos" o "las lecturas recomendadas para este verano", de modo que en esas industrias aculturales empleados habrá que lean con ojos lectores veraniegos o navideños o dialibrescos, para intentar satisfacer demandas que, ¡vaya por Hermes...!, nunca acaban ajustándose a la oferta miserable que producen, llena de títulos cuya nómina sonroja al más lerdo de los lectores no estragados. Desde hace muchos, muchos años, tantos, acaso, como 30, decidí que el "descanso veraniego" -¡una ficción inenarrable, como bien saben, sobre todo, quienes tienen hijos en edad de ser "divertidos" y frente a los que es imposible pasar inadvertido para refugiarse en la lectura...!- era un tiempo de clásicos grecolatinos, y gracias a esa determinación, he de reconocer que he cubierto innúmeras lagunas propias de quienes han hecho del diletantismo casi una razón de ser y de leer. Sentado bajo la sombrilla, frente al Mar Menor -hoy, lamentablemente, en estado de suma degradación medioambiental...- mis ojos se abismaban en la lectura de Sófocles, de Esquilo, de Eurípides, de Menandro, de Homero, de Virgilio... con un agradecimiento infinito, porque, tan cerca, aun a escala, del Mediterráneo, me parecía que ese parvo oleaje de mar tan doméstico como el Menor, me ponía en comunicación directa con obras mayores de la literatura de hoy y de siempre. Sigo fiel a la costumbre y este año he optado por Ovidio, el pobre exiliado a quien mató el dolor de hallarse entre bárbaros sin poder oír la delicadeza de su lengua latina para poder mantener una conversación digna de tan hermoso nombre: conversar, que vale tanto como conservar la razón y la dignidad humanas. Muchas veces había consultado sus Metamorfosis, pero nunca había hecho una lectura "de corrido" -y algo tienen de narcocorridos esas ambrosiadas aventuras extremadas, y no pocas veces "de frontera", de los moradores del Olimpo- hasta que me he puesto a la tarea. Sí que leí la Filosofía Secreta, de Juan Pérez de Moya, durante la carrera de Filología, porque, antes que la obra de Ovidio, fue en ella en la que se fijaron los escritores del XVI y el XVII para desarrollar sus composiciones poéticas en las que aparecían los mitos grecolatinos, porque, además, había una lectura "a lo divino", anagógica, de dichos mitos. He de reconocer, sin necesidad de hacerlo en nota a pie de página, que cada verano sumo a mi biografía lectora una obra de Simenon, lectura que aún, por razones de dolorosa índole que no vienen al caso, no he hecho.  No estoy muy convencido de que el verano sea una estación que invite particularmente a la lectura, salvo que se sea lector asiduo, como antes he dicho, porque mi experiencia lectoplayera era, distraído brevemente de las tragedias griegas o las comedias de Plauto, la de ver dormitar como troncos talados en sillas o toallas a cuantos tenían ante sí un libraco abierto, usualmente de un grosor que parecía invitar más a utilizarlo como almohada que a leerlo, ideal, en cualquier caso, para usarlo como escabel desde el que llegar al estante superior del armario de la cocina donde habita la vajilla su sueño de domesticado cristal. No sé si tiene más de pose de quiero y no puedo o de pose de corrección política, pero es el caso que uno o dos libros en la maleta no pueden faltar, al parecer, en el equipaje de las vacaciones, tanto que me extraña mucho que aún no se haya publicado una breve antología de "los libros que Vd. siempre quiso leer en las vacaciones sin nunca conseguirlo", con su correspondiente resumen argumental, una crítica superficial pero suficiente para dar el pego correcto de haberlo al menos hojeado y algunas referencias a la obra total de los autores por aquello del contexto indispensable de un texto impensable. Cuesta creer que con temperaturas que rondan los 40º alguien se ensimisme en lo que merece el alto nombre de literatura; y nada comprobar el poco poso lector que deja el sopor que convierte en sopa de letras cualquier página de los bodrios que, como sus dueños, salen a tomar el sol que más calienta, casi casi el de Fahrenheit 451.

martes, 9 de agosto de 2016

Separatismos y separaciones...



Distancia, separación  ¿y olvido?

Efectuar el mismo recorrido urbano diariamente, en este caso para ir al trabajo y regresar a casa, permite al observador atento percatarse de realidades que acaso para muchos otros pasan desapercibidas. Los horarios nos acercan a quienes los comparten con nosotros durante ciertos tramos de esos itinerarios, y aunque nos cruzamos y estamos harto de reconocernos, jamás damos el paso de saludarnos para conocernos, porque un afán comunicativo semejante quizás sería incluso mal interpretado. La sociabilidad expansiva se considera una agresión. Soy muy sensible a las separaciones, e interpreto con facilidad las señales del distanciamiento, del desencuentro, del rencor y de los más mínimos agravios que se fruncen en el entrecejo, acordillerándolo, o en los labios, apiñonándolos. Se ha establecido estadísticamente que el verano es mala época para las parejas, quizás porque han de convivir las 24 horas del día sin tener la costumbre, y porque han de hacerlo de manera abrupta de un día para otro, cuando se abre la veda de las vacaciones y ambos contendientes se encuentran frente a frente, dispuestos a compartirlo o sufrirlo todo. Ignoro, de las personas con quienes me cruzo, el origen de sus morros, de su frialdad y de su desamor, pero lo evidente me basta para tomar nota de los poderes de ese potente desamor, ¡tan poderoso o más que el propio amor! Al margen de las biografías “ in itínere”, a las que tan aficionado soy, porque me permiten escribir biografías imaginarias que nunca han de ser falsadas, por más que yo las falsee, en los tres últimos meses he sido testigo de no pocas separaciones, como si, curiosamente, se hubieran puesto de moda. La primera, la de la pareja que regenta el quiosco de prensa. Acostumbrado a ver al hombre en su garito, expuesto a  la intemperie –que en sí no tiene sentido negativo, aunque sí le hemos echado los hablantes esa adversa connotación– los 330 días del año, me quedé sorprendido al ver a su mujer a las 6 de la mañana del domingo (acompañada por su padre): “A partir de ahora lo llevaré yo sola”, fue toda la explicación, que me recordó el intento de usurpación de Alexander Haig: I’m in charge now, tras el atentado que sufrió Reagan. Ante parcas explicaciones huelgan las cuestiones. Tomé nota. “Que sea para bien”, fue todo lo que me atreví a decir, aparado en mi antigüedad clientelar. Durante años me he cruzado con una pareja mixta, él nativo, ella o cubana o dominicana, a simple vista y nula audición, que caminaban juntos y, a veces, ella colgada del brazo de él. Nunca hablaban. Es hora temprana, la de nuestro cruce, y poco amiga de la locuacidad. Comenzaron a separarse dos baldosas, aunque seguían caminando juntos. Es llamativa la expresión de reconcentración que exhiben dos seres que tienen muchas cosas que decirse, o que gritarse, y que se instalan en el mutismo absoluto que las bufandas del invierno permitían camuflar. Transmitían ese estado de “estar a punto de explotar” que tan nítidamente captan los no involucrados en la querella. Trabajan en dos cafeterías diferentes. Al separarse, al llegar al primer destino, ella seguía recta y él giraba a la izquierda, sin decirse nada, ni gestualmente. Este otoño la separación se ha consumado. Él sigue inalterable, como si hubiera echado el ancla en el proceso y no tuviera intención de modificar los hábitos de la indiferencia. Ella, sin embargo, ha cambiado y mejorado su aspecto, sonríe, se maquilla y hasta su manera de caminar se ha transformado: antes cruzaba los brazos  y se autoestrechaba casi en gesto de protección, de defensa; ahora, sin embargo, penden los brazos, los hombros se han alineado y los pechos han salido de la represora madriguera. A él he dejado de verlo. Habrá escogido otro camino u otro empleo u otra localidad. Con ella sigo cruzándome, pero ni se fija en el observador.
Las razones para divorciarse formarían un hermoso capítulo del libro nacional de los disparates, que en Inglaterra es todo un señor género literario, el nonsense, pero el carácter radicalmente individual de quienes las sostienen, aunque coincidan con otros, por un lado; y la complejidad infinita que involucra dos ¡o cuatro o cinco o seis biografías!, por otro, convierten las separaciones en un proceso casuístico ante el que las viejas polémicas sobre el sexo de los ángeles podrían considerarse geometría incontestable.  Una pareja allegada y otra del ámbito familiar han decidido seguir camino opuestos. Antes era común devenir oído de monólogos infinitos y redundantes hasta la saciedad. Ahora apena hay explicaciones: “Que se ha acabado, y ya está, y no hay más que hablar. Finito. Y punto!”, aunque a uno le extrañe una parte del desahogo, porque, llevado por la confusión, entiende que el “nada que hablar” era en el seno de la pareja, no con el negado confidente. Detecto cierta banalización en esto de las separaciones. No han de convertirse en una tragedia helénica, por supuesto, pero hay algo así como un “gatillo flojo” -nada que ver con el gatillazo!, que si es recurrente justifica cualquier separación…– en la toma de la decisión, una facilidad y rapidez que nos habla de cierta incapacidad para asumir la contrariedad, la divergencia, los errores, los malentendidos, los temperamentos, las adversidades. La instrumentalización del otro se ha convertido casi casi en ley. El “si no me sirve para…” o el aún  más hiriente: “si ni me sirve para…” forman parte de esas pseudorazones que el oyente escucha estremecido. En cualquier caso, se trata de un proceso, a pesar de la  banalización, que tiene dos momentos muy marcados: el del dolor inicial: “¡Cómo ha podido hacerme esto!” y el del alivio final: “¡Como he podido estar tan ciego/a!”. Entremedias, claro está, hay un rosario interminable de dimes y diretes que consume la paciencia del más devoto de los amigos. Ahora acabo de enterarme, uno no sabe si por efecto de esta ola de separaciones que nos invade que una de las Cataluñas reales quiere separarse no solo de la otra, sino también de todas las Españas reales e imaginarias. Estoy perplejo. No sé si la psicología de masas o el magnífico libro de Canetti: Masa y poder, me ayudarán a sacar algo en claro. Tengo observadas a las dos miembras –seamos políticamente correctos al Zapatero’s and Bibiana’s old style– de la pareja, pero, a pesar de haber visto la aburrida y cansina La vida de Adele, no sé si en las parejas homosexuales los patrones de conducta se asemejan a las heterosexuales o hay diferencias que pueden escapársele al no ejerciente. Cuando haya descubierto algo de relieve a partir del tribadismo de la tribu divorciante, traeré la reflexión a este blog. Del roce nace el cariño, dicen, y aun el placer, pero algo ha fallado en esta pareja centenaria. ¿Será la tan cacareada incompatibilidad de caracteres? ¿O habrá denuncia por medio de malos tratos físicos y psicológicos? Sigo atento.

miércoles, 3 de agosto de 2016

La minipolítica desde la lectura de un maxipensador.



Opinión, demencia, sociedad: Th. W. Adorno reflexiona sobre el 'prusés'
Uno, que es un diletante de los perseverantes, tiene a veces humoradas lectoras como la de sumergirse en un librito de Theodor Wiesengrund Adorno simplemente porque por el título (¡Ah, el poder sugestivo de los títulos!), Filosofía y superstición, intuye que va a leer algo con fundamento acerca del presente, por más que la primera edición del libro sea de 1962. Y no tarda mucho en descubrir que, en efecto, así es. El libro en cuestión incide de lleno en la realidad de un pequeño territorio del nordeste español que con hervor -que no fervor- patriótico, porque tiene más de calentón que de otra cosa, pretende separarse del Estado español y crear uno 'ex nihilo' o en lengua catalana, 'nou de trinca', (y los malpensados han de desterrar la idea de que es nuevo para trincar, para robar, como ahora ya se hace, aun estando dentro de España como antiquísima parte constituyente de la misma, porque 'trincar' en catalán significa hacer chinchín con las copas al brindar...). Es el caso que después de una primera parte titulada "Cómo leer a Hegel el oscuro", de la que salí con los ojos y el entendimiento llenos de chapapote -el real, el macizo, no los hilillos como de plastilina sobre los que patinó Rajoy-, desemboqué en la parte cuyo título he tomado prestado para encabezar estas líneas. ¡Qué sorpresa mayúscula! Con la claridad expositiva que no siempre le caracteriza, cuando de levantar la crítica de la modernidad se refiere, Adorno reflexiona sobre el concepto de opinión pública y su verdadero sentido para concluir que no sólo es por demás dudosa la suposición de que lo normal es de antemano verdadero y falso lo divergente, suposición que glorifica la mera opinión, a saber, la dominante, la que no es capaz de pensar lo verdadero de una manera distinta a como todos lo piensan, sino que la opinión infectada, las deformaciones del prejuicio, de la superchería, del rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de la historia, a través de todo de la de los movimientos de masas, no pueden ser en absoluto separados del concepto de opinión. Se intuye en ese concepto de la opinión infectada, lo que Reich llamó la plaga, una suerte de epidemia emocional, definida por Reich como una biopatía crónica del organismo, en la que aparece un proceso mental que tiene mucho que ver con el enfoque crítico de Adorno, porque para los aquejados por la plaga, o peste emocional, como también la denomina, la conclusión está siempre hecha antes del proceso pensante; el pensamiento no sirve, como en el dominio racional, para llegar a la conclusión correcta; por el contrario, sirve para confirmar una conclusión irracional preexistente, así como para racionalizarla. Esto se denomina por lo general prejuicio, se pasa por alto que este prejuicio tiene consecuencias sociales de considerable magnitud, que está ampliamente difundido y es prácticamente sinónimo de lo que llamamos “inercia y tradición”; es intolerante, es decir, no admite al pensamiento racional que podría eliminarlo, por tanto, el pensamiento de la plaga emocional es inaccesible a los argumentos; tiene su propia técnica dentro de su propio dominio, su propia lógica, por así decirlo; por este motivo, da la impresión de racionalidad sin ser en realidad racionalEs evidente, por lo tanto, que esa communis opinio acaba convirtiéndose en verdad, sigue Adorno: Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión, a saber, arbitrariedad y azar, no decide, como la ideología quiere, la evidencia, sino el poder social que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la suya, La frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza 'in praxi' el conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente. Que es exactamente lo que podemos apreciar de forma clara en la actual sociedad catalana, en la que el poder legalmente constituido ha traicionado la legalidad que lo sustenta para atacarla y, mediante un golpe de estado, autoerigirse en un nuevo estado con su propia legalidad, lo cual, a su vez, es prueba inequívoca de las tesis que Reich y Adorno sostienen. ¿Qué supone esa enfermedad opinante? Un refuerzo del narcisismo, contra el que es difícil combatir. Un narcisismo idéntico al del tío de Jean Paul Sartre, Armand, quien se creía que era algo simplemente porque aborrecía a los británicos. ¿Cuántos no tienen la experiencia incontrovertible de que el prusés se cree algo porque aborrece al resto de España? Adorno lo dice meridianamente claro: De aquello que no alcanza el conocimiento se enseñorea la opinión como su sucedáneo. De ahí que las consecuencias del dominio de las opiniones infundadas nos ofrezcan un retrato sociológico, y aun psicoanalítico, de la realidad catalana inequívocamente fiel: La fuerza y la resistencia de la mera opinión se aclara por su rendimiento psíquico. Por medio de las aclaraciones que ofrece puede ordenarse sin contradicciones la realidad más contradictoria. A lo cual se añade la complacencia narcisista, que la opinión patentizada otorga al corroborar a sus partidarios en que, habiendo sabido de ella desde siempre, pertenecen al círculo sapiente. La confianza en sí mismos de los que opinan sin vacilaciones se siente embrujada contra cualquier juicio divergente y contrario. Karl Manheim nos ha hecho caer en la cuenta de la genialidad con que la demencia racial complace una indigencia psicológica de las masas, al permitir a la mayoría sentirse élite y vengar en una minoría potencialmente inerme la sospecha de su propia impotencia e inferioridad. (…) Y para esto sirven las opiniones infectadas, que proceden irreteniblemente del prejuicio infantil y narcisista, según el cual lo propio es bueno y lo que es de otra manera malo y de escaso valor¿Cómo no llegar al único corolario posible: La figura característica de la actual opinión absurda es el nacionalismo? Parecía inevitable. Pero la precisión con que Adorno, a 52 años vista del presente momento, radiografía el actual Movimiento Nacional Catalán que persigue la creación de un estado propio es asombrosa: La fe en la nación es, más que cualquier otro prejuicio infectado, opinión en cuanto fatalidad; la hipóstasis de eso a lo que se pertenece, en donde se está, como lo bueno y superior por antonomasia. Infla, hasta hacer de ella una máxima moral, la repelente sabiduría de recurso, según la cual todos estamos en la misma barca. (…) La dinámica del sentimiento nacional supuestamente sano tiende a supravalorarse irreteniblemente, ya que la falsedad radica en la identificación de la persona con el complejo racional de naturaleza y sociedad en el que la persona se encuentra casualmenteYa se advierte, pues, que, por una vez, y sin que sirva de precedente…, la Escuela de Frankfurt, para cuya difusión tanto bregó Jesús Aguirre desde la editorial Taurus, se ha vuelto accesible para el lector normal, sensibilizado, sin duda, a la recepción de cualquier discurso que, desde la solidez filosófica, nos explique el tremendo delirio (y uno sospecha que también delírium trémens…) de los que trinquen, desoyendo el sabio consejo de no diguis blat…, por el advenimiento del nuevo estado de Catajauja.