lunes, 30 de mayo de 2016

Dos lecturas de Rousseau: de la misantropía última a la utopía contractual.






Rousseau íntimo: Ensoñaciones de un paseante solitario y Rousseau éxtimo: El contrato social.


Rousseau es uno de esos autores controvertidos que despierta tantas fobias como filias, y ello tanto en sus días como en los siglos posteriores a su muerte, poco después de haber acabado el volumen autobiográfico que hoy me convoca en este Diario, y no es de extrañar, porque, al margen de su psicología de resistente existencial, con una vida sumamente compleja, llena de complejas decisiones, sus teorías han alimentado polémicas inagotables que aún hoy tienen cierta actualidad. Salvo fragmentos y citas de críticos y apologetas, nunca había leído nada completo de él, aunque siempre supe que un título tan poderoso como Ensoñaciones de un paseante solitario me acabaría incitando a la lectura. Creo que lo hago en un momento adecuado, porque coincide con mi propia dedicación autobiográfica, lo cual permite un grado de reflexión que nace directamente de mi implicación emocional en ese género tan poliédrico. Vale decir que tanto estas Ensoñaciones como Las confesiones… fueron publicadas póstumamente, las primeras en 1781, tres años después de su muerte y las segundas en 1788, diez años después de su muerte. De hecho, las Ensoñaciones podrían considerarse como una suerte de apostilla final de Las Confesiones, aunque tienen entidad propia y se redactan en un momento en que en Rousseau se acentúa la paranoia que desarrolló al final de su vida: La conclusión que puedo sacar de todas estas reflexiones es que nunca he sido realmente idóneo para la sociedad civil donde todo es malestar, obligación, deber, y que mi natural independiente me volvió siempre incapaz de las servidumbres necesarias para quien quiere vivir con los hombres, escribe. Y de ahí que se le imponga como una necesidad el refugio en su propio criterio exclusivo: En la situación en que me hallo no tengo otra regla de conducta salvo la de seguir en todo mi inclinación sin cortapisas, a pesar de que ello lo reduzca a una soledad, a un aislamiento de cuya necesidad él sabrá hacer virtud, obviamente, como es propio de los espíritus fuertes, y aun sentimentales: Me he vuelto solitario o, como ellos dicen, insociable y misántropo, porque la soledad más salvaje me parece preferible a una sociedad de malvados que solo se nutre de traiciones y odio. El defensor de las emociones, del sentimiento, el precursor del Romanticismo,  nos ha legado con sus Ensoñaciones un modelo de escrito autobiográfico que se opone, a su propio juicio, al “amañado” de Montaigne, al que le reprocha una complacencia excesiva, una suerte de intento de no “hurgar en la herida” propia; un talante, pues,  muy distinto del suyo, que no duda en exhibir la gangrena moral que lo devora, al tiempo que no disimula su aversión a cuantos enemigos, ¡por suerte!, ya no pueden hacer mella en él con sus malas artes. La sinceridad “a calzón quitado” de Jean-Jacques contrasta con la autoprotección de D Miguel de la Montaña, que traducía Quevedo: Pongo a Montaigne a la cabeza de estos falsos sinceros que quieren engañar diciendo la verdad. Se muestra con defectos, pero solo se atribuye los amables; no hay ningún hombre que no tenga algo de odioso. Montaigne se describe con cierta semejanza, pero de perfil. Quién sabe si algún rasgo del lado que nos ha ocultado no cambiaría totalmente su fisonomía.
         Harto de ser perseguido por sus detractores, que lo ignoran todo de él y dan pábulo a juicios que se repiten sin tener en cuenta ninguna circunstancia ni explicación, Rousseau se mete en la libérrima composición de sus Ensoñaciones como una reafirmación de su individualidad y un rechazo frontal de los férreos códigos de la vida social. Las Ensoñaciones, así pues, son una suerte de canto a la individualidad radical y un elogio sincero de quien, como él hizo, es capaz de sustraerse a las impías exigencias de esa vida social y sabe construirse una vida que, como es su caso, tuvo en el cultivo de la botánica el aliado perfecto para resistir los embates de incluso quienes fueron, en otro tiempo, sinceros amigos, porque Rousseau acabó enemistado con todos los ilustrados, y Voltaire mismo acabará convencido de que su paranoia  lo ha trastornado definitivamente. Es curioso que el campeón de la bondad natural de la persona acabe sus días sumido en una suerte de misantropía que solo halla consuelo en la elaboración de sus álbumes de botánica y en la divagación libérrima sobre lo divino y lo humano, principalmente lo último.
         Ningún libro, sin embargo, más humano, espontáneo, sincero y directo que este: Heme aquí, pues, solo sobre la tierra. Con esta declaración se abre el libro, cuyos ecos nos recuerdan el salmo quevediano: Vive sólo para ti si pudieres, pues sólo para ti si mueres, mueres. Para sí solo escribe Rousseau y se congratula de ello repetidamente a lo largo del libro. Estamos ante una obra confesional pura y dura, en la que el autor detalla con total sinceridad su manera de vivir, de hacer, de pensar, de escribir, de relacionarse…, aunque, como demuestran los manuscritos, llenos de tachaduras, de  rectificaciones, de vacilaciones, se trate de una sinceridad que le cuesta expresar, por más que el tono general de las Ensoñaciones sea el complaciente de quien, ¡por fin!, hace exclusivamente lo que le viene en gana y no paga ninguna deuda social ni se somete a ninguna exigencia que condicione su libertad. Ello no quiere decir, no obstante, que Rousseau eluda incluso hacer frente a decisiones vitales suyas tan polémicas como la entrega a la inclusa de sus cinco hijos. Como él dice: Entre mis contemporáneos hay pocos hombres cuyo nombre sea más conocido en Europa y cuyo individuo sea más ignorado. Las Ensoñaciones, pues, lo que pretenden es dar a conocer al individuo, el mismo que se defiende con estas razones de la acusación de padre sin entrañas: Comprendo que el reproche de haber llevado a mis hijos al hospicio haya degenerado fácilmente, con un pequeño sesgo, en el de ser un padre desnaturalizado y odiar a los niños. Sin embargo, es muy cierto que fue el temor a un destino mil veces peor para ellos y casi inevitable por cualquier otra vía lo que me determinó a hacerlo así. Si hubiera sido más indiferente hacia lo que sería de ellos y, al estar fuera de cuestión educarlos yo mismo, en mi situación tendría que haberlos dejado educar por su madre, que los habría echado a perder, y por su familia, que los habría convertido en unos monstruos. Todavía tiemblo al pensar en ello. La referencia al terror que le producía que sus hijos hubieran sido educados por su mujer estará en consonancia con la concepción de la mujer que Rousseau detalla en el libro V de su Emilio o De la educación a través, paradójicamente, del modelo encarnado en Sofía contra el que luchó  Mary Wollstonecraft en una apasionante obra que, azar de azares, estoy leyendo estos días (noches de insomnio incluidas): Vindicación de los derechos de la mujer, y sobre la que traeré noticia  este Diario en su momento.
         Las Ensoñaciones constituyen una radiografía apasionante en la que no sé qué apreciar más, si los detalles o el conjunto, porque como obra compacta, sin llegar a las Confesiones de San Agustín, ni tampoco a sus propias Confesiones, de las que dicen que son algo tediosas, y que, en consecuencia, no me atraen como sí me han atraído las Ensoñaciones, constituye un sólido ejemplo de obra autobiográfica, pero en sus muchos detalles se nos revelan apreciaciones de muy alto valor psicológico y emocional. Sí, probablemente sea absurdo distinguir entre el todo y las partes, pero a veces no todas las partes suman un todo que nos convenza, como ocurre, por ejemplo, en el cine: una excelente fotografía, una buena banda sonora o unas interpretaciones sólidas no son garantía alguna de que veamos una excelente película, si sucede que tenga un guion deleznable o errático, o una puesta en escena chata, anodina. Lo que si convencerá a los lectores de que nos hallamos ante una obra extraordinaria es el argumentum ad passiones que desarrolla el autor a lo largo de toda la obra: La difamación, el abatimiento, el escarnio, el oprobio con los que me han cubierto ya no son susceptibles de seguir aumentando o mermando; hemos quedado igualmente al margen: ni ellos pueden agravarlos ni yo sustraerme a ello. Estaban tan urgidos por colmar la medida de mi miseria que todo el poder humano auxiliado por todos los ardides del infierno no sabría añadir nada más. El propio dolor físico, en lugar de incrementar mis penas, las distraería. Al hacerme gritar quizá me ahorrase gemidos y los desgarros de mi cuerpo suspenderían los de mi corazón. Estamos ante el sello personal de la obra de Rousseau esa suerte de siento, luego existo, que lo caracteriza frente a quienes endiosaron la razón. Las Ensoñaciones está teñida de una melancolía propia del alma apaciguada, del alma que ya no se deja arrastrar ni al conflicto embrutecedor ni a la polémica estéril, es una obra de postrimerías en la que el autor, sin lamentar el paso del tiempo o su veloz huida, no deja de reflexionar sobre cierta ironía última de sus enseñanzas: La juventud es el tiempo de estudiar la sabiduría; la vejez es el tiempo de practicarla. La experiencia siempre instruye, lo confieso; pero solo resulta provechosa para el espacio que uno tiene por delante. ¿Acaso el momento en que hay que morir es el de aprender cómo se habría debido vivir? ¿De qué me sirven unas luces tan tardías como dolorosamente adquiridas acerca de mi destino y de las pasiones ajenas que lo han fraguado? Solo he aprendido a conocer mejor a los hombres para sentir con una mayor intensidad la miseria en que han sumido, sin que ese conocimiento al descubrirme todas sus trampas me haya podido hacer evitar ninguna. Con todo, y por no desmentir el dicho de Solón de que no hay edad en la que no se pueda aprender algo, Rousseau se recuerda que la paciencia, la benignidad, la resignación, la integridad, la justicia imparcial son un bien que uno se lleva consigo y del que puede enriquecerse sin cesar, sin temer que la propia muerte nos haga perder su valor. Este es el único y útil estudio al que consagro el resto de mi vejez. Dichoso si merced a mis progresos sobre mí mismo aprendo a salir de la vida, no mejor, porque esto es imposible, pero sí más virtuoso de lo que vine a ella.
         Las Ensoñaciones abundan en reflexiones de orden moral e intelectual que recogen, como aforismos al final del camino de la vida, una sabiduría destilada gota a gota de sufrimientos e incomprensiones que siempre jalonaron la peripecia vital de Rousseau, huérfano de madre desde inmediatamente después de ser alumbrado e imposible cuidador de su propia prole: entregada al hospicio para garantizarles la supervivencia. Jamás he creído que la libertad del hombre consista en hacer lo que quiere, sino más bien en no hacer nunca lo que no quiere, y esta es la libertad que yo siempre he reclamado, a menudo conservado, y por la que he sido el mayor escándalo para mis contemporáneos: esta afirmación de la individualidad del autor es una de las constantes a lo largo de las páginas del libro: Mi temperamento ha influido mucho sobre mis máximas, o más bien sobre mis hábitos; porque casi no he actuado conforme a reglas o casi no he seguido otra regla en cualquier asunto que los impulsos de mi natural. No empero, nos confiesa que Plutarco fue siempre una de sus lecturas favoritas; un autor que, como confiesa en su correspondencia, cayó en sus manos a los seis años y a los ocho se lo sabía de memoria: Plutarco es quien más me atrae y más provechoso me resulta. Fue la primera lectura de mi infancia y será la última de mi vejez; casi es el único autor al que nunca he leído sin sacar algún provecho.  Pero llama mucho la atención, tratándose de él, el hincapié que hace en el esfuerzo que siempre le ha supuesto la labor reflexiva: A veces he pensado con bastante profundidad, pero raramente con placer, casi siempre a regañadientes y como a la fuerza; la ensoñación me relaja y me divierte, la reflexión me fatiga y me entristece; pensar siempre supuso para mí una ocupación penosa y sin encanto. De ahí, sin duda, su peculiar modo de escritura: en papeles sueltos y en interminables paseos: La marcha tiene algo que anima y aviva mis ideas: cuando estoy quieto apenas puedo pensar. Y lanzo mis pensamientos esparcidos y sin continuidad sobre trozos de papel, a continuación coso todo eso mal que bien y así es como hago un libro. Algo que, como veremos más adelante, se manifiesta de lleno en la creación de uno de sus libros más famosos, El contrato social, cuya lectura nos ilumina, desde aquella época de apasionado racionalismo y  profunda sentimentalidad, buena parte de las retorcidas raíces de nuestro desconcertante presente político. En este de las Ensoñaciones, sin embargo, dicho método casa perfectamente con el género, porque Rousseau se entrega a ellas fiado en la absoluta libertad con que puede hablar de cualquier cosa, sea la pasión última que sintió por la botánica, sea la necesidad de concluir que no los tiempos felices son los que se prefiere recordar: a través de las vicisitudes de una larga vida, he observado que las épocas de gozos más dulces y placeres más vivos no son, sin embargo, aquellas cuyo recuerdo me atrae y me afecta más. El desengaño está muy presente en sus últimos años, porque la sabiduría, ciertamente, no le ha acercado a la vida plena con que sueña cualquier idealista como él: no hay nada sólido a lo que pueda aferrarse el corazón. Aquí abajo solo impera el placer efímero; dudo que sea conocida la felicidad duradera. ¿Cómo puede llamarse felicidad a un estado fugitivo que además nos deja el corazón inquieto y vacío, que nos hace añorar alguna cosa antes o desear aún alguna cosa después? Es, desde esa convicción, desde la que evoca una anécdota que recorre el cuerpo con un escalofrío de horror:  Espartano dice que Similos, cortesano de Trajano, tras abandonar sin disgusto personal alguno la corte y todos sus empleos para ir a vivir apaciblemente al campo, hizo poner sobre su tumba estas palabras: ‘He morado setenta y seis años sobre la tierra, pero he vivido siete’. Algo parecido puedo decir de mí, aun cuando mi sacrificio haya sido menor. Yo no he comenzado a vivir sino el 9 de abril de 1756. Sin embargo, las Ensoñaciones actúan, en su microcosmos como un reducto de libertad absoluta donde poder conquistar, por fin, esa suerte de ataraxia que, en su caso, adopta el nombre de indiferencia: no es poca cosa, sobre todo a mi edad, haber aprendido a ver la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, la riqueza y la miseria, la gloria y la difamación con idéntica indiferencia. Todos los demás ancianos se inquietan por todo; yo no me inquieto por nada. Esa es su última y definitiva victoria.

El contrato social
         
Si el propio Rousseau, en confidencia postal a Jean Dussaulx, traductor de Juvenal y admirador suyo, ya defendía que en cuanto al Contrato social, los que se alaben de entenderlo por entero son más hábiles que yo. Es un libro a rehacer; pero yo no tengo ni fuerzas ni tiempo para ello, lo cual remacha en el pórtico del tercer libro de este singular tratado totalitario: Advierto al lector que este capítulo debe ser leído despacio, y que yo no conozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención, pronto se echará de ver que nos hallamos ante una reflexión -sí, una de esas que le hacían poco menos que sudar sangre al sensible Jean-Jacques- de orden social que, por falta de suficiente y continuado esfuerzo intelectual se ha quedado a medio camino de la teoría política, de un proyecto de utopía e incluso del inicio de la nueva ciencia sociológica, que aún tardaría lo suyo en llegar. El propio Rousseau anunciaba que lo publicado era una parte de un proyecto mucho más ambicioso que llevaba por título Institutions politiques, del cual lo presente no es más que una selección que el autor ordenó y compuso en forma de libro para darlo a la imprenta, destruyendo el resto de material sobre el que no estaba dispuesto a seguir trabajando para cumplir el proyecto original.
         Así pues, buena parte de El contrato social no pasa de ser una colección de ideas sobre los fundamentos de las sociedades humanas y el mejor modo de organizarlas políticamente para ponerlas al servicio de lo que él denomina “el bien común”. Rousseau representa una concepción social diametralmente opuesta a la de Hobbes, y la sociedad fundada en el contrato social dista mucho del Leviatán del inglés. Frente a la intrínseca maldad del hombre que defiende Hobbes, Rousseau apela a la bondad natural propia del hombre que solo es corrompida por la sociedad. Se trataría, en consecuencia, a través del contrato social de recuperar lo mejor de la naturaleza y esquivar lo peor de la civilización corrupta creada por el hombre en su apartamiento de esa devoción natural. La teoría fundamental del Contrato la expone Rousseau apenas iniciado el libro, porque, una vez sentado que la única agrupación “natural” humana es la familia, hace falta dar un salto contractual para fundamentar la “voluntad popular”, la “soberanía”: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo. En el mismo instante, en lugar de a persona particular de cada contratante este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea,  el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el hombre de Ciudad, y toma ahora el de República o el de cuerpo político, al cual llaman sus miembros Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder cuando lo comparan con otros de su misma especie. Por lo que se refiere a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y se llaman en particular Ciudadanos como participantes en la autoridad soberana, y Súbditos como sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos suelen confundirse y tomarse uno por otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados en su sentido preciso. Adviértase la apostilla a su propia teoría: la radical indeterminación terminológica que alimenta este campo, motivo de enfrentamientos y posicionamientos políticos enconados que derivan, en un quítame allá esas pajas, en enfrentamiento civil. Lo que construye Rousseau es una antropomorfización de la voluntad popular, algo así como un Golem al que se le ha de rendir el tributo de la propia vida, porque el individuo, para firmar el contrato social que le permite la supervivencia, ha de someter vida y hacienda a ese soberano máximo que dispone de todo y de todos, porque el bien común, bien que sutilmente interpretado por el poder ejecutivo, se antepone a todo, la libertad individual incluida, por más que Rousseau cimente el poder de la voluntad popular en esa suerte de cesión de la libertad individual con que se construye la libertad general. Si no lo he entendido mal, dado que el autor sugiere que puede ser fácilmente malinterpretado, Rousseau establece en El Contrato social los fundamentos del totalitarismo político: Si el Estado o la ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y su cuidado más importante es el de su propia conservación, le es necesaria una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer a cada parte de la manera más conveniente al todo. Así como la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y es este poder el que, dirigido por la voluntad general, lleva, como he dicho, el nombre de Soberanía. La defensa de la soberanía, que para Rousseau es “indivisible”, se pierde a veces en una cierta ambigüedad que le lleva a Rousseau a sospechar de la facilidad con que esa “voluntad general” puede ser traicionada: La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es claro. Continuamente el autor oscila entre el polo de la libertad individual que incluso justificaría la posibilidad de “salir” pacíficamente, con todos los bienes propios, de ese “contrato y el poder omnímodo de la voluntad popular. En cualquier caso, y eso es importante dentro del sistema que propone el autor, cualquier organización social pasa necesariamente por el establecimiento de las leyes que la hacen posible, requisito imprescindible para que esa voluntad popular sea indiscutible y propia. La legitimación es imprescindible. Y de ahí el encumbramiento del poder legislativo como el verdadero poder popular, por encima, incluso, del ejecutivo o el judicial. De hecho, en un razonamiento que despertará la curiosidad, sin duda, de cuantos suelen enfrentar en nuestro país la idealizada segunda república a la actual monarquía constitucional, Rousseau se descuelga con este razonamiento singular:  Llamo república a todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea su forma de administración; pues solo entonces gobierna el interés público y la cosa pública representa algo. Todo gobierno legítimo es republicano. No siempre entiendo por esta palabra una aristocracia o una democracia, sino en general todo gobierno guiado por la voluntad general, que es a ley. Para ser legítimo, no debe el gobierno confundirse con el soberano, sino ser el ministro del mismo; en este caso la monarquía misma es república. No somos pocos, creo, lo que hablamos, en el caso de España, de una monarquía federal, dado nuestro sistema autonómico, y aun no me importaría hablar de una monarquía republicana, siguiendo el razonamiento de Rousseau. Con todo, y damos, de nuevo, un volantazo hacia el totalitarismo que garantiza la supervivencia de la república: Para que el pacto social no sea un formulario vano, implica tácitamente el compromiso, único que puede dar fuerza a los otros, de que el que se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo, algo que, teóricamente, hemos de entender que es congruente con su defensa de que la fuerza no hace el derecho, y que no estamos obligados a obedecer más que a los poderes legítimos. Hay implícita, en la fundamentación del contrato social, una teoría antropológica que enlaza con la famosa del “hombre nuevo” del marxismo soviético: El que se atreve a emprender la formación de un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana.; de transformar a cada individuo, que en sí mismo es un todo perfecto y solitario, en una parte de un todo mayor , del que este individuo recibe en cierto modo su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para mejorarla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la Naturaleza. ¿Cuál otro es el propósito de los atávicos nacionalismos identitarios que bullen en nuestro Estado, sino el de crear un catalán, un vasco, un gallego, un canario o un asturiano prototípicos, encarnaciones de la emanación determinante del suelo patrio en el que se arraiga su concepción telúrica, puestos al servicio del gran tótem nacional de la tribu: Cataluña, Euskal Herría, Galicia, Canarias, Asturias…?
         El Contrato social explora también no solo formas de gobierno, sino que se adentra en un revisión histórica de los modelos griego y romano e incluso se arriesga a la elaboración de una sociología política rudimentaria cuyos postulados, con la perspectiva desde la que escribimos hoy, el siglo XXI, casi nos parecen auténticas supersticiones de aquellas contra las que luchaba el padre Feijoo. Me ha parecido interesante la crítica de la sobrerrepresentación política, porque es posible que en ella ancle sus raíces la tradición del secular centralismo francés: La administración resulta más difícil en las grandes distancias, como un peso resulta más pesado en el extremo de una palanca mayor. Resulta también más onerosa a medida que se multiplican los grados; pues cada ciudad tiene primero su propia administración, que paga el pueblo, cada distrito la suya, que también paga el pueblo; luego, cada provincia; después los grandes gobiernos, las satrapías, los virreinatos, que hay que pagar cada vez más caros a medida que se va ascendiendo y siempre a expensas del desdichado pueblo; por último viene la administración suprema, que lo aplasta todo. Tantas sobrecargas agotan continuamente a los súbditos; lejos de ser mejor gobernados por todos estos diferentes órdenes, lo son peor que si no hubiera nada más que uno por encima de ellos. Entre tanto, apenas quedan recursos para los casos extraordinarios, y cuando hay que recurrir a ellos, el Estado está siempre en vísperas de su ruina. Como dice más adelante, con harta clarividencia económica: El Estado civil no puede subsistir sino cuando el trabajo de los hombres produce un excedente sobre sus propias necesidades, de ahí, pues, que estamos endeudados hasta las cejas para “mantener” bastante por encima de nuestras posibilidades una superestructura política que no se corresponde con el grado de pobreza del país: Por poco que el pueblo dé, cuando ese poco no vuelve a él, dando siempre se agota pronto. El Estado no es nunca rico, y el pueblo es siempre mísero
         Para hacernos una idea del diletantismo sociológico de Rousseau, basta leer las siguientes líneas, llenas de un candor, de una ingenuidad, que raya en lo seráfico: aun cuando todo el Sur llegara a estar lleno de repúblicas y todo el Norte de estados despóticos, no por ello sería menos cierto que, por efecto del clima, el despotismo corresponde a los países cálidos, la barbarie a los países fríos y la buena política a las regiones intermedias. (…) Cuanto más cerca del ecuador, con menos viven los pueblos. (…) Las mismas sensibles diferencias vemos en Europa en cuanto al apetito entre los pueblos del Norte y los del sur. Un español vivirá ocho días con una sola comida de un alemán. En los países donde los hombres son más voraces, el lujo existe también en las cosas de comer. En Inglaterra se muestra en una mesa llena de manjares; en Italia, os obsequian con dulces y flores. Lo del español comiendo ocho días con una sola comida del alemán es, realmente, de antología… Se ve que Jean-Jacques no conoció los guisos patrios: el cocido, la fabada, la escudella…
         Coherente con su teoría del bien común y amante de la política grecolatina, sobre todo de la lacedemónica, por la que Rousseau sentía viva admiración, como compendio de las virtudes humanas en la administración del bien social, el filósofo del sentimiento opta por un sistema asambleario que permita un control individual estricto de la “ortodoxia” de la voluntad popular: además de las asambleas extraordinarias que ciertos casos imprevistos pueden exigir ha de haberlas fijas y periódicas sin que nada pueda abolirlas ni prorrogarlas, de tal modo que un día señalado sea el pueblo convocado por la ley sin que haga falta para ello ninguna otra convocatoria formal. Para Rousseau es evidente que desde el instante en que el servicio público deja de ser el principal interés de los ciudadanos y que prefieren servir con su bolsa antes que con su persona, el Estado se encuentra ya cerca de su ruina. (…) Desde el momento en que alguien dice de los negocios del Estado: ¿a mí qué me importa?, se debe saber que el Estado está perdido. Se trata, así pues, de un contrato de participación social, muy al estilo del de los traicionados círculos de Podemos, porque, alcanzada la representatividad y organizados como el resto de la casta, ¿qué diferencia hay entre los cerdos de Podemos y los humanos de la casta? Ya lo dice el propio Rousseau: como quiera que sea, desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe. Puede parecernos una “salida de tono” del ginebrino, pero todo El Contrato social está lleno de afirmaciones de esa naturaleza radical. Hay una proclamación casi deísta de la voluntad popular y Rousseau es su profeta, oscuro, como buen profeta, pero perfecto retratista de esa suerte de utopía que él construye a partir de las leyes y de la cesión gratuita de la libertad individual en aras del bien común. La lectura de El contrato social es estimulante, porque Rousseau es un hombre apasionado, y salpica su texto constantemente de reflexiones morales de mucho provecho y no poco ingenio, así como de anécdotas que me ha recordado mucho la infinita facilidad y felicidad en el arte de la cita oportuna del maestro indiscutible que es  Fernando Savater: Dicen que los charlatanes del Japón despedazan a un niño a la vista de los espectadores; luego, echando al aire todos sus miembros uno tras otro, vuelve a caer el niño vivo y entero. Tales son, aproximadamente, los juegos de manos de nuestros políticos; después de desembrar el cuerpo social con una prestidigitación digna de feria, vuelven a juntar las piezas no se sabe cómo. Lo que sucede igualmente en este apunte antropológico de inestimable valor y absoluta verdad: Una vez establecidas las costumbres y los prejuicios arraigados, es empresa peligrosa y vana querer reformarlos; el pueblo no puede siquiera tolerar que se toque a sus males para acabar con ellos, como esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan al ver al médico. A pesar de sus extravíos doctrinales, desde el punto de vista de la praxis es evidente que a Rousseau no se le escapan ciertas realidades que siguen teniendo vigencia en nuestros días, como ha puesto de manifiesto Piketty en sus estudios sobre la desigualdad de las rentas: Si queréis, pues, dar al Estado consistencia, aproximad los grados extremos todo lo posible, no toleréis ni gentes opulentas ni pordioseros. Estos dos estados, naturalmente inseparables, son igualmente funestos al bien común. Prefiero acabar, con todo, con la interpretación aguda y paradójica del clásico por excelencia de la politología: Maquiavelo: Fingiendo dar lecciones a los reyes, las da muy grandes a los pueblos. El Príncipe, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos.

lunes, 16 de mayo de 2016

El discurso forense: una tradición perdida en España. Los “Discursos” de Lisias.

                   
                                                                                     

Los  Discursos de Lisias o la inmersión en la claridad del razonamiento persuasivo, felizmente contextualizada.


Hay lecturas, como la presente de Lisias, motivadas exclusivamente por el amor al mundo antiguo y por la necesidad de desplazarse en el tiempo y en el espacio, no tan tontunamente como esa desafortunada serie televisiva, para recuperar realidades desde las que contemplar nuestro presente con mayor propiedad analítica, con los fundamentos propios del origen de lo que entendemos por civilización europea.
Lisias fue un logógrafo, esto es, alguien dedicado a escribir discursos forenses que permitían, o así supongo que los vendería él, salir con bien de cualquier proceso judicial. Estamos, pues, ante el arte del razonamiento, de la persuasión, ante la lógica aplicada a la realidad concreta, no ante un texto de carácter literario o eminentemente retórico, en el que lo importante sea la belleza del estilo, antes que la veracidad de las pruebas, como él mismo escribió en el discurso XI , Segundo contra Teomnesto: Creo que es necesario especular no sobre las palabras, sino sobre los significados de las cosas. Leer aquellos alegatos de tan diferente naturaleza, la propia de la complejidad social de siempre: desde el adulterio hasta el asesinato, pasando por un lisiado que defrauda al estado o por la acusación contra Eratóstenes, bajo cuyo mandato en Atenas fue asesinado el hermano de Lisias, Polemarco,  y él hubo de verse forzado a exiliarse a Mégara, de donde regresó tras la instauración de la Democracia. Algunos moralistas puntillosos ponen reparos a que Lisias incluso pusiera su pluma al servicio de quienes defendieron la Oligarquía, como ocurre en el discurso XXV, donde se manifiesta de forma inequívoca al respecto: No es difícil darse cuenta, ¡oh, jueces!, de que no versan sobre la forma de gobierno las diferencias mutuas entre los hombres, sino sobre las conveniencias personales de cada uno. Lisias acabó desengañado de la política, y, desde esa perspectiva, podemos leerlo hoy como a un “adelantado” a su tiempo y a todos los tiempos, porque, desde la constatación del efecto reactivo como motor primordial de los cambios políticos: la democracia se origina a causa de los que llevan una política injusta en la oligarquía, del mismo modo que por culpa de los que se comportan como sicofantas en la democracia se estableció por dos veces la oligarquía, el lector advierte enseguida el poderoso caudal de simpatía con que leerá los discursos de Lisias, a quien no le ciega le aspiración de la verdad a todo trance, sino el hecho de que sus clientes salgan con bien del trance de verse denunciados ante los tribunales o de ser ellos los acusadores. De hecho, Lisias fue el primero en escribir una apología de Sócrates, que no se ha conservado, anterior a las de Jenofonte y Platón. Es necesario aclarar, antes de proseguir, para que se entienda cabalmente el juicio de Lisias, que los sicofantas eran acusadores profesionales, algo así como el Sindicato Manos Limpias, recientemente desarticulado por la policía, capaces de hundir para siempre la vida de aquellos que caían bajo sus acusaciones y se veían, como es el caso de algunos clientes de Lisias, en la necesidad de demostrar lo que debería caer del lado de la acusación. Tal es el caso del discurso X en el que se juzgaba la acusación de haber tirado las armas durante el combate, lo que aparejaba, tras las comprobaciones pertinentes, la pérdida de derechos políticos.
La vida misma de la Grecia clásica -el arco vital de Lisias se extiende entre 458 y 380 a. C.-, es lo que el lector puede hallar hoy en aquellos discursos cuyo contexto social y político nos ofrece una esmerada edición con generosas introducciones a cada discurso y felicísimas notas a pie de página a cargo de Luis Gil. Son discursos, no se olvide, palabra viva, pronunciada, no texto fijado para ser leído a solas o en silencio. Y esa cualidad intrínseca es lo que hace más amena la lectura y nos permite tener una visión certera de lo mucho que el discurso forense ha perdido, en nuestro país al menos, porque en la vida judicial usamericana, por el contrario, sigue más que vivo que nunca el espíritu fundador de una oratoria capaz de todo, de lo admirable y lo miserable. Que los discursos forenses constituyan todo un género cinematográfico que nos ha deparado películas inolvidables como Doce hombres sin piedad, Matar a un Ruiseñor, Testigo de cargo, Compulsión, La caja de música, etc., permite valorar la supervivencia de la tradición que encarna Lisias en una tradición como la usamericana, muy alejada de la española, donde la oratoria fue decayendo hasta prácticamente desaparecer. Quien haya seguido en parte -hasta que comprensiblemente se le agotara la paciencia- el juicio a los exduques de Palma, habrá constatado la planicie oratoria de los mil y un abogados presentes en la sala, amén de sus incorrecciones, anacolutos y vulgares y chocarreras salidas de tono, todo menos algo que ver con la tradición forense de la que Lisias fue un notable representante, aunque no pudiera competir con Isócrates, su contemporáneo, y quedara uy lejos de la brillantez del posterior Demóstenes. No sucede así, sin embargo, con los discursos forenses del neoclásico Meléndez Valdés, que son una auténtica joya aún por descubrir para un público mayoritario, discursos plenamente ilustrados y ajenos radicalmente a la ñoñería de su poesía neoclásica. Quizás esta entrada de hoy sea un impulso para releerlos y dedicarle la entrada que, de suyo, merecen.
Lisias, reivindicado por Cicerón, se convirtió en algo así como el principal ejemplo de la prosa ática contra el barroquismo del asianismo imperante en la época republicana: egregie subtilis scriptor atque elegans, quem iam prope audeas oratorem perfectum dicere, nos dice de él Cicerón en su elogio. Y es lo cierto que son escasos los artificios retóricos que podemos encontrar en la prosa de Lisias, la cual discurre ajustada al objetivo de proporcionar argumentos sólidos que permitan ganar el caso. Lo más atractivo de sus Discursos, al margen de la claridad lógica de los mismos, son esos momentos en que se mezclan los elementos históricos, el fino dibujo de las costumbres e incluso, aunque en pocas ocasiones, la contundencia de algún aforismo moral. Recordando, por ejemplo, la guerra contra los persas, Lisias nos ofrece un cuadro vivo del recurso inventivo de Jerjes y de la temible batalla naval contra los invasores: Con desprecio del orden de la naturaleza y de las obras divinas y de los designios humanos, hizo un camino a través del mar y abrió paso por fuerza a las naves a través de la tierra, uniendo las orillas del Helesponto y horadando el Atos sin que nadie se le opusiera. En la batalla, sin embargo, con las exhortaciones de unos y otros y el clamor de los moribundos, y ver que la mar estaba cubierta de cadáveres, y que zozobraban, trabadas mutuamente, muchas naves amigas y enemigas (…), por el temor que les poseía, creyeron ver muchas cosas que no veían y oír muchas cosas que no oían. Esos fragmentos que salpican los discursos deparan un placer inmenso en quien lee, porque, de pronto, al margen del caso puntual, emerge la historia con todo su esplendor como aval de tal o cual posición.
La vida cotidiana que se refleja en los Discursos de Lisias se basta y sobra para quitarle al autor la pátina amedrentadora de “clásico” al que cuesta acercarse, como si fuera un estigma que convirtiera a los recipiendarios de semejante marbete en autores “de otro nivel”, más allá de las escasas fuerzas de los lectores hoplitas. Como si hubiera, siguiendo el símil de aquella época de Lisias, lectores caballeros y lectores hoplitas. Por Aristófanes sabemos que el jinete significaba el poder militar de la nobleza, mientras que el hoplita-Sócrates participó como tal en la batalla de Maratón- suponía la pertenencia al pueblo llano. Desde esa llaneza popular de sus Discursos hemos de apreciar el discurso con el que se defiende uno de sus clientes cuando su enemigo lo violentó entrando en el gineceo cuando se encontraban dentro mi hermana y mis sobrinas, que siempre han vivido tan recatadamente como para avergonzarse de ser vistas incluso por sus parientes y además se permite acusarlo a él de haberlo agredido: La prueba más grande y más evidente de todas es que habiendo sido él ofendido y amenazado por mí, según pretende, no se ha atrevido a recurrir a vosotros hasta después de cuatro años; y mientras no hay nadie que, cuando está enamorado y se ve apartado de aquel a quien desea y es además golpeado, no intente, movido de cólera, tomar inmediata venganza, éste es el único que deja pasar largo tiempo. De ello, y en ese corolario se aprecia la calidad estética de la obra de Lisias, se sigue que no parece propio de la misma persona el estar enamorad y el ejercer la delación. Lo primero ocurre a los hombres más bien sencillos; lo segundo, a las gentes sumamente malvadas.
Está claro que hay discursos de más enjundia que otros, de expresión más feliz o de sentimiento más encendido, pero todos los críticos se ponen de acuerdo en señalar el discurso XII,  Contra Eratóstenes, , pronunciado por el propio Lisias, como uno de los más interesantes. Amigo de sorprender desde el principio a los jueces, Lisias se pregunta al principio del discurso no tanto por los motivos del acusador, sino por los del acusado: Aunque ordinariamente era preciso que fueran los acusadores quienes explicasen a qué se debía su hostilidad contra los acusados, en este caso lo que hace falta es preguntarles a estos qué móviles les guio en su enemistad contra la ciudad, como consecuencia de la cual osaron incurrir en tan graves faltas para con ella.  A partir de ahí irá desgranando los motivos por los que pedirá la pena de muerte contra él, más allá de los perjuicios personales que pudiera el tirano haberle deparado. Yo quiero hacerle subir aquí, ¡oh, jueces!, e interrogarle, pues mi criterio es el siguiente: cuando se trate de beneficiar a este, creo que es una impiedad incluso el hablar de él a otro, pero si es para hacerle daño, resulta santo y piadoso el hablar con él. Y alerta a los jueces para que no confundan la magnanimidad con la debilidad: Que vuestro agradecimiento ante lo que dicen que va a hacer no sea mayor que vuestra cólera por lo que ya han hecho: y, si perseguís a aquellos de los Treinta que están ausentes, no perdonéis a los que aquí se encuentran, ni os ayudéis a vosotros mismos menos eficazmente que la fortuna, que los puso en manos de la ciudad. Ceso ya de acusar. Habéis oído, habéis visto, habéis sufrido, le tenéis aquí: juzgadle.
Los discursos de Lisias, como no podía ser de otra manera, constituyen una exaltación de los valores helénicos que acreditaron a los griegos frente a los pueblos belicosos que los rodeaban. De hecho, Lisias fue también un defensor del panhelenismo que defendió Isócrates, y defendía con ahínco las virtudes que servían para definir la idiosincrasia de los únicos moradores que había tenido Grecia, una autoctonía, podríamos llamarla así, de la que se sentían más que orgullosos. En el discurso XXI, Defensa de un cargo de venalidad, Lisias expone claramente ese tipo de virtudes que definen mejor que cualquier otra descripción el espíritu ateniense: el más penoso servicio reside precisamente en ser en todo momento, hasta el final, un hombre comedido y juicioso, sin dejarse dominar por los placeres ni arrastrar por el afán de lucro, y mostrándose de una manera de ser tal que ningún ciudadano le pueda a uno reprochar nada ni atreverse a citarle en juicio. (…) Cuando era necesario desempeñar un servicio público, nunca me preocupó el dejar a mis hijos empobrecidos en la correspondiente cantidad, y sí el no cumplir con entusiasmo lo que me había mandado. ¡Ya se advierte, al menos aquí en España, lo lejos que estamos, en el siglo XXI, de acercarnos a semejante ideal!

sábado, 7 de mayo de 2016

Ivan Illich contra el institucionalismo conservador y a favor del librepensamiento: “Celebration of Awareness”




Una cala en el pensamiento antisistema: Ivan 

Illich: Celebration of Awareness. A call for 

institutional revolution.
  
Ya tenía ganas de echarme al coleto un libro completo de Ivan Illich de quien, hasta el presente, solo había leído a través de terceros. Muy superficialmente conocía su figura e incluso ignoraba que había sido sacerdote de la iglesia católica, lo cual, visto en perspectiva, permite entender que cuadren mejor los números de su disidencia y su cercanía programática a los nuevos movimientos alternativos y antisistema que están a punto de encaramarse al poder, al menos en España, que es algo así como el flanco débil ante la gripe demagógica de cariz totalitario, acaso por nuestro secular atraso en la formación y el cultivo del conocimiento. No cabe duda, sin embargo, de las buenas intenciones de Illich y de la claridad conceptual con que enjuicia el modo como el sistema tiende a reproducirse en perjuicio de la gran masa de desahuciados que muy poco a poco podrán ir beneficiándose de los avances sociales. El caso paradigmático es el de la educación y la trampa que supone que países en proceso de desarrollo inviertan en unos carísimos sistemas educativos que solo beneficiarán a una mínima casta de personas que acabarán integrándose en el sistema, defendiéndolo y beneficiándose del esfuerzo “conjunto” de toda la sociedad para crearlo. La tesis es irrefutable: no todo el conocimiento está en la escuela, pero el sistema se organiza de modo que solo se benefician aquellos a quienes el sistema sanciona como poseedores del saber oficial. El interés de Illich se extiende a otras realidades sociales y en el libro que acabo de leer, Celebration of Awareness. A call for intitutional revolution, hallamos no pocos análisis cuya actualidad está fuera de toda duda, e incluso su talante progresista se colocaría, como en el asunto de la educación, a la izquierda de la izquierda dogmática de este país nuestro de todos los demonios. Illich trabajó, desde Sudamerica, en pro de la integración de las clases desfavorecidas en las sociedades democráticas de su tiempo, y al principio lo hizo desde la perspectiva de la Iglesia como una reacción contra la extensión del “poder rojo”, capaz de acabar con la presencia de la Iglesia en Hispanoamérica o entre las comunidades hispánicas de Usamérica: In 1960 Pope John XXIII enjoined all United States and Canadian religious superiors to send, within ten years, 10 per cent of their effective strength in priests and nuns to Latin America. (…) Nobody dared state clearly why, though the first published propaganda included several references to the “Red danger” in four pages of text. La realidad de la emigración puertorriqueña a Nueva York, por ejemplo, que fue in crescendo, desde los 35.000 que había en N.Y. en 1943, hasta el 1.750.000 que llegó a haber en 1970,  es analizada por Illich desde el punto de vista de quien aspira a que echen raíces en una sociedad en la que los conflictos raciales han configurado su historia de una manera determinante, sin perder los valores que les son propios de sus comunidades, en una suerte de equilibrio difícil de conseguir. De ayer es la noticia que el próximo alcalde de Londres será un pakistaní, musulmán a quien su religión no le impide haber votado a favor del matrimonio homosexual, por ejemplo, en un claro ejemplo de aceptación de una realidad diametralmente opuesta a la de sus orígenes. Con todo, desde un punto de vista igualitario, Illich tiene una visión derrotista de la sociedad dominante: The demonic nature of present system which force man to consent to his own deepening self-destruction, porque la extensión del modelo social capitalista norteamericano supone, a su parecer, una suerte de dominio moral insoportable: It is not the American way of life lived by a handful of millions tat sickens the billions, but rather the growing awareness that those who live the American way will not tire until the superiority of their quasi-religious persuasion is accepted by the underdogs.
         El libro está lleno de percepciones penetrantes de la conformación de los roles y modelos sociales que afectan a instituciones como la propia Iglesia, movimientos como los relativos al control de natalidad, instituciones como el Sistema educativo, etc. De hecho, su peculiar visión de las instituciones es algo así como la petición de principio que se ha de aceptar para poder seguir leyendo el volumen: Institutions create certainties, and taken seriously, certainties deaden the heart and shackle the imagination. De ahí la lucha permanente contra esa institucionalización del “todo” y de los afanes totalitarios que son parte consustancial de las sociedades democráticas occidentales: We have embodied our world view into our institutions and are now their prisoners. De hecho, el movimiento “liberador” que guía al autor, porque Illich casi podría acogerse por derecho a la teología de la liberación que caracterizó a ciertos segmentos de la Iglesia hispanoamericana en la segunda mitad del siglo pasado, queda perfectamente claro en su afirmación de que  we stand at the end of a century-long struggle to free man from the constraint of ideologies, persuasions, and religions as guiding forces in his life. Por eso tiene sentido la afirmación de Erich Fromm en el prólogo a la recapitulación de estos breves pero iluminadores ensayos:  To begin with this approach can be characterized by the motto: de omnibus dubitandum; everything must be doubted, particularly the ideological concepts which are virtually shared by everybody and have consequently assumed the role of indubitable commonsensical axioms.
         Illich denuncia, básicamente, la mitificación que han hecho las sociedades en vías de desarrollo del Sistema educativo como “patrón” de progreso, cuando, en realidad, puede entenderse al contrario: We have come to identify our need for further learning with the demand for ever longer confinement to classrooms. In other words, we have packaged education with custodial care, certification for jobs, and the right to vote, and wrapped them all together with indoctrination in the Christian, liberal, or communist virtues. Ahora bien, siguiendo la pedagogía social de Paulo Freire, que pone en relación la alfabetización de los adultos con los problemas políticos en los que están inmersos, Illich ve perfectamente que  only he who discovers the help of written words in order to face his fears and make them fade, and the power of words to seize his feelings and give them form, will want to dig deeper into other people’s writing. Y ese es el valor formativo e individual de sus propuestas, o, dicho en palabras de Fromm: Radical doubt is a process; a process of liberation from idolatrous thinking; a widening of awareness, of imaginative, creative vision of our possibilities and options , y concluye: Illich’s thoughts make the reader more alive because they open the door that leads out of the prison of routinized, sterile, preconceived notions. Por ello es tan interesante acercarse al pensamiento de este “rebelde” del siglo XX cuyo mensaje va más allá de la demagogia pseudoizquierdista actual, porque, y él trabajo hombro con hombro con la inmigración puertorriqueña en N.Y., la estrategia de relación social de Illich no es la del adoctrinamiento, sino la de la empatía, como se aprecia cuando, hablando del aprendizaje de una lengua extranjera, algo a lo que, como eclesiástico y propagandista de la fe, estaba obligado, nos sugiere, líricamente que: the learning of a language is more the learning of its silences than of its sounds, porque, como es bien sabido, por cualquiera que tenga cierta sensibilidad para las lenguas y la comunicación: A language of which I know only the words and not the pauses is a continuous offense. It is as the caricature of a photographic negative. (…) Silence has its pauses and hesitations, its rhythms and expressions and inflections; its durations and pitches, and times to be and not to be. Cuando existe la verdadera comunicación, sobra la verborrea: The man who show us that he knows the rhythm of our silence is much closer to us than one who thinks that he knows how to speak.

         La palabra de Illich es palabra esencial en el tiempo, y no han pasado por sus reflexiones sino las meras formas externas de la alienación