jueves, 31 de diciembre de 2015

Los frutos bordes 4: Fichas reunidas Moliner.



                                                    

Diccionarista y palabrófila


       He asistido a la representación teatral El diccionario, cuyo tema no es propiamente la creación del famoso Diccionario de uso del español, de María Moliner, sino la biografía de la autora, condicionada, no podía ser de otra manera, por la realización de una obra cuya importancia para nuestra lengua ya señaló Gabriel García Márquez en hermoso artículo publicado en El País el 10 de febrero de 1981, poco después de su fallecimiento y cuyo texto parece haber sido la primera fuente de inspiración para el autor, Manuel Calzada, a juzgar por cierto motivo recurrente y algunos datos biográficos. Quienes hemos leído desde la primera hasta la última de las 3031 páginas de la edición de 1983 podríamos habernos sentido defraudados por la relativamente escasa atención que se le presta al diccionario a lo largo de la obra, pues éste funciona como pretexto para acercarnos a la biografía de la autora, pero la recreación interpretativa,  aun con el limitado repertorio gestual con que compone la actriz Vicky Peña su personaje, consigue el objetivo de atraer la atención de los espectadores y emocionarlos, si bien la trayectoria vital de la lexicógrafa no se aparta, sustancialmente, del modelo de las vidas truncadas por la rebelión de los militares nacionalistas contra la Segunda República.
          La obra está bien estructurada y progresa con el ritmo pausado que imponen los dos ejes sobre los que se construye: el tratamiento de la enfermedad que acabará con ella, una arterioesclerosis cerebral que la priva de su dedicación intelectual, y una conferencia a los académicos que no quisieron elegirla académica de la lengua, aunque al elegido en su lugar, Emilio Alarcos Llorach, no le faltaran méritos. Con todo, esa gran ironía, que la mejor lexicógrafa española no formara parte de la RAE, nos indica bien a las claras el porqué de ciertos atrasos, miserias e incoherencias de nuestro país, ajeno completamente, por tradición secular, a la meritocracia y adicto a la dedocracia. A partir de esos dos ejes se intercalarán saltos al pasado, apenas marcados escénicamente sino por música alusiva, referencias explícitas a hechos pasados que se suceden en el momento en que se los nombra y el uso de la iluminación para crear espacios, como la conseguida escena del balcón al que se asoma el matrimonio para que se les vea “sumarse” al carro de los vencedores y evitar, aunque solo lo lograran en parte, el ostracismo profesional y la miseria. Se trata de una escena llena de humillación y afán de supervivencia a partes iguales que emociona por su veracidad , crueldad y patetismo. Del mismo modo, y aunque solo sea un apunte sobre el que no hay un desarrollo que hubiera fortalecido la historia, conmueve el conflicto matrimonial suscitado por el deseo del marido de no convivir bajo el mismo techo con la madre de María, una mujer que, habiéndose quedado sola después de haberla abandonado su marido, tuvo que sacar adelante a sus hijos sin más ayuda que su trabajo y el de su propia hija, quien daba clases particulares. Se entiende que semejante negativa, para quien pronto se convirtió a su vez en madre, constituyera una herida que, por lo que se dice en la obra, siempre se mantuvo abierta, sin cicatrizar nunca. Quizás por ese y otros agravios, como el escaso interés del marido por la obra de su mujer, se insinúe en la obra un claro divorcio sexual en la pareja, si bien éste puede deberse a la negación de la sexualidad en la vejez que parece haber imperado en este país hasta hace relativamente poco. A este respecto se escucha el que, a mi entender, es uno de los más inteligentes diagnósticos sobre el difícil mundo de las relaciones entre hombre y mujeres en este país: “Cuando un hombre se dedica a su trabajo lo hace por la familia; cuando una mujer se entrega a su trabajo, abandona a su familia”, dice la lexicógrafa, para señalar esa diferencia social injustificable en la valoración del trabajo, y sobre todo del trabajo intelectual.
          La obra peca de lentitud  próxima a la parsimonia, y sufre la ausencia de un dinamismo que no acaba de ser felizmente sustituido por las reflexiones intelectuales. Digamos que se queda a medio camino entre Historia de una escaleraInforme para una Academia Secretos de un matrimonio, pero ya se entiende que la confección de las fichas para un trabajo ciclópeo, los hallazgos sorprendentes, las decepciones inconsolables, el vacío de los entendidos y rivales, el ensimismamiento en la belleza etimológica, etc. son difíciles de plasmar escénicamente. A esa morosidad en el desarrollo de tan escasa acción ha de achacarse el esfuerzo que ha de hacer el espectador para adentrarse en la vida emocional del matrimonio –sustituir con la evocación del zurcido de los calcetines  el ajetreo de cuatro chiquillos que vuelven loco a los progenitores más morigerados lastra no poco la acción dramática y resta grandeza a la labor casi clandestina de quien atendía a tres ocupaciones: su puesto de archivera, su familia y su diccionario- y poner no poco de su parte para hacer abstracción de lo que ve y padecer con lo que proyecta a partir de lo que ve. Si la figura del lector en la narratología moderna es imprescindible, no parece que la del espectador haya de tener la misma importancia en el teatro, pero el planteamiento excesivamente narrativo, referencial, de la obra, en este caso, así lo exige.
          Con todo, la obra permite entrar en la biografía de la autora para rendirle sincero homenaje sin caer en la hagiografía, una perversión bien propia de la intelectualidad partidaria  cuando quiere “ensalzar” figuras como María Zambrano, biopicada reciente y desastrosamente o movimientos sociales, como los que aparecen en la impostada Tierra y libertad, de Ken Loach,  de auténtica vergüenza ajena. Los compañeros de reparto de la protagonista no están, desgraciadamente a la altura de ella, pero no es menos cierto que, sobre todo en el caso del marido, se le exige crear un pathos en intervenciones salteadas, sin continuidad, y brevísimas, lo que imposibilita la labor de cualquier actor, por excelente que sea. No es lo mismo hacer de secundario en el cine que en el teatro, sin duda.
          La verdadera María Moliner, la única que al menos a mí me interesa es la que me encuentro en las definiciones infinitas de una obra tan magnífica como en su momento lo fueron el Diccionario de Covarrubias o el Ideológico de Casares, cuya parte analógica es un tesoro de infinito valor. Personalmente, permítaseme la anécdota para acabar,  he de agradecer a María Moliner que haya sido la única fuente lexicográfica en la que he encontrado un término supuestamente científico que, sin embargo, no he hallado en diccionarios médicos. Hablo de proyocia, definida por ella como “precocidad sexual”. Eso sí, no trae la etimología, quizás porque habría de formar parte de la revisión permanente en la que trabajaba, como JRJ en su obra inacabable, sabiendo que moriría antes de verla verdaderamente acabada. Como debe ser.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Los frutos bordes 3: Sobre el (duro) aprendizaje.

          








Sobre el aprendizaje: argumentos de autoridad contra la autoridad sin argumentos.

                                                                                                       Que de hottentots parmi  nous!                                                                                                                                                ( Helvecio)  

Que a estas alturas del siglo XXI, con lo que ya se lleva estudiado acerca del funcionamiento del cerebro y los procesos de adquisición del conocimiento, sea necesario escribir un artículo en el que se defienda la radical heterogeneidad de la capacidad mental de los individuos prueba la solidez de los dogmas demagógicos –admítaseme la redundancia– construidos sobre los lábiles fundamentos de las buenas intenciones. Unamos a esas ingenuas creencias la que, en el plano pedagógico, las corona: “el niño es una esponja”, con la que, al parecer, quien la enuncia cree haber hallado algo así como la piedra filosofal de la argumentación, cuando, en realidad, la identificación con el más primitivo de los seres vivos dista mucho de constituir un elogio y sí una descripción inmisericorde del grado de desarrollo mental de millones de individuos de nuestra especie. 
Llevados por esa ingenuidad ideológica, los responsables del sistema educativo público han convencido a los posibles clientes/votantes de que sus hijos, todos ellos, están “genéticamente diseñados” para sacar un provecho excepcional del aprendizaje en las escuelas, institutos, centros de formación profesional y universidades. La propaganda, que es de suyo viciosa, como las malas hierbas en los sembrados, no se recata a la hora de prometer, ¡y hasta casi garantizar!, que los retoños en cuestión no sólo van a aprender con provecho las lenguas oficiales que les correspondan territorialmente, sino, así mismo, el inglés y, con apenas ningún esfuerzo añadido, el francés, el alemán, el italiano e incluso hasta el chino, según las disponibilidades de personal de cada centro. Tal banalidad, hija de la ignorancia nieta de la falacia y biznieta de la mentira, forma parte de todos los programas electorales con que los partidos políticos pretenden embaucar a quienes, acaso por su propia incompetencia intelectual, son incapaces de la más mínima sindéresis.
Desde el viejo dictum, “la letra con sangre entra”, hasta imágenes tan expresivas para la actividad docente como “desasnar” o “quitar el pelo de la dehesa”, la tradición nos surte copiosamente de juicios que retratan la actividad docente y el proceso de aprendizaje como un autentico “valle de lagrimas” en el que, paradójicamente, quienes más ríen son quienes después, al salir de él, más lloran para mamar la caridad estatal. Contrasta esa visión peyorativa del acto educativo (Gregorio Luri escribió sobre el juicio de Agustín de Hipona acerca de los “tristes sádicos de mano larga y corta inteligencia” que le habían amargado su estancia en la escuela al santo) con las teorías antiautoritarias que a partir del espíritu lúdico, la socialización como valor total apodíctico y la evitación de la frustración del niño han sentado las bases del actual desastre educativo que padecemos, cuando lo suyo, como bien sostenía Gide en Los monederos falsos, es que una educación a contrapelo del niño le robustece, por la reacción de protesta que en él genera.
Respecto de la plaga del ludismo, y como sostenía Juan de Mairena: No pienso yo que la cultura, y mucho menos la sabiduría, haya de ser necesariamente alegre y cosa de juego. Es muy posible que los niños, en quienes el juego parece ser la actividad más espontánea, no aprendan nada jugando; ni siquiera a jugar. Sin embargo, las autoridades orwellianas pretenden, es cosa de hoy mismo, “instruirles en cómo jugar evitando los roles sexistas”, lo que añade a la espiral de la irracionalidad buenogenérica un tramo que lo tiene todo de firulete y nada de recto proceder.
Si nos remontamos al Libro de dichos de sabios e philosophos e de otros ensemplos e dotrinas muy buenas, que tradujo Jacob Zadique de Uclés a comienzos del siglo XV, hallamos experiencias que, con carácter universal, han sido “testadas” en un abanico de épocas y situaciones sociales tan diversas que sería insensato echar en saco roto algunos de sus avisos: Escripto es que sy as fijos, guárdalos de mal e jamás non les enseñes buen rostro porque en todo tiempo ayan temor de ty, que el themor guarda mucho a los moços, algo que se aviene a la perfección con la doctrina de Catón: “Doctrina est fructus dulcis radicis amorae” (Son el conocimiento y la instrucción el dulce fruto de una raíz amarga). Así pues, el estudio y el aprendizaje suponen un esfuerzo que no puede ser suplido ni con las famosas TICs, las de la Total Incompetencia Conceptual, ni con el aprendizaje a partir de los hiperbóreos “intereses” del discente ni, por supuesto, con la tolerancia de conductas disruptivas que acaban teniendo un premio –los famosos alumnos al PIL PIL– en vez de una sanción correctora y ejemplarizante.
 Que el conocimiento hay que arrancárselo a la mole granítica de la ignorancia con una perseverancia total no es doctrina novedosa, como bien leemos en la Introducción a la sabiduría de Juan Luis Vives, cuyo sentido común debería avergonzar a nuestros dirigentes ministeriales – tan poco menesterosos en la busca de la verdad pedagógica– y a esos pedagogos a los que retrata un aforista tan inteligente como Lichtenberg: La naturaleza hace la leche materna para el cuerpo; la del espíritu quieren hacerla nuestros pedagogos, esos, los de hoy, cuya fe ciega en la capacidad de los discentes choca con la certera opinión del aforista alemán: Un recelo auténtico y natural frente a las capacidades humanas en todos los campos es el signo más seguro de fortaleza espiritual. Vives, por su parte, estudioso él mismo durante toda su vida y, por lo tanto, sujeto de su propia teoría, reconoce esa dificultad intrínseca del proceso de aprendizaje que, hoy en día, ni pedagogos ni políticos mandamases aceptan reconocer como explicación última del fracaso educativo: Tanto si lees como si escuchas, hazlo siempre con atención; procura que tu pensamiento no se distraiga, fuérzalo en fijarlo, y es menester que estés para aquello y no para otras cosas. Y, más adelante:  Cuando por dos o tres veces has tenido que enmendarte en aquello que te hayas equivocado, pon la máxima atención en no caer en el mismo error: haz que la enmienda sea eficaz. O, finalmente: No pases un día sin leer, escuchar o escribir algo que acrezca tu erudición, tu prudencia, tu virtud. Este último consejo choca, con la misma fuerza probatoria con que un terremoto evalúa los fundamentos antisísmicos de un edificio, con la estadística que llevo haciendo sistemáticamente desde hace más de 25 años. Guión: Lunes mañana. La luz, que no las luces, choca contra los rostros marmóreos de estudiantes adormilados. Aula sobrecogedora. El profesor, con impostada energía trata de alterar la desatención: “Que levanten la mano quienes durante la semana que acaba de pasar hayan escrito siquiera una hoja en castellano”. Entre los 70 de la clase, brazos…, claro está, apenas se divisa uno alzado, dos en las clases buenas y tres si el curso es excepcional… Lo habitual es que no se levante ninguno, lo que nos lleva a la certera observación de Cela: “No hay peor analfabeto que quien sabiendo leer y escribir, ni lee ni escribe”. En el desierto de las mentes rotas y adocenadas de los adolescentes consentidos ha caído el consejo de Lichtenberg, lanzado como el vilano que lleva la semilla del árbol, a comienzo de cada curso:  Escribir es una excelente ocupación para despertar las potencialidades que dormitan en cada hombre, y todo el que alguna vez haya escrito, habrá notado que el hecho de escribir despierta siempre algo que antes no distinguíamos claramente, aunque estuviera dentro de nosotros.
La concepción igualitaria de las capacidades humanas –¡tan distinta de lo que debería de ser la convicción política de la defensa de la igualdad de oportunidades!–   ha deshumanizado al  alumno, a quien, privado de su individualidad y de sus necesidades objetivas, diferentes de las de los demás, se le ha arrojado al cesto común de las esponjas, donde, por decretazo ideológico, ha de empaparse de todo, independientemente de que todos los poros de su superficie estén obstruidos por la mucosa espesa que destila la propia limitación mental. Esta situación, quizás,  debió de tener en mente Juan de Mairena cuando sentenció: Aquellos mismos que defienden a las glomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, étnica y aun estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ello seria, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso. En ese sentido de  la sensibilidad hacia la preservación de algo tan valioso como la individualidad de los sujetos criticó Juan Ramón Jiménez,  en uno de sus aforismos de Ideología, la concepción que critica Machado:  En la educación de los niños, lo primero que hay que tener en cuenta es la conservación del carácter, de la personalidad. Y saldrán el niño-pájaro, la niña-rosa y no el niño ni la niña. En nuestras cárceles de educación, especialmente en las religiosas, se tiende a uniformarlo todo: el traje, el jesto, la letra, los sentimientos.
¿Cómo se manifiesta esa dificultad intrínseca del aprendizaje en el estudio de la lengua? Valéry decía que existen seres humanos cuyo oído, por sano que esté no distingue los sonidos de los ruidos y que la sintaxis es una facultad del alma, lo que ciertamente reduciría mucho el número de candidatos a la posesión de la adecuada capacidad de expresión. El propio Valéry, sensible a todo lo relacionado con el uso de la lengua, decía que se ha reducido en exceso el conocimiento de la lengua a sólo la memoria. Convertir la ortografía en signo de cultura no es sino signo de los tiempos y de necedad. En el manejo del lenguaje, sin embargo, lo que de veras importa es el encadenamiento de los actos, la adquisición de la independencia de los movimientos del intelecto, y una vez desligados éstos, la libertad de su composición en el discurso,  lo cual presupone un dominio del razonamiento que en modo alguno se enseña en nuestras aulas, como si esa habilidad hubiera de descender sobre los educandos como las lenguas de fuego de pentecostés una vez que a los tales les hayan empapuzado  la inservible gramática, como bien observó el singular Juan de Mairena: No dudo yo de que estos hombres [los maestros] fueran algo ridículos, como lo muestra el mismo hecho de pretender enseñar a los niños cosa tan impropia de la infancia como es la Gramática.
La visión tradicional de los profesores, de los pedagogos, como agentes defensores de lo contrario a lo que aspiran  (como ha ocurrido, por triste ejemplo, con los profesores de catalán en Cataluña, que se han acabado convirtiendo en los principales enemigos del idioma por el modo como lo enseñan/imponen) tiene también una tradición que no conviene dejar de tener en cuenta. Lichtenberg escribió: Creo que si  nuestros pedagogos llevan a buen fin sus intenciones, vale decir si logran que los niños se formen por entero bajo su influencia, nunca más tendremos un hombre auténticamente grande. Lo más aprovechable de nuestra vida no nos lo ha enseñado, normalmente, nadie. La unión entre la incompetencia profesional de los pedagogos y las limitaciones mentales naturales de los discentes constituye una realidad sobre la que, cuando no se pasa por ella de puntillas o directamente se ignora, se la desprecia como un resabio del viejo saber autoritario. Pero lo cierto es que, como bien vio Lichtenberg,  los hotentotes llaman al pensamiento el azote de la vida. Que de hottentots parmi nous! , exclama Helvetius. Hermoso lema.  Y tan evidente como espontánea afirmación le salió también a Clarín del alma cuando escribió su desconocida obra maestra, El jornalero, un cuento donde se describen a la perfección las razones del rechazo popular a cuanto huela a trabajo intelectual, por más que el propio Lichtenberg prevenga contra esa abdicación tan extendida: Nunca hay que pensar:  ‘Este principio es demasiado abstruso para mí, es para los grandes eruditos, yo me ocuparé de los otros’; es una debilidad que puede degenerar fácilmente en una inercia total. No hay que desestimar nuestras capacidades para nada.
El paradójico optimismo antropológico del pesimista escarmentado que era Lichtenberg no está reñido con una aceptación natural de esas diferencias de capacidad intelectual entre las personas, algo que el sistema educativo alemán tiene tan claro y que aquí, sin embargo, constituye, si meramente enunciado, una herejía perseguida por la inquisición del igualitarismo feroz.
A nadie puede extrañar que, como recoge Sainte-Beuve en su estudio sobre La Rochefoucauld, Montesquieu hubiera dicho que si se hubiera visto forzado a vivir enseñando, no hubiese podido; algo que las autoridades educativas se han empeñado en que sintamos quienes hemos de luchar día tras día con las frustraciones que genera el principio de igualdad a rajatabla que rige nuestra vida académica, en la que ni el mérito ni la excelencia son valores reconocidos, estimados y celebrados. Y así nos luce el pelo…, de la dehesa. Con todo, aún hay raros especímenes profesionales en esto de la enseñanza que preferimos seguir el sabio consejo de Gracián: ¡Oh, gran maestro aquel que comenzaba a enseñar desenseñando! Su primera lección era de ignorar, que no importa menos que el saber y aplicarnos la reflexión del uniquísimo Ramón en su Automoribundia… yo soy antipedagogo y frente a ciertos jóvenes perorantes y ciertos viejos machacones, me dedico a algo muy necesario e importante, a desenseñar…



lunes, 28 de diciembre de 2015

Los frutos bordes 2: Entorno y vidas.

  

                                     

La sala de máquinas.


Cualquier escritor tiene una sala de máquinas, un atelier, un estudio, un despacho, una cámara, un reservado, una buhardilla…, la habitación propia wolfiana donde tejer –y sobre todo destejer… – a conciencia las obras que lo acrediten, que lo encajen, que lo eternicen o que, sencillamente, le permitan sobrevivir con un mínimo de placer y un máximo de riesgo. A lo mío, a mi espacio, desde siempre me he referido como la “Sala de máquinas”, aunque ignoro, más allá de las imágenes eróticas de los émbolos de los motores de vapor, cuál fue la razón por la que opté por esa denominación y no por otra. Como se advierte en la fotografía, ni siquiera se trata de la famosa habitación propia –sólo la tuve durante dos años en un colegio mayor universitario en el que estaba por deportista, no por estudiante, y jamás la he vuelto a tener-, sino de una parte de una sala enorme que sirve de estudio también para mi conjunta y de dormitorio para ambos. Iniciaré una descripción de lo que se ve de izquierda a derecha, aunque trataré de no ser exhaustivo. Perdóneseme la prolijidad si ello redunda en la complacencia del lector.
Anticipo que no es empresa fácil meterse en un espacio compartido por tres heterónimos, porque, aun teniendo vidas propias, ¡son siempre tan escurridizas las fronteras de las materias exclusivas de cada cual! Como no pretendo avivar polémica alguna, y como soy de mi natural respetuoso, hasta que me provocan, adoptaré una actitud notarial, objetiva, para, sea de quien sea, informar de lo que se ve o entrevé.

                  A la izquierda lo primero que aparece es un libro sobre un atril y ambos encima de un archivador de color verde que contiene unas 1000 fichas en fino papel de folio, de letra apretadísima, donde se almacena la investigación biográfica sobre un psiquiatra alemán del que uno de esos heterónimos quiere escribir, al parecer, una biografía novelada. Sobre el atril descansa La intepretación de los sueños, de Sigmund Freud. Detrás hay un estuche con las gafas para ver de lejos. Al lado del archivador aparece este ordenador donde se fraguan tantas quimeras y no pocos tropiezos. Detrás del ordenador hay dos botes con utensilios de escribir y material de escritorio. Entre ellos, una caja de bolas chinas relajantes. Delante de ellos un dispensador de cinta adhesiva, el reloj de Al Qaeda, un Casio F-91W, y una linterna con pinza para leer en la cama. Detrás de uno de los botes, se apoyan en los dos tomos del Diccionario de uso del español, de María Moliner, un fajo de folios con idéntica letra a la de las fichas en los que se recoge más información para la biografía novelada. Sobre los dos tomos de María Moliner descansa, esperando su turno para ser extractado, un ensayo titulado Jacob Leví Moreno. Psicología del encuentro, escrito por Eugenio Garrido Martín. Al lado de María Moliner hay un Diccionari Castellà-Català de la Enciclopèdia catalana. Enfrente de él, contenidos por un reposa libros metálico en forma de B, se ubica una hilera de diarios, cuadernos, libros y revistas de varia naturaleza: 20 diarios donde se sigue al día la actividad maratoniana del yo disparatado que nos acoge, ignoro si para negarse o para afirmarse por triplicado, y algunos cuadernos con proyectos hibernados. Entre ellos están también el Dicccionario de lingüística de Georges Mounin y el Dicccionario del diablo de Ambrose Bierce. Al final de esta hilera arrimada a la pared hay una Guía de los árboles de España, una Breve historia de la pintura moderna, un Manual de maquetación electrónica y dos números de Historia y vida, uno de 1969 y otro de 1973. Sobre esta hilera de cuadernos y libros están los rimeros de folios más recientes de otra investigación: la de la tesis doctoral sobre los aforismos, un material que aguarda aún ser llevado a los archivos de Word correspondientes. Estas hojas, prendidas con pinzas metálicas, ocultan un viejo walkman aún en uso. Delante de esta hilera hay otra, pegadísima a ella, en la que refrenados por un reposa libros estilo art decó, aparecen: un conjunto de puntos de libros no especialmente elegidos, el Diccionario de la mitología clásica en dos volúmenes de Alianza Editorial, un volumen diminuto de Alonso de Castillo Solórzano: Aventuras del bachiller trapaza, el Manual del español urgente, de la Agencia EFE, el Diccionario de palabras y frases extranjeras de Arturo del Hoyo,  el Glosario de voces anotadas en los 100 primeros volúmenes de Clásicos Castalia, un paquete de barras de incienso de sándalo, un conjunto de hojas con anotaciones anecdóticas y batiburrilleras, seis libretas de diccionarios personales de inglés, castellano y catalán, un cuaderno con la crónica de un tratamiento psicoanalítico, tituladoD. los jueves, otro cuaderno titulado Diario Oreado/Aireado, con escasísimas entradas que van desde 1990 hasta 2012, un libro titulado Palabras locales, comarcales y regionales de la provincia de Teruel, escrito por José Altaba Escorihuela (sacerdote y maestro, se especifica). Sirviendo de reposa libros a esas dos hileras de cuadernos y libros aparecen cuatro gavetas. La primera, arriba del todo, contiene una edición de la ópera de Gluck Orfeo ed Euridice, tras ella un cuaderno con la sala de maquinas de la novela biográfica, una carpeta voluminosa con un contenido heterogéneo, como una poliantea, desde buena parte de mi colección de aforismos ajenos hasta resúmenes de libros, pasando por una extensísima selección manuscrita del Diccionario Etimológico de Juan Corominas, justo detrás hay un volumen ttulado Those who come after, escrito por la hija del futuro biografiado y The Upstart Spring. Esalen and the Human Potential movement: the first twenty years, también relacionado con lo mismo. Prendidas en la parte superior de la gaveta aparecen cuatro pinzas. Junto a ellas, una bolsa de Salinos, regaliz. Sobre ella, los auriculares del viejo walkman. Al lado de la bolsa de regalices, aparecen las libretas pequeñas en las que voy escribiendo mis aforismos, algunos de los cuales ya se han leído aquí, los que no son míos ni siquiera los toco. Detrás de las libretas, oculto por ellas, está Nací. Textos de la memoria y el olvido, de Georges Perec, y tras él un cuaderno de notas comprado en la Casa de Fernando Pessoa, en Lisboa. En las gavetas inferiores están los paquetes de incienso, pañuelos, una grabadora de mano Olympus, los bonos de la subscripción a  El País y un cartucho de recambios de tinta para la pluma Parker modelo 45, el único usado en esta Sala de máquinas desde hace 40 años. En la mesa, detrás del ordenador, aparecen dos pisapapeles: una piedra de playa escogida en la Playa de los Muertos, de Carboneras; otro pisapapeles de hierro de Edhasa, un tintero de los que se ponían en los antiguos pupitres escolares, otro pisapapeles en forma de búho y un suerte de cenicero en la que se almacenan piedras redondas, una pelota de golf y un cascabel unipieza, patentado por el padre de una amiga. A la derecha del ordenador se ve una foto de un enchufe de posguerra, una pajarita de metacrilato, un tintero Waterman más moderno,  papeles de notas, las gafas de leer y el bolígrafo Pilot, el móvil, el pebetero del incienso y, al extremo de la mesa, el encendedor, el cortaúñas y un libro, Glosas de Sabiduría, de Sem Tob de Carrión, en celebérrima edición de Agustín García Calvo para Alianza Editorial. En la pared de enfrente hay un calendario, un horario académico, un dibujo infantil familiar de Homer y en el lateral de las estanterías privadas, una foto del muro al que se abría la ventana por donde se descolgó Juan de la Cruz y los 26 dorsales de las correspondientes maratones hechas y derechas. Y aquí se acaba el entorno. Y aquí comienzan las vidas.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Los frutos bordes 1: Lucha de fantasmas.


                    

El artista desencajado y la estantigua politiquera.

El artista desencajado mira en redor y se resiste a dejarse arrastrar por la vorágine de la pseudodialéctica política, por la efervescencia maligna de unas pasiones irracionales dispuestas a sacrificar ante el perverso altar de la patria la convivencia y aun hasta la sangre en aras de una superstición, de una mitología de baratillo y, por supuesto, de sólidos intereses económicos y una pretendida, y escandalosa, impunidad  judicial. El artista vive en sociedad, pero no se funde en ella. Derruidas las decimonónicas torres de marfil, el artista se abisma en su mundo y construye, desde él, otra realidad menos agreste, aunque más dura, porque desde ella se denuncia la redundancia de la ignorancia y la vulgaridad. Las cosas de la polis son, también, sus cosas, desde luego, pero se niega a dejarse untar por la viscosidad de una realidad habitada, sobre todo, por la alienación, la sumisión, cierta indiferencia y unos orgullos de gallos de corral. Nada más deprimente que intentar entender la demagogia politiquil y la pseudodialéctica que todo lo fía al eslogan, la frase de almanaque y algún que otro retruécano al estilo de los que tanto le gustaban al político débil de pensamiento débil que fue Zapatero. Cuando se ama la palabra como la ama el artista desencajado es del todo insufrible asistir a la deturpación constante con que el pseudodiscurso de los politiquillos pretende domesticarla y endulzarla con el remedo de la persuasión.
Es cierto que lo externo interpela al artista con su agitación de rabo de lagartija mutilada, pero el artista desencajado sabe rehuir la provocación. No se deja atrapar por el griterío de quienes todo lo colocan al borde del abismo y se quejan, después, de que podemos caer en él. Nada humano le es ajeno, pero sabe no dejarse imponer ni las maneras ni las distancias ni los tonos, y mucho menos la oportunidad de la ocasión. No contempla la realidad desde un espacio confortable, ¡terrorífico sí mismo lleno de quiebras, laberintos y desconciertos!, ni a través de la ventana en una torre exenta, como la morada de un estilita; la mira, perplejo,  desde la altura del ser humano, de frente, a los ojos, con desquiciada paciencia y con pacífica ira, dispuesto a conmoverse, a com-padecerse, pero también a desenmascarar las imposturas y los simulacros con que le acechan los viejos saludadores y los ignaros lectores de Maquiavelo.
          Aquí y allá va cosechando el artista desencajado los frutos de la sabiduría que nunca empachan a nadie, el vademécum que nos entretiene el camino hacia la muerte y que, solo ilusoriamente, nos hace más libres, menos esclavos, más yo y menos todos. No hay aprendizaje del dolor, aunque lo sostuviera Gadda; pero tampoco lo hay de la sabiduría, como lo demuestra la incapacidad de los nobles y leales aforismos llenos de razón a la hora de cambiar el atavismo de la mayoría de nuestros conciudadanos. Vivimos en lucha permanente contra el conocimiento y en derrota constante de la razón: única posibilidad de huida del dolor inmenso de la lucidez.
Hay aforismos para todo, para cada ocasión, para cada mentalidad, para cada indigencia intelectual, incluso; pero ninguno de ellos nos permite afrontar con confianza el presente de los tiempos revueltos de la demagogia y el verbo incendiario de los mistagogos.
          He aquí algunas migajas envenenadas:
      1.     El orden es la pesadilla del azar; el azar, el sueño del orden.
2.     La intolerancia no tiene patria; pero todas nacen de ella.
3.     Los exacerbados amores al terruño suelen devenir cuarteados terrones de la sequía de la razón.
4.     Si la política es cosa de ideas y no de personas, estamos perdidos; y si fuera al revés, aún más
5.     Quienes no tienen ideas pretenden gobernar la lengua con la que no piensan.
6.     La democracia es una cura de humildad para la inteligencia.
7.     La ley es el fracaso de la especie.
8.     Cuesta admitirlo, pero los perros de dos países limítrofes se entienden mejor que sus dueños.
9.     Very often the course of History means the curse of History, as everybody knows.
10. La mayoría absoluta, en democracia, no le da la razón a todo el mundo, sino el poder a uno solo.
11. No hay fechas electorales, sino fechorías electorales.
12.  La idiosincrasia es la mancomunidad de los lugares comunes.
13. No siempre la libertad de expresión implica la expresión de la libertad.
14. El sueño de la razón: madre patria.
15. El discurso político puede ser político, pero en modo alguno discurre…
16. Las utopías son el catecismo de los desnortados.

17. No prevalecen contra el sol nuestro de cada día los colores de ninguna bandera.

domingo, 20 de diciembre de 2015

“Mutación. Historia de los muertos 2”. La confirmación del talento narrativo de Javier García de Castro.


                                                   

La nueva novela de F. Javier García de Castro, Mutación. Historia de los muertos 2, revalida la calidad narrativa de la primera entrega, Infección, y añade una dimensión kafkiana y de ciencia-ficción que enriquece la trama.


Javier García de Castro acaba de publicar la segunda parte de lo que, de momento parece ser que se convertirá en una trilogía, Mutación. Historia de los muertos 2. Un año después de la aparición de la primera parte, Infección. Historia de los muertos 1, que recomendé de forma entusiasta, he de revalidar el juicio emitido entonces, porque esta segunda parte tiene las virtudes de la primera y añade algunas dimensiones narrativas, como la parodia, por ejemplo, de La matanza de Texas,  “La matanza del caserío”, la podríamos llamar, no exenta de un genuino sentido del terror, y de un acerado, e incluso lacerante, sentido del humor, que se convierte en un poderoso  aliciente para continuar la aventura, ahora escindida, de los protagonistas, quienes a todo trance anhelan el reencuentro, no solo porque Bea y Toni, principalmente, forman ya una pareja cuyo destinos son uno y el mismo, a pesar de su diferencia de edad, sino porque en ese mundo apocalíptico de la devastación total, son la única realidad moral que los confirma como lo que no quieren dejar de ser: genuinos seres humanos. Si hay una diferencia fundamental entre esta parte y la primera ello cae del lado del poderoso acicate lector que constituye la estructura alterna de la trama, como si fueran dos líneas paralelas condenadas a no volverse a encontrar. No adelanto nada que arruine la lectura, pero sí he de reconocer la fabulosa imaginación de Javier García para los giros imprevistos y las sorpresas narrativas. Es cierto que todo sucede con el trasfondo en bajo continuo de la amenaza constante de los muertos vivientes, pero el rescate de algunos personajes del País Vasco, la aparición de un Lehendakari muerto viviente y un personaje creado bajo la semejanza, distante pero poderosa, con el Dr. Strangelove de Kubrick en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú,  un "malo" en estado puro, el director de la plataforma adonde ha sido transportada Bea, permite un sutil juego de contrastes que ayuda al lector no solo a tomar partido, que eso ya lo tiene claro desde la primera parte, sino a percibir, con total nitidez, el trasfondo humanista de esta obra singular en la que, quizás, lo menos importante sea la presencia de los muertos vivientes frente a la decidida voluntad de algunos escasos vivientes de escapar al destino inexorable de la muerte absurda, y la estrategia de supervivencia que les permite, a los protagonistas, alargar su trágica y absurda aventura. Todo lo concerniente a la plataforma, una parte de la novela que recuerda inmediatamente las viejas películas de terror de serie B como El experimento del  Dr. Quatermass, de Val Guest (cuyo éxito inesperado forzó el rodaje de una trilogía, por cierto), Lo desconocido, de Leslie Norman o El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman; todo lo relativo a esa plataforma, digo, está connotado de una dimensión de relato de ciencia-ficción cruzada con el poderoso sentido del absurdo que parece presidir toda la aventura, tanto en la primera como en esta excelente segunda parte, que el lector lo apreciará como uno de los grandes aciertos de la novela. Está claro que habrá momentos en la lectura en los que incluso le costará ubicarse en ese espacio de plataformas flotante que, a su manera, recuerda ciertas perspectivas kafkianas. Los acontecimientos que se suceden en ella, y que tienen una unidad al modo clásico de las antiguas obras de teatro: acción, tiempo y espacio, los seguirá el lector con un sobrecogimiento que el autor sabe acentuar con una exacta dosificación de la piedad y la crueldad, a partes desiguales, obviamente. En cualquier caso, esta segunda entrega de La historia de los muertos confirma punto por punto los valores de la primera y aun me atrevería a añadir que, por lo que hace a la acción trepidante, incluso la supera. Es cierto que no se han desvelado aún todas las claves del extraño fenómeno ni su alcance definitivo, pero al autor, con un pulso narrativo más firme que en la primera parte, se le advierte muy seguro de sí mismo y de su capacidad para elevar el interés de la trama con un enriquecimiento progresivo de los personajes centrales y de algunos nuevos que se recuperan, elevados a la dimensión de protagonistas, de la primera. Constatada la dimensión absurda del contexto de la peripecia vital de los protagonistas, digamos que en esta segunda parte el decantamiento hacia las posiciones éticas se acentúa, del mismo modo que parece acrecentarse la seguridad en las estrategias defensivas contra los infectados o mutantes. A este respecto, y como ya hemos dicho, las escenas de acción adquieren un relieve mayor que en la primera parte. Se avanza poco, sin embargo, en el posible conocimiento de las causas que han provocado la situación apocalíptica, aunque también en ese aspecto la novela nos ofrece novedades muy jugosas que se materializan, básicamente, en lo que podríamos denominar algo así como “El misterio de la plataforma marina”. Pero no quiero avanzar más de lo que, en justicia, le ha de estar permitido a un crítico que quiere recomendar fervientemente la lectura de esta novela, como ya lo hizo con la primera. Sí me permito, por supuesto, intuir que la tercera parte habrá de ser la definitiva y que habrá de incluir lo que más se acerque a un desenlace, pero no es menos cierto que una estructura tan abierta como la de esta Historia de los muertos puede ofrecernos lo que menos nos esperemos, que es una de las habilidades del autor: la sorpresa, la vuelta de tuerca. Supongo que dentro de un año tendremos alguna respuesta…

martes, 15 de diciembre de 2015

Títulos de crédito, ¿bocado exquisito solo para paladares cinéfilos?



                                                                                                 

El alma de la película en un corto de tres minutos: los títulos de crédito. Un género en miniatura que exige el reconocimiento de un Oscar específico y en España de un Goya.


Los títulos de crédito son esa parte de la película en la que la información debería primar sobre cualesquiera otras virtudes cinematográficas, pero desde que aparecieron especialistas en diseñarlos y directores que intuyeron sus posibilidades expresivas, la creación de los títulos de crédito se ha convertido en un arte autónomo que ha establecido su propia tradición y su propia jerarquía artística, por más que sea discutible la presencia de estos o aquellos en ella, como pasa, por ejemplo, cuando se intenta establecer el decálogo de las mejores películas de la Historia del Cine: imposible ponerse de acuerdo, y menos aún en si Ciudadano Kane o Intolerancia, de Welles y Griffith respectivamente, han de encabezarlo.
No recuerdo cuándo comencé a aficionarme a degustar los títulos de crédito como uno de los momentos estelares de las películas, pero desde ese lejano día no hay película en la que desde el comienzo –porque cuando aparecen al final suelen ser bastante más de trámite, aunque hay excepciones notables, como en Wall.E, por ejemplo– no pueda formarme un pre-juicio bastante aproximado sobre la calidad de lo que estoy a punto de ver. Una vez generalizado el arte del diseño de títulos, es más fácil que se nos dé gato por liebre, sin duda, pero hace no pocos años el minicorto con los títulos de crédito rara vez engañaba y sí conseguía reafirmar algo así como la huella estética del director. Hoy en día, el auge de las magníficas series televisivas ha contribuido poderosamente a la relevancia social de los títulos de crédito para los espectadores: la suma de imágenes y música que preceden a cada capítulo, a fuerza de repetición, se ha convertido en una suerte de “marca” cuyo recuerdo nos trae a la memoria la calidad total de la serie. Nadie que haya visto Mad Men, pongamos por caso, puede no rendirse a la evidencia del magnífico trabajo de Mark Gardner, Steve Fuller y la productora Cara McKenney, una suerte de sinopsis condensadísima  en la que el tema musical, un extracto de la composición instrumental A beautiful mine, de RJD2 (cuyo nombre artístico procede de las siglas de su nombre real: Ramble John (RJ) seguido del añadido D2 en homenaje al robot de La guerra de las galaxias: R2D2), de clara resonancia clásica, casi händeliana, logra una fusión con el texto raramente alcanzada en otros títulos de crédito.

          La disparidad de opciones para elaborar los títulos de crédito es inagotable y nos permite, en su enumeración, ir recordando algunos de los más famosos títulos de la Historia del Cine. Antes de empezar he de decir que me parece una soberana injusticia que la Academia americana de cine no haya considerado oportuno establecer un Oscar para premiar esta labor específica que cada vez ha ido adquiriendo un mayor rango en la industria cinematográfica. De hecho, como acabamos de referir, son estudios como Imaginary Forces, para quien han trabajado los creadores de los títulos de Mad Men, una especialización tan definida en la industria que bien merecerían, los creadores, un reconocimiento a su tarea. Cuando en el franquismo, en los cines llamados “De Arte y Ensayo”, un título con el que no puede competir el vulgar “En versión Original” que vendría a sustituir en democracia a aquellas excepciones gracias a las cuales podían verse películas tan auténticamente inclasificables como La Bestia o Goto, La isla del amor, ambas de Borowczyk,  llegaba con exquisita puntualidad al comienzo del pase, ello se debía a que la proyección solía ir siempre precedida por un corto, una especialidad en la que se “fogueaban” futuros directores que a partir del 75, tras la muerte del dictador, llenarían las salas españolas con sus largos. A su manera, los títulos de crédito creativos –la antítesis serían las películas de Woody Allen, en las que contra un fondo negro aparecen los títulos de crédito en letras blancas a la rapidez del rayo, siempre acompañados por música de jazz– son hoy, para mí al menos, una depuración de aquellos cortos en los que podía verse absolutamente de todo, desde luego, desde auténticas joyas, como el mítico de Drove, ¿Qué se puede hacer con una chica?, hasta absolutos bodrios hoy por suerte perdidos en el más absoluto y misericordioso de los olvidos. Decía que son muchas las posibilidades que ofrece la creación de títulos, y van desde el aprovechamiento que de ellos hace el director para meternos en materia con escenas que adelantan bien la presentación de los personajes bien el desarrollo del argumento, como sucede en dos absolutamente geniales, Sed de mal, de Welles, con el famosísimo plano-secuencia inicial:

                                                           
                             
hasta esa maravilla de sincronización narrativa que es Una mujer atrapada, una película demasiado olvidada, quizás, pero cuyos títulos de crédito, obra del genio de la especialidad, Saul Bass, son tan impactantes como cuantos ideó para otras películas de mayor éxito que la presente:
                                  
                                               
Suyos son, recuérdese, títulos de crédito tan famosos como los imaginativos de El rapto de Bunny Lake:

                             
O los no tan originales como se pretende de West Side Story, en 1961, pues en 1947 Charles Crichton ya lo utilizó para su película Clamor de Indignación. si bien en esta abrian la película y en aquella la cerraban:
                                
Aunque en Anatomía de un asesinato se observa con total nitidez su muy particular estilo:
                                
Íbamos diciendo, sin embargo, que son muchas las posibilidades que se les ofrecen a los creadores de los títulos de crédito para inventar la presentación de las películas, y puede que en esa originalidad a todo trance se halle la seña de identidad del “género” que es esta miniatura. No podemos olvidar, junto a grafismos e imágenes animadas, la aparición de los dibujos animados, que tan excelentes créditos nos han deparado, como en el, acaso, más famoso de ellos: los de Fritz Freleng, creador asimismo del inmortal gato Silvestre, para La pantera rosa, la excelente comedia de Blake Edwards:
                            
Aunque no podemos olvidar que la animación más estilizada, de tipo casi geométrico, nos ha brindado ejemplos tan llenos de ingenio y humor como los de una película en la que estos acaso valgan más que ella, me refiero a Atrápame si puedes, de Spielberg:
                             
Si bien Saul Bass fue el primer genio indiscutible de este arte en miniatura, ya digo, de los títulos de crédito, pero no podemos olvidar creadores de tanta inventiva e ingenio como Maurice Binder, autor de unos ingeniosísimos y divertidos títulos para Página en blanco, de Stanley Donen
                             
Si bien la fama de Binder proviene de ser el artífice de los más que estimados títulos de crédito de las películas de James Bond, que han contribuido lo suyo para establecer la estética de dichas películas. De estas películas bien puede decirse que muchos seguidores esperan con idéntica ansiedad los nuevos títulos como las propias tramas.
                             
A medio camino entre el dibujo y la imagen animada podríamos mencionar, por ejemplo, una película sobre el dibujante de American Splendor, Harvey Pekar, interpretado por Paul Giamati, y cuya presentación mezcla con estupenda habilidad la presentación del personaje y las imágenes del comic. En unos títulos creados por John Kuramoto:
                           
          Lo cierto es que podría seguir añadiendo uno tras otro ejemplos de un arte por cuyo reconocimiento en la industria abogo al mismo nivel que se reconoce el maquillaje, el vestuario, la banda sonora o los efectos especiales. Nadie que haya reparado en estas delicadas joyas puede no desear que tanto fruto del ingenio quede sin la recompensa artística que se les reconoce a otras parcelas de la misma industria. De hecho, aunque he dicho que los títulos de crédito permiten intuir enseguida la calidad de las películas que preceden, no es menos cierto que no son pocas las películas en que las imágenes de esa titulación se nos graban en la memoria como momentos casi culminantes de la película, como ocurre con los creados por Don Perry para Toro Salvaje, de Scorsese con el baile del protagonista haciendo “sombra” en un ring vacío envuelto entre la niela:
                  
o la preciosa descripción con que Steve Frankfurt  abre Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan
               
  Me podría extender durante decenas de películas, cuyas virtudes “titulares” harán las delicias de los aficionados a este arte singular y cuya potencia visual tan asociada está a las grandes obras del séptimo arte. No siempre, sin embargo, e incomprensiblemente, los creadores de estas obras de arte dentro de la gran obra de arte que puede ser la película que introducen, aparecen en esos títulos de crédito como diseñadores de los mismos, como sucede en un caso tan llamativo como el de 2001 Una odisea del espacio.
Aún no había mencionado ninguna película española, pero, por empezar por el final, ¿a quién no le dejaron clavado en la butaca los títulos de crédito de La isla mínima, por ejemplo, propios de Alberto Rodríguez, a partir de las fotografías fractales de Héctor Garrido, quien, sin embargo, no recuerdo que apareciera en los títulos de crédito?
                                            
Y algo antes, ¿a quién no le sucedió lo mismo con esa maravilla de ágil montaje de los títulos de Balada triste de trompeta, de cuya autoría, salvo error u omisión por mi parte, de David Guaita, no se nos informa debidamente tampoco en los propios títulos?:
                                           
Y, ya puestos, nadie ignora que autores como Pedro Almodóvar han hecho del grafismo de sus títulos de crédito y de sus carteles una auténtica marca artística, como los excelentes de Mujeres al borde de un ataque de nervios, creados por Juan Gatti:
                                    
Que recuerdan, a su lejana manera, a los estilizados de Una cara con ángel, de Stanley Donen:
                  
          Muy lejos, de aquellos inicios, están los títulos de crédito de una de las diez maravillas del cine español de todos los tiempos, Plácido, de Luis García Berlanga, cuyos títulos de crédito, inspirados en un humor gráfico cercano a La Codorniz, fueron creados por  Pablo Núñez, por más que en su biografía de la página de la Academia de las artes y las ciencias cinematográficas de España ni siquiera aparezcan reseñados como el mérito que yo ahora le reconozco y que me gustaría que en un futuro inmediato fuera capaz de reconocer la propia Academia a través de un Goya ad hoc.
                   
          No pretendo no ser injusto, porque los olvidos siempre serán más llamativos que las presencias, pero concluyo con una breve enumeración de titulistas reconocidos cuyas obras sería bueno que vieran los aficionados para poder establecer su propio canon. Así en desorden amable, sin atender a una escrupulosa tasación de los méritos artísticos de unos y otros, deléitese el aficionado con obras incomparables como los títulos de crédito de Seven, de Kyle Cooper
                             
De El caso de Thomas Crown, de Pablo Ferro, autor también de los de Dr. Strangelove de Kubrick o los de Harold y Maude, de  Hal Ashby:
                             
o los inspiradísimos de Michael Riey para Gatacca, con música de Michael Nyman:
                             
Los ingeniosos y narrativos de Nic Benns y Miki Kato para An education de  Lone Scherfig
                            
Los de Jim Capobianco para  Wall.E, que aparecen al final de la película, convirtiéndose en brillante epílogo de la misma:
                             
A mí particularmente me parecen un alarde espectacular los títulos de crédito creados por William Lebeda para la película Panic Room, de David Fincher, que exploran la inacabable fotogenia de la arquitectura incomparable de la ciudad de Nueva York, quizás la ciudad cinematográfica por excelencia:
                             
No menos brillantes me parecen otros títulos como los de Randall Balsmeyer y Mimi Everett para Fargo; los de Robert Dawson para Sospechosos habituales; los de Nina Saxon para Glengarry Glen Ross; los estilizadísimos de Richard Greenberg para Alien; o los imaginaticos de Wayne Fitzgerald para El graduado, con la incomparable música de Paul Simon y las voces de Simon and Garfunkel.  Todos ellos y muchos más encontrará el complacido intelector de esta entrada en la página web donde he ido a buscar la mayoría de ellos.
          Y quiero cerrar ese breve homenaje a un género por el que siento debilidad, con los títulos de una película, Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, a la que le dediqué una entrada entusiasta
(http://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com.es/2015/08/la-emocion-genuina-o-el-poder-catartico.html) y cuyos títulos diseñó con una compenetración incomparable con el resto de la película Jean Fouchet. No imagino cómo dejar mejor sabor de boca a los amantes de este noble género cinematográfico que con estos títulos y la inspiradísima  música de Michel Legrand que los guían:

                  
      No cierro sin antes remitir a los intelectores con quienes pueda compartir esta afición a la página donde hallarán los aquí reproducidos y decenas de ellos más que, a buen seguro, les entretendrá durante muchos buenos ratos: Art of the title.

domingo, 6 de diciembre de 2015

“El Corán” o la puerilidad hiperbólica


       

El complejo de inferioridad religioso: El Corán: una pobre secuela del Antiguo y del Nuevo Testamento: una extenuante lectura.

         Hacía tiempo que me rondaba la idea de adentrarme en la lectura de El Corán, y siempre se me adelantaban otras ocupaciones que me lo impedían. Están demasiado cerca los asesinatos de París, y ello puede inducir a pensar que tenga, esta lectura, alguna relación con ellos, que sea una suerte de respuesta enfocada hacia la averiguación del porqué de la locura terrorista islamista. De ningún modo. Ha tocado ahora del mismo modo que, antes de El Corán, he leído El hombre autorrealizado, de Abraham Maslow, es decir, sin razón ninguna, por puro azar y por genuino interés intelector.
         De la lectura de El Corán lo primero que he de decir es: ¡por fin he llegado al final! –apenas hace un par de horas que logré la hazaña–, porque, a medida que iba progresando en ella, creí que llegaría el momento en que me vería forzado a dejarla, dada la extenuante redundancia de sus mensajes. De hecho, no es fácil advertir que a su relator, Mahoma, debió de pasarle algo parecido, porque, a medida que se acerca el final, las zoras, o capítulos del libro, van reduciéndose progresivamente, hasta reducirse a la mínima expresión, a veces incluso la propia de una breve oración o salmo. Los musulmanes sostienen, no sin razón poderosa que los asiste, que cualquier traducción de El Corán –yo he usado la del argentino Muhammad Isa García, escrita para los fieles sudamericanos con un estupendo surtido de notas a pie de página que ilustran convenientemente la lectura– no es sino una traición del único original posible en árabe clásico, única lengua en la que se puede tener acceso directo a la revelación divina hecha en esa lengua, a pesar de las dificultades de interpretación que pueden presentar ciertos pasajes. Desde esa consideración, es evidente que allí donde los lectores en su lengua original advierten un notable contenido poético, en la traducción ni rastro queda de ella, salvo en algunas expresiones, contadísimas, que nada tienen que ver con el recuerdo espectacular de un mundo poético como el de El collar de la paloma, los Rubaiyat, Las mil y una noches o tantas obras arábigas llenas de encanto y delicada poesía.
         El Corán se inscribe en la tradición de la Torá hebrea, esto es, del Pentateuco, considerándose Mahoma como otro profeta enviado por Dios para persuadir a los fieles que han de adorar a un solo dios y no incurrir en el politeísmo propio de aquellas épocas: XXXV. 23. Tú solo eres un amonestador6. 24. Te he enviado con la Verdad, como albriciador y amonestador; no hubo ninguna nación a la que no se le haya enviado un amonestador. A la larga lista de enviados antiguos: Noe, Abraham, Jonás, etc., el Islam añade la figura de Cristo, hijo de María, pero negando su condición de hijo de Dios, porque es “imposible” que Dios tenga ni compañera ni descendencia. El maniqueísmo profundo que rige la composición del libro no se abandona en ningún momento y los mismos mensajes, de una sencillez escandalosa, casi un insulto para el pensamiento racional, se reiteran hasta la saciedad: Dios es omnipotente y omnisciente, en su mano estuvo el inicio del mundo y de la vida y en las suyas está el marcar el día del Fin del Mundo, la resurrección de los muertos y el Juicio Final en el que unos entrarán en el Paraíso celestial, poblado no solo de huríes, sino también de hermosos efebos camareros que les servirán el néctar divino que no embriaga, y otros se precipitarán en el Infierno donde solo se alimentarán de pus. A lo largo del libro es muy curiosa la continua perplejidad de Dios sobre cómo es posible que los destinatarios de su mensaje se nieguen a recibirlo y a comulgar con él y practicarlo. Una y otra vez se reitera el planteamiento que acabo de esbozar hasta hacerse insufrible la lectura. ¡Cuesta tanto encontrar algún destello de originalidad o de imaginación! Comparado con la Biblia, un solo libro de esta, El cantar de los cantares, por ejemplo, tiene un valor literario incomparable, si comparado con el catecismo que es El Corán, pues no es más que eso, en el fondo, un catecismo elementalísimo que comparte, eso sí, con la Biblia judía, la misma sumisión a los designios divinos. De hecho, Islam significa “sumisión”, y de ahí el título de la novela de Houellebecq, quien ya salió con bien de una denuncia judicial puesta contra él por algunos imanes parisinos. Esa es la sensación dominante que a uno le queda después de la lectura de El Corán: me someto totalmente a los designios de Alá –que es, a su vez, lo que significa “ musulmán”; no tengo ni libertad ni capacidad crítica ni pensamiento propio: soy lo que Alá quiere que sea, porque en él está incluso la elección de quienes quiere que crean en el Islam:  XXII. 67. [¡Oh, Mujámmad!] No dejes que [te discutan] sobre los preceptos. Exhorta a creer en tu Señor, porque tú estás en la guía del camino recto. La impresión que a uno le domina, tras la lectura, es la de que Alá es el Gran Hermano orwelliano llevado a la perfección absoluta:  LVIII. 7. ¿Acaso no ves que Dios conoce cuanto hay en los cielos y en la Tierra? No hay confidencia entre tres sin que Él sea el cuarto, ni entre cinco sin que Él sea el sexto. Siempre, sean menos o más, Él estará presente dondequiera que se encuentren, si bien con la salvedad de esa perplejidad enunciada: LXVI. 10. Diles: “¿Por qué no creen [en el Corán] que Dios reveló, siendo que un sabio de los Hijos de Israel5 atestiguó su veracidad y creyó en él? Pero ustedes actuaron con soberbia. Sepan que Dios no guía a un pueblo de injustos. En nota a pie de página el traductor nos refiere que ese sabio no fue otro que el Gran Rabino de Medina, llamado ‘Abdullah Ibn Salam,  quien se convirtió al Islam al reconocer en Mujámmad los signos del último Profeta de Dios que estaban mencionados en la Torá.
         El hecho de que Dios escogiera a un iletrado como vehículo de transmisión de su revelación es bastante similar a la elección crística de unos iletrados pescadores del mar de Galilea, y ello ha de ponerse en relación, forzosamente, con aquella puerilidad del mensaje transmitido a que aludía al comenzar esta crónica de mi fatigada lectura. No es un libro para personas con cierta exigencia –tampoco excesiva, la verdad– y me hago cruces y medias lunas de cómo es posible que un credo tan hiperbólicamente simple sea capaz de siquiera llamar la atención de personas instruidas y habituadas al contacto con lo que ha sido el desarrollo de la razón en Occidente. Para los musulmanes, sin embargo, que Mahoma fuera un analfabeto es la prueba del tres de que El Corán es auténticamente la palabra de Dios, no la de Mahoma, algo que se reitera en exceso a lo largo del libro, cuando se avisa reiteradamente de que el Profeta no es un poeta ni nadie con inventiva como para “crear” la revelación, sino un mero instrumento, un vehículo que ni siquiera podía escribirlas directamente: XXI. 5.  Y dicen [otros idólatras]: “[El Corán] no es más que sueños incoherentes, o [palabras que] él mismo ha inventado, o es un poeta. Que nos muestre un milagro como lo hicieron los primeros [Mensajeros, si es verdad lo que dice]”. 6.  Ninguno de los pueblos a los que exterminé creyeron [al ver los milagros], ¿acaso éstos van a creer? [No lo harán].
El vínculo entre Dios y los creyentes se basa en algo tan sencillo como la recompensa al final de la vida: los no creyentes, al infierno; los creyentes al Paraíso, que se describe a lo largo del libro con todas las señales de riqueza imaginables; del mismo modo que no se escatiman los tormentos de los condenados al fuego eterno. En realidad, parece, desde la perspectiva actual, como una religión reducida a cómic para niños. Como no puede por menos que dejar de advertirse aquí: LXI. 10. ¡Creyentes! ¿Quieren que les enseñe un negocio que los salvará del castigo doloroso? 11. [Este buen negocio es que] crean en Dios y en Su Mensajero, contribuyan por la causa de Dios con sus bienes y sus seres, pues ello es lo mejor para ustedes. ¡Si supieran!, donde el tono de charlatán de feria dirigiéndose a jóvenes oyente a quienes quiere encandilar con los regalos de la tómbola parece evidente.
         A lo largo de sus casi infinitas 616 páginas de apretado texto, le va a ser muy difícil a un lector acostumbrado a ciertas exigencias narrativas o líricas, seguir con placer lector un texto que, desde cualquier punto de vista, aun del del anecdotario, tan pocas alegrías le va a deparar. Ya he dicho que se trata de un libro “santo”, esto es, que, por su propia naturaleza, entendida desde el punto de vista de los creyentes, no puede ser analizado desde la perspectiva de otros géneros ni puede ser comparado con las crónicas históricas judías ni con las Metamorfosis de Ovidio ni con los Vedas, por ejemplo. He tenido la sensación, por otro lado, de que la revelación de Alá lo que incita, en realidad, es a recitar la Torá, más que el propio Corán, porque continuamente le está comunicando a Mahoma que diga que los creyentes han de recitar lo que él les revela en El Corán, sin que se especifique, salvo en escasas ocasiones, cuáles sean esas revelaciones, más allá de las simplicísimas ya enunciada anteriormente. Hay continuamente una alusión a un texto implícito (V. 48. [Y a ti, ¡oh, Mujámmad!] Te he revelado el Libro que contiene la verdad definitiva [el Corán], que corrobora los Libros revelados anteriormente y es juez de lo que es verdadero en ellos. Juzga conforme a lo que Dios ha revelado y no te sometas a sus deseos transgrediendo la Verdad que has recibido) que no puede ser otro, y corro el riesgo de equivocare, que la Torá. Los intentos de Alá por entroncar con la religión judía y la cristiana dan siempre la penosa impresión de ser una especie de dios advenedizo que aspira a ser confundido con el Dios de Moisés, sin la esperanza de lograrlo, de ahí el énfasis en la “sumisión” al mensaje que les transmite Mahoma, el último Gran Profeta de Yahvé. Esa “rivalidad” divina, va más allá del puro nominalismo, porque si no no se entiende la animadversión explícita a los judíos (V. 82. Verás que los peores enemigos de los creyentes son los judíos y los idólatras, y los más amistosos son quienes dicen: “Somos cristianos”. Esto es porque entre ellos hay sacerdotes y monjes que no se comportan con soberbia) y, en términos generales, a los que califica de “intelectuales” y a los poderosos, a los ricos. Con todo, no deja de ser curioso que ciertos integristas religiosos judíos hayan logrado tener una fluida relación con los clérigos iraníes, con quienes no dudarían en aliarse para acabar con el régimen democrático corrupto de Israel. De hecho, también Mahoma explota el filón del “pueblo escogido” al organizar a los musulmanes: III. 110. [¡Musulmanes!] Son la mejor nación que haya surgido de la humanidad porque ordenan el bien, prohíben el mal y creen en Dios.
         He leído con notable interés el texto porque quería confirmar algunos extremos que tocan de lleno en la actualidad de lo que ocurre en el mundo. El primero de ellos era el de si El Corán avala o no la guerra santa: II.190. Y combatan* por la causa de Dios a quienes los agredan, pero no se excedan, porque Dios no ama a los agresores. En otra nota a pie de página, el traductor nos especifica que qaatil ( قاتل ) es la voz árabe que significa combatir con armas, lo que, sin duda, justificaría esa guerra contra el infiel que algunos grupos terroristas de carácter islámico defienden como ajustada a las enseñanzas de El Corán. Y en otra parte: VIII. 65. ¡Oh, Profeta! Exhorta a los creyentes a combatir [por la causa de Dios]. Por cada veinte pacientes y perseverantes de entre ustedes, vencerán a doscientos9; y si hubiere cien, vencerán a mil de los que se negaron a creer, porque ellos no razonan10. Sin embargo, y ese baile de contradicciones forma parte de la naturaleza de un libro formado por “aluvión” de materiales, no siguiendo un plan predeterminado, en otro sitio se dice: LXVII. 20. Algunos creyentes dicen: “¿Por qué no desciende un capítulo [del Corán donde se prescriba combatir]?” Pero cuando es revelado un capítulo [del Corán] con preceptos obligatorios, y se menciona en él la guerra, ves a aquellos cuyos corazones están enfermos9 mirarte como si estuvieran en la agonía de la muerte. Sería mejor para ellos 21. cumplir con los preceptos y no pedir que se prescribiera la guerra. Porque cuando llegue el momento de combatir, lo mejor será que obedezcan a Dios con sinceridad. Digamos que El Corán se ha formado a partir de revelaciones que fue teniendo Mahoma a lo largo de casi 23 años, de donde forzosamente se sigue que es difícil pedir que el libro tenga una coherencia reconocible. El proceso de transmisión a través de la repetición memorística en sus primeros tiempos dificulta esa misma coherencia, si bien también se recogían por escrito en diversos materiales dichas revelaciones, que no empezaron a compilarse sino tras la muerte de Mahoma. La edición canónica de lo que actualmente entendemos por El Corán fue, en realidad, un largo proceso, si bien puede considerarse que se trata de un texto que poco o nada difiere de lo revelado por Mahoma. El carácter de transmisión oral de la doctrina musulmana forma parte de sus señas de identidad. “Una persona que pueda recitar todo el Corán se llama qāri' (قَارٍئ) o hāfiz (términos que se traducen como "recitador" o "memorizador," respectivamente). Mahoma es recordado como el primer hāfiz. El canto (tilawa تلاوة) del Corán es una de las bellas artes del mundo musulmán”, nos dice la Wikipedia, y cualquiera lo comprueba cuando ha tenido la ocasión de contemplar alguna madrasa donde los niños, sentados, repiten rítmica y machaconamente el texto de El Corán para imprimirlo en su memoria.
         El Corán, como es bien sabido, y sigue en ello las directrices de la Torá, es un manual de ordenación de la vida social. Está lleno, así pues, de prohibiciones y normas de obligado cumplimiento que afectan a la mayoría de comportamientos sociales. Hay una reivindicación evidente de la solidaridad con los desposeídos a través del obligatorio ejercicio de la limosna, por ejemplo; del mismo modo que hay una segregación objetiva de la mujer, relegada a la condición de bien que el hombre ha de saber administrar: II.223. Sus mujeres son para ustedes como un campo de labranza, por tanto, siembren en su campo cuando [y como] quieran. II.228. Ellas tienen tanto el derecho al buen trato como la obligación de tratar bien a sus maridos. Y los hombres tienen un grado superior [de responsabilidad] al de ellas; Dios es Poderoso, Sabio. Igualmente, hay una prohibición absoluta de las manifestaciones sexuales, que han de recatarse profundamente. Los “actos impuros” han de recibir su castigo: XXIV. 2. A la fornicadora y al fornicador aplíquenles, a cada uno de ellos, cien azotes. Y las mujeres han de evitar a toda costa convertirse en “ocasión” de pecar: XXIV. 31.  Dile a las creyentes que recaten sus miradas, se abstengan de cometer obscenidades, no muestren de sus atractivos [en público] más de lo que es obvio, y que dejen caer el velo sobre su escote.(…) [Diles también] que no hagan oscilar sus piernas [al caminar] a fin de atraer la atención sobre sus atractivos ocultos. Pidan perdón a Dios por sus pecados, ¡oh, creyentes!, que así alcanzarán el éxito. Algo en lo que no están muy lejos de la Iglesia Católica ni de muchas otras religiones, que parecen haber fundamentado su fuerza en la opresión de la mujer. Trata, así mismo, de “refinar” los comportamientos sociales: XXXI. 19. Sé modesto en tu andar y habla sereno, que el ruido más desagradable es el rebuzno del asno. De igual modo, establece cómo ha de ser el saludo entre los fieles: XXXVI. 58. “¡La paz sea con ustedes!7”, serán las palabras del Señor Misericordioso. El Corán tiene una visión negativa de la persona, a la que considera incapaz, por sí sola, de vencer sus naturales limitaciones individuales para ascender a la condición de creyente: LXX. 19. El hombre fue creado impaciente: 20. se desespera cuando sufre un mal 21. y se torna mezquino cuando la fortuna lo favorece. Más parece concebirla, a la persona, como un ser perverso al que se ha de redimir que todo lo contrario, de ahí la necesidad de la doctrina, de la revelación. De todos modos, y para honrar la verdad, no es menos cierto que la doctrina revelada también tiene muchos aspectos positivos que abundan en la necesidad de preocuparse por el bienestar de todos, como los siguientes: XC. 12. ¿Y qué te hará comprender lo que es el camino del esfuerzo? 13. Es liberar [al esclavo] de la esclavitud 14. y dar alimentos en días de hambre 15. al pariente huérfano, 16. o al pobre hundido en la miseria. 17. Y ser, además, de los creyentes que se aconsejan mutuamente ser perseverantes [en el camino del esfuerzo y de la fe] y ser misericordiosos [con el prójimo]. 18. Estos son los bienaventurados de la derecha1. 19. Mientras que quienes rechacen Mi revelación serán los desventurados de la izquierda2 20. y el fuego se cercará sobre ellos.
         En el capítulo anecdótico, me ha llamado la atención una historia de Moisés en la que la Torá y El Corán discrepan abiertamente: XX. 22.  Introduce tu mano en tu costado y saldrá blanca, resplandeciente, sin defecto alguno. Ese será otro milagro.  Este milagro que Yahvé le concedió a Moisés, después del de la vara convertida en serpiente, difiere en que mientras para El Corán la mano resplandeciente es el milagro, en la Torá, la mano blanquecina es, sin embargo, la aquejada de lepra, que solo vuelve a su estado natural después de volvérsela a introducir en el seno. Y no menos me la ha llamado, la atención, el hecho de las poquísimas veces que se menciona en el texto el nombre de Alá. De hecho, tras una mención aislada en el capítulo X  se ha de esperar hasta un poco más allá de la mitad del libro para que aparezca de nuevo: LVIX. 22. Él es Al-lah, no hay otra divinidad salvo Él, el Conocedor de lo oculto y de lo manifiesto. Él es el Compasivo, el Misericordioso. LVIX. 24. Él es Al-lah, el Creador, el Iniciador y el Formador. Suyos son los nombres más sublimes. Todo cuanto existe en los cielos y en la Tierra Lo glorifica. Él es el Poderoso, el Sabio. Esta pluralidad nominal está también en la tradición cristiana, como ocurre en esa joya de nuestra literatura que es De los nombres de Cristo, de Fray Luis de León. Aunque lo que se lleva la palma el anecdotario es la antigua costumbre preislámica a la que se hace referencia en El Corán, esto es, al hecho de que los árabes enterraban a sus hijas vivas por temor a la pobreza o a que estas pudieran caer en manos de los enemigos y eso trajera deshonra a su familia. Por otro lado, y eso sí que les chocará a quienes no lo hayan leído, en ninguna sura del libro se especifica que Mahoma no pueda ser representado de forma natural, no ya caricaturesca, y que, por tanto, la imposibilidad de hacerlo es doctrina sobreañadida, humana, demasiado humana,  a la revelada por el Profeta.

         Es evidente que no se pueden ni resumir ni comentar un texto de más de 600 páginas ni siquiera en un blog como este Diario, tan hecho a los ladrillos críticos, pero no quiero acabar sin dejar constancia, acaso reiterada, de la profunda decepción que me ha deparado la lectura de este Corán del que esperaba el sabor del dátil y la reciedumbre estoica del camello, el hechizo de la luna y el arrayán y el silencio del recogimiento fervoroso, en vez de un texto pueril que recurre a la amenaza de la condenación eterna, con unos castigos infernales que ni el triste Pedro Botero se le podrían ocurrir menos pavorosos, o con una chantajista recompensa en el Paraíso con huríes y efebos camareros por donde discurren todos los ríos del mundo…, porque no hay alusión al Paraíso que no vaya acompañada de la promesa del agua, como si la doctrina, al estilo de los análisis materialistas de la realidad, hubiera surgido de la determinación desértica del medio en que vivió su protagonista y sus destinatarios, la península arábiga. ¡Cómo lamento haber salido tan decepcionado de la lectura! Tenía puestas tanta esperanzas en algún tipo de  disfrute literario que no hallar ni pizca de él me parece, en todo caso, el peor de los infiernos con el que me pueden amenazar. Advertidos quedan los posibles aspirantes; enseñado quedo yo, que no aleccionado, ni convertido.