sábado, 29 de agosto de 2015

La emoción genuina o el poder catártico del arte: “Los paraguas de Cherburgo” de Jacques Demy.


                         

Los paraguas de Cherburgo: El Súmmum y ¡sursuncorda!

Título original: Les parapluies de Cherbourg
Año: 1964
Duración: 88 min.
País: Francia
Director: Jacques Demy
Guión: Jacques Demy
Música: Michel Legrand
Fotografía: Jean Rabier
Reparto: Catherine Deneuve, Anne Vernon, Nino Castelnuovo, Ellen Farner, Jean Champion, Marc Michel, Mireille Perrey

 [Nota obligada: Por primera vez, y sin que ello sirva de  precedente, me he tomado la libertad de robarle a Juan Pérez  una entrada de su blog El ojo cosmológico: El cine visto por Juan Pérez , porque, como a él, el visionado de esta película visionaria me ha deparado una experiencia en todo equiparable a la que dejé reseñada en este Diario... de la película de Leo Crax, Holy motors. Le agradezco su necesaria distracción...]


       Definitivamente, estoy rodeado de falsos amigos. ¡Cómo ninguno de ellos, conociendo mi cinefilia y sabiendo de mi pasión por los musicales, sobre todo los americanos, por la ópera, por toda clase de música, jamás insistió en que “tenía que ver” esta película, jamás me sentó ante el televisor para verla? Ser un cinéfilo ignorante tiene estas cosas: permite descubrimientos y éxtasis imposibles de alcanzar si lo son por recomendación académica o por empeño amistoso de quienes están convencidos de conocer nuestros gustos mejor que nosotros, lo que a veces suele suceder…En el fondo, como en la mayoría de los errores y malentendidos, he de estarles agradecido. Me hubiera fascinado igual, la viera cuando la viera, pero ahora me llega en lo más parecido a mi sazón critica, cuando he desterrado todos los prejuicios y me atengo a lo visto, no a lo previsto. Ya veo que no me va a ser fácil transmitir el entusiasmo, el desbordamiento y el fervor con que he visto esta película de Jacques Demy, un director de la nouvelle vague excesivamente particular, aunque americanófilo cien por cien, fílmicamente hablando y rodando, como se aprecia en el inicio de Lola (1961), una película magnífica, de la que toma una de los personajes Roland Cassar para incorporarlo al potente melodrama que es Los paraguas de Cherburgo o en los impecables números musicales de Las señoritas de Rochefort (1967), inspirados en el estilo coreográfico de Bob Fosse. ¡Bendito momento en el que se me ocurrió mandar al estuche, ¡hasta el minuto 29 llegó el crédito que le otorgué, no se me acuse de veleta!, la insufrible y pretendidamente parisina Crepúsculo rojo (2003), de Edgardo Cozarinsky, una película para la que el calificativo de plúmbea casi resulta un elogio…
Anoche, sin embargo, desde los títulos de crédito, un plano cenital  que retrocede hasta el muelle desde un fotograma impresionista del puerto de Cherburgo supe que estaba ante una película excepcional, de las que se ruedan pocas, muy pocas, y aún no me he recuperado de la emoción como para articular un juicio crítico que se respete a sí mismo y no caiga en lo único que ahora mismo me veo capaz de escribir: una catarata de elogios superlativos. El desfile de paraguas multicolores y de habitantes de la ciudad lluviosa, crean una coreografía y una atmósfera que enseguida veremos confirmada en la más sorprendente y lograda película musical que pueda ser vista. Y no ha de extrañarnos esta afición al musical en el cine francés. Hija directa de estos Paraguas… sería el logradísimo film de Resnais, On connâit la chanson (197) o la reciente 8 mujeres (2002) de François Ozon, de quien hace poco critiqué favorablemente Una nueva amiga (2014).
Heredera de Wagner y del flujo sonoro a que él aspiraba que fuera la ópera; de los más contundentes melodramas de Douglas Sirk,  y del inabarcable cine musical americano, Jacques Demy “inventó”, con Michel Legrand, en Los paraguas de Cherburgo el musical total, una película en la que la canciones de la banda sonora son la esencia del guion, la historia misma representada ante nuestros ojos, salvo los breves interludios mudos en que se cambia de acto, de mes o de estación, puesto que, más allá de lo que podrían considerarse las “arias” estrellas, los diálogos cantados son el fundamento de la película y aquellas forman parte de ese continuo sonoro que es la película. Los aficionados a la ópera se orientarán enseguida si recuerdo que el intento de Demy podría entenderse como una modernización del recitativo que Cimarosa llevaría a la perfección en El casamiento secreto (1792) y del que poco antes, en 1787, Mozart había dado una dimensión musical extraordinaria en su Don Giovanni..
Demy solía hacer un juego de palabras afortunado al decir que no se trataba solo de una película cantada, sino también encantada… Y no le faltaba razón, porque el autor ha escogido, mediante la puesta en escena a través de un cromatismo de colores simples y muy mezclados, una dimensión de “cuento” que volverá a aparecer en su filmografía, concretamente en Piel de asno (1970), otro musical con el que el presente tiene notables similitudes. La historia y los personajes, sacados de la vida corriente lleva al extremo una relación amorosa que fracasa por la distancia, los malentendidos y la situación social de los protagonistas: una madre soltera alejada del padre de la criatura, que está en la guerra de Argelia. Dada la precaria situación económica de la madre, propietaria de una tienda de paraguas en Cherburgo amenazada de embargo, que da título a la película, la aparición de un rico comerciante en piedras preciosas que la ayuda y, a cambio, le pide la mano de la hija y está dispuesto a hacerse cargo del hijo que ha de venir aunque no sea suyo, resuelve y complica la situación, porque enseguida advertimos que ninguno de los protagonistas de la arrebatada historia romántica de la primera parte, La partida, conseguirá olvidar aquellas encendidas promesas de amor eterno, como la que sirve de lucimiento al compositor para crear una de las más hermosas canciones de amor de una banda sonora cinematográfica, Te esperaré, aunque la película, a pesar de haber competido en dos ediciones de los Oscars, no consiguió ninguno. La segunda parte, La Ausencia, se centra en las dudas y el enfriamiento de la protagonista, que se acerca rápidamente al momento del parto. El retorno, sin embargo, con un protagonista que vuelve con una leve cojera en una pierna y que se encuentra con la desaparición de su prometida y el cierre de la tienda de paraguas, adquiere unos tonos depresivos que contrastan con el colorido vitalista de las dos partes anteriores, y ello hasta que, uniéndose a la cuidadora de su tía, Madeleine, consigue rehacer su vida. La escena final, el reencuentro fortuito de los antiguos amantes, es una de las escenas más tristes que imaginarse puedan, rodada, además, en el escenario del sueño profesional que el protagonista ha conseguido hace realidad, una estación de servicio propia, de un blanco inmaculado, en una noche de intensa nevada. De nuevo la puesta en escena se adueña de la pantalla y sella un trabajo de Bernard Evein que ha de quedar, definitivamente en la historia del cine como una de sus cimas. Visualmente, pues, hay una feroz competencia con la música de Michel Legrand, un autor tan unido a esta película como El concierto de Aranjuez a Joaquín Rodrigo, por ejemplo, como si el compositor valenciano no tuviera otras piezas de inmenso valor musical. Y de esa lucha sale ganando el espectador, porque se suma todo y el efecto es el de atraerlo al encantamiento, en el que se sumerge mientras dura la proyección y del que, aun habiendo dejado sus buenas lágrimas en el camino, preferiría no salir…Y si a todo eso añadimos las interpretaciones, con una Catherine Deneuve jovencísima y dueña de unos registros románticos espectaculares, con un Nino Castelnuevo que literalmente es capaz de enamorar y acongojar en igual medida, más el añadido de la magnífica y coqueta madre, Anne Vernon y el delicado pretendiente rico, Marc Michel, protagonista de Lola, cuya personaje retoma Demy para trasladarlo a su cuento real como la vida misma de este Cherburgo mágico, casi superreal, entonces el placer del espectador alcanza unos niveles de placer que, si es un apasionado del musical como género, le harán rozar el éxtasis. Si tuviera que hacer un paralelismo con otro musical que me impactó, en su momento, por superar cualquier expectativa que me hubiera tenido, tendría que referirme a esa maravilla que es Pennies from Heaven (1981), de Herbert Ross, heredero, como esta película de Demy, de las maravillas con las que el musical americano ha forjado uno de los grandes géneros del séptimo arte. ¡Cómo no recordar en esas calles adoquinadas de Cherburgo aquella otra sobre la que Gene Kelly interpreta uno de los números cumbre del género! O cómo no ver en la profusión de marineros un homenaje a Un día en Nueva York (1949) de Donen y Kelly…, por no hablar de la utilización del jazz como dinamizador extraordinario de un buen número de secuencias, especialmente las del taller donde trabaja el protagonista, Guy. Si los juegos cromáticos de Kaurismäki me cautivaron en su momento como una singularidad nunca vista, imagínese el impacto que me ha producido contemplar tan atrevido recurso desnaturalizador al servicio de un “cuento” sobre personajes ordinarios protagonizando un melodrama romántico que de ningún modo pierde la fuerza de impacto sobre las emociones del espectador, a pesar de la hiperatrevida originalidad de su planteamiento musical y escenográfico. En la medida en que hablamos de una película cantada, y no por sus intérpretes, lamentablemente, pero se necesitaba el concurso de cantantes profesionales que supieran ofrecer en sus voces el amplio registro de emociones que nos ofrece la historia, me parece de todo punto necesario recuperar la identidad de esos cantantes que habrían tenido que aparecer, por estricta justicia artística, al lado de la de sus protagonistas principales. He de decir que me ha costado identificar ese 70% de la interpretación que es la voz de cada uno de los cantantes a los que los actores hacen el mejor playback que haya visto nunca (casi como los de Escala en HI-Fi…). Helos aquí: Danielle Licari es la voz de Deneuve; José Quentin Bartel, de origen cubano, la voz de Nino Castelnuevo;Christiane Legrand, hermana del compositor Michel Legrand, es la voz de Anne Vernon, y, finalmente, Georges Blaness, de origen argelino, es la voz de Marc Michel.  

Hecha la correspondiente investigación sobre Michel Legrand, llego a la conclusión de que estaba destinado a que esta película suya con Demy me apasionara, porque él fue el creador de la canción que ganó un Oscar por la película de Norman Jewison, The Thomas Crown affair (1968), The windmills of your mind, cantada por Noel Harrison, disco que compré y que requeteoí a mis necios 15 años hasta aprendérmela de memoria; algo que repetí con la sorprendente interpretación de Lee Marvin de Wand’rin’ Star en La leyenda de la ciudad sin nombre (1969) de Joshua Logan; y, finalmente, también quien escribió la banda sonora de una película de Robert Mulligan que me gustó lo suyo: Verano del 42. Así, pues, estaba escrito en el pentagrama que desde las primeras notas a ritmo de jazz, hasta las últimas en crescendo orquestal de triste lirismo, esta película me entraría por los oídos para alojarse en los más cálidos terrenos del corazón, junto con las inolvidables imágenes a las que tan estrechamente asociadas vive.

sábado, 22 de agosto de 2015

Luis Cañuelo, un ilustrado olvidado; un olvido que nos deslustra.


                        

Luis Cañuelo, creador de El Censor (1781-1787), reo de la Inquisición o la arriesgada aventura intelectual de la Ilustración en España.
         A poco de entrar en la Universidad, un esforzado profesor puso en nuestras manos un mucho juveniles aún una impecable edición de una antología de El Censor, el periódico ilustrado promovido por Luis Cañuelo  y Luis Pereira, abogados, y en el que escribieron, entre otros, Jovellanos, Meléndez Valdés [Cuyos Discursos forenses bien merecerían una entrada para justipreciarlos como se merecen] y Samaniego. El rechazo que nos produjo fue instintivo e inmediato. A unos jóvenes en lucha contra la dictadura franquista, ansiosos por tener en las manos obras como las de las generaciones del 98, del 14 y del 27, más que fríos nos dejó una propuesta que ni entendimos ni aceptamos ni, ¡ay!, leímos. Hace tiempo, cuando hice una modesta edición crítica de la Carta de Paracuellos, abrí el volumen y lo devoré en el acto y en el momento, con esa pasión intelectora que caracteriza a quienes han sido demasiado tiempo demasiado ignorantes y demasiado negligentes. Lo que hoy traigo aquí, sin embargo, es una evocación de aquella lectura convertida este verano en atenta relectura que me ha permitido “exprimir” las virtudes del texto hasta donde mis escasas luces actuales me lo han permitido. Es posible que lo sustancial se haya quedado oculto en sus páginas y que no me haya fijado sino en lo superficial, en lo llamativo. En todo caso, cualquier intelector no tiene más que adentrarse en el volumen, de la Editorial Labor, el número 19 de la colección Textos Hispanicos Modernos y hallar, además de los impagables textos de Cañuelo, un prólogo del gran José Fernández Montesinos, al que hemos de encuadrar en la Generacion del 27, apartado de hermenéutica literaria, en el que comparte lugar de preferencia con esa generación de “catedráticos” que tan hermosos estudios literarios nos han legado, el de Pedro Salinas sobre Rubén Darío, casi por encima de todos…, pero eso es predilección muy subjetiva. De hecho, los volúmenes de Montesinos dedicados a Galdós, ocupan un lugar de privilegio en mi  corazón intelector…
         El Censor de Cañuelo  y Pereira es un compendio perfecto de lo que fue la labor de la Ilustración en el siglo XVIII español, por más que el expansionismo francés en vez de cimentarla provocara una reacción ultramontana a partir de la Guerra de la Independencia, que arruinó para mucho tiempo las posibilidades que esa revolución cultural abrió en Europa, al contribuir decisivamente a la consolidación del absolutismo borbónico, cuyo representante Fernando VII, apodado –que ya es apodar, la verdad; porque más parece un injertar... servilismo– El Deseado, lideó lo que los historiadores han calificado, con acierto, como la Década Ominosa. Los breves intervalos liberales del XIX fueron golpear en hierro frío. El propio Cañuelo fue denunciado a la Inquisición y hubo de someterse a lo que se llamaba abjuración de “levi”, la que se exigía a quienes se les achacaban sospechas leves de heterodoxia. Su hermano, en conmovedora carta al Ministro de Estado Pedro Cevallos, que lo fuera con Carlos IV y con Fernando VII, le relata su final:  Don Luis García del Cañuelo, mi hermano, cuyos talentos han sido bien conocidos en España y fuera de ella, y cuyos escritos han ilustrado la nación: este hombre sabio en todas las ciencias y arrinconado por desgracia nuestra; acaba de morir con la muerte más dolorosa y funesta, turbados sus sentidos, creyendo que no le restaba más que mendigar para tener el preciso sustento. Con idéntica perturbación mental acabó muriendo el creador de El Apologista Universal, el paradójico sacerdote ilustrado Pedro Centeno. La muerte de Carlos III, que le pasaba una pensión a Cañuelo para ayudarle a sufragar los gastos de edición de El Censor, fue una auténtica calamidad para la intelectualidad española.
El Censor no fue el primero ni el último de los intentos de aclimatar en España el pionero periódico inglés, The Spectator (1711-1712), de Addison. Fue Clavijo y Fajardo quien primero lo consiguió  con El Pensador (1762-1767). El espíritu crítico respecto de las costumbres y los obstáculos a la ciencia y al progreso de los españoles es común a todos los ilustrados y en mayor o menor medida, y con mayor o menor acierto, todos ellos contribuyeron, dentro de sus posibilidades, a que España no se acabara convirtiendo, exclusivamente, en ese país pintoresco que tanto llamó la atención de los primeros románticos, los primeros turistas. El Pensador, El Censor, El Observador, El Correo de los Ciegos, El Duende de Madrid o El Apologista Universal, entre otras, son publicaciones de una misma orientación y unos mismos fundamentos periodísticos. En términos históricos podemos ver en Mariano José de Larra a la figura que recoge esa herencia y la eleva a una expresión literaria que, a pesar de su originalidad y sutileza, no está tan lejana de muchos artículos de Cañuelo, quien apunta una vena costumbrista que recogerá y profundizara Larra inmejorablemente, del mismo modo que lo hará con la crítica política. En esencia, todos los “palos” que toca Larra están ya presentes en El Censor, tal y como veremos en el breve recorrido que haremos, apenas unas calas, por su interesante obra. No puede entenderse, sin embargo, este intento periodístico sin traer a colación el auténtico y proteico interlocutor del afán ilustrado que fue el ultranacionalista Juan Pablo Forner, autor, entre otras lindezas, de las famosas Exequias de la lengua castellana y agudo polemista ultramontano que jamás rehuyó el combate intelectual. Sus muchos errores no evitan, sin embargo, que el lector sienta cierta admiración por su pasión polígrafa y su fina ironía. De igual manera, es justo recordar que en las páginas de el Censor se recurre a casi todos los “trucos” periodísticos imaginables para captar la atención de los lectores: desde la invención de corresponsales hasta la acogida en el periódico a los más furibundos detractores del mismo, pasando por los corresponsales extranjeros, a imitación de las Cartas Marruecas, de Cadalso, o el recurso a la autobiografía, a veces real, a veces ficticia y, por supuesto, el recurso a la utopía, aunque Cañuelo nos ofrece, bien realista él, una distopía: Cosmosia. En el discurso LXXXIX se presenta una supuesta traducción del francés de una carta sobre la vida de un pueblo, Cosmosia, de gente mentirosa y engañosa y en el que no se conoce el uso de la razón. La carta se le atribuya a un tal Mr. Ennous, y la dirige a Mr. Seauton, miembro de varias Academias. Se parodian, pues, los libros de viaje con propósito científico. Ignoro si Cañuelo tenía presente la voz "casmodia" al crear el nombre de la paródica patria española, pero bien pudiera ser.
         La estructura del diario era muy sencilla. Los artículos, denominados  Discursos, iban precedidos por una cita latina, sobre todo de las Sátiras de Horacio y Juvenal, aunque aparecen muchos otros autores que marcan, desde la cita, el tono y aun buena parte del contenido crítico del discurso, como advertimos en las siguientes:
         Multi ad scientiam peruenissent, si se illuc peruenisse, non putassen: “Hubieran muchos llegado a ser sabios, si no se imaginaran serlo ya”. [Variante de la frase de Cicerón:  Multi ad scientiam pervenissent, nisi se jam pervenisse credidissent.]
         Ridiculum acri fortius et melius magnas plerumquea secat res: “Mejor se cortan y más fuertemente por medio de burla los abusos que tratándolos grave y agriamente”.
         Los artículos aparecían firmados habitualmente con pseudónimos cuya identidad, sin embargo, no se les ocultaba a los interesados en ese mundo intelectual; todos ellos estaban al cabo de la calle de la identidad real de los firmantes.
         Desde la educación hasta la reforma agraria, pasando por la crítica a la nobleza inútil,  al patrioterismo o a la vida superficial, apenas quedan aspectos de la vida española del XVIII en los que no se fije la acerada pluma de Cañuelo, sin olvidar, por supuesto, las constantes andanadas que lanzaban contra ciertos religiosos y su pasividad ante las supersticiones: Apenas oigo un sermón sin una invectiva contra las máximas del siglo ilustrado, contra la erudición de la moda, contra los filósofos del tiempo; que es decir contra el ateísmo y los ateístas, la incredulidad y los incrédulos. Mas no me acuerdo de haber oído jamás en el púlpito una sola palabra contra la superstición. Por cercanía a problemas con los que nos enfrentamos en pleno siglo XXI, quiero destacar el de la crítica del patrioterismo barato, como, y perdóneseme la extensión de la cita, advertimos en esta exposición:
         Para pasar pues un hombre por buen español, o lo que es lo mismo, por español amante de su patria, es menester que crea, confiese y sostenga a la faz e todo el universo(…)lo primero, que fuera de España no se halla nobleza propiamente dicha, o que a lo menos la nuestra es más ilustre, más rancia y más antigua que la de las demás naciones, y que vale más un don que todos los monsieures, monsegneures, signores, monsignores y lores del mundo. Lo segundo, que nuestra lengua es la más sonora, abundante, expresiva y la más digna de ser hablada por hombres que hay, hubo y habrá en ningún tiempo: que nuestra corte es la más brillante, magnífica y populosa de todas; que nuestros templos, palacios y demás edificios públicos son los más suntuosos, y nuestras cosas las más bien dispuestas y más alhajadas de la tierra; que nuestras damas son las más lindas y garbosas de todo el orbe conocido y por conocer; que una sola de nuestras tonadas, seguidillas y tiranas vale más que cuanto ha producido la Italia, y aun también la Grecia en la antigüedad; que nuestras fiestas son las más lucidas, nuestras diversiones, sin exceptuar las noches de San Juan y San Pedro, ni las corridas de toros, las más racionales; nuestras legumbres, nuestras frutas, nuestras viandas la más delicadas y sabrosas; y en general todas nuestras cosas las mejores del universo. Lo tercero, que la nación española es por su naturaleza (…) la más valerosa de cuantas se conocen. Lo cuarto que la religión católica florece en España como en ninguna parte. Lo quinto, que España ha sido en todos tiempos, es y será hasta la consumación de los siglos docta y sabia, y que si algo se ignora en ella es justamente lo que no conviene saber. Lo sexto, que nuestras leyes, usos, estilos, prácticas y costumbres son todas conformes a la recta razón, y que no hay entre ellas una siquiera que con justicia pueda ser reprendida o censurada. Lo séptimo, que la agricultura está y estuvo siempre entre nosotros en el pie más floreciente, sin que haya en toda la península palmo de tierra inculto que convenga reducir a cultivo, ni alguno que pueda o debe producir más de lo que produce. Lo octavo, que nuestras fábricas, nuestra industria y nuestro comercio se hallan y se hallaron en todos tiempos en el más alto punto de perfección posible o a lo menos en el estado en que conviene estén y se mantengan por siempre jamás para nuestra verdadera y permanente prosperidad. Lo nono, que nuestra población es cuanto puede y debe ser, y que lejos de faltarnos, nos sobra aún gente: por cuanto es claro que canta menos haya, tanto más baratos estarán los víveres, que es lo que importa. En fin, que nuestra nación es la más rica y poderosa de todas, o que a lo menos ella sola goza de aquella dorada medianía, que tanto exageran filósofos y poetas, que sola puede producir el contentamiento de sí propio, y que no condice menos para la felicidad general de un pueblo que para la de cada ciudadano en particular. Pero aunque no es preciso dar ni aventurar por estos artículos la vida, ni aun exponerse al menor riesgo de perder valor de dos maravedises, no basta con todo creerlos, confesarlos y sustentarlos en la manera que queda referida. Es menester obrar también y portarse en todo y por todo de una manera conforme a tales principios, y proceder en su consecuencia. En fin, supuesto que nuestros mayores nada nos han dejado que hacer por el interés del público, el buen español debe pensar no más que en dejar bien a sus hijos y tener por máxima fundamental de toda su conducta esta antigua y famosa copla:
                   En este mundo iñimigo
                  De nadie se ha de fiar:
                   Cada cual mire por sigo,
                   Tú por tigo y yo por migo
                   Y percurarse salvar.
         A este largo discurso, aún le podemos añadir una suerte de prologo en que, tomando como pretexto una cita de Diógenes, defiende la universalidad que, por poner un ejemplo cercano, rechaza con vehemencia digna de mejor causa el Movimiento Nacional Secesionista Catalán: Ha sido y es sumamente celebrado el dicho de aquel filósofo de la antigüedad que preguntado de dónde era respondió que ciudadano del universo. Y cierto que esta respuesta merece bien toda la celebridad que ha obtenido, si es que indica un hombre que considerando a todo el género humano como una sola familia comprender en su benevolencia a todos los hombres y los tiene por deudos y parientes suyos, cualquiera que sea el país que habiten y cualquiera el clima en el que por la primera vez hayan gozado la luz del día. Hay en este carácter una verdadera grandeza, así como es una miserable pequeñez la de aquellos que, apegados como el esclavo de la gleba, al pequeño recinto que los ha visto nacer, circunscriben a su pueblo toda su afección, y de modo aman a su patria que son enemigos del resto del universo, al cual quisieran para engrandecerla a ella, poner en sus cadenas y reducir a dura esclavitud.
         Como siempre peco de lato, y más aún de latoso, voy a cerrar esta evocación del pensamiento de Cañuelo con un entretenido diálogo entre un noble y un ilustrado, porque en él se cifra, de alguna manera, la rémora que ha sufrido este país para llegar a la modernidad, algo que sólo se ha producido desde finales del siglo XX para acá, por más que ahora se echen pestes de nuestra Constitución del 78:
         ̶ Tú no debes de saber que soy D. Fortunato de…
̶ Lo sé, lo sé, de tal y tal y tal y tal, y todos los apellidos que tú quieras. Pero no por eso eres más conocido. Otros con menos apellidos lo son y serán más. Ven conmigo hasta perder no más de vista las tapias de tu lugar. Preguntemos por ese caballero tan largo y tan difícil de nombrar. Nadie nos da razón. Pero preguntemos por un tal Sócrates, hijo de un escultor, por un tal Horacio, hijo de un libertino, por un tal Esopo y un tal Epícteto, esclavos ambos. ¡Infeliz! Ellos han dejado de existir hace muchos siglos, y sus nombres conocidos en todas partes no son pronunciados sin respeto. Tú estás lleno de vida, y nadie sabe de tu existencia.
̶ Pero al fin yo vengo de nobilísima prosapia.
̶ ¿Y qué sacaste de ella más que el nombre?
̶ Salgo de un tronco precioso.
̶ Si no llevas los mismos frutos, debieras ser cortado. Árbol sin fruto, dígote leña. (…) Un noble sin méritos es como un magnífico sepulcro. Tiene los mismos títulos y armas y por dentro está o hueco o lleno de hediondez. La nobleza es un premio y yo no aprecio el premio, sino la virtud premiada. La nobleza sigue a la virtud como la sombra al cuerpo. Yo no estimo la sombra, sino el cuerpo que la causa.
̶ Pero al fin eres villano. No puedes como yo ponerte una cruz a los pechos. Tu padre fue un oficial mecánico.
̶ Aprovéchate bien de la ocasión. Dará la vuelta la rueda, y levantando mi familia a su nobleza antigua le proporcionará su vez. Entonces insultará a la tuya, reducida a su anterior bajeza. Los tuyos tendrán a mucha honra tener lugar entre los perros de mi casa. Soy villano. Si eso es una prueba de que soy trabajador, paciente, sencillo, frugal, casto y obediente a las leyes, me alegro. Mi padre fue un artesano humilde, un oficial mecánico. NO lo niego. Pero todas las operaciones del hombre son mecánicas si se exceptúan las del entendimiento. Y en este supuesto, ¿qué hay en ti que no sea mecánico?
̶ Mi familia es antiquísima: cuenta más de 600 años.
̶ Por eso caduca ya: la mía, que es nueva, está ahora en todo su vigor. Tú tienes un árbol antiguo; el mío es nuevo. Yo mismo lo he plantado; pero ya da frutos. Ese tuyo, aunque alto y grueso, ya se secó. Es un leño, es un tronco estéril que ya no da honor a la selva. (…) Tu familia fue una mina de varones ilustres, un manantial de acciones heroica. ¿Pero qué importa, si se ha secado ya ese manantial, si está agotada esa mina? Tuviste mayores que hicieron grandes hazañas. ¡Sea enhorabuena! Pero esas son semillas que fructificaron en mi terreno. El tuyo produce abrojos solamente.
         Quedo, con todo, a disposición de los gentiles intelectores que me lo pidan, para ofrecer más muestras de este fértil y singular ingenio de tan malhadado destino, pero a quien hoy quiero restituir, con el presente modesto homenaje, los honores ciudadanos que a mi juicio se le deben. Y ahora que en Madrid andan haciendo expurgación del callejero, con buena o mala intención, bien está que se acordaran de Luis Cañuelo, a pesar de que sea granadino de nación.



lunes, 17 de agosto de 2015

Simenon, Rhys y Hoffmann… Tres obras dispares y caniculares.


  
Tres habitaciones en Manhattan, ración obligada de Simenon; El ancho mar de los sargazos, la autobiografía novelada de Jean Rhys y El niño extraño, una ñoñez insulsa de E.T.A. Hoffmann

        
    
Probablemente no he leído lo que hubiera querido leer, o empecé por lo que acaso hubiera debido ir en último lugar, porque también cayeron en el zurrón del periplo estival Gamoneda, Döblin y Pla, aunque a Gamoneda le reservo otra entrada, como a Pla, inexcusablemente, de quien los primeros compases de su Quadern gris me han inundado de bonhomía y socarronería, y a la tetralogía de Döblin, cuando la acabe. Comienzo por la narrativa, que ha sido liviana y, en el caso de Hoffmann, de vergüenza ajena.

No hay verano en que no me reserve una dosis de Simenon, sobre todo de sus novelas no específicamente policiacas, que me atraen más. Quise meterme en Pedigree, pero sus casi 1000 páginas me disuadieron, teniendo entre manos la también generosa tetralogía de Döblin. Escogí Tres habitaciones en Manhattan, de 1946 y me he llevado una sorpresa mayúscula, porque se trata de un love story que parece haber inspirado la muy famosa canción de Bert Kaempfert, con  letra de Charles Singleton y Eddie Snyder, Strangers in the night, popularizada, como nadie ignora, por La Voz. El registro sentimental de Simenon, extraño en mi lectura de sus obras hasta la presente, no me ha acabado de convencer, sobre todo por lo artificial de la situación, cierta blandura episódica y una evidente indefinición de los personajes, pero es indudable que, a lo largo de la breve narración, ¡esa extraordinaria medida exacta para sus historias!, han aparecido destellos narrativos que confirman la brillantez de ese registro simenoniano que siempre me maravilla: encendió un cigarrillo lenta, pausadamente, tras haber impresa la roja curva de sus labios en el papel.  El era una voz un poco apagada y recordaba a una herida mal cicatrizada o el definitivo: Ella caminaba, como Kay, delante de él, con ese orgullo instintivo de una mujer a la que sigue un hombre.  Los alrededores de Washington Square, el Greenwich Village: Ya no era el Nueva York ruidoso y anónimo que acababan de dejar, sino un barrio en la propia ciudad que se parecía a una pequeña villa de un estilo que no se puede encontrar en ningún otro país del mundo. El romance entre un actor francés establecido en Norteamérica, y a punto de fracasar definitivamente, con una mujer divorciada de un diplomático húngaro, una mujer que esconde su pasado tras un presente de tanta precariedad laboral como la del actor,  va evolucionanando lentamente a partir del azar de un encuentro que va a marcar sus vidas. No representan, respectivamente, el ideal de belleza o personalidad que ambos pudieran desear, pero la atracción que va fortaleciéndose entre ambos se manifiesta en detalles tan realistas como el siguiente: Lo que le gustaba precisamente era cierto agostamiento que descubría en el rostro de ella, esas finas arrugas, como tela de cebolla, en los párpados que a veces cobraban reflejos violáceos, e incluso ese cansancio que en otros momentos le dejaba las comisuras de los labios caídas. Ambos tienen conciencia de que su relación, como sugiere el narrador parecía un experimento. Son amantes en la cincuentena, vidas derrotadas con un pasado de decepción y de engaños, en cuyas vidas, unidas por la noche impredecible, obra, como deus ex machina, el Y, mira por dónde, al pensarlo…, ese “ahí” como un resorte que dispara la acción hasta convencer, al protagonista, del cambio radical que acaba de experimentar su vida: Esa mañana, en el fresco amanecer de octubre, era un hombre que había cortado todas las ataduras, un hombre que, al acercarse a los cincuenta años, ya no estaba ligado a nada, ni a una familia, ni a una profesión, ni a un país, ni siquiera, en definitiva, a un domicilió sólo a una desconocida dormida en una habitación de hotel más o menos equívoco. La novela abunda en la descripción de ambas soledades y el tortuoso camino que, como pareja, siguen a lo largo de unas cuantas jornadas en tres habitaciones distintas, la del hotel de su primera noche, la de la vivienda donde vivía con una amiga y la habitación del protagonista: La calma del cuarto en el que los recibió la lámpara encendida, tenía un cierto aspecto fantasmal. Él había creído que era sórdida y resulta que era trágica, trágica de soledad, de abandono. Esa cama deshecha, con la forma aún de una cabeza hundida, en la almohada; esas sábanas arrugadas que olían a insomnio... La novela narra la última oportunidad de dos seres solitarios y fracasados que han de marginar la delectación que saborean en los lametazos sobre sus propias heridas y salir más allá de sus pequeños yoes hacia la generosidad del reconocimiento del otro. Me ha llamado la atención, en esa dialéctica de amor e indiferencia que se profesan ambos personajes una finura psicológica como la siguiente: Cuando una mujer responde a una pregunta con otra pregunta es que va a mentir. Hay un juego permanente entre la necesidad de aceptarse y la convicción de que están cometiendo un error al encadenarse. Parte de esa relación tirante son los celos que siente el protagonista y que, en un momento dado lo llevan incluso a la violencia, si bien mucho me temo que ha habido un leve malentendido traductor, porque al final del capítulo 5º leemos:
El puño se le había quedado en suspenso en el aire y seguramente, por un instante habría podido aún recuperar el dominio de sí mismo:
̶ ¡Tú!...
La voz se le volvió ronca, el puño cayó, golpeó el rostro con todo su peso, una dos, tres veces…
Hasta el momento en que, como vacío de toda sustancia, el hombre se desplomó por fin sobre ella sollozando y pidiéndole perdón.
Y ella suspiró, con una voz que venía muy de lejos, mientras la sal de las lágrimas se mezclaba en los labios de los dos:
̶ Pobre amor mío…
¿Qué rostro golpea? De la suave reacción de ella hemos de deducir que se inflige a sí mismo el castigo, aunque la ambigüedad de la traducción permite interpretar que golpea el de la mujer.
El recorrido a través de las tres habitaciones es una metáfora del recorrido vital de cada uno y cómo, sin pertenecer a ninguno de los tres espacios, los hacen suyos los tres, parte valiosa de su propia historia de amor. Algo que se va confirmando en esas percepciones con que Simenon dota de verdad y vida sus historias: El volvería a ver siempre esos tres pasos rápidos, esa pausa de vacilación, esos trazos de lluvia, ese crepitar en la acera, nos dice al describir la separación de los dos amantes durante un breve intervalo de tiempo. Hasta la caligrafía es susceptible de ser interpretada como parte de ese proceso de conocimiento mutuo que ha de llevarles a unir sus dos soledades: Seguramente era ridículo, pero en las curvas de ciertas letras creía reconocer curvas de su cuerpo; había trazos muy finos, como algunas de esas arrugas imperceptibles que la marcaban. Y audacias repentinas, imprevistas. Y mucha debilidad; un grafólogo habría descubierto tal vez su enfermedad, pues él tenía el convencimiento, casi la certeza, de que estaba aún enferma, de que nunca se había curado del todo, de que permanecería siempre como herida.  
El hecho de que haya un final feliz, algo tan poco usual en las novelas de Simenon, induce a pensar que, en cierto modo, haya algo en estas Tres habitaciones en Manhattan de deseo hecho realidad literaria. Se trata, no lo olvidemos de dos personajes maduros, baqueteados por la vida a conciencia y con escasas perspectivas de sobrevivir decorosamente. El happy ending, así pues, cumple la función de la justicia poética para quienes merecen, en su postrimería, el singular descubrimiento del amor.

No hace mucho le dedique una entrada a dos libros de Jean Rhys y me comprometí a leer su obra más famosa, El ancho mar de los sargazos, algo que acabo de hacer durante el asueto estival. Lo que más me ha sorprendido de la novela es haberla leído con anterioridad e ir asintiendo permanentemente a cuanto se me proponía, como algo ya sabido. Aunque escribió su autobiografía Una sonrisa, por favor al final de su vida, todo lo que en ella se contiene lo había novelizado en esta obra que acabo de leer y que merece, sin duda, una atenta y entregada lectura. Se da la casualidad, además, de que hace pocos días tuve la oportunidad de ver la excelente película Quartet, de James Ivory, en la que se recrean sus amores con el escritor Ford Madox Ford, descritos en su novela Quartet, primero titulada Postures. La película, acaso, peque de frialdad para un espectador de la Europa del sur, pero el dibujo de los personajes y de los ambientes de finales de los años 20 está muy conseguido. Por lo que hace a Wide Sargasso Sea, según reza el título original, los lectores que no la conozcan han de saber que se nos presenta como una suerte de precuela de la novela Jane Eyre, pues se nos narra el azaroso casamiento entre Edward Rochester y su primera mujer, Antoinette Cosway, y el proceso de enajenación de quien será llevada a Inglaterra y ocultada a los ojos del mundo, lo que le permite al señor Rochester incluso plantearse un nuevo casamiento, precisamente con Jane Eyre, quien descubrirá la existencia de la primera mujer, secuestrada en vida por su locura. Que la locura de Antoinette sea herencia de su madre y que ambas provoquen un incendio en sus respectivos hogares, hasta reducirlos a escombros, otorga una coherencia narrativa a la obra de Rhys en relación con la de Brontë que permite una lectura tanto en clave eyreana como la que se merece: como una ficción singular, intensa y emocionante, en la que se narra un matrimonio fallido, una historia de malcasada. El factor exótico del mundo antillano en contraste con el inglés del pretendiente de Antoinette contribuye a crear un enfrentamiento entre opuestas maneras de concebir la existencia que llevará, finalmente, al desquiciamiento a la protagonista, a pesar de sus inútiles intentos, hechizos de amor mediantes, según los protocolos del obeah antillano, para seducir a su marido.  La situación de la protagonista, ni antillana ni europea, Jamás miraba a un negro desconocido. Nos odiaban. Nos llamaban cucarachas blancas. Mejor no molestar a los perros cuando duermen. Un día una niña me siguió, cantando “vete de aquí, cucaracha blanca, vete de aquí, vete de aquí”. Apreté el paso, pero ella me adelantó. “Vete de aquí, cucaracha blanca, vete de aquí, vete de aquí. Nadie te quiere. Vete de aquí”, provoca un conflicto de identidad que discurre paralelo a la trama de la boda con el pretendiente que, al principio, solo ve en ella “un buen partido” al que, en su dificultosa relación incluso llega a querer amar con una pasión que ha de salvar demasiados obstáculos. La relación nuclear de Antoinette con la criada de toda la vida de su casa y practicante del obeah, Christophine, le provoca un rechazo racista a Edward que marca claramente las personalidades de ambos esposos/contendientes:  ̶ ¿Por qué besas y abrazas a Christophine?  ̶ ¿Y por qué no?  ̶ Yo no la besaría ni la abrazaría. No podría. Esa posición intermedia de Antoinette se aprecia perfectamente cuando, frente a la cucaracha blanca para los negros, es consciente de ser tenida por una negra blanca para las inglesas: Y he oído decir que las mujeres inglesas nos llaman negras blancas. Por eso cuando estoy entre vosotros a veces me pregunto quién soy y cuál es mi país y adónde pertenezco y por qué he nacido.
La novela alterna los dos puntos de vista de los protagonistas, lo que permite una visión muy completa del modo como cada uno de ellos se enfrenta a una realidad difícil de asumir, y otorga a la novela una variación estilística muy amena, porque Jean Rhys ha sabido dotar a cada uno de esos puntos de vista de una naturalidad y espontaneidad que los vuelve no solo identificables a primera lectura, sino un aspecto esencial de la descripción psicológica y humana de cada uno de ellos. Hay, en esa variación un sabio dominio narrativo que le permite al intelector sacar sus propias conclusiones, en la medida en que nada se le oculta y accede a la verdadera naturaleza del conflicto que une a los esposos. Desde la negativa inicial de Antoinette a contraer matrimonio, para no “reproducir” el modelo materno, hasta el despecho de quien, sin sentir ninguna atracción por su futura esposa/dote, se niega a ser humillado: Salió con mansedumbre, y mientras me vestía pensé en lo ridículo de la situación. No me hacía ninguna gracia regresar a Inglaterra como un pretendiente rechazado y plantado por una muchacha criolla. Necesitaba conocer sus razones. De hecho, el retrato del futuro señor Rochester de Jane Eyre adquiere una dimensión en El ancho mar de los sargazos que obliga a releer la novela de Charlotte Brönte con una especial prevención. Ello no significa que la novela de Rhys solo pueda entenderse a partir de la novela de Brontë, e incluso me atrevería a decir que, por el contrario, Rhys ha escrito una novela que cualquier lector ha de leer con anterioridad a Jane Eyre para tener una visión bastante más completa de su protagonista masculino. La virtud narrativa de Rhys ha consistido en hacernos olvidar la novela de Brontë y saber, al tiempo, que la completa.  
El gran equívoco del casamiento se resuelve en un enfrentamiento que adquiere tintes trágicos cuando, despechada por la infidelidad de su marido con una criada negra, Antoinette se rebela contra él:
 Estampó otra botella contra la pared y quedó inmóvil, con el cuello de la botella en la mano, mirándome con ojos asesinos.
̶ Atrévete a tocarme una sola vez y verás si soy tan cobarde como tú.
Y entonces maldijo la totalidad de mi persona: mis ojos, mi boca, cada miembro de mi cuerpo, y todo fue como un sueño en la estancia grande y vacía, entre el parpadeo de las velas y aquella extraña desgreñada de ojos inflamados que era mi mujer y profería obscenidades sin freno.
La fatalidad, finalmente, ocupa el lugar de privilegio en la narración y nos deja un estremecido deseo de lo que no pudo ser: Pero sobre todo la odiaba a ella. Porque pertenecía a la belleza y a la magia del lugar. Me había dejado sediento y pasaría así el resto de mi vida, anhelando lo que había perdido antes de haberlo encontrado.
Difícilmente, aun habiendo leído antes su autobiografía, puede quedar indiferente el lector ante el arrebatado romanticismo de una obra en la que, sin embargo, el complejo problema de la identidad y el multiculturalismo ponen un acento absolutamente contemporáneo.

El niño extraño, de Ernst Theodor Amadeus Hoffman, es un cuento infantil plagado de repeticiones y en el que se vierten tantas lágrimas que cuesta horrores no pasar por el faldón de la camisa las yemas que mantienen abierto el volumen. La época descrita, a medio camino entre las Luces y el Romanticismo, con unas costumbres a las que resulta casi imposible asentir como lectores hoy en día, y menos aún los niños educados en las pantallas de los dispositivos electrónicos. Hay una profesión de fe en las virtudes encarnadas por la naturaleza que chocan con los descubrimientos de las ciencias y la razón. Entre esos dos mundos discurre la insulsa aventura de los dos hijos relativamente asilvestrados de un matrimonio a quienes visitan parientes encumbrados con sus estudiosos hijos. No estaba muy inspirado el autor cuando redacto, con enojosas repeticiones literales, esta insípida historia que, a pesar de la convicción de la traductora, Bravo –Villasante, es imposible que no despierte la rechifla incluso de sus lectores infantiles. En fin, estaba en los anaqueles y aguardaba su turno, pero bien podría haber seguido allí  in saecula saeculorum

sábado, 1 de agosto de 2015

Fante y Purdy: Entre la transgresión y el malditismo

         





Pregúntale al polvo, de John Fante y Habitaciones exiguas, de James Purdy o la novedad de lo pretérito.

Como creador de un personaje que asume la condición de exmaldito, Juan Poz, en mi novela medio homónima suya La manzana de Poz, algo de legitimidad me asiste para discurrir sobre dos autores que algunos críticos colocan en ese nicho cómodo y a menudo frívolo del malditismo: John Fante y James Purdy.
En La manzana de Poz, en el curso de una conferencia que dicta el personaje en la Universidad Popular Juan de Mairena, en una finca okupada, se lee:
El malditismo no era más que una pose, la decidida aventura de dar constantemente el gato escuálido del escupitajo, del lapo, por la liebre ágil del ingenio despejado y natural. Estaban en una universidad popular y ello le eximía de justificar con aparato crítico sus desvaídos concep-tos. Además, todos le entendían. ¿Quién no había tenido la desgracia de convivir o de rozarse con quienes, creyéndose genios, tomaban por efecto de su genialidad la insensibilidad, la mala educación, la grosería incluso y el más despiadado de los desdenes? La peana del maldito está formada por los inocentes benditos que lo sostienen muy a su pesar. El maldito impostor no puede renunciar a la vida social, pues se alimenta del escándalo que pueda provocar su actitud. En cierta manera, el maldito es una versión exquisita y agresiva del extravagante, y no resultaba fácil convertirse en su comparsa, si se tenía el aciago destino de formar parte de su círculo íntimo, un círculo de soga con nudo corredizo…Poz fue desgranando las estériles y variadas semillas del fruto borde del malditismo con una complacencia no exenta de compasión. Se intuía en su voz, en la falta de acritud con que enumeraba las trampas absurdas del autoengaño permanente del maldito, el deseo frustrado de que el malditismo fuera algo diferente, algo alejado de la histeria antisocial paradójicamente necesitada del reconocimiento ajeno para constituirse como tal. El verdadero malditismo lindaba con la enajenación, en la vertiente personal, y con la incomunicación en la vertiente artística. De ahí que un análisis minucioso como el que llevaría a cabo Poz en las siguientes sesiones sería capaz no sólo de descubrir la retórica de la superchería, sino también de dejar en evidencia el artificio, la artificiosidad congénita del malditismo, la máscara que lo alejaba del arte verdadero que es, siempre, expresión del sujeto individual y, en raras ocasiones, del improbable sujeto colectivo.
Nos movemos, ya se advierte, en un terreno escabroso. De hecho, el auténtico maldito debería ser un escritor absolutamente desconocido puertas allá de un círculo de, pongámonos bíblicos –que es una variante del ponerse estupendo de Luces de Bohemia–, una docena de personas, a lo sumo. Los poetas noveles que a duras penas logran que se vendan 70 ejemplares de su ópera prima sabrán exactamente de qué hablo. Con ese criterio, un libro como La muerte de Virgilio habría de considerarse una auténtica obra maldita, y no estoy muy seguro de que no lo siga siendo…, a pesar de su reputación.
 Que hay un nicho crítico del malditismo es obvio. Que en él se mezclan escritores de muy variado pelaje entre los que discriminar el auténtico malditismo de algunos de ellos es más que problemático, también. Entre los ejemplos que ofrece Poz en su conferencia hallamos el de Aliocha Coll, supremo maldito que se rescató para caer de nuevo en más espeso olvido, si cabe, del que antes habitaba, y donde permanecerá algunos eones, me temo… El malditismo tiene más que ver con el afán de notoriedad de quienes los “descubren” que con los méritos o deméritos de los tenidos por tales. Como maldito se descubrió a Felipe Alfau, cuya novela Locos es una auténtica delicia, por ejemplo. O por maldito se ha tenido siempre al tempranamente desaparecido Miguel Espinosa, cuya Tríbada falsaria o Asclepios forman parte de esa cursilería de la hermenéutica clerical que son las “obras de culto”. En el otro lado del malditismo, el, digamos, oficial (¡suprema ironía!), autores como Juan Goytisolo, han buscado en vano a lo largo de su existencia habitar en ese nicho junto a glorias como Jean Genet y heterodoxos reconocidos como Blanco White, Francisco Delicado o el propio bachiller Fernando de Rojas. Otra cosa es que a un apalaciegado Premio Cervantes se le pueda rendir veneración en el santoral perverso de los malditos.
James Purdy, de acuerdo con el retrato que Gore Vidal hace de él, como un autor ajeno por completo a la “sociedad literaria”, a quien la temática homosexual de sus novelas le cerraba puertas, recensiones y reconocimientos, a pesar de su altísimo valor literario, sí que cabe, aun a pesar de la divulgación de que actualmente disfrutan su persona y su obra, en ese nicho extraño del malditismo, siempre y cuando se entienda, en el caso de Purdy por la falta de reconocimiento popular masivo. Purdy fue un escritor culto que dominó, además de su lengua, el francés y el castellano, lector de los clásicos en ambas lenguas pero también de los clásicos grecolatinos. No fue un figurante del mundillo literario, sino un devoto artífice de una obra sólida, intensa y desafiante. Leerlo, al menos en la novela que yo he leído, Habitaciones exiguas, supone una tensa experiencia. No hace mucho escribí una entrada sobre Querelle de Brest, de Genet y su versión fílmica, de Fassbinder. Pues bien, a su lado, la novela de Purdy se encumbra como un retrato auténtico de los amores machos que, por ciertas escenas, como las referidas a las salidas a cazar, recuerda en algunos momentos la historia de  Brokeback Mountain, si bien el original de Annie Proulx está mucho más cerca del original de Purdy que la película, que melodramatiza, para adaptarlo a grandes audiencias, un relato seco y casi naturalista, tan cerca del de Purdy que bien pudiera pensarse en Habitaciones exiguas como una fuente de inspiración para Proulx. El mundo asfixiante la América profunda y rural unida a la pasión homosexual llevada al extremo del sacrificio ritual y el asesinato nos ofrece una novela sin concesiones que leemos con absoluta naturalidad como lo que es: una gran novela, no una novela “de gueto”, por poderoso que éste sea en según qué lugares. Es una novela sobre el amour fou y Purdy, con una prosa traducida con la suficiente sequedad y contundencia por Marcelo Cohen, consigue emocionarnos y que sigamos con pasión lectora la peripecia del exconvicto que aparece por la ciudad para que un pasado que en modo alguno lo es, sino presente acuciante, le ajuste unas cuantas deudas pendientes. Las cuatro esquinas de unas relaciones amorosas complejas llegan a su clímax cuando, en un escalofriante ritual, el urdidor del destino del protagonista quiere redimir sus culpas y se hace clavar en la puerta del granero y le exige a su idolatrado que traiga el cadáver del rival asesinado para que, desde el más allá de la muerte, lo contemple. El proceso de inserción del expresidiario en su pequeña localidad forma parte importante del devenir de los acontecimientos, en el que la aceptación o el rechazo de la condición homosexual del protagonista juega un papel decisivo. Lo excepcional de la novela de Purdy es que logra que el lector se olvide de la naturaleza sexual de los protagonistas y que fije su centro de interés en la pasión amorosa, descrita, por otro lado, con seca naturalidad, sin adornos ni subterfugios ni sublimaciones ni florituras ni abstracciones. La lectura de Purdy permite intuir su formación clásica, porque hay una suerte de perspectiva mitológica en la función de la culpa, la redención e incluso en la anagnórisis que nos convence de estar leyendo a un autor sólido, forjado en la frecuentación de lo mejor de la literatura universal. Una lectura no puede cimentar un juicio crítico, pero después de ésta otras vendrán que me permitirán calibrarlo mejor.

John Fante, el ídolo literario de mi sobrino Alberto, relativamente lejano precedente de Bukovski, quien lo redescubrió y reivindicó, no tiene la carga corrosiva de su descubridor, pero se nos presenta como un novelista de poderosa carga autobiográfica en la que la condición de escritor del protagonista que quiere abrirse paso en el mundo literario condiciona absolutamente la trama. En Pregúntale al polvo, John Fante se nos muestra como un orgulloso novel al que le han publicado un relato que, sin embargo, nadie ha leído. La novela gira en torno a su quehacer diario y a su necesidad de tener una relación llámesele amorosa, sexual, íntima, privilegiada o amistosa con alguien. La elegida, una camarera, que ha sido a su vez pareja de un escritor deleznable, consigue que Bandini, el protagonista, se comprometa a ayudarle a mejorar un texto infumable. La relación con la camarera es un carrusel de despropósitos muy típico de una mentalidad americana en la que la incomunicación y los malentendidos tienen un papel determinante. “Hablar claro” o “expresar los propios sentimientos” son realidades que se conciben como tabúes en la sociedad americana, la de tiempos de Fante y la de ahora. Hay una doble pulsión: querer ser transparentes, no necesitar tener que explicarnos y, al mismo tiempo, querer escondernos para resguardar el núcleo de intimidad que nos singulariza y que no estamos dispuestos a compartir excepto si…, y ahí las condiciones son la sal y la pimienta de las relaciones, y de la novela, claro está. John Fante tiene poco de escritor maldito, pero pudo haber sido un autor fracasado. No todo maldito es un autor fracasado ni todos los fracasados son autores malditos, quede claro. Fante supo “moverse” en la sociedad literaria de su tiempo y dedicó buena parte de su vida a la escritura de guiones, una profesión con los que poder “mantenerse”. Gracias a ese dato he descubierto que no habiéndole leído hasta hace poco, sí que había visto su escritura, porque es autor del guion de una película que, por razones que no vienen al caso, forma parte muy importante de mi autobiografía: The Reluctant Saint (1962) (El hombre que no quería ser santo), de Edward Dmytryk, con un genial Maximilian Schell. El espíritu transgresor que mi sobrino advertía en la novela puede impresionar al adolescente que era cuando lo leyó, sin duda, pero Bandini no es un personaje que sufra comparaciones con otros héroes como Ignatius Jacques Reilly que lo dejan en relativamente poca cosa, ni su posible malditismo puede parangonarse con el de Burroughs o Genet, por ejemplo, o el del mismísimo Purdy. De hecho, mientras que Fante tiene una John Fante Square en Los Ángeles, Los dos primeros libros de Purdy tuvieron que editarse en el extranjero y esta misma Habitaciones exiguas estuvo a punto de no ser autorizada su edición en Alemania ¡en 1990!, ayer mismo, como quien dice.