martes, 22 de marzo de 2016

La cultura en el quiosco: “Las cartas filosóficas” y las “Memorias” de Voltaire al alcance de todos los bolsillos y lectores.


                   

      Seguimos siendo destinatarios gozosos de Las cartas filosóficas, y nos sorprenden las Memorias de uno de los forjadores del librepensamiento europeo y de la tolerancia como práctica individual y social: Voltaire.

 Voltaire es un autor al que siempre se ha de regresar, sea a sus textos, sea a los de quienes, como Savater, hacen de él el eje alrededor del cual articulan propuestas tan atractivas como su novela El jardín de las dudas, en su momento un incomprensible finalista del Premio Planeta de novela, por más que fuera concebida como una suerte de compilación de citas del escritor francés, con un benemérito afán divulgador. Como es tema común y manido el de que la cultura esté al alcance de las masas, he provechado la publicación semanal de los volúmenes filosóficos de Gredos que llegan a los quioscos de prensa -dentro de poco de todo menos de prensa propiamente dicha- para completar lecturas que, por esos azares intelectores de la vida, fueron quedando orilladas a lo largo del camino. Me refiero a dos textos de muy diferente naturaleza, Las cartas filosóficas, publicadas inicialmente en Basilea como Lettres ecrites de Londres sur les anglois et autres sujets. Par M.D. V***, y las Memorias, que abarcan dos décadas de su vida y fueron publicadas tras su muerte, aunque se contiene en ellas su “aventura” alemana en la corte de Federico “El Grande”, de donde hubo de salir por piernas, tal como él mismo dejó escrito: Un día, después de la lectura, La Mettrie, que decía al rey todo lo que se le pasaba por la cabeza, le dijo que había muchos celos de mi favor y fortuna. “Dejad hacer, le dijo el rey, se exprime la naranja y se la tira cuando se ha tragado el zumo”. La Mettrie no dejó de comunicarme este bello apotegma digno de Dionisio de Siracusa. Decidí desde entonces poner a buen recaudo la mondadura de la naranja.  En un breve volumen, Voltaire describe su estancia en la corte alemana de Federico II El Grande, y narra la particular historia del enfrentamiento entre el rey déspota Federico Guillermo I y su hijo, con unas escenas de auténtica crueldad insoportable. Voltaire se convirtió en algo así como el confidente literario de Federico II: Me trataba de hombre divino; yo le trataba de Salomón, y, sin su aprobación, el rey nada daba por bueno de su creación.
La “mondadura” de la naranja en cuestión tuvo una vida bien asendereada, por el afán impenitente de enfrentarse a la intolerancia, la superstición, la ignorancia y cualesquiera injusticias que reclamaran su afán de protagonismo social, que no fue poco, y casi tanto como su afán de acumular riquezas, en lo que tuvo gran éxito. Junto a ese afán llamémosle revolucionario, Voltaire cultivó desde muy joven la  literatura y el panfleto, lo que le acarreó no pocos sinsabores, como ser recluido en La Bastilla tras haber escrito una sátira contra Duque de Orleáns y su hija, la duquesa de Berry, de donde salió siendo el mismo con otro nombre, Voltaire, único que desde entonces usaría como emblema y como bandera. Tras un malogrado intento de llevar a un rival noble al campo de armas para dirimir en duelo cierto asunto de rencillas amorosas, Voltaire volvió a La Bastilla y, pocos meses después, fue desterrado a Inglaterra, y allí es donde se gestaron las Cartas filosóficas que se leen con tanto placer como curiosidad, porque no deja de llamar la atención del lector moderno la insistencia de Voltaire en contraponer poco menos que el paraíso intelectual de las islas británicas con el yermo espiritual y artístico de la Francia de su época. El retrato indirecto de Francia, a partir de los elogios de la vida cultural, política y religiosa de Inglaterra, no puede ser menos amargo y patético. Recuerda, en parte, la visión que los ilustrados franceses tenían de la España tradicional e inquisitorial. De algún modo, aquel atraso francés respecto de la liberal Inglaterra es lo que denunciaba en sus Memorias: Aristóteles fue muy sabio al retirarse a Calcis cuando el fanatismo dominaba en Atenas. Por otra parte, el estado del hombre de letras en París es inmediatamente superior al de un titiritero. Voltaire no fue un ateo, porque bien claro dejó escrito cómo le gustaría ser recordado tras su muerte: Muero adorando a Dios, amando a mis amigos, sin odiar a mis enemigos y detestando la superstición, pero en esa misma declaración deja patente su inquina feroz contra la superstición religiosa que erigía la religión en dogma y sus preceptos en leyes para regir la sociedad, y su defensa de la libertad de religión, incluida la ausencia de ella, y de la libertad en general:  Siempre he preferido la libertad a todo lo demás. Pocos hombres de letras hacen un uso semejante de ella. La mayoría son pobres; la pobreza debilita el valor; y todo filósofo en la corte se hace tan esclavo como el primer oficial de la Corona.  El volumen, entretenidísimo, lleva una extensa y clarividente introducción de Martí Domínguez, lo que hace de este libro, que incluye una selección afortunada del Diccionario filosófico portátil, una obra que saciará la sed de cultura de cualquiera que se queje de que la verdadera cultura no está al alcance del pueblo: 13 euros por 353 páginas que contribuirán muy positivamente a la formación de algo que parece muy ajeno al espíritu tradicional español: la tolerancia. Las cartas inglesas empiezan, precisamente por una defensa de la rica vida religiosa inglesa, destacando su liberad frente a la intransigencia del resto de Europa: Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que más le acomoda, lo que le lleva a una conclusión que aún, en según qué países, pongamos por caso Irlanda o Polonia, no dejaría de ser un desafío social de primera magnitud: Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices. A partir de entonces, Voltaire nos describe la creación de la secta de los cuáqueros en unas páginas que se leen con delectación, por la riqueza de los detalles y, sobre todo, por la fina ironía, para con sus compatriotas, con que destaca sus muchos avances, sobre todo sociales: Por ese tiempo [hacia 1675] apareció el ilustre Guillermo Penn, que estableció el poder de los cuáqueros en América, y que les hubiera hecho respetables en Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridículas. Después de recibir unas tierras en el Nuevo Mundo, como pago de una deuda que la casa real tenía contraída con su familia, [Penn] Partió para sus nuevos estados con dos barcos cargados de cuáqueros que le siguieron. Se llama desde entonces al país Pennsilvania, por el nombre de Penn. Allí fundó la ciudad de Filadelfia. (…) Fue también el legislador de Pennsilvania; dio leyes muy sabias, ninguna de las cuales ha sido modificada desde entonces. (…) Era un espectáculo completamente nuevo, ese soberano al que todo el mundo tuteaba, y a quien se hablaba sin descubrirse uno, un gobierno sin sacerdotes, un pueblo sin armas, ciudadanos completamente iguales, semejantes a la Magistratura, y vecinos sin envidias. A lo largo de las cartas, Voltaire, que fue, sobre todo, un fino observador de lo real, pasa revista al estado del pensamiento y de la ciencia en la Inglaterra que Cromwell legó a la posteridad, con sus luces y sus sombras. Recuérdese que frente a la libertad de culto se podía perseguir a los católicos, por ejemplo. Al mismo tiempo, sin embargo, Inglaterra disfrutó de una vida parlamentaria que podía considerarse lo más cercano a una democracia tal y como ahora la concebimos, lo que choca con las monarquías absolutas del resto de Europa y especialmente la francesa: La nación inglesa (…) ha establecido finalmente ese gobierno, sensato, en el que el Príncipe, todopoderoso para hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal; en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos y en el que el pueblo comparte el gobierno sin confusión. Lo que le llama la atención, no obstante, es que lo verdaderamente importante de la cultura, lo que ha determinado, en cierta manera la evolución del pensamiento y de la ciencia en Occidente tenga un mínimo eco popular: ¿No es una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sectas que se reparten Europa, que el ignorante Mahoma haya dado una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los días? Ser consciente de pertenecer a una élite no le priva de intentar hacer llegar el mensaje de los verdaderos valores y logros intelectuales y artísticos a la mayoría de la gente, de ahí el cultivo del teatro y de la novela, por más que sean “de ideas”, como Cándido o el Optimismo o la tragedia El fanatismo o Mahoma, que fue prohibida en 1742, poco después de ser representada en París, del mismo modo que fue quemado el ejemplar de Las cartas inglesas en el parlamento de París, lo que forzó al autor a refugiarse en el castillo de la marquesa de Chatêlet, con quien compartió 16 años de estudio  y pasión. El elogio de la vida inglesa lo es, principalmente, del carácter emprendedor de sus gentes, que Voltaire asocia a la conquista de las libertades democráticas:  El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a hacerles libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio; así se ha formado la grandeza del Estado. (…) No sé, empero, quién es más sutil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe precisamente a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza haciendo el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un negociante que enriquece a su país, da desde su despacho órdenes a Surate y al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo. (…)  Una nación comerciante está siempre muy alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser útiles en su negocio. A título de curiosidad más que notable puede leerse el contenido de la carta undécima, en la que el autor nos habla de la vacunación contra la viruela conocida gracias a la expansión inglesa por todo el globo. El tema de la inoculación variólica interesó bastante a Voltaire, quien, por haber padecido la enfermedad, conocía bien sus estragos y la necesidad de combatirla. La iniciadora fue la señora de Wortley-Montagu [al comienzo del reinado de Jorge I] quien, estando su marido de embajador en Constantinopla, le dio la viruela a un hijo suyo recién nacido, siguiendo el modelo persa bien conocido en Oriente Medio, aunque dicha práctica halló una fuerte oposición en Inglaterra, donde las autoridades eclesiásticas consideraron la técnica de la inoculación una herejía musulmana, y, por consiguiente, fue prohibida su práctica. Lady MOntagu describió su estancia en Turquía en unas cartas tituladas Turkish Embassy Letters, dignas de elogio. Las cartas siguen repasando la vida inglesa y destacan, sobre todas las cosas, las figuras de Newton y de Locke. La teoría de la gravedad fue el gran descubrimiento científico y Locke el filósofo empirista que hace del materialismo casi casi una profesión de fe…: La filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física nos falta,  podríamos tirar de paradoja. De la literatura británica, Voltaire se acerca a la tendencia satírica en la que tan cómodo se siente y elogia a un autor como Samuel Butler, pero no el conocidísimo de Erewhon o El destino de la carne, sino otro Samuel Butler, el de la Restauración (1612-168), contemporáneo de John Milton, que escribió un poema satírico que Voltaire compara con el carácger transgresor de Rabelais. Butler ridiculizó en su sátira el puritanismo y fue un alma gemela de Voltaire en la defensa de la tolerancia: Hay sobre todo un poema inglés que desespero de haceros conocer; se llama Hudibrás. Su tema es la guerra civil y la secta de los puritanos ridiculizados. Es Don Quijote, en nuestra Sátira Menipea fundidos juntos; es, de todos los libros que he leído jamás, el que he encontrado más lleno de ingenio; pero es también el más intraducible. ¿Quién iba a creer que un libro que capta todas las ridiculeces del género humano, y que tiene más pensamientos que palabras, no puede soportar la traducción? (…) Todo comentador de frases ingeniosas es un tonto.
         Con todo lo que las cartas son, de acercamiento a otra cultura y de visión objetiva de lo ajeno, lo que más me ha interesado de ellas ha sido el fisking implacable que Voltaire le dedica a los Pensamientos de Blaise Pascal. He ahí un duelo de ingenios que a lo largo de la última carta y dos apéndices hará las delicias de cualquier intelector, porque Voltaire, poco amigo de empingorotamientos, se acerca a la intolerante pasión, y casi demencia, pascaliana con una actitud, sobre todo, muy puntillosa, dispuesto a no dejar pasar ni una sola afirmación sin el correspondiente varapalo, mofa, escarnio o refutación. Sorprende que use una técnica que ahora tenemos como “el no va más” de la modernidad, como Arcadi Espada supo usarla con gracia insuperable en su antológico fisking al nuevo Estatuto de Cataluña, que no era demanda popular y que fue aprobado con un escaso 30% del censo electoral total. Como dice al inicio de sus apostillas: Yo me atrevo a tomar el partido de la humanidad contra ese misántropo sublime. Y desde ese compromiso va a ir rebatiendo ciertas afirmaciones pascalianas casi indefendibles. Me acuerdo aún de la obra de teatro El encuentro de Descartes con Pascal joven, escrita por Jean-Claude Brisville y dirigida e interpretada, en el papel de Descartes, por Josep Maria Flotats. Aunque la representación cojeó por el oponente que le daba la réplica, muy por debajo de la excelencia de Flotats, la obra mostraba a la perfección ese choque entre la razón y la pasión que reproduce, a su manera, Voltaire en el final de las Cartas filosóficas. Lo peor del fisking, y es que también a Voltaire le pasaba lo que decía de Homero Horacio: quandoque bonus domitat Homerus…, es el hecho de limitarse a contradecir al apasionado fanático, como cuando Pascal dice: ¡Qué tonto proyecto ese de pintarse que tuvo Montaigne! Y eso no de pasada y contra sus máximas como le termina por pasar a todo el mundo, sino por sus propias máximas y por su designio primero y principal, pues decir tonterías por azar o debilidad es un mal ordinario, pero decirlas a propósito, eso ya no es soportable. Y  Voltaire se limita a oponerse sin más: ¡Qué encantador proyecto tuvo Montaigne de pintarse ingenuamente, tal como hizo!, pues así pintó la naturaleza humana; ¡y qué pobre proyecto el de Nicole de Malebranche o de Pascal, de censurar a Montaigne! En otras partes, sin embargo, la viveza de las afirmaciones y las réplicas: Pascal: El puerto orienta a los que están en un barco; ¿pero dónde encontraremos ese punto en la moral? Voltaire: En esta única máxima, aceptada por todas las naciones: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo. Son frecuentes los sarcasmos y las incongruencias señaladas por ambos autores, como cuando Pascal se ríe del olvido, por parte de los hombres, de las leyes de Dios y se atienen a las humanas: Pascal: Es una cosa divertida de considerar el que haya gentes en el mundo que, habiendo renunciado a todas las leyes de Dios y de la naturaleza, se han hecho otras ellos mismos, a las que obedecen exactamente, como por ejemplo, los ladrones, etc.  ParaVoltaire, por el contrario: Eso es algo más útil que divertido de considerar; pues eso prueba que ninguna sociedad de hombres puede subsistir un solo día sin reglas.  Llama la atención la radical oposición entre ambos pensadores por lo que hace a una aspiración a la que hoy acaso denominaríamos justicia social: Pascal: Sin duda la igualdad de bienes es justa. Voltaire: La igualdad de bienes no es justa. No es justo que cando se hagan las partes, los extranjeros mercenarios que vienen a ayudarme a hacer mi cosecha recojan tanto como yo. Ya vimos cómo elogiaba en cartas anteriores la laboriosidad, el comercio y la acumulación de riquezas como signo de progreso. De mayor enjundia, y voy acabando, queridos intelectores, es la visión del ser humano que expone Pascal con una intensidad emocional a la que la retórica no le quita acuidad alguna, y ante la que el racionalista Voltaire no puede reaccionar sino con la descalificación ad hóminem.  ¡Qué quimera es el hombre! -exclama Pascal- ¡Qué novedad! ¡Qué caos! ¡Qué tema de contradicción! Juez de todas las cosas, imbécil, gusano, depositario de lo verdadero, amasijo de incertidumbre, gloria y escoria del universo. Si se alaba, le rebajo, si se rebaja, le alabo, y le contradigo siempre, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible. Un discurso que a los intelectores asiduos a los clásicos españoles enseguida nos trae a las mientes el inmortal  monólogo de Pleberio ante el cadáver de su hija Melibea en La Ceslestina, una de las cumbres de la literatura universal. Voltaire, sin embargo, sobrepasado por semejante pathos, solo acierta a salirse por la tangente de esa descalificación a la que aludíamos: Verdadero discurso de enfermo. A pesar de la oposición, y por más que Voltaire ejerza el triste papel de comentario puntilloso que no deja pasar una, no es menos cierto que se trasluce en su fisking al apasionado pensador una admiración irreprimible, como cuando Pascal se queja del empingorotamiento del saber erudito frente al popular: No hay que empingorotar el espíritu.; las maneras tensas y penosas le llenan de una tonta presunción por una elevación extraña y por una hinchazón vana y ridícula, en lugar de una alimentación sólida y vigorosa; y una de las razones principales que más alejan a los que entran en estos conocimientos del verdadero camino que deben seguir es la imaginación, que toma la delantera, pretendiendo que las cosas buenas son inaccesibles, dándoles el nombre de grandes, elevadas y sublimes. Eso lo echa todo a perder. Quisiera llamarles bajas, comunes, familiares, esos nombres les convienen mejor; odio las palabras hinchadas. Frente a lo que Voltaire apenas ofrece una salida de vuelo gallináceo: Es la cosa lo que odiáis, pues en lo tocante a la palabra, hace falta una que exprese lo que os disgusta. Se trata, como se advierte,  de una actitud impertinente que, desgraciadamente, no está a la altura de la ocasión, tomando el famoso rábano  por las hojas. Algo parecido, si viene en la vertiente falsamente erudita es su respuesta a la cita de Pascal:  “Fero gens nullan ese vitam sine armis putat”. Prefieren la muerte a la paz; los otros prefieren la muerte a la guerra. Toda opinión puede ser preferida a la vida, cuyo amor parece tan fuerte  y  natural. Según Voltaire: Es de los catalanes de quien Tácito ha dicho esto; pero no hay de quien se haya dicho o se pueda decir: “Prefiere la muerte a la guerra”, pero, en realidad, fue Tito Livio quien, hablando de los hispanos, no de los catalanes, escribió: Ferox gens nullam vitam rati sine armis ese, a propósito de quienes se mataban a sí mismos antes que caer en manos del enemigo. Muchas otras afirmaciones sustanciales de Pascal quedan apenas sin respuesta, acaso porque íntimamente Voltaire coincidiera con su paisano:
A medida que se tiene más ingenio, se encuentra que hay más hombres originales. Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.
         ¡Vanidad de la pintura, que atrae la admiración por el parecido de las cosas cuyos originales no se admiran!
         Y a menudo, a pesar del retintín corrector, no puede Voltaire dejar de expresar su admiración por el apasionado clermontois: Todo lo que vemos del mundo no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se aproxima a la extensión de sus espacios. Por mucho que hinchemos nuestras concepciones no damos a luz más que átomos en lugar de la realidad de las cosas. Es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Voltaire precisa la fuente de donde toma Pascal el pensamiento, del Timeo de Locres,. Del alma del mundo y de la naturaleza, el diálogo de Platón, y, a continuación, desliza el respeto hacia su compatriota: Pascal era digno de inventarla, pero hay que darle a cada cual lo suyo. En oportuna nota, Fernando Savater, traductor de estas cartas y anotador de las mismas, nos informa de que la misma idea también figura en De docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, otra vereda abierta por donde quién sabe cuándo llegaré a transitar antes de poner el pie en el estribo…

2 comentarios:

  1. España es un país que no tiene tradición de tolerancia en su historia y la prueba son nuestras guerras civiles, tres en el XIX y una más en el XX de la cual todavía cada día sentimos sus consecuencias. Está por ver si amenizaremos el siglo en que estamos con otra más. El tono de las diatribas en la prensa digital es representativo de esa forma de embestir al que piensa diferente, al que se pretende aniquilar con insultos descalificatorios. No hay que decir que es imposible en esta dolça Catalunya debatir sobre "el tema" sin que surjan chispas y algo más, lleno de una saña que impide cualquier diálogo. Enseguida emerge el odio al discrepante sea el tema que sea. Yo he dejado de intentar razonar con nacionalistas o partidarios de Podemos entre otros. Cuando alguien tiene una fe es imposible rebatirle sin que desee asesinarte. La tradición ilustrada del XVIII no caló en la España intolerante horizontal y verticalmente. No sé de dónde proviene esta intolerancia congénita a nuestro carácter. De puertas afuera parecemos buenas personas. Hoy he oído que en una encuesta europea, eran los españoles los jóvenes más deseados para compartir piso de estudiantes o trabajadores. Supongo que debemos ser tolerantes con los de fuera, pero con los de dentro... Yo he optado por no discutir. Esperaba más respuesta al post sobre el franquismo. Es un tema tabú todavía. Pocos se atreven a hablar de ello, por no decir casi nadie sin repetir las mismas consignas políticamente correctas. Pero la descalificación se utiliza constantemente para calificar al discrepante como franquista o facha en una suerte de pirueta verbal para retirar cualquier crédito al que no comulga con la doctrina de la fe.
    Yo tengo miedo a este país que no ha tenido a ningún Voltaire. Sea el tema que sea, se discute con un odio estremecedor. Imagino el estado de las cosas en 1936. El enemigo no está fuera. No. Está en casa. A ese se le desea aniquilar.

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    1. Del "advenimiento" pactado de la democracia del 78 lo que más me ha sorprendido siempre ha sido el nulo espíritu democrático que hemos adquirido quienes nacimos y nos educamos un tercio de nuestra vida bajo la dictadura franquista, a pesar de nuestro entusiasmo "transicionista". Ha habido mucho paripé, porque, en el fondo, el sectarismo, la facción y el fanatismo, que tan bien describiera Larra, a propósito de las guerras civiles carlistas, aún siguen más que vigentes ene nuestra sociedad, como muy bien lo acabas de expresar en tu intervención. Pensé que casi cuarenta años de educación democrática permitirían "subir" generaciones con otro talante distinto del de aquel enconamiento cainita que nos ha caracterizado siempre, pero ya he visto que no, que fue una esperanza ilusa: el odio que rezuma tantísima gente de las nuevas generaciones en este país, como tú dices con todita la razón, no puede ser entendido sino en clave de genética sociológica, porque si no, no se explica. Cuando presencié el movimiento de rechazo que suscitó el que durante una hora a la semana se explicara en el currículo académico la constitución recién aprobada, ya comencé a sospechar que algo se torcía. Lo de la Segunda Transición que algunos se han sacado de la manga no es, me parece, sino el entierro del carácter "transaccional" que tuvo la Constitución del 78, en un intento más que notable de acabar con el "ultrancismo" político a diestra y siniestra. De hecho, la preeminencia del PSOE se debió al carácter "centrista" del partido, no a su socialismo descafeinado, una vez se abjuró del marxismo y se abrazo el posibilismo socialdemócrata. En todo caso, la lectura de Voltaire siempre es estimulante y confirma a quienes lo son, tolerantes, en que no hay otra educación más positiva para erradicar el fanatismo que la tolerancia y la discrepancia bien entendida.

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