martes, 22 de marzo de 2016

La cultura en el quiosco: “Las cartas filosóficas” y las “Memorias” de Voltaire al alcance de todos los bolsillos y lectores.


                   

      Seguimos siendo destinatarios gozosos de Las cartas filosóficas, y nos sorprenden las Memorias de uno de los forjadores del librepensamiento europeo y de la tolerancia como práctica individual y social: Voltaire.

 Voltaire es un autor al que siempre se ha de regresar, sea a sus textos, sea a los de quienes, como Savater, hacen de él el eje alrededor del cual articulan propuestas tan atractivas como su novela El jardín de las dudas, en su momento un incomprensible finalista del Premio Planeta de novela, por más que fuera concebida como una suerte de compilación de citas del escritor francés, con un benemérito afán divulgador. Como es tema común y manido el de que la cultura esté al alcance de las masas, he provechado la publicación semanal de los volúmenes filosóficos de Gredos que llegan a los quioscos de prensa -dentro de poco de todo menos de prensa propiamente dicha- para completar lecturas que, por esos azares intelectores de la vida, fueron quedando orilladas a lo largo del camino. Me refiero a dos textos de muy diferente naturaleza, Las cartas filosóficas, publicadas inicialmente en Basilea como Lettres ecrites de Londres sur les anglois et autres sujets. Par M.D. V***, y las Memorias, que abarcan dos décadas de su vida y fueron publicadas tras su muerte, aunque se contiene en ellas su “aventura” alemana en la corte de Federico “El Grande”, de donde hubo de salir por piernas, tal como él mismo dejó escrito: Un día, después de la lectura, La Mettrie, que decía al rey todo lo que se le pasaba por la cabeza, le dijo que había muchos celos de mi favor y fortuna. “Dejad hacer, le dijo el rey, se exprime la naranja y se la tira cuando se ha tragado el zumo”. La Mettrie no dejó de comunicarme este bello apotegma digno de Dionisio de Siracusa. Decidí desde entonces poner a buen recaudo la mondadura de la naranja.  En un breve volumen, Voltaire describe su estancia en la corte alemana de Federico II El Grande, y narra la particular historia del enfrentamiento entre el rey déspota Federico Guillermo I y su hijo, con unas escenas de auténtica crueldad insoportable. Voltaire se convirtió en algo así como el confidente literario de Federico II: Me trataba de hombre divino; yo le trataba de Salomón, y, sin su aprobación, el rey nada daba por bueno de su creación.
La “mondadura” de la naranja en cuestión tuvo una vida bien asendereada, por el afán impenitente de enfrentarse a la intolerancia, la superstición, la ignorancia y cualesquiera injusticias que reclamaran su afán de protagonismo social, que no fue poco, y casi tanto como su afán de acumular riquezas, en lo que tuvo gran éxito. Junto a ese afán llamémosle revolucionario, Voltaire cultivó desde muy joven la  literatura y el panfleto, lo que le acarreó no pocos sinsabores, como ser recluido en La Bastilla tras haber escrito una sátira contra Duque de Orleáns y su hija, la duquesa de Berry, de donde salió siendo el mismo con otro nombre, Voltaire, único que desde entonces usaría como emblema y como bandera. Tras un malogrado intento de llevar a un rival noble al campo de armas para dirimir en duelo cierto asunto de rencillas amorosas, Voltaire volvió a La Bastilla y, pocos meses después, fue desterrado a Inglaterra, y allí es donde se gestaron las Cartas filosóficas que se leen con tanto placer como curiosidad, porque no deja de llamar la atención del lector moderno la insistencia de Voltaire en contraponer poco menos que el paraíso intelectual de las islas británicas con el yermo espiritual y artístico de la Francia de su época. El retrato indirecto de Francia, a partir de los elogios de la vida cultural, política y religiosa de Inglaterra, no puede ser menos amargo y patético. Recuerda, en parte, la visión que los ilustrados franceses tenían de la España tradicional e inquisitorial. De algún modo, aquel atraso francés respecto de la liberal Inglaterra es lo que denunciaba en sus Memorias: Aristóteles fue muy sabio al retirarse a Calcis cuando el fanatismo dominaba en Atenas. Por otra parte, el estado del hombre de letras en París es inmediatamente superior al de un titiritero. Voltaire no fue un ateo, porque bien claro dejó escrito cómo le gustaría ser recordado tras su muerte: Muero adorando a Dios, amando a mis amigos, sin odiar a mis enemigos y detestando la superstición, pero en esa misma declaración deja patente su inquina feroz contra la superstición religiosa que erigía la religión en dogma y sus preceptos en leyes para regir la sociedad, y su defensa de la libertad de religión, incluida la ausencia de ella, y de la libertad en general:  Siempre he preferido la libertad a todo lo demás. Pocos hombres de letras hacen un uso semejante de ella. La mayoría son pobres; la pobreza debilita el valor; y todo filósofo en la corte se hace tan esclavo como el primer oficial de la Corona.  El volumen, entretenidísimo, lleva una extensa y clarividente introducción de Martí Domínguez, lo que hace de este libro, que incluye una selección afortunada del Diccionario filosófico portátil, una obra que saciará la sed de cultura de cualquiera que se queje de que la verdadera cultura no está al alcance del pueblo: 13 euros por 353 páginas que contribuirán muy positivamente a la formación de algo que parece muy ajeno al espíritu tradicional español: la tolerancia. Las cartas inglesas empiezan, precisamente por una defensa de la rica vida religiosa inglesa, destacando su liberad frente a la intransigencia del resto de Europa: Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que más le acomoda, lo que le lleva a una conclusión que aún, en según qué países, pongamos por caso Irlanda o Polonia, no dejaría de ser un desafío social de primera magnitud: Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices. A partir de entonces, Voltaire nos describe la creación de la secta de los cuáqueros en unas páginas que se leen con delectación, por la riqueza de los detalles y, sobre todo, por la fina ironía, para con sus compatriotas, con que destaca sus muchos avances, sobre todo sociales: Por ese tiempo [hacia 1675] apareció el ilustre Guillermo Penn, que estableció el poder de los cuáqueros en América, y que les hubiera hecho respetables en Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridículas. Después de recibir unas tierras en el Nuevo Mundo, como pago de una deuda que la casa real tenía contraída con su familia, [Penn] Partió para sus nuevos estados con dos barcos cargados de cuáqueros que le siguieron. Se llama desde entonces al país Pennsilvania, por el nombre de Penn. Allí fundó la ciudad de Filadelfia. (…) Fue también el legislador de Pennsilvania; dio leyes muy sabias, ninguna de las cuales ha sido modificada desde entonces. (…) Era un espectáculo completamente nuevo, ese soberano al que todo el mundo tuteaba, y a quien se hablaba sin descubrirse uno, un gobierno sin sacerdotes, un pueblo sin armas, ciudadanos completamente iguales, semejantes a la Magistratura, y vecinos sin envidias. A lo largo de las cartas, Voltaire, que fue, sobre todo, un fino observador de lo real, pasa revista al estado del pensamiento y de la ciencia en la Inglaterra que Cromwell legó a la posteridad, con sus luces y sus sombras. Recuérdese que frente a la libertad de culto se podía perseguir a los católicos, por ejemplo. Al mismo tiempo, sin embargo, Inglaterra disfrutó de una vida parlamentaria que podía considerarse lo más cercano a una democracia tal y como ahora la concebimos, lo que choca con las monarquías absolutas del resto de Europa y especialmente la francesa: La nación inglesa (…) ha establecido finalmente ese gobierno, sensato, en el que el Príncipe, todopoderoso para hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal; en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos y en el que el pueblo comparte el gobierno sin confusión. Lo que le llama la atención, no obstante, es que lo verdaderamente importante de la cultura, lo que ha determinado, en cierta manera la evolución del pensamiento y de la ciencia en Occidente tenga un mínimo eco popular: ¿No es una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sectas que se reparten Europa, que el ignorante Mahoma haya dado una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los días? Ser consciente de pertenecer a una élite no le priva de intentar hacer llegar el mensaje de los verdaderos valores y logros intelectuales y artísticos a la mayoría de la gente, de ahí el cultivo del teatro y de la novela, por más que sean “de ideas”, como Cándido o el Optimismo o la tragedia El fanatismo o Mahoma, que fue prohibida en 1742, poco después de ser representada en París, del mismo modo que fue quemado el ejemplar de Las cartas inglesas en el parlamento de París, lo que forzó al autor a refugiarse en el castillo de la marquesa de Chatêlet, con quien compartió 16 años de estudio  y pasión. El elogio de la vida inglesa lo es, principalmente, del carácter emprendedor de sus gentes, que Voltaire asocia a la conquista de las libertades democráticas:  El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a hacerles libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio; así se ha formado la grandeza del Estado. (…) No sé, empero, quién es más sutil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe precisamente a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza haciendo el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un negociante que enriquece a su país, da desde su despacho órdenes a Surate y al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo. (…)  Una nación comerciante está siempre muy alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser útiles en su negocio. A título de curiosidad más que notable puede leerse el contenido de la carta undécima, en la que el autor nos habla de la vacunación contra la viruela conocida gracias a la expansión inglesa por todo el globo. El tema de la inoculación variólica interesó bastante a Voltaire, quien, por haber padecido la enfermedad, conocía bien sus estragos y la necesidad de combatirla. La iniciadora fue la señora de Wortley-Montagu [al comienzo del reinado de Jorge I] quien, estando su marido de embajador en Constantinopla, le dio la viruela a un hijo suyo recién nacido, siguiendo el modelo persa bien conocido en Oriente Medio, aunque dicha práctica halló una fuerte oposición en Inglaterra, donde las autoridades eclesiásticas consideraron la técnica de la inoculación una herejía musulmana, y, por consiguiente, fue prohibida su práctica. Lady MOntagu describió su estancia en Turquía en unas cartas tituladas Turkish Embassy Letters, dignas de elogio. Las cartas siguen repasando la vida inglesa y destacan, sobre todas las cosas, las figuras de Newton y de Locke. La teoría de la gravedad fue el gran descubrimiento científico y Locke el filósofo empirista que hace del materialismo casi casi una profesión de fe…: La filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física nos falta,  podríamos tirar de paradoja. De la literatura británica, Voltaire se acerca a la tendencia satírica en la que tan cómodo se siente y elogia a un autor como Samuel Butler, pero no el conocidísimo de Erewhon o El destino de la carne, sino otro Samuel Butler, el de la Restauración (1612-168), contemporáneo de John Milton, que escribió un poema satírico que Voltaire compara con el carácger transgresor de Rabelais. Butler ridiculizó en su sátira el puritanismo y fue un alma gemela de Voltaire en la defensa de la tolerancia: Hay sobre todo un poema inglés que desespero de haceros conocer; se llama Hudibrás. Su tema es la guerra civil y la secta de los puritanos ridiculizados. Es Don Quijote, en nuestra Sátira Menipea fundidos juntos; es, de todos los libros que he leído jamás, el que he encontrado más lleno de ingenio; pero es también el más intraducible. ¿Quién iba a creer que un libro que capta todas las ridiculeces del género humano, y que tiene más pensamientos que palabras, no puede soportar la traducción? (…) Todo comentador de frases ingeniosas es un tonto.
         Con todo lo que las cartas son, de acercamiento a otra cultura y de visión objetiva de lo ajeno, lo que más me ha interesado de ellas ha sido el fisking implacable que Voltaire le dedica a los Pensamientos de Blaise Pascal. He ahí un duelo de ingenios que a lo largo de la última carta y dos apéndices hará las delicias de cualquier intelector, porque Voltaire, poco amigo de empingorotamientos, se acerca a la intolerante pasión, y casi demencia, pascaliana con una actitud, sobre todo, muy puntillosa, dispuesto a no dejar pasar ni una sola afirmación sin el correspondiente varapalo, mofa, escarnio o refutación. Sorprende que use una técnica que ahora tenemos como “el no va más” de la modernidad, como Arcadi Espada supo usarla con gracia insuperable en su antológico fisking al nuevo Estatuto de Cataluña, que no era demanda popular y que fue aprobado con un escaso 30% del censo electoral total. Como dice al inicio de sus apostillas: Yo me atrevo a tomar el partido de la humanidad contra ese misántropo sublime. Y desde ese compromiso va a ir rebatiendo ciertas afirmaciones pascalianas casi indefendibles. Me acuerdo aún de la obra de teatro El encuentro de Descartes con Pascal joven, escrita por Jean-Claude Brisville y dirigida e interpretada, en el papel de Descartes, por Josep Maria Flotats. Aunque la representación cojeó por el oponente que le daba la réplica, muy por debajo de la excelencia de Flotats, la obra mostraba a la perfección ese choque entre la razón y la pasión que reproduce, a su manera, Voltaire en el final de las Cartas filosóficas. Lo peor del fisking, y es que también a Voltaire le pasaba lo que decía de Homero Horacio: quandoque bonus domitat Homerus…, es el hecho de limitarse a contradecir al apasionado fanático, como cuando Pascal dice: ¡Qué tonto proyecto ese de pintarse que tuvo Montaigne! Y eso no de pasada y contra sus máximas como le termina por pasar a todo el mundo, sino por sus propias máximas y por su designio primero y principal, pues decir tonterías por azar o debilidad es un mal ordinario, pero decirlas a propósito, eso ya no es soportable. Y  Voltaire se limita a oponerse sin más: ¡Qué encantador proyecto tuvo Montaigne de pintarse ingenuamente, tal como hizo!, pues así pintó la naturaleza humana; ¡y qué pobre proyecto el de Nicole de Malebranche o de Pascal, de censurar a Montaigne! En otras partes, sin embargo, la viveza de las afirmaciones y las réplicas: Pascal: El puerto orienta a los que están en un barco; ¿pero dónde encontraremos ese punto en la moral? Voltaire: En esta única máxima, aceptada por todas las naciones: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo. Son frecuentes los sarcasmos y las incongruencias señaladas por ambos autores, como cuando Pascal se ríe del olvido, por parte de los hombres, de las leyes de Dios y se atienen a las humanas: Pascal: Es una cosa divertida de considerar el que haya gentes en el mundo que, habiendo renunciado a todas las leyes de Dios y de la naturaleza, se han hecho otras ellos mismos, a las que obedecen exactamente, como por ejemplo, los ladrones, etc.  ParaVoltaire, por el contrario: Eso es algo más útil que divertido de considerar; pues eso prueba que ninguna sociedad de hombres puede subsistir un solo día sin reglas.  Llama la atención la radical oposición entre ambos pensadores por lo que hace a una aspiración a la que hoy acaso denominaríamos justicia social: Pascal: Sin duda la igualdad de bienes es justa. Voltaire: La igualdad de bienes no es justa. No es justo que cando se hagan las partes, los extranjeros mercenarios que vienen a ayudarme a hacer mi cosecha recojan tanto como yo. Ya vimos cómo elogiaba en cartas anteriores la laboriosidad, el comercio y la acumulación de riquezas como signo de progreso. De mayor enjundia, y voy acabando, queridos intelectores, es la visión del ser humano que expone Pascal con una intensidad emocional a la que la retórica no le quita acuidad alguna, y ante la que el racionalista Voltaire no puede reaccionar sino con la descalificación ad hóminem.  ¡Qué quimera es el hombre! -exclama Pascal- ¡Qué novedad! ¡Qué caos! ¡Qué tema de contradicción! Juez de todas las cosas, imbécil, gusano, depositario de lo verdadero, amasijo de incertidumbre, gloria y escoria del universo. Si se alaba, le rebajo, si se rebaja, le alabo, y le contradigo siempre, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible. Un discurso que a los intelectores asiduos a los clásicos españoles enseguida nos trae a las mientes el inmortal  monólogo de Pleberio ante el cadáver de su hija Melibea en La Ceslestina, una de las cumbres de la literatura universal. Voltaire, sin embargo, sobrepasado por semejante pathos, solo acierta a salirse por la tangente de esa descalificación a la que aludíamos: Verdadero discurso de enfermo. A pesar de la oposición, y por más que Voltaire ejerza el triste papel de comentario puntilloso que no deja pasar una, no es menos cierto que se trasluce en su fisking al apasionado pensador una admiración irreprimible, como cuando Pascal se queja del empingorotamiento del saber erudito frente al popular: No hay que empingorotar el espíritu.; las maneras tensas y penosas le llenan de una tonta presunción por una elevación extraña y por una hinchazón vana y ridícula, en lugar de una alimentación sólida y vigorosa; y una de las razones principales que más alejan a los que entran en estos conocimientos del verdadero camino que deben seguir es la imaginación, que toma la delantera, pretendiendo que las cosas buenas son inaccesibles, dándoles el nombre de grandes, elevadas y sublimes. Eso lo echa todo a perder. Quisiera llamarles bajas, comunes, familiares, esos nombres les convienen mejor; odio las palabras hinchadas. Frente a lo que Voltaire apenas ofrece una salida de vuelo gallináceo: Es la cosa lo que odiáis, pues en lo tocante a la palabra, hace falta una que exprese lo que os disgusta. Se trata, como se advierte,  de una actitud impertinente que, desgraciadamente, no está a la altura de la ocasión, tomando el famoso rábano  por las hojas. Algo parecido, si viene en la vertiente falsamente erudita es su respuesta a la cita de Pascal:  “Fero gens nullan ese vitam sine armis putat”. Prefieren la muerte a la paz; los otros prefieren la muerte a la guerra. Toda opinión puede ser preferida a la vida, cuyo amor parece tan fuerte  y  natural. Según Voltaire: Es de los catalanes de quien Tácito ha dicho esto; pero no hay de quien se haya dicho o se pueda decir: “Prefiere la muerte a la guerra”, pero, en realidad, fue Tito Livio quien, hablando de los hispanos, no de los catalanes, escribió: Ferox gens nullam vitam rati sine armis ese, a propósito de quienes se mataban a sí mismos antes que caer en manos del enemigo. Muchas otras afirmaciones sustanciales de Pascal quedan apenas sin respuesta, acaso porque íntimamente Voltaire coincidiera con su paisano:
A medida que se tiene más ingenio, se encuentra que hay más hombres originales. Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.
         ¡Vanidad de la pintura, que atrae la admiración por el parecido de las cosas cuyos originales no se admiran!
         Y a menudo, a pesar del retintín corrector, no puede Voltaire dejar de expresar su admiración por el apasionado clermontois: Todo lo que vemos del mundo no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se aproxima a la extensión de sus espacios. Por mucho que hinchemos nuestras concepciones no damos a luz más que átomos en lugar de la realidad de las cosas. Es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Voltaire precisa la fuente de donde toma Pascal el pensamiento, del Timeo de Locres,. Del alma del mundo y de la naturaleza, el diálogo de Platón, y, a continuación, desliza el respeto hacia su compatriota: Pascal era digno de inventarla, pero hay que darle a cada cual lo suyo. En oportuna nota, Fernando Savater, traductor de estas cartas y anotador de las mismas, nos informa de que la misma idea también figura en De docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, otra vereda abierta por donde quién sabe cuándo llegaré a transitar antes de poner el pie en el estribo…

jueves, 17 de marzo de 2016

Examen crítico de las evaluaciones académicas de Secundaria.




Concurso de cates/mates o cómo evaluar rompiendo el aro de la cordura…
         [La publicación en el blog Profesor en Secundaria de una semblanza de las sesiones de evaluación, Tras una tarde de evaluaciones, me ha empujado a dar a la luz pública este examen crítico de ellas que hice en su momento, cuando estaba en activo. Nada quiero conseguir con esta publicación que no sea abundar en ese toque de atención a las autoridades académicas sobre el deterioro de una herramienta pedagógica llamada a servir para fines muy distintos de los que, para mi desazón, aún siguen teniendo nefasta vigencia. Quede aquí como un paréntesis en modo alguno nostálgico, sino reivindicativo, aunque sea nula mi capacidad de influencia para la corrección de una práctica tan deturpada.]

Me veo en la obligación moral de hacer de abogado del diablo para hablar sobre una práctica del ejercicio docente sobre la que siempre me he sentido insatisfecho, si bien sobre mí y los colegas con  quienes he formado las diferentes  juntas de evaluación a las que  he asistido durante toda mi carrera profesional ha de recaer toda la responsabilidad por las posibles negligencias cometidas. Acabamos de dejar atrás unas sesiones maratonianas de evaluación que, a mi parecer, si todas se parecen a las que yo he vivido, dejan tanto que desear, que no es de extrañar la decepción profesional que originan. Me gustaría repasar brevemente esta práctica que tan importante habría de ser en nuestra actividad profesional  y que, sin embargo, se ha convertido en una actividad mecánica carente de contenidos y de objetivos, y, por consiguiente, de la mínima eficacia que debería tener.
Lo primero que se ha de criticar es el absurdo evidente de programar las sesiones de evaluación al final de la jornada escolar, de por sí ya suficientemente densa y tensa. Como se han de hacer fuera del horario escolar, el tiempo asignado a cada evaluación no suele pasar de la hora, por lo que las posibilidades reales de convertir la sesión en una herramienta de análisis pedagógico individual de cada uno de los alumnos se esfuma apenas el tutor ha consumido el primer cuarto de hora, de los cuatro disponibles, y no hemos pasado de las tópicas consideraciones globales o, como mucho, estamos a la altura del número tres de una lista de treinta alumnos.
Así que se entra en la dinámica del “vamos caso por caso”, todo va a depender, ¡ay!, de la capacidad de organizar una reunión de trabajo que tengan los tutores correspondientes y de la flexibilidad con que están dispuestos a oír las mismas nimiedades  repetidas ad nauseam. Sobre lo primero es obvio que no vivimos en un país en el que las reuniones de trabajo se ajusten a normas que las hagan productivas, porque, al menos en el sector de la enseñanza, antes parecen una invitación a la relación social que una jornada de trabajo con unos objetivos bien definidos. Lo habitual, lo que resulta insufrible, es que, disponiendo de 60 minutos para 30 alumnos, cualquiera de ellos nos ocupe 15 sin que a la junta de evaluación le preocupe lo más mínimo qué haya de ser de los restantes. Cualquier sugerencia en ese sentido: “¿No nos estamos demorando demasiado?”, supone un acelerón de tal naturaleza que quienes tengan la mala fortuna de seguir en la lista a aquél “tapón”, apenas concitarán de los apremiados  tres o cuatro expresiones de rigor: “necesita trabajar un poco más”, “no es preocupante”, “los hay peores”, y poco más; excepto que alguien se descuelgue con “a mí no me ha presentado los deberes del tal, el tal, el tal  y el cual de octubre, y claro…” 
Más allá, con todo, de la dinámica de la sesión, que reproduce esquemas organizativos y productivos propios del siglo XVII, quisiera llamar la atención sobre el nivel del análisis que efectuamos en esas sesiones, porque tengo el convencimiento de que la incompetencia y esterilidad del mismo bien aconsejaría renovarlas de arriba abajo, eliminarlas y convertirlas en el viejísimo “cantar las notas”, “ponerlas en las actillas” o algo equivalente.  A nadie que haya padecido sesiones de evaluación puede serle ajeno el rubor psicológico y pedagógico que levanta, en cualquiera mínimamente sensible a los juicios bien fundados, los sedicentes con que solemos despachar una evaluación tras otra, con la vista puesta en el momento de liberarnos de semejante condena y poder acogernos cuanto antes al sagrado de nuestros hogares, ínsulas de excepción en el mar de  vulgaridad que nos rodea, que nos acosa y que nos intimida (otro día me preocuparé de otro mal que se deriva de ese acoso marítimo: la infame necedad que, como una marea exclusivamente creciente, se va apoderando de nosotros tras tantísimos años de contacto con la ignorancia y el primitivismo emocional, a los que se suma  la incompetencia absoluta de nuestras autoridades educativas); ínsulas donde el bálsamo de fierabrás, la fórmula del de cada cual sólo cada cual la sabe, es capaz de repararnos para permitirnos afrontar la siguiente jornada.
“Se ha dejado ir”, “se está estrellando”, “falta mucho”, “no hace nada”, “no me presenta las cosas”, “va viniendo, va haciendo”, “sería recuperable”, “muy juguetón”, “es muy justo” –éste es la estrella analítica, sin duda alguna, merecedora de hacernos acreedores a todos sus usuarios del  anillo freudiano (muy otro, evidentemente, del de la NBA), y quien esté libre de pecado, que esconda el dedo…–, “se organiza mal”, “no tiene hábitos”, “tiende a rebotarse”, “¿qué padres tiene esta criatura?”, “de buena gana lo enderezaba yo con un par de ****** bien dadas”, “es impresentable”, “no se entera de nada”, “¿qué ha hecho en Primaria?” “tonto no es, desde luego”, “el día que quiera ponerse”, “pues a mí fulanita me ha dado un cambio bestial, parece otra”, “no me trae el chándal”, “es que está en un grupo que se las trae”, “esta es una ****** de mucho cuidado, y tiene una mala baba que se la pisa”, “yo lo tuve en mi tutoría el año pasado y lo entendí todo cuando me vi con el padre…”, “repite y va para UAC”, “lo pillaron fumando un porro en los lavabos”, “las lenguas no son lo suyo”, “necesitaría un refuerzo, un profesor particular”, “conmigo no aprobará jamás”, “suspende como todos, ¡y estamos haciendo divisiones! ¡En primero de ESO!”, “aquí está perdiendo el tiempo, eso está claro”, “no se deja enseñar”, etc.
¿Quién no ha usado en alguna ocasión cualquiera de estos tópicos desgastados, a fuer de repetidos, que no construyen discurso ni análisis, sino justo todo lo contrario: lo ahogan? Del mismo modo que hay alumnos-tapones que impiden progresar en la evaluación, hay juicios taxativos que, paradójicamente, permiten dinamizarla, al cortar de raíz cualquier posibilidad dialéctica: “Es lo que hay”, llega a oírse como justificación, si alguien cree –con incombustible fe pedagógico-carbonera– que merecería la pena “escuchar otras opiniones” de los junteros para saber a qué atenernos con el discente en cuestión.

La insatisfacción es el resultado de semejante acto jurídico, porque sentenciamos con una alegría que asusta al más atrevido. Y siempre salgo de esos tribunales inapelables con la conciencia culpable de no haber sabido estar a la altura de lo que se espera de nosotros como profesionales de la enseñanza. Derivamos  hacia el pseudoanálisis psicológico con una facilidad que sólo está a la altura de nuestra incompetencia en la materia –salvo quien la tenga, aunque en estos casos, los juicios aún son más deplorables…(En la impresionante película de Joaquim Jordà, El otro lado del espejo, acabada unos meses antes de morir, y de obligada visión, se relata cómo el psicopedagogo de un centro escolar se refiere a una afectada de agnosia como “el residuo de la sociedad”…)– y renunciamos a lo que debería ser competencia nuestra exclusiva: el proceso de aprendizaje: llegar a saber por qué –al margen de los ponderables tradicionales de la falta de trabajo, etc.– los alumnos son incapaces de progresar en tal o cual asignatura, y tratar de ponerle remedio. Es evidente que las viejas recetas siguen teniendo validez, que son los alumnos los que han de aprehender el conocimiento, no éste instalarse en ellos casi feéricamente, con la consiguiente varita mágica, pero no es menos cierto que no podemos despreocuparnos de ese campo del conocimiento que tanto podría ayudarnos a establecer diagnósticos pedagógicos certeros que nos permitieran ayudar al mayor número posible de nuestros alumnos, siempre y cuando la administración educativa entendiese que una sesión de evaluación no es un trámite relegable extramuros de la jornada educativa, sino un pilar básico de nuestra actividad profesional. ¡Cuántos daños irreparables provoca el fetichismo de la “hora de clase” intocable!  

jueves, 10 de marzo de 2016

La investigación y la creación o la amenaza de la doble hélice del extravío.


La sed de datos convierte la imaginación en un hontanar de arena: el caso de X.



Tener amigos escritores es una maldición como cualquier otra. No son especialmente gente sociable y cuesta lo que no está escrito, ni por ellos ni por mí ni por nadie, salvo la presente entrada, soportar sus delirios, sus manías, sus impertinencias, sus efusivas confidencias y sus proyectos disparatados, caso de que nos hagan, ¡oh privilegio de privilegios!, partícipes de ellos. Llamemos X a quien, por su nombre, tampoco le diría nada a los amables intelectores que tienen tiempo para perderlo en estas entradas que no llevan a ninguna parte. El tal X, de genio desabrido, raro humor, escasa elegancia, parva creatividad y extravagante estilo, vertido en tres libros sin lectores, lleva quince años metido en una investigación de la que, según me ha confesado, con algo más que fiero dolor de muela podrida, ni sabe cómo salir ni sabe, siquiera, si quiere hacerlo, dada la esterilidad creativa a la que lo ha llevado dicha investigación, que deja más que pequeña la mía propia para una tesis sobre la aforística que avanza tan lentamente como mi pereza lo consiente. X, no. Él es trabajador infatigable -alguna virtud había de tener…- y a medida que va almacenando datos como un poseso, más va descubriendo para añadirlos a la pirámide donde me imagino que, finalmente, habrá de ser sepultado el aborto de su novela. Se ha convertido en un virtuoso del dato, y ello le lleva a la convicción de que si no sabe “exactamente” que el día de compras de Navidad se llama en Berlín “Domingo de plata”; que fue en la encíclica Casta connubi donde se fijó el rechazo católico a los métodos de control de la natalidad que no fueran los “naturales”; que un dólar valía en la hiperinflación alemana del año 23 la escalofriante cifra de 2.500.000.000 marcos; que fue Jack Weinberg el creador del famoso lema: “No te fíes de nadie que pase de los 30 años”; que Katherine Hepburn fue la primera en usar slacks, pantalones de franela de corte masculino; que Eric Gill diseñó el tipo de imprenta Times Roman; que le ha sido necesario adquirir en un coleccionista un CD de Paul O’Montis para conocer de primer oído la voz de uno de los grandes del cabaret berlinés; que fue el insoportable Eddie Cantor el primero en popularizar Yes, we have no bananas, éxito popular que fue prohibido por los nazis o que Schl.m.m. era una abreviatura mediante la que se proponía, discretamente, a alguien hacer el amor: Schlaf mit mir…; que si no sabe todo eso y miles de c osas más que va recogiendo con paciencia de erudito digno de mejores causas y temas, le será imposible escribir ni un solo capítulo de esa novela que muy probablemente no acabe viendo la luz jamás. A X, cuando recurre a la enumeratio hay que apearlo enseguida de ella, porque, de lo contrario, le dan a uno las tantas con un recitativo del que apenas, dada la heterogeneidad de los datos, puede retener nada. Los ejemplos anteriores se los he pedido por correo electrónico. X no lee a sus contemporáneos, como es práctica habitual entre los innúmeros genios sin lectores que son planta común en la península ibérica, de ahí que pueda escribir esta entrada con total tranquilidad respecto de su reacción. Todo lo más que pudiera ocurrir es tener el descansado privilegio de que me sea retirada su amistad y confianza… Pero los X que en el mundo son necesitan audiencia, y yo estoy especializado en esa rara virtud que consiste en ejercer el arte de escuchar, ergo… X suele, muy contrariado, arrepentirse de su descabellada actividad y suele prometer tan solemne como enfáticamente que renunciará a ella para “ubicarse” (sic, X es así…) en el primer borrador de una obra ya clásica sin haber sido escrita, aunque concebida infinidad de veces. Por suerte me está vetado el acceso a las vanidosas circunvoluciones cerebrales de X -nunca teñidas por el rojo vivo de las emociones cordiales- y no he tenido la suerte de comprobar en qué estado de ideación se halla la novela más y mejor datada (de big data, no de fechar) de la historia del género; pero no andará muy lejos de las clásicas “mantillas”. La obsesión por el dato es un mal esterilizador en el que conviene no caer. El realismo, a pesar de lo que propone Ortega en sus Ideas sobre la novela, no necesariamente pasa por una imposible mímesis de lo real conseguida mediante la acumulación de esas minucias que, sí, le dan un “aire de verdad objetiva” a lo narrado, pero que poco contribuyen a la construcción de la realidad si los lectores no se enfrentan a una expresión viva, por peregrina que sea, de las emociones, de las ideas y de los hechos. No necesariamente una “puesta en escena” realista nos acerca mejor a la realidad, algo que no ignoran los escenógrafos de la ópera, como en la reciente versión de La flauta mágica ideada por Barrie Kosky, quien se ha inspirado, para crearla, en el cine mudo, con un brillante resultado. A X no hay manera de convencerlo de que no por poder describir casi fotográficamente un espacio en una época determinada la historia que narre tendrá mayor poder de persuasión…; tiene tan contumaz voluntad de notario que no hay quien lo disuada de que ha de respetar, y no invertir, la jerarquía narrativa: que los personajes y sus peripecias vitales siempre son más importantes que el decorado en el que se mueven y aquellas se suceden… ¡En balde es! Luego se queja de la sequedad espiritual que dice que lo habita, y de que “no se le ocurre nada” que sea capaz de arrastrarlo a la redacción “febril” de lo que, según él, tiene “perfectamente claro” en su imaginación…, algo de lo que me permito dudar con no escaso fundamento, a juzgar por lo poco que X suele contar de la trama. Hay escritores que nunca hablan con nadie de lo que escriben; X es distinto: habla de ello y no hay quien lo pare: está convencido de que al recontar una y mil veces lo que escribe logra decantarlo, quintaesenciarlo, descubrir lo esencial y desprenderse de las limaduras…, por eso, dado su pertinaz silencio al respecto, me caben pocas dudas, por no decir ninguna, respecto de que hayan pasado de las musas al papel sus borrosas pretensiones narrativas. Es cierto que una novela biográfica sobre alguien célebre exige un plus de verosimilitud y de fidelidad, por eso a mí jamás se me ocurriría emprender un proyecto de esa naturaleza y me he decantado por una autobiografía tradicional, Juventud en Poz, que va saliendo casi con fórceps, a fuerza de plantearme problemas narrativos y éticos casi irresolubles. Le he aconsejado a X que queme todas sus fichas y que escriba la novela de por qué no pudo escribir la novela… El desprecio, la arrogancia, la conmiseración y la compasión se han esculpido en su rostro, ellos sí, con absoluta propiedad mimética… “No sabes lo que dices…, ni lo que escribes”, ha apostillado con esa perfidia genuina de quienes se sienten superiores y te restriegan la suela de sus coturnos por la incipiente calva… Allá él. Advertido lo dejé. Divertido me alejé.