viernes, 1 de enero de 2016

Los frutos bordes, y 5 (II). El diario restituido.

                                                   




  Los universales de la intimidad creadora: 
Katherine Mansfield: The problematic and dubious self. 

             A nadie engañé cuando presenté el diario como un robo que ahora restituyo a su legítima propietaria, Katherine Mansfield. Bien claro lo dejé dicho en el título y en el subtítulo de la entrega. Pido disculpas a quienes puedan haberse sentido burlados por el hecho de que mis confesiones íntimas lo sean pero de forma mediata a través de la voz de la autora neozelandesa. He querido reflexionar, mediante esta pseudoimpostura, sobre algo tan llamativo como que un diario íntimo pueda llegar a ser plagiado o que alguien se apodere de él  mediante el subterfugio eufemístico del plagio que es la famosa intertextualidad, la cual consiste en construir un diario propio mediante una sucesión inacabable de citas directas, paráfrasis y homenajes al autor o a la autora intertextualizado… Yo he optado directamente por la usurpación para que quedara claro mi objetivo, y porque ha sido tan grande la identificación que he experimentado con la autora que, sin ninguna propiedad,  hago mías todas y cada una de las palabras suyas transcritas por mí y traducidas por Ester de Andreis.
Mi reflexión ha tenido como objetivo poner en tela de juicio la intransferibilidad , y perdón por el voquible, que pueda haber en la expresión de la intimidad que singulariza a un autor o autora. Si supuestamente el Diario de Mansfield es una obra estrictamente personal, que solo la retrata y singulariza a ella, una de dos, o ella y yo somo uñas y carne, siendo tan distintos: ella bisexual, de preferencia lesbiana; yo, heterosexual;  ella neozelandesa, yo, africano; ella de habla inglesa, yo, española...; o el “mí mismo” del que tan pagados solemos ser no es más que humo, en algunos espeso, pero humo al cabo.
El culto a la personalidad nace ya en la tribu primordial, porque el chamán, intermediario entre el resto de la tribu y las fuerzas naturales, digamos que se contagia de aquel poder terrorífico y absoluto. El artista, que es  depositario y decantador, según famosa descripción Heideggeriana de las palabras de la tribu, e intermediario de los dioses, como el chamán, siempre se ha revestido de un halo de excepcionalidad sobre el que he querido reflexionar para llegar a la conclusión de que, en realidad, esa excepcionalidad es comunalidad;  que los creadores lo son, singulares,  porque son capaces de expresar al común de los mortales, siempre que estos sean capaces de acceder a la decodificación adecuada del  mensaje.  No hay entrada del Diario de Mansfield que no pueda hacer íntimamente mía. Y no solo eso, sino que se da el caso de que incluso en lo epifenoménico observo una coincidencia con ella que no quiero tildar de asombrosa, sino de meramente natural, porque la otra conclusión a la que llego es que hay lo que indico en el subtítulo: universales de la intimidad creadora que todos compartimos, independientemente de que nuestra capacidad creativa sea nula o de escaso relieve.
Que los escritores coincidamos unos con otros en nuestras preocupaciones sobre el métier –que tan fino queda, así dicho-, sobre el oficio, no puede sorprender a nadie, y menos aún el hecho de que expresemos abiertamente la inseguridad, las dudas, el descontento y aun el horror que nos producen ciertas flaquezas temáticas o estilísticas;  tampoco puede sorprender que sintamos esa insociable necesidad de soledad, de retiro, de ocultamiento, de estar a solas con nosotros mismos; tampoco, así mismo, que compensemos nuestra sciomaquia permanente con una cierta incomprensión –que a veces llega incluso a la crueldad- hacia quienes nos rodean (¡qué terrible he vivido siempre el verso/confesión de JRJ! –precisamente en Diario de poeta y mar/Diario de un poeta recién casado –: ¡Cuánto me cuesta llegar contigo a mí! ). Ahora bien, que el grado de coincidencia se extienda, por ejemplo a lo plenamente circunstancial, como la tristeza que siente Mansfield ante un té flojo, la misma, y aun multiplicada, que yo sentí, hasta el dolor y casi las lágrimas, en una escena de Un hombre sin pasado, de Aki Kaurismäki, en la que el protagonista que por amnesia ha caído en la marginación comparte un vaso de agua caliente con sus colegas de infortunio y saca de un pastillero una bolsita de té que sumerge en el agua y que, después de usada, prensa bien entre los dedos para secarla y volverla a guardar en la cajita metálica para una sucesiva inmersión…, eso ya prueba que incluso los pormenores de una vida pierden capacidad singularizadora. Desde esta perspectiva se comprueba, entonces, que un título como Diario íntimo, de Unamuno, quizás debería titularse con mayor propiedad “Diario éxtimo”, siguiendo su propio neologismo, o “Diario intraíntimo”, por extrapolar su famoso concepto de la intrahistoria.
Lo que notaba era que no ocupaba toda la extensión de mi yo, escribe Mansfield, y ahí sí que mi estupefacción fue total.  Saber que hay territorios de ti mismo que no llegas a ocupar, que están vacíos, acaso esperando que los ocupes para ser por completo, para cumplir el precepto pindárico: llega a ser quien eres, me pareció una coincidencia que se apartaba demasiado de lo habitual como para pensar que detrás de ella no había algo diferente del azar, y de ahí la reflexión que ofrezco. Ese territorio desierto del propio yo no es, en modo alguno, un espacio ignoto, sino todo lo contrario, la realidad de tomo y lomo –esa bella expresión coloquial para empírica– que te recuerda tus propias limitaciones, acaso impuestas por las circunstancias, acaso autoimpuestas por una pluralidad de razones que se ciñen al día a día de la vida de cada cual. Alguien puede pensar que acaso Mansfield estaba aquejada de megalomanía, pero quien haya leído las entradas de su Diario que adopté como mías, se percatará de que tal apreciación está fuera de lugar. La mezcla de humildad y soberbia es una curiosa y, a veces, trágica combinación que se da en todos los autores que tienen conciencia de serlo, esto es, que quieren tener una voz propia, lo cual no implica un mundo propio, pero sí un modo, un estilo, una manera, una mirada que no puedan ser metidos dentro del canasto de los imitadores o del de los epígonos.

Una cala en su obra: En una pensión alemana.
Impresionado por el Diario, no he podido resistirme a la tentación de leer una de sus obras. Por motivos que no vienen al caso, he escogido En una pensión alemana, su primer libro, que publicó a la temprana, pero madura en ella, edad de 23 años. Más adelante leeré el último Algo pueril y otros cuentos , y así cerraré el arco creador de una escritora a la que me cabe aplicarle el excelente título de Michel del Castillo en su indispensable volumen autobiográfico: Mon frère, l’idiot –según la célebre expresión de Baudelaire–, construido en torno a su identificación con el gran maestro ruso…, y cuya lectura me emocionó.
En una pensión alemana ofrece, desde el comienzo de su carrera, una muestra excelente del mundo que quiso llevar a sus cuentos la Mansfield: la ordinary life, la ordinary people, como si desconfiase del calado de su propia capacidad y quisiese ceñirse a lo que en apariencia puede parecer sencillo para quien considera la elección desde lejos, sin tener ninguna implicación temática o estética en ella. Escogió, todos los lectores lo saben, el mundo más difícil de llevar a las letras de molde: el más cercano. Lo hizo, sin embargo, con un talento para el análisis psicológico, para la “puesta en escena” y para el desvelamiento de las pulsiones ocultadas por la moral burguesa que el lector no puede por menos que admirar esa sutileza, esa maestría a una edad en que cualquier escritor del ámbito realista está comenzando a dar sus primeros pasos, tanteando el poder de sus recursos y buscando la voz propia de la que hemos hablado.

No quiero extenderme, porque me aparto del Diario y quiero que sea él el objeto de estas dos aportaciones críticas, pero hay un cuento, La muchacha que se sentía cansada, que, si estuviera en mi mano, obligaría a cualquier principiante en el arte de la literatura a leer, y que, siempre a mi modesto parecer, debería figurar en la antología de algo así como los diez mejores cuentos de la historia del género. Con todo, hará bien los discretos lectores de estas líneas en desconfiar de mis entusiasmos, porque estando, como estoy, en forzado contacto con la mediocridad de nuestro yermo literario contemporáneo, cualquier camino hallado en los clásicos me parece que conduzca al éxtasis. Y acto seguido, léanlo. Me lo agradecerán. De nada.
      

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