miércoles, 30 de diciembre de 2015

Los frutos bordes 3: Sobre el (duro) aprendizaje.

          








Sobre el aprendizaje: argumentos de autoridad contra la autoridad sin argumentos.

                                                                                                       Que de hottentots parmi  nous!                                                                                                                                                ( Helvecio)  

Que a estas alturas del siglo XXI, con lo que ya se lleva estudiado acerca del funcionamiento del cerebro y los procesos de adquisición del conocimiento, sea necesario escribir un artículo en el que se defienda la radical heterogeneidad de la capacidad mental de los individuos prueba la solidez de los dogmas demagógicos –admítaseme la redundancia– construidos sobre los lábiles fundamentos de las buenas intenciones. Unamos a esas ingenuas creencias la que, en el plano pedagógico, las corona: “el niño es una esponja”, con la que, al parecer, quien la enuncia cree haber hallado algo así como la piedra filosofal de la argumentación, cuando, en realidad, la identificación con el más primitivo de los seres vivos dista mucho de constituir un elogio y sí una descripción inmisericorde del grado de desarrollo mental de millones de individuos de nuestra especie. 
Llevados por esa ingenuidad ideológica, los responsables del sistema educativo público han convencido a los posibles clientes/votantes de que sus hijos, todos ellos, están “genéticamente diseñados” para sacar un provecho excepcional del aprendizaje en las escuelas, institutos, centros de formación profesional y universidades. La propaganda, que es de suyo viciosa, como las malas hierbas en los sembrados, no se recata a la hora de prometer, ¡y hasta casi garantizar!, que los retoños en cuestión no sólo van a aprender con provecho las lenguas oficiales que les correspondan territorialmente, sino, así mismo, el inglés y, con apenas ningún esfuerzo añadido, el francés, el alemán, el italiano e incluso hasta el chino, según las disponibilidades de personal de cada centro. Tal banalidad, hija de la ignorancia nieta de la falacia y biznieta de la mentira, forma parte de todos los programas electorales con que los partidos políticos pretenden embaucar a quienes, acaso por su propia incompetencia intelectual, son incapaces de la más mínima sindéresis.
Desde el viejo dictum, “la letra con sangre entra”, hasta imágenes tan expresivas para la actividad docente como “desasnar” o “quitar el pelo de la dehesa”, la tradición nos surte copiosamente de juicios que retratan la actividad docente y el proceso de aprendizaje como un autentico “valle de lagrimas” en el que, paradójicamente, quienes más ríen son quienes después, al salir de él, más lloran para mamar la caridad estatal. Contrasta esa visión peyorativa del acto educativo (Gregorio Luri escribió sobre el juicio de Agustín de Hipona acerca de los “tristes sádicos de mano larga y corta inteligencia” que le habían amargado su estancia en la escuela al santo) con las teorías antiautoritarias que a partir del espíritu lúdico, la socialización como valor total apodíctico y la evitación de la frustración del niño han sentado las bases del actual desastre educativo que padecemos, cuando lo suyo, como bien sostenía Gide en Los monederos falsos, es que una educación a contrapelo del niño le robustece, por la reacción de protesta que en él genera.
Respecto de la plaga del ludismo, y como sostenía Juan de Mairena: No pienso yo que la cultura, y mucho menos la sabiduría, haya de ser necesariamente alegre y cosa de juego. Es muy posible que los niños, en quienes el juego parece ser la actividad más espontánea, no aprendan nada jugando; ni siquiera a jugar. Sin embargo, las autoridades orwellianas pretenden, es cosa de hoy mismo, “instruirles en cómo jugar evitando los roles sexistas”, lo que añade a la espiral de la irracionalidad buenogenérica un tramo que lo tiene todo de firulete y nada de recto proceder.
Si nos remontamos al Libro de dichos de sabios e philosophos e de otros ensemplos e dotrinas muy buenas, que tradujo Jacob Zadique de Uclés a comienzos del siglo XV, hallamos experiencias que, con carácter universal, han sido “testadas” en un abanico de épocas y situaciones sociales tan diversas que sería insensato echar en saco roto algunos de sus avisos: Escripto es que sy as fijos, guárdalos de mal e jamás non les enseñes buen rostro porque en todo tiempo ayan temor de ty, que el themor guarda mucho a los moços, algo que se aviene a la perfección con la doctrina de Catón: “Doctrina est fructus dulcis radicis amorae” (Son el conocimiento y la instrucción el dulce fruto de una raíz amarga). Así pues, el estudio y el aprendizaje suponen un esfuerzo que no puede ser suplido ni con las famosas TICs, las de la Total Incompetencia Conceptual, ni con el aprendizaje a partir de los hiperbóreos “intereses” del discente ni, por supuesto, con la tolerancia de conductas disruptivas que acaban teniendo un premio –los famosos alumnos al PIL PIL– en vez de una sanción correctora y ejemplarizante.
 Que el conocimiento hay que arrancárselo a la mole granítica de la ignorancia con una perseverancia total no es doctrina novedosa, como bien leemos en la Introducción a la sabiduría de Juan Luis Vives, cuyo sentido común debería avergonzar a nuestros dirigentes ministeriales – tan poco menesterosos en la busca de la verdad pedagógica– y a esos pedagogos a los que retrata un aforista tan inteligente como Lichtenberg: La naturaleza hace la leche materna para el cuerpo; la del espíritu quieren hacerla nuestros pedagogos, esos, los de hoy, cuya fe ciega en la capacidad de los discentes choca con la certera opinión del aforista alemán: Un recelo auténtico y natural frente a las capacidades humanas en todos los campos es el signo más seguro de fortaleza espiritual. Vives, por su parte, estudioso él mismo durante toda su vida y, por lo tanto, sujeto de su propia teoría, reconoce esa dificultad intrínseca del proceso de aprendizaje que, hoy en día, ni pedagogos ni políticos mandamases aceptan reconocer como explicación última del fracaso educativo: Tanto si lees como si escuchas, hazlo siempre con atención; procura que tu pensamiento no se distraiga, fuérzalo en fijarlo, y es menester que estés para aquello y no para otras cosas. Y, más adelante:  Cuando por dos o tres veces has tenido que enmendarte en aquello que te hayas equivocado, pon la máxima atención en no caer en el mismo error: haz que la enmienda sea eficaz. O, finalmente: No pases un día sin leer, escuchar o escribir algo que acrezca tu erudición, tu prudencia, tu virtud. Este último consejo choca, con la misma fuerza probatoria con que un terremoto evalúa los fundamentos antisísmicos de un edificio, con la estadística que llevo haciendo sistemáticamente desde hace más de 25 años. Guión: Lunes mañana. La luz, que no las luces, choca contra los rostros marmóreos de estudiantes adormilados. Aula sobrecogedora. El profesor, con impostada energía trata de alterar la desatención: “Que levanten la mano quienes durante la semana que acaba de pasar hayan escrito siquiera una hoja en castellano”. Entre los 70 de la clase, brazos…, claro está, apenas se divisa uno alzado, dos en las clases buenas y tres si el curso es excepcional… Lo habitual es que no se levante ninguno, lo que nos lleva a la certera observación de Cela: “No hay peor analfabeto que quien sabiendo leer y escribir, ni lee ni escribe”. En el desierto de las mentes rotas y adocenadas de los adolescentes consentidos ha caído el consejo de Lichtenberg, lanzado como el vilano que lleva la semilla del árbol, a comienzo de cada curso:  Escribir es una excelente ocupación para despertar las potencialidades que dormitan en cada hombre, y todo el que alguna vez haya escrito, habrá notado que el hecho de escribir despierta siempre algo que antes no distinguíamos claramente, aunque estuviera dentro de nosotros.
La concepción igualitaria de las capacidades humanas –¡tan distinta de lo que debería de ser la convicción política de la defensa de la igualdad de oportunidades!–   ha deshumanizado al  alumno, a quien, privado de su individualidad y de sus necesidades objetivas, diferentes de las de los demás, se le ha arrojado al cesto común de las esponjas, donde, por decretazo ideológico, ha de empaparse de todo, independientemente de que todos los poros de su superficie estén obstruidos por la mucosa espesa que destila la propia limitación mental. Esta situación, quizás,  debió de tener en mente Juan de Mairena cuando sentenció: Aquellos mismos que defienden a las glomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, étnica y aun estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ello seria, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso. En ese sentido de  la sensibilidad hacia la preservación de algo tan valioso como la individualidad de los sujetos criticó Juan Ramón Jiménez,  en uno de sus aforismos de Ideología, la concepción que critica Machado:  En la educación de los niños, lo primero que hay que tener en cuenta es la conservación del carácter, de la personalidad. Y saldrán el niño-pájaro, la niña-rosa y no el niño ni la niña. En nuestras cárceles de educación, especialmente en las religiosas, se tiende a uniformarlo todo: el traje, el jesto, la letra, los sentimientos.
¿Cómo se manifiesta esa dificultad intrínseca del aprendizaje en el estudio de la lengua? Valéry decía que existen seres humanos cuyo oído, por sano que esté no distingue los sonidos de los ruidos y que la sintaxis es una facultad del alma, lo que ciertamente reduciría mucho el número de candidatos a la posesión de la adecuada capacidad de expresión. El propio Valéry, sensible a todo lo relacionado con el uso de la lengua, decía que se ha reducido en exceso el conocimiento de la lengua a sólo la memoria. Convertir la ortografía en signo de cultura no es sino signo de los tiempos y de necedad. En el manejo del lenguaje, sin embargo, lo que de veras importa es el encadenamiento de los actos, la adquisición de la independencia de los movimientos del intelecto, y una vez desligados éstos, la libertad de su composición en el discurso,  lo cual presupone un dominio del razonamiento que en modo alguno se enseña en nuestras aulas, como si esa habilidad hubiera de descender sobre los educandos como las lenguas de fuego de pentecostés una vez que a los tales les hayan empapuzado  la inservible gramática, como bien observó el singular Juan de Mairena: No dudo yo de que estos hombres [los maestros] fueran algo ridículos, como lo muestra el mismo hecho de pretender enseñar a los niños cosa tan impropia de la infancia como es la Gramática.
La visión tradicional de los profesores, de los pedagogos, como agentes defensores de lo contrario a lo que aspiran  (como ha ocurrido, por triste ejemplo, con los profesores de catalán en Cataluña, que se han acabado convirtiendo en los principales enemigos del idioma por el modo como lo enseñan/imponen) tiene también una tradición que no conviene dejar de tener en cuenta. Lichtenberg escribió: Creo que si  nuestros pedagogos llevan a buen fin sus intenciones, vale decir si logran que los niños se formen por entero bajo su influencia, nunca más tendremos un hombre auténticamente grande. Lo más aprovechable de nuestra vida no nos lo ha enseñado, normalmente, nadie. La unión entre la incompetencia profesional de los pedagogos y las limitaciones mentales naturales de los discentes constituye una realidad sobre la que, cuando no se pasa por ella de puntillas o directamente se ignora, se la desprecia como un resabio del viejo saber autoritario. Pero lo cierto es que, como bien vio Lichtenberg,  los hotentotes llaman al pensamiento el azote de la vida. Que de hottentots parmi nous! , exclama Helvetius. Hermoso lema.  Y tan evidente como espontánea afirmación le salió también a Clarín del alma cuando escribió su desconocida obra maestra, El jornalero, un cuento donde se describen a la perfección las razones del rechazo popular a cuanto huela a trabajo intelectual, por más que el propio Lichtenberg prevenga contra esa abdicación tan extendida: Nunca hay que pensar:  ‘Este principio es demasiado abstruso para mí, es para los grandes eruditos, yo me ocuparé de los otros’; es una debilidad que puede degenerar fácilmente en una inercia total. No hay que desestimar nuestras capacidades para nada.
El paradójico optimismo antropológico del pesimista escarmentado que era Lichtenberg no está reñido con una aceptación natural de esas diferencias de capacidad intelectual entre las personas, algo que el sistema educativo alemán tiene tan claro y que aquí, sin embargo, constituye, si meramente enunciado, una herejía perseguida por la inquisición del igualitarismo feroz.
A nadie puede extrañar que, como recoge Sainte-Beuve en su estudio sobre La Rochefoucauld, Montesquieu hubiera dicho que si se hubiera visto forzado a vivir enseñando, no hubiese podido; algo que las autoridades educativas se han empeñado en que sintamos quienes hemos de luchar día tras día con las frustraciones que genera el principio de igualdad a rajatabla que rige nuestra vida académica, en la que ni el mérito ni la excelencia son valores reconocidos, estimados y celebrados. Y así nos luce el pelo…, de la dehesa. Con todo, aún hay raros especímenes profesionales en esto de la enseñanza que preferimos seguir el sabio consejo de Gracián: ¡Oh, gran maestro aquel que comenzaba a enseñar desenseñando! Su primera lección era de ignorar, que no importa menos que el saber y aplicarnos la reflexión del uniquísimo Ramón en su Automoribundia… yo soy antipedagogo y frente a ciertos jóvenes perorantes y ciertos viejos machacones, me dedico a algo muy necesario e importante, a desenseñar…



2 comentarios:

  1. ¡Ay, Juan Poz! No puedo comprenderte. Intentaré ir por partes.

    Primero decir que mi hija Lucía ha recibido una tarjeta impresa con su nombre de felicitación de la Junta de Evaluación por su excelencia, la única de la clase, debido a sus resultados en el primer trimestre. Estudia, como sabes, actualmente en un instituto público. Esto a propósito de que "ni el mérito ni la excelencia son valores reconocidos, estimados y celebrados". Me ha parecido esta felicitación una buena noticia. Espero que esté extendida en los centros de enseñanza.

    Por otro lado, argumentas apoyándote en el principio de autoridad en los siguientes intelectuales Juan de Mairena, Jacob Jadique de Uclés (s.XV), Juan Luis Vives, el aforista Lichtenberg, Cela, Juan Ramón Jiménez, Valery, Saint Beuve, Rochefoucauld, Montesquieu, Gracián, Ramón... ¿Es posible que no adviertas que estamos en el siglo XXI y que todo es radicalmente distinto a lo que pudieran pensar estos doctos pensadores? No aprendemos del mismo modo, nuestra mente no funciona igual, la tecnología ha transformado (y seguirá haciéndolo de modo geométrico en las siguientes décadas) nuestra visión de la realidad.

    Te dejo algo más reciente. Es una intervención de Sugata Mitra en TED LOS NIÑOS PUEDEN APRENDER POR SÍ SOLOS basado en una experiencias llevadas a cabo en la India sobre el aprendizaje sin profesor. Es un vídeo que a mí me parece altamente interesante sobre la capacidad de aprendizaje de niños de países subdesarrollados y que muestran algo más actual que lo que planteas.

    Cuestionas el juego como método de aprendizaje. Yo estoy en proceso de utilización del mismo como fundamente de mis clases dado que mis clases tradicionales no alcanzaban objetivos de ningún tipo. El cerebro es el eje de los más sorprendentes y revolucionarios avances en los últimos veinte años gracias a los sistemas de observación mediante imágenes cerebrales (scanners, resonancias...). Hoy podemos saber mejor cómo se aprende que hace veinte años. Los niños de ahora están formados en la era de internet. Yo he sido docente durante más de treinta años y soy consciente de que mis alumnos han mutado por completo. Lo que me funcionaba en 1990, no me funciona ahora. Es necesaria una pedagogía para la realidad actual. Para los niños del primer tercio del siglo XXI cuya mente es distinta a la de las minorías eximias que estudiaban en el tiempo de los intelectuales que mencionas y en saberes que no tienen nada que ver con el tiempo actual.

    Hay medios para hacerlos escribir cada día. Yo lo estoy haciendo, pero tiene que ser expresado no como lo planteas sino de otros modos que los incorporen, incluso como juego.

    A veces te veo razonando como si fueras un humanista del siglo XVI o un ilustrado del XVIII, un tiempo en que también había saberes revolucionarios que transformaron la visión del mundo.

    Soy un seguidor de TED en su vertiente educativa. En esta plataforma se pueden escuchar charlas de unos veinte minutos en inglés (o con subtítulos, aunque a ti sé que no te hacen falta) sobre las experiencias más nuevas en educación. A mí me han servido como inspiración. Un aula es algo diferente, puede ser diferente.

    Sin duda el concepto de desenseñar es interesante. Cabría profundizar más en él pero desde este tiempo y pensando en su futuro.

    Un fuerte abrazo.

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    1. No se trata tanto de "rescatar" pedagogías antiguas como de poner de manifiesto que tras 20 siglos de pedagogía, de Pideia, parece que no hayamos aprendido nada, y que continuamente hayamos de partir de cero. El reconocimiento de Lucía lo celebro, pero no es la norma, como no se te escapa: las sesiones de evaluación se agotan en el comentario de los "desastres" y se pasa casi de largo por los "excelentes", quizás porque, al menos en mi caso fue así, los profesores sabemos que los alumnos excelentes aprenden un poco "a pesar de nosotros", y que no somos determinantes en su desarrollo. No es que nazcan ya sabidos, pero si con unas aptitudes que saben desarrollar y encauzar por sí solos al contacto con casi cualquier docente. Que a las asignaturas se les llame, aún hoy, disciplinas, es algo que me parece muy elocuente y clarificador de lo que este artículo defiende: que el esfuerzo individual de superación no puede ser sustituido por nada. Otra cosa son los métodos con los que los profesores convenzamos a nuestros alumnos de que han de someterse a la disciplina inesquivable del aprendizaje. Se ha dado la casualidad bien curioso de que nada más colgar este viejo artículo rescatado, una segunda oportunidad que quiero darles a los menos visitados y que a mí me parecen, aún, dignos de ser leídos, me senté con mi conjunta y mi hija a ver "El milagro de Ann Sullivan", en ingles "The miracle worker", que me parece más ajustado, y salí de la visión de la película con una emoción próxima al llanto. Desarrollaré mis impresiones en la crítica de la película que colgaré en "El ojo cosmológico", pero ya te anticipo que los métodos de la profesora Sullivan, se acercan más a lo reseñado en este artículo que a la teoría de la gamificación. Sé que se trata de un caso límite, pero, a su manera, y aun viendo, halando y oyendo, muchos de nuestros alumnos actuales son intercambiables con Hellen Keller, o casi.

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