viernes, 22 de julio de 2016

“La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, de Max Weber.



La madre piadosa de la Ilustración: la ética protestante y el espíritu del capitalismo: Max weber levanta acta de la tensión entre la acumulación económica y la acumulación de gloria salvífica individual o el mundo virtuoso que alumbró el capitalismo moderno.

Bien, pues ya he satisfecho una deuda que tenía contraída con mis infinitas lagunas intelectuales: leer La ética protestante y el espíritu del capitalismo del abnegado sociólogo Maximilian Carl Emil  Weber, quien se definió, vía académica, como jurista, historiador y economista antes de aceptar que su lugar académico en el mundo acabaría asociado con su condición de “padre” , junto con George Simmel, de la sociología europea como nueva disciplina moderna. La extensa y profunda investigación de Weber, de la que dan idea las 146 páginas de notas que tiene la lamentable edición mediocre de quiosco que he utilizado, sin siquiera referencia del traductor, el prologuista, etc., es un ejemplo no solo del rigor académico alemán, sino una muestra consumada de la prudencia intelectual con que ha de abordarse el estudio de cualquier fenómeno histórico, político o social: a los diletantes se les debe algo en la mayor parte de las ciencias, incluso, algunas veces, opiniones acertadas y valiosas. Pero el diletantismo, en cuanto a principio de la ciencia, sería su fracaso absoluto. Aquel que desee ver “cosas” que vaya al cine (…). Quien desee “sermones” vaya a los conventículos, nos dice el autor.  En conjunto, y al margen de lo específicamente económico, en lo que ya entraremos, este libro de Weber supone algo así como una bofetada espiritual a la manera tan distinta de entender la religión entre los católicos y los reformistas a nivel popular. Dejando de lado fenómenos como el de la mística católica carmelita o movimientos como el Iluminismo o el Quietismo de Molinos, e incluso el primer franciscanismo italiano, de cuya acendrada piedad y profundidad espiritual no puede dudarse, es indudable que la trascendencia de la vivencia individual de la salvación religiosa que se da entre los protestantes dista mucho de la vivencia colectiva y superficial del fenómeno religioso en los países contrarreformistas. Los fundamentos de ambos proyectos de vida difieren en algo esencial que explica el desarrollo del capitalismo moderno entre los reformistas y su negación en los contrarreformistas: la concepción del trabajo como vía de realización social para conseguir la salvación individual frente a la concepción del trabajo como una maldición social que “mancha” la hijodalguía de tantísimo “cristiano viejo” como ha nacido para no dar palo al agua, un fenómeno suficientemente recogido en nuestra literatura picaresca a partir del propio Lazarillo de Tormes como para que haya necesidad de explayarse respecto a algo tan conocido. Es evidente que el capitalismo no es un fenómeno que nazca en un siglo concreto, porque se trata de un conjunto de prácticas laborales y comerciales cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, en los cinco continentes, pero, a juicio de Weber: Solo el Occidente ha brindado a la vida económica un Derecho y una administración dotándolos de esta exactitud clásica técnico-jurídica. Escoge, como paradigma de los principios fundamentales del capitalismo los extractados de las obras de Benjamin Franklin, heredero usamericano de la gran aportación inglesa al mundo, al decir de Montesquieu en Esprit des lois (libro XX cap. 7), donde dice que los ingleses son quienes más han contribuido, entre la totalidad de los pueblos del mundo, con tres elementos de suma importancia: la piedad, el comercio y la libertad. Ese espíritu es el que bulle en el pensamiento de Franklin, sintetizado en los siguientes mandamientos “económicos” que conviene recordar, no solo  porque son básicos para entender el desarrollo teórico de Weber, sino para compararlos con nuestra montaraz versión española  del capitalismo: 1)Piensa que el tiempo es dinero. 2) Piensa que el cinterés es dinero. 3) Piensa que el dinero es fecundo y provechoso. El dinero puede engendrar dinero. 4) A más dinero invertido, mayor producto, de modo que el beneficio se multiplica con rapidez y sin cesar. 5) Piensa que, conforme al refrán, un buen pagador es amo de la bolsa de cualquiera. 6)Indistintamente de la prontitud y la sensatez, lo que más contribuye al progreso de un joven es la puntualidad y la rectitud en todas sus empresas. 7) Las acciones de menor importancia que pueden pesar en el cinterés de una persona deben ser consideradas por esta. 8)También debes manifestar en toda ocasión que no olvidas tu deuda, procurando mostrarte siempre como un varón diligente y honorable. De este modo se consolidará tu cinterés. 9) Cuídate bien de considerar como propio todo aquellos que posees y de vivir conforme a esa idea. 10) Anota , minuciosamente, tus gastos e ingresos. Si pones atención en esos pormenores, advertirás que los más insignificantes gastos se van convirtiendo en grandes sumas, y te convencerás de cuánto pudiste ahorrar y de lo que aún estás a tiempo de hacerlo en lo sucesivo. [Nota: *Cinterés, un concepto económico que no recoge el diccionario de la RAE, significa “préstamo con interés”.] Si uno hace un repaso de cada uno de los preceptos y los compara con las prácticas habituales de la economía española comienza a entender el porqué de las dificultades para tener una economía sana, seria, competente y en expansión. Es, y eso es lo fundamental del trabajo de Weber, producto de concepciones radicalmente diferentes del trabajo, de la salvación religiosa, de la profesión y de la riqueza. Dicho en términos de las enredosas redes sociales: Amancio Ortega es, para parte de nuestra izquierda de postureo y salón, un explotador esclavista lindante con el terrorismo, en palabras tuiteras de Pablo Iglesias: 25% de paro y Amancio Ortega tercero en el ranking mundial de los ricos. Democracia ¿Donde? (sic). Terrorista ¿Quien? (sic). Llama la atención, del análisis de Weber, el dato relativo a que no fueron las grandes fortunas las impulsoras del actual capitalismo, sino los emprendedores de clase media de ciudades de tipo medio con incipiente desarrollo industrial: En los principios de la nueva época, no fueron única ni siquiera preponderantemente los empresarios capitalistas del patriciado comercial, sino más bien las esferas más atrevidas de la clase media industrial las cuales representaban aquel criterio al que hemos llamado “espíritu del capitalismo” (…) los parvenus  de Manchester, de Renania y de Westfalia, surgidos de las esferas sociales más modestas. ¿Y bajo qué criterio amparaban su iniciativa? Fundamentalmente, nos dice Weber, el del “racionalismo”, por más que añada a continuación que el “racionalismo” es una idea histórica, que incluye un sinfín de contradicciones, y necesitamos investigar qué espíritu engendró aquella forma concreta del pensamiento y la vida “racional” de la cual procede la idea de “profesión” y la consagración tan abnegada (aparentemente tan irracional, desde el punto de vista del propio interés eudemonístico) a la actividad profesional, que era y sigue siendo uno de los elementos característicos de nuestra civilización capitalista. Y por ahí es por donde nos vamos a la vivencia religiosa protestante y a la preponderancia que tuvo, a partir de la atención preferente que se le dedicó al libro bíblico Eclesiástico, el concepto de profesión, tomado de dicho libro: 11, 20 y 21: 20. Hijo mío, cumple con tu deber, ocúpate de él, que la vejez te llegue haciendo tu tarea. 21 No admires las obras de los malos; confía en el Señor y espera su luz. Pues para él es cosa fácil hacer rico al pobre en un momento. Esa referencia bíblica es algo así como la piedra angular del edificio capitalista, hijo de la piedad espiritual, por más que en nuestros días la laicidad haya sustituido aquel movimiento que teñía de religiosidad la actividad económica, y ello con tanta fuera y poder como para oponerse a la manifiesta usura en que solían incurrir las sociedades de crédito. El banquero, en el capitalismo piadoso, era tan execrado como lo es ahora en la sociedad posindustrial: Se juzgó también con mucho rigor tanto la riqueza como la inclinación por instinto tras el lucro. Así vemos como, en 1574, en los Países Bajos, fue declarado por el sínodo subholandés, en respuesta a una pregunta, que los “prestamistas”, si bien ejercen de una manera legal su actividad, no deben ser admitidos a la comunión; y por el sínodo provincial de Deventer, en 1598, la prohibición abarcó a los empleados de los banqueros, en tanto que con el de Gorichem en 1606 se fijaron las severas y degradantes condiciones mediante las que podían ser admitidas las mujeres de los “usureros”. En 1644 y 1657 aún se debatía si era o no posible aceptar a los banqueros a la comunión. El concepto de “profesión” como “espinazo de una vida”, como la definiría Nietzsche, se remonta también a la cita bíblica del Eclesiástico. Según Weber, aunque con cierta exageración, “en el vocablo alemán “profesión” (Beruf), aun cuando tal vez con más claridad en el inglés calling, existe por lo menos una reminiscencia religiosa: la creencia de una misión impuesta por Dios. (…) Se advierte que aquellos pueblos en los que predomina el catolicismo carecen de una expresión coloreada con este matiz religioso para indicar eso que en alemán nombramos Beruf (con el significado de posición en la vida, de una clase concreta de trabajo.)” Digo con “exageración” porque nuestro concepto de “vocación” puede tomarse casi como traducción literal del calling inglés, aunque, por mi desconocimiento del alemán, ignoro si también de Beruf. Compatible con esa doble dimensión de salvación individual y amejoramiento de la colectividad en la que el capitalista desarrolla su actividad, Weber nos dice de esos capitalistas religiosos que el empresario moderno siente una determinada y vital satisfacción, con visos de indudable “idealismo”, por el gusto y la vanidad de “haber proporcionado trabajo” a muchas personas y de haber contribuido al “florecimiento” de la ciudad nativa, en el doble sentido censatario y comercial dado por el capitalismo. Se trata de una visión de la realidad que se aparta de la “justicia social estatal” propia de los movimientos socialistas europeos y que se acerca a la charity tal y como la conciben los anglosajones protestantes y que se manifiesta claramente en las donaciones privadas que contribuyen a la mejora social en países como Usamérica, por ejemplo, cuyas universidades privadas suelen honrar con creces la generosidad de sus mecenas, que han hecho de ellas los principales centros de saber del mundo. El análisis de Weber deja perfectamente claro que dentro del protestantismo hay dos vías muy diferentes, la del luteranismo y la del calvinismo: la vida religiosa y la manera de obrar en el mundo por parte de los calvinistas es de tipo fundamentalmente distinto a la de los católicos y luteranos, porque mientras la idea de profesión conservó en Lutero un sello tradicionalista (…) es una donación que la Providencia le ha otorgado, algo ante lo cual debe “allanarse”, y tal idea establece la razón del trabajo profesional como la misión impuesta por Dios al hombre, para los calvinistas no existe, por ejemplo,  el deseo de los bienes terrenales como valor ético, es decir, como una finalidad inherente. Así pues, la labor social del calvinista en el mundo solo se realiza in majorem Dei gloriam. En la ética profesional ocurre  exactamente lo mismo, puesto que sirve al conjunto global de los hombres a su paso por el mundo. Fueron muchas las interpretaciones de los religiosos calvinistas que se enfrentaron al reto de lo que suponía la dedicación profesional en relación con el único “negocio” en el que ha de emplear su vida el seguidor del puritanismo: la salvación individual. Richard Baxter fue uno de ellos, y de él nos quedamos con lo siguiente: conforme a la voluntad indudable de Dios, revelada por Él, aquello que es válido para acrecentar su gloria no es la ociosidad ni el placer, por el contrario, son las obras; en consecuencia, el primero y más importante de todos los pecados es el derroche del tiempo: la durabilidad de la existencia es demasiado breve y preciosa para “afianzar” nuestro sino. Perder el tiempo en la vida social, en “cotilleo”, en lujos, incluso entregándose al sueño por más tiempo del que requiere la salud corporal, esto es, de seis a ocho horas a la sumo, es del todo reprochable en cuanto a lo moral. Aún no se dice tal como Franklin lo dejó escrito: “el tiempo es dinero”; sin embargo, el principio adquiere ya validez desde el punto de vista espiritual. No extraña, así pues, que en ese estrecho cauce de socialización que deja libre semejante tarea metafísica, para Robert Barclay, el gran teórico de los cuáqueros, las recreations consideradas lícitas por el cuáquero son: visitar a los amigos, la lectura de obras históricas, experimentos matemáticos y físicos, jardinería, discusión de los hechos ocurridos en el mundo financiero, etc. No hemos de perder de vista que ese “negocio” está en la base del acendrado individualismo que conforma el origen del capitalismo de raíz puritana. Un individualismo que contempla el mundo como un peligroso lugar de “pecado”, ocasión propicia y continua para perder el único negocio en el que cumple andar avisado: la salvación de la propia alma. Como escribió Edward Dowden en Puritan and Anglican: The deepest community [con Dios] is found not in institutions or corporations or churches but in the secrets of a solitary heart. La crítica radical de la acumulación de riqueza fue algo común a todos los movimientos protestantes que antepusieron la conquista del cielo a la conquista de la tierra, pero la solución provino de un planteamiento ético irreprochable: la opulencia es únicamente condenable cuando induce a la pereza corrompida y al placer sensual de la vida, y el afán de enriquecerse tan solo es malo si lleva implícita la seguridad de una vida indiferente y confortable y el goce de todos los placeres. Sin embargo. En calidad de práctica del deber profesional, además de ser moralmente lícito, constituye un mandato prescrito. Eso es algo que contrasta radicalmente con la experiencia de la riqueza como exhibición social propia de la mentalidad de los países contrarreformistas, más atentos al brillo social que a la purificación del alma. Dicho en otras palabras: La pelea entablada contra el sensualismo y el apego a la riqueza no iba dirigida hacia el lucro racional; se trataba de dar el golpe al uso irracional de la riqueza. Se contarían por miles los ejemplos de ese uso irracional de la riqueza que aún pervive en los gastos suntuarios de los dineros públicos por parte de los partidos políticos, dispuesto a levantar aeródromos sin aviones, estaciones de AVE sin pasajeros y autopistas privadas sin coches…
 En consejos que parecen proverbios se han inculcado, a lo largo del tiempo, preciosos consejos que han moldeado una manera de entender la vida, la religión y la actividad económica: El padre de Franklin le inculcó esta máxima: “Si encuentras a un hombre solícito en su actividad, debe ser preferido a los reyes” (Prov. 22, 29); la expresión “honrado como un hugonote” era, en el s. XVII, tan común como referirse a la rectitud e los holandeses; según Th. Adams: In civil actions it is good to be as the many; in religious, to be as the best, esto es, en las acciones civiles es bueno ser como la mayoría; en tanto que en las religiosas, como los mejores”; para Th. Adanis:  the inconstant man is a stranger in his own house; o el famoso dictum austiniano:  Si non est predestinatus fact ut praedestineris, esto es, “si no estás predestinado, obra como para que lo estés”; o el terrible imperativo paulino que confirmaría, para cierta izquierda buenista, el carácter cavernario de la ética católica: “quien no trabaja, que no coma”… Finalmente, no quiero acabar sin recoger la idea alrededor de la cual se articula todo el edificio de la ética calvinista del capitalismo: la determinada forma a la cual se acogió el ascetismo profano de los bautizantes, en especial los cuáqueros, en el ejercicio de un sustancial fundamento de la ética capitalista, que responde a la frase: honesty is the best policy, usada por Franklin en su clásica expresión en el tratado al que nos referimos con anterioridad. Y parte esencial en esa honestidad la tiene, como recoge Weber el principio goethiano de que el individuo en acción es desleal; únicamente tiene conciencia el contemplativo. Es evidente que en estas pocas líneas no cabe, ni por asomo, un resumen clarificador de los importantes temas que debate Weber en su ensayo, que es un análisis pormenorizado, además, de los textos canónicos de los movimientos pietistas reformistas y de las principales corrientes surgidas en su seno: puritanos, metodistas, cuáqueros, etc., y que al lector formado en el seno de una tradición católica pueden resultarles muy alejados, pero siempre interesantes, porque del estudio de esas tradiciones se entiende la manera como unas y otras culturas se han enfrentado a la creación de la riqueza, a la responsabilidad individual, al reparto social de los bienes, a la vivencia de la religión, etc. Está claro que, al margen de una lectura completa de la obra, el libro de Weber es un libro de consulta, porque sobre ciertos capítulos hay que volver con mayor detenimiento cuando otras lecturas nos acaben empujando a ello, para poder entender cabalmente las implicaciones que esos movimientos religiosos protestantes tuvieron en la manera moderna de entender el capitalismo. De modo crudamente sintético, como lo expone Weber: El Dios del Nuevo Testamento fue siempre el que predominó en Lutero, puesto que a cada paso eludió la reflexión acerca de lo metafísico, considerándola infructuosa y arriesgada. Por lo que respecta a Calvino, la Divinidad trascendente triunfó en él, siendo mucho el poder que alcanzó sobre la vida. Pero esta idea no fue posible que se sostuviera en el desarrollo popular calvinista. En vez de ser el Padre celestial del Nuevo Testamento, fue el Jehová del Antiguo quien se situó en su lugar.

sábado, 9 de julio de 2016

Un artista universal en Llabià: Josep Coll.



La mirada del Artista auténtico: Josep Coll, escultor, creador de formas y mundos.


LLabiá es un pequeño pueblo del Ampurdán, situado en un altozano desde el que se contempla la amplia extensión del antiguo estanque de Ullastret, localidad célebre por sus ruinas prehistóricas, un espacio de cultivo rodeado por la Sierra del Dauró y la sierra de Les Gavarres, como si fuera el cráter calmo y fértil de un volcán extinguido. Allí nos condujo la amistad y nos sedujo un paisaje que, como la Flecha a Fray Luis, nos acogió lejos del mundanal ruido y nos serenó incluso el más turbado o baqueteado de los ánimos. Son cuatro casas mal contadas, una iglesia modesta, una casa de turismo rural y unos alrededores por donde el olvido de sí y de los noes del determinismo social se daban amistosamente la mano. No es la primera vez que J. y A. nos invitan, pero sí ha sido la primera en que hemos tenido la ocasión de visitar el taller y museo de un artista discreto, casi escondido, apegado a la tierra y a la imaginación a partes iguales, Josep Coll, a quien poco a poco el tiempo, espero y deseo, irá poniendo en el lugar de honor que le corresponde. 

Quien tiene, como yo, El quadern gris de Josep Pla como una biblia territorial y antropológica catalana, en su creativa versión ampurdanesa, además de un texto fundacional del català antinoucentista (aquel intento diabólico de crear una lengua artificial de minorías selectas y estiradas,  definitely highbrow) entiende perfectamente la existencia de un personaje como Josep Coll, tan volcado en su arte y en los logros del mismo, como olvidado de sí y de la posible importancia que pueda tener su obra magnífica y de alto vuelo conceptual. De profunda raíz agraria, aunque electricista de profesión, Josep Coll es un hombre que recicla cuantos materiales tiene a su alcance en la magnífica masía del siglo XVI de Can Pau de Llabià, hoy establecimiento turístico rural donde “los que saben” escogen pasar unos días de desconexión total, porque Llabià es, realmente, un inexpugnable castillo sin lienzos de muralla, sin almenas, sin adarves…, de la paz más exquisita que se recoge en un paisaje que instala en el espíritu el olvidado ritmo de la madre naturaleza. 

Josep, que tiene en el jardín de su masía una suerte de museo al aire libre de sus piezas, también ha construido un espacio cerrado donde exponer buena parte de su colección, llena de piezas que no solo sorprenden por la forja en metal y la unión con elementos naturales como las piedras o la madera, sino por invenciones luminosas como sus móviles con varios centros de suspensión, al más puro estilo de los de Calder, aunque sin el aditamento del color.

Es una maravilla ver esos móviles en acción rotando en diferentes direcciones al tiempo. Josep experimenta también con los efectos lumínicos, con la sombra de las piezas y con la inversión de las perspectivas a partir de las bombillas rellenas de material que proyectan una visión espectacular del paisaje del antiguo estanque de Ullastret, como se aprecia en las magníficas fotografías de J., tomadas el día de nuestra visita. Impresiona la capacidad formal de Josep Coll y sorprende la aplicación artesanal de su arte mayor escultórico a unas lámparas que son perfecta aplicación práctica de un modo muy original de combinar la forja y los elementos naturales propios de la zona y de la masía. El taller del artista merece una visita tanto o más obligada que la de su pequeño pero espectacular museo, porque en el atelier es donde se conoce verdaderamente al artista, junto a su mundo referencial: herramientas, materiales, proyectos, obras a medio acabar, obras desdeñadas, diseños, esbozos, e incluso los sueños y las figuraciones de lo por venir. Josep, vecino de J., nos trató con esa sencillez sin adulteración posible del hombre arraigado en su hábitat y al tiempo soñador de mundos llenos de formas en las que habita la gracia de la inspiración alada, a juzgar por la querencia aérea de su obra, incluso la de la atada a las moles de piedra o al terreno. Le escuchábamos en silencio, aunque tampoco es artista de palabra torrencial, sino de entusiasmo profundo y sincera modestia. Nuestra sorpresa fue que, hasta el presente, solo haya hecho una exhibición de su obra en los baños árabes de Gerona, y hace ya tiempo. Mientras paseábamos por tal derroche de imaginación artística, me preguntaba cómo es posible que Josep Coll no haya sido descubierto como merece, como un escultor de primera magnitud en un formato medio del que es posible que, con el reconocimiento por medio, diera el salto a la obra de grandes dimensiones. Azarientos son los caminos complejos del reconocimiento artístico -¡y qué me van a decir a mí, Artista Desencajado!-, pero tengo para mí que no ha de pasar mucho tiempo antes de que, sea a través de un reportaje en el dominical de El País o con una gran exposición en una reconocida galería de arte, que la obra de Josep Coll, tan original y sorprendente llegue a conocimiento del gran público. ¿No se invierte en arte en época de crisis? Pues ningún momento mejor que éste para hacerlo con una obra que, en cuanto se conozca, no conocerá sino la revalorización permanente. 
Además, Josep une a su arte de forja, la afición notable de la fotografía, de ahí que busque con sus piezas una experimentación con efectos luminosos que no excluyen ni la fotografía ni la filmación. A ello se añade el placer del artista en fotografiar el paisaje cambiante que se advierte desde el altozano de LLabià teniendo sus propias obras como contraste y fuente de inspiración. Es probable que muy pronto a las piezas se haya de sumar, de forma complementaria, una exposición de sus excepcionales fotografías. Sí, el ojo del creador, la mirada del artista, es siempre la percepción insólita de lo existente, el descubrimiento de lo que a los ignaros y superficiales mortales nos suele pasar desapercibido, de ahí que en el taller y en el museo de Josep me sintiera como en casa y en la mejor de las compañías, la de a quien nada le pasa desapercibido ni por alto, quien se adentra en la materia y en la realidad hasta su tuétano sabroso y nutritivo. Supongo que solo pasando unos días en Can Pau de LLabià puede entenderse de qué hablo, qué admiro y ante quién me descubro con rendido agradecimiento. 










¡Qué suerte tener amigos como J. y A. que, además de su hospitalidad y su afecto, te regalan el conocimiento de un artista singular!