domingo, 19 de abril de 2015

Noches áticas, de Aulo Gelio: El canon de la miscelánea.


                           
Laurent Robert. Ballantine Hall.

Noches áticas: entre las lucubratiunculas, ‘elucubraciones de poco interés’  y las delectatiunculas o ‘pequeños placeres’ de Aulo Gelio: un apasionante recorrido por la cultura grecolatina desde el siglo II de nuestra era. 

         El que avisa…: que a nadie se le ocurra hacer lo que yo he hecho, leer de un tirón los 20 libros de las Noches áticas, excepto que la pasión, y la disponibilidad temporal, le muevan a ello con el irrenunciable resorte del placer que sin duda hallará en la lectura de esta obra magna, pero humilde; entretenida, pero crítica; sólidamente documentada, pero chispeante… Noches áticas es producto del ocio bien entendido y del amor a la lengua, a la lectura, al ingenio y al pensamiento. Es una obra de las que se escriben sin pretensión, porque el autor, de estirpe compiladora, amante de las curiosidades e intelector infatigable sabe que son los contenidos ajenos lo importante de ella, no la labor del recolector, por más que sea el gusto y criterio de éste el que guíe la selección de los materiales hasta acabar formando con ellos una rigurosa enciclopedia en la que destaca, sobre todos los temas, el de la realidad y uso de la lengua latina, aunque el autor no se confiese gramático ni pretenda impartir docencia, sino reflejar ciertos usos que permitan a las nuevas generaciones conservar un estadio clásico de la lengua, opuesto a las constantes deformaciones que ya empezaba a sufrir el latín y que inducen al autor a adoptar una posición purista que le hace privilegiar el arcaísmo, frente a otras soluciones ‘modernas’, por más que también sea capaz de reconocer las ventajas de ciertos usos innovadores, porque, al fin y al cabo, siguiendo en ello a Quintiliano –( Sin duda de ninguna clase, la costumbre es la más segura maestra de hablar y tenemos que servirnos del lenguaje como si se tratara de una moneda que anda de mano en mano (…) Así pues, llamaré costumbre en el lenguaje al consenso de los hombres cultos, del mismo modo que en la vida al consenso de los hombres buenos)– , haga del uso, de la costumbre y de la eufonía los criterios fundamentales para la selección de los vocablos.
Aulo Gelio confiesa el valor que otorga a sus “comentarios”, a sus “notas”, a sus “apuntes”: Cuando dispongo de tiempo libre en mis ocupaciones judiciales y profesionales y para hacer ejercicio físico paseo o viajo en litera, en ocasiones suelo preguntarme a mí mismo sobre cuestiones insignificantes, nada importante, por cierto, y despreciables a los ojos de los hombres poco eruditos, pero que son necesarias para tener conocimientos profundos en relación con los escritos de los antiguos y el conocimiento de la lengua latina. ¿A que choca, que considere “ejercicio” el hecho de “viajar en litera”? No explica que él transportara a otro u otra en ella, en cuyo caso se llevaría la palma del ejercicio, por lo que hemos de deducir que el vaivén de los porteadores debería dejar tan aturdido al porteado que bien podía equiparar el trayecto a la práctica del ejercicio. Se trata, así, pues, de indagaciones asistemáticas, hechas al albur de las lecturas o las permanentes conversaciones que sobre esas materias solía tener en banquetes e invitaciones que constituían el núcleo de la vida social de los romanos cultos, y pudientes, claro está: Mis Noches, a las que tú vienes dispuesto a instruir y adornar, sólo se ocupan fundamentalmente de aquel verso de Homero del que Sócrates decía que amaba por encima de todas las cosas: “Cuanto de bueno y de malo ha sucedido en tu casa”, le dice a un amigo. E incluso añade que su intención, al escribir la obra, es legar a sus hijos un caudal de lecturas que pueda acompañarlos cuando se hallen envueltos en las tribulaciones de la vida corriente, siempre llena de motivos para la pesadumbre, para la desazón y aun hasta para la desesperanza: Se trata, como nos explica Santiago López Moreda en la introducción,  de lucubratiunculas (elucubraciones de poco interés) y delectatiunculas (pequeños placeres), fruto de los recuerdos en las largas noches de Atenas, que podrían servir de entretenimiento a sus hijos cuando las obligaciones diarias se lo permitieran. Nos movemos, pues, en el ámbito doméstico, pero, al mismo tiempo, al amparo de un concepto que Gelio introduce y que constituirá el eje, en el siglo XIV, de un movimiento, el Humanismo, aún vigente en nuestros días, aunque solo sea a través de la lucha popular para que los contenidos que lo cracterizan no desaparezca de los planes educativos. La teoría de Gelio sobre la Humanitas tiene mucho de novedad en su época, casi tanto como en la nuestra, porque la identificación que hace entre humanismo y educación nos permite reivindicar la vigencia de la coexistencia pacífica de lo que Snow llamó “las dos culturas”, de modo que la revolución digital, la ciencia y la tecnología no acaben con lo que, a juicio de Gelio nos caracteriza como especie sobre la Tierra: Quienes crearon términos latinos y quienes los emplearon correctamente no quisieron que humanitas significara eso que el vulgo cree, que se conoce en griego como “filantropía”, y que significa cierta habilidad y benevolencia para con todos los hombres sin distinción, sino que llaman humanitas más o menos a eso que los griegos llaman paideia y nosotros conocemos como “instrucción” y “formación” en las buenas artes. Quienes desean éstas con sinceridad y tratan de adquirirlas esos son, con mucho, los más humanos. Basta esta reivindicación para captar la importancia de esos estudios: Latín, Griego, Filosofía, Ética, Literatura, Música, Educación Visual, que poco a poco van perdiendo importancia en la educación de los hombres y mujeres del siglo XXI, destinados, en su mayoría, a ser solitarios individuos controlados por la psicopolítica, como llama Byung-Chul Han a la fase actual del capitalismo.
Noches Áticas es un título deliberadamente puesto por el autor en recuerdo de las noches pasadas en Atenas en compañía de filósofos y oradores, como Favorino o Herodes Ático, largas noches de invierno en las que comenzó la redacción de su obra. En un poema de homenaje a la obra, incorporado por Gelio a su texto, aunque se desconozca todo de quien fuera el autor, Aurelio Rómulo, que lo escribe, se las denomina Cecropias noctes, usando el nombre de Cécrope, el mitológico primer rey de Atenas, para destacar la importancia del lugar en el desarrollo de la obra. Es muy divertido el capítulo en el que Gelio descarta los nombres que habitualmente se usaban para este tipo de obras misceláneas: Musas, Selvas, Cuerno de la abundancia, Mis lecturas, Antiguas lecturas; Vergel, Descubrimientos, Antorchas, Miscelánea, Memoriales, Problemas, Manuales, Didascálica Frutos de toda clase, Tópicos, etc…, para reafirmarse en el suyo, un título que considera rústico y modesto, incapaz de competir con los títulos rutilantes que acabo de transcribir… Se trata de un capítulo que me toca muy de cerca y que me sirvió para proponer uno de esos pasatiempos literarios que, en aquella entrada, adorné con una oferta laboral basada en mi modesta habilidad tituladora.
Aulo Gelio, cuya personalidad se dibuja en las breves introducciones a los asuntos que trata y en algunas de sus reacciones ante las dudas de todo tipo que se plantean, nunca pierde de vista ese carácter “doméstico” que tiene su obra: él mismo califica su compilación de quoddam litterarum penus , una suerte de “despensa” literaria. Y no hace falta ni decir que se trata de una de las despensas mejor surtidas en las que se puede entrar, a juzgar por la variedad y calidad de las viandas, no ya de visita, sino con el decidido ánimo de instalarse para bastante tiempo. O para un tiempo largo, pero intermitente, porque así será como, en su relectura, vuelva a disfrutarla. A ese efecto, y con motivo de otra lectura que ando haciendo con ese método, El libro de los pasajes, de Walter Benjamin, he llegado a la conclusión de que hay una serie de libros muy apropiados para el común (en su séptima acepción), lugar donde no ha de faltar una biblioteca surtida con libros de la naturaleza del que aquí he traído y a los que se le pueden sumar, por apropiados, los de aforismos, la poesía y clásicas polianteas como las de Suárez de Figueroa o Pedro Mejías.
Es tan extensa la variedad de asuntos que se abordan en las Noches áticas que me es imposible, y nada deseable, establecer una jerarquía que ofrecer a los intelectores que tengan el humor de acercarse a estas nocturnidades helénicas. Lo que sí han de tener claro es que Aulo Gelio sí que la tiene, y eso se demuestra incluso contablemente, porque son mayoría las anotaciones relativas a la lengua latina, desde una pluralidad de perspectivas muy notable. ¿Son las Noches áticas una lectura para filólogos, pues? No, pero estos van a disfrutar mucho más que a quienes no les hiervan en la sangre los fenómenos lingüísticos, tan apasionantes siempre. A través de la lectura podemos asistir a algo así como a la fijación privilegiada de un momento en la vida de una lengua, el latín, del que nuestra concepción actual de lengua muerta nos impide ver no solo lo viva que estaba sino lo que preocupó y apasionó a tantísimos usuarios a lo largo de su existencia. De hecho, ser filólogo se convierte en algo adjetivo cuando apreciamos los fenómenos que recoge Gelio en sus apuntes y los comparamos con nuestro castellano actual, porque no se ha de ser un académico para percatarse de la estrecha ligazón que hay entre las preocupaciones de Gelio y las que expone Juan de Valdés, por ejemplo, en su magnífico Diálogo de la lengua, que debería ser lectura obligatoria en las escuelas, por el género y por el contenido. Escojamos un poco al azar…: Así, “lepus” [liebre] no deriva de “leuipes” [pies ligeros] como él dice, sino de una antigua palabra de la lengua griega (…). Muchos ignoran que la palabra “graecus” [griego], “puteum” [pozo] y “lepus” [liebre] provienen del griego antiguo, por más que ahora los griegos digan: ellen, frear y lagoón. (…) Es el caso, sin embargo, que hacia el final del mismo libro deriva la palabra “fur” [ladrón] de “furuus”, palaba que equivalía para los antiguos romanos a “ater” [negro], por cómo, a los ladrones, la negra noche les es más favorable para cometer sus hurtos. ¿No es cierto que Varrón se comporta con la palabra “fur” como Elio con “lepus”? , porque lo que en griego hoy se denomina “cleptés”, en griego antiguo se anomenata “for”, de donde deriva el “fur” latino que tiene, de hecho, casi las mismas letras. La preocupación etimológica es permanente en las Noches, porque no eran pocos los aficionados a la creación de etimologías fantásticas, al estilo de la que quien yo me sé se inventó: Pionero: Palabra formada a partir de ‘pío’ y ‘misionero’, por los primeros evangelizadores del continente americano. Pero la atención de Gelio se derramaba sobre muchos otros fenómenos lingüísticos, como se advierte en lo que sigue, donde recoge, de labios de Frontón, una disquisición sobre el campo léxico del color rojo: Estos nombres que acabas de mencionar: “russus” y “ruber” no son los únicos que sirven para designar el color “rufus” (rojo), sino que incluso tenemos más que los nombres griegos que has dicho; en efecto: “fuluus” y “flavus” y “rubidus” y “poeniceus” y “rutilus” y “luteus” y “spadix” son denominaciones del color rojo que indican ya que es un rojo vivo, encendido, o que está mezclado con el color verde, oscurecido con negro, o que clarea a causa de un blanco tirando a verdoso. (…) Los dorios denominan “spadix” a la rama de la palmera arrancada con su fruto. En cuanto a “fulvus”, parece indicar una mezcla de rojo y verde, en la cual unas veces predomina el rojo y otras el verde. (…) “Flavus”, en cambio, parece designar un color compuesto de verde, rojo y blanco. Así se llaman “flaventes” a los cabellos y Virgilio aplica el mismo calificativo a las ramas del olivo. (…) Del mismo modo, mucho antes, Pacuvio había aplicado “flavus” al agua i al polvo. “Rubidus”, en cambio, es un rojo más fresco e impregnado de mucho negro, y, por el contrario, “luteus” es un rojo más diluido ‘dilutior’, y de aquí parece que le viene el nombre. Junto a esas preocupaciones, Gelio tiene una sensibilidad especial para los neologismos y los nuevos modos de decir, por más que su tendencia natural sea la de preferir los arcaísmos para ajustarse a la autoridad de los viejos modelos, siempre preferibles a la incultura que denuncia entre sus contemporáneos: De cómo el doctísimo Nigidio emplea un vocablo nuevo y de formación algo extraña al llamar “bibosus” al hombre que bebe copiosa y ávidamente. (…) Laberio, en su mimo titulado Salinátor, usa así esta palabra: “ni tetona, ni vieja ni ‘bibosa” ni desvergonzada. ¡Qué maravilla que pudiéramos nosotros disponer ahora de esos *biboso y *bibosa!, porque ocasiones para usarlo no nos iban a faltar. Lo más cercano a ellos es Bibendo el nombre de la mascota comercial de Michelin. Finalmente, porque tampoco quiero aburrir más de lo estrictamente necesario, sorprende leer en Gelio su reflexión sobre los procedimientos derivativos para la formación de palabras: Si como dice Nigidio, todos los derivados de esta clase comportan la idea de exceso y de inmoderación, y, por tanto, de algo censurable, ¿cómo es que “ingeniosus”, “formosus”, “officiosus [servicial] y “speciosus” [vistoso]; cómo es que “disciplinosus”, “consiliosus” [expeditivo], “victoriosus”; cómo es que “facundious” [elocuente], empleado por Sempronio Aselio; cómo es, digo, que todos estos vocablos nunca se usan en tono de censura, sino  en tono de elogio, aunque su sufijo denote exceso? (…) El talento, el deber, la belleza, la ciencia, la prudencia, la victoria, la elocuencia, como eminentes virtudes que son no reconocen ningún límite, antes bien, como más aumenten, tanto más dignas de elogio son.  Al lado de esos derivados, casi resulta anodino percatarse de que squalere es una palabra derivada de la que designa la escama espesa y rasposa que presentan la piel de las serpientes y de los peces, y que a nosotros nos ha definido para bautizar una especie, la de los “escualos”, entre los que el tiburón es el más conocido de la familia, aunque no el único, claro.
Las Noches áticas tienen mucho de florilegio de noticias raras y curiosas que alimentaban la necesidad de lo extraordinario propia de una sociedad a medio camino entre la ingenuidad de la superstición y el rigor exquisito de la lógica filosófica. También es una fuente privilegiada de lo que acabaría convirtiéndose en un género en sí mismo: el apotegma, cuyas compilaciones llenarían las bibliotecas renacentistas y barrocas. Pero no se queda ahí el contenido del acervo que, con tanta diligencia, Gelio archivó para las generaciones futuras, porque la obra es un tributo a los más de 400 autores que la nutren y una suma de datos que no excluyen, por supuesto, la narración ficticia o las abundantísimas noticias históricas. De hecho, hay dos narraciones, la de Androcles y el león, y la del niño y el delfín, que, escritas por Apión, llamado Plistonices (hombre de vasta erudición y de múltiples y variados conocimientos sobre las antigüedades griegas. (…) En las cosas que afirma haber oído o haber leído quizás peca de exagerado, por su vituperable inclinación al efectismo; sin embargo, el episodio narrado en el libro quinto de su tratado Sobre Egipto no lo recogió de otros ni lo leyó, sino que asegura haberlo presenciado con sus propios ojos en la ciudad de Roma), se popularizaron a través de sus Noches.
Cada uno es hijo de sus deslumbramientos, de ahí que la selección que he hecho de los fragmentos de las Noches en modo alguno guarden relación con una posible escala de importancia. No hay tal. Del mismo modo que a mí me llaman la atención noticias como ésta, de tan delicada ironía: Se dice que a Demóstenes le gustaba mucho arreglarse y cuidarse con toda pulcritud y exquisitez. Y de aquí venía que sus rivales y adversarios le reprochasen sus túnicas y que, con insultos groseros, lo tratasen de afeminado. Lo mismo ocurría con Hortensio, el más celebrado de los oradores de su tiempo, excepción hecha de Marco Tulio, por el modo como se vestía y aseaba con total pulcritud, de una manera extremada, y al hablar movía las manos estudiadamente y hacía muchos gestos. Cuando se veía la causa de Sulla, Lucio Torcuato, hombre de entendimiento aldeano y barriobajero, no contento de tratarlo con feroz aspereza [a Hortensio], lo llamaba, no ya histrión, ante los mismísimos jueces, sino que lo motejó de “Dionisia posturitas”, aplicándole el nombre propio de una danzarina muy famosa. Entonces, Hortensio, con la voz dulcemente baja le dijo: “Pues antes prefiero ser como Dionisia que como tú, Torcuato, extraño a las Musas, a Venus y a Dionisos”. O como esta otra, en la que se nos ofrecen tres epitafios célebres [un género sobre el que ando trabajando desde hace algún tiempo con creciente interés]: He querido recoger en estos Comentarios los tres epitafios que dejaron escritos para ser grabados sobre sus losas sepulcrales tres ilustres poetas: Nevio, Plauto y Pacuvio, en atención a la elegancia y gentileza con que fueron redactados.
Nevi: “Si a los inmortales les fuera permitido llorar a los mortales, las divinas Camenas llorarían al poeta Nevio. Desde que fue transportado al tesoro del Orco, en Roma se han olvidado de hablar en latín”.
Plauto: “Desde que Plauto ha sido atado a la muerte, la Comedia está de duelo, la Escena está desierta; de entonces acá, la Risa, la Distracción, el Placer y los Versos innúmeros lloran todos juntos”.
Pacuvio: “Adolescente: por mucha prisa que tengas, esta losa te ruega que te fijes en ella, después, que leas lo que en ella está escrito: “Aquí reposan los huesos del poeta Marco Pacuvio”. No quería que lo ignorases. Que te vaya bien.”, es muy probable que a otros lectores les llamen la atención otros asuntos. A todos, sin embargo, nos dejará más que sorprendidos la severidad con que Solón condenaba a los supuestos pacifistas (acaso tal vez solo cobardes) de la época: Entre las antiquísimas leyes de Solón que en Atenas se grabaran en rollos de madera y que, después de promulgadas, a fin de que permaneciesen para siempre, los atenienses sancionaron con penas y juramentos sagrados, Aristóteles cita una que dice: Si ocurre que por motivo de discordia o disentimiento se promueve entre los ciudadanos un alboroto del cual surgen dos bandos contrarios, y si se van envalentonando los de uno y otro bando hasta llegar al punto de coger las armas y librar entre ellos un verdadero combate, aquel que durante la revuelta no se haya decantado por un partido o por otro, sino que, antes bien se haya apartado para huir del daño común a todos los ciudadanos, será castigado con la pérdida de su casa, de su patria y de todos los bienes de fortuna y, además, con la pena de exilio y proscripción.
Son muchas las noticias que se extraen de la lectura y que nos sirven para nutrir esos archivos personales de los que hablé en Los arrabales del saber, pura miscelánea que nutre, sobre todo desde las notas a pie de página, obra de la benemérita labor investigadora de los anotadores de la edición, un saber superficial pero muy agradecido, como la referencia a Tirón, por ejemplo:  En el quinto discurso de Cicerón en favor de Verres, si seguimos el texto autorizado que debemos al escrupuloso cuidado de Tirón…, de quien no tardamos en saber que fue el liberto secretario de Cicerón, a quien se adjudica la invención de los signos de abreviación llamados “tironianos”, si bien él se limitó a perfeccionarlos. Dichos signos son los precursores de la taquigrafía moderna. A aquellos signos se les llamaron “notas” y a quienes los usaban “notarios”, o sea, que, de haberse mantenido la tradición, hoy hablaríamos de “luz y notarios” para la transparencia política. Igualmente en nota a pie de página se entera el lector amante de esos arrabales tan populosos del saber que Tersites, hijo de Agrio, era el más charlatán y barriobajero de todos los varones reunidos ante Troya. Fue muerto por Aquiles tras haber ofendido la buena memoria de Pentesilea, reina de las Amazonas y dio nombre al “complejo de Tersites”, que describe a aquellos que viven patológicamente la existencia de algún defecto físico que los marca: Éupolis dice de él: “Muy fácil de palabra, pero incapaz de decir nada”. Quizás más conocido entre los filósofos, no deja de parecernos muy aguda la respuesta de Sócrates en uno de los clásicos apotegmas (que traduciremos por salida ingeniosa en una situación comprometida –y la Agudeza y arte de ingenio de Gracián es la biblia española de ellos–) que aparecen con frecuencia en los comentarios: Alcibíades, maravillándose del maltrato que daba [Xantipa] a su marido, preguntó a Sócrates cómo era que no echaba de casa a una mujer tan odiosa. “Porque –respondió Sócrates– sufriendo en casa un genio tan extraño, me ejercito y me avezo a sufrir con mayor facilidad las otras injurias y osadías de fuera de casa”.
Son innumerables los datos relativos a la vida social que nos permiten acercarnos más al día a día de aquellos tiempos. No tienen otro valor que el de la curiosidad satisfecha, pero la sensación de vida que transmiten vale por todos los estudios sesudos del mundo, al menos para un narrador, que no busca tanto en los clásicos las verdades eternas como la eternidad de la presencia humana sobre el planeta. Así, Favorino nos indica la auténtica manera de jurar helénica frente a la mano en los evangelios: Estoy dispuesto a jurar por Júpiter, con una piedra en la mano, que es la más sagrada clase de juramento. De igual manera, aprendemos con exactitud la vigencia de la pretexta, la toga que llevaban los jóvenes desde los 11 hasta los 17, pero, además, nos enteramos de algo que llamará la atención, en estos tiempos en que los jóvenes e independizan no antes de los 35 años: El rey Servio Tulio, según Tuberón, consideró que eran niños todos los que tenían menos de diecisiete años y que a partir del decimoséptimo año en que se consideraba que eran idóneos para servir al estado, los inscribió como soldados y los llamó  iuniores hasta los cuarenta y seis y seniores a partir de ese año. No quiero ni pensar que esta revelación caiga en manos de algún iunior harón…  En otro orden de cosas totalmente distinto, ¿a quién no sorprenderá que un edificio de muchos pisos se llamase ínsula y domus designara la casa de planta baja, aislada? Estamos habituados a la “manzana”, pero igualmente podemos denominar “isla” a la misma realidad. Los estudiosos de Roma, aquellos que “viven” realmente en el Imperio romano en vez de en su época, y que conocen al dedillo todo lo relativo a esa civilización, no ignoran la lista larga de recompensas que se establecieron para agasajar a quienes destacaban en la defensa de la República. Son muchas (la triunfal, la obsidional, la cívica, la mural, la castrense, la naval, la corona llamada ovación, la de olivo, etc.), pero incluso en Twitter es capaz un ojo alerta de distinguir una referencia tan culta como la de que Sor Juana Inés de la Cruz reivindicara la corona obsidional para Cristo, porque nos liberó del asedio del pecado original que ciertamente nos complicaba lo suyo la salvación. La corona obsidional es aquella que los liberados de un asedio [“obsidio”] otorgaban al general que los liberaba. Es una corona hecha de hierba, con la particularidad de que solía hacerse con la hierba que crecía en aquel lugar donde los asediados estaban cercados. Quiero creer que la de Cristo habría de ser con hierba del Paraíso, donde Adán y Eva cedieron a la seducción del mal. Los amantes de la anécdota, y de su altísimo valor relacional, porque allana las relaciones sociales que es un contento, agradecerán una versión tan fantástica como la que hallarán en las Noches del porqué de llevar la alianza en el dedo al que hemos acabado denominando así por ella, anular: Sabemos que los antiguos griegos llevaban un anillo en el dedo que está junto al meñique de la mano izquierda. Dicen que los romanos también llevaban casi siempre los anillos así. La razón de esta costumbre la cuenta Apión en los libros de Egipcíacas: al cortar y abrir el cuerpo humano, como fue costumbre en Egipto, lo que los griegos llaman “anatomía” (disección), se descubrió cierto nervio muy fino que sale exclusivamente de este dedo del que hablamos y llega al corazón del hombre.
Otras joyas anecdóticas serían el origen del topónimo Italia: Timeo y Marco Varrón escribieron que la tierra de Italia recibe su nombre de un término griego, porque los bueyes se llamaban italoi en la lengua griega arcaica; la evolución semántica de un concepto como “elegante”: Elegante no se decía en tono elogioso de una persona, sino que este término hasta los tiempos de Catón designaba por lo general un defecto y no una cualidad. (…) Se decía de quien tenía un modo de vivir y comer excesivamente refinado y placentero. (…) Más tarde dejó de considerarse algo negativo, pero no se estimó digno de elogio salvo de la persona cuya elegancia era muy mesurada; el hallazgo absurdamente lógico del porqué de un dicho que no hemos heredado en las lenguas vulgares, al menos en castellano: Durante mucho tiempo y ansiosamente estuvimos tratando de saber la cosa más sencilla, qué significaba prandium caninum (comida de perros). Por lo tanto, la comida abstemia, en la que no se bebe ningún vino, se llama canina porque el perro no bebe vino;  o el respeto con que hemos de considerar una estadística que compromete seriamente a las personas, de lo que cualquiera que se haya jubilado recientemente puede dar fe: en numerosas memorias de hombres se ha observado y podido comprobar en la mayoría de ancianos que el año sexagésimo tercero viene acompañado de algún peligro y desgracia, ya sea una enfermedad corporal grave, ya sea la muerte, o bien una enfermedad mortal. (…) Por eso llaman a este año de vida “climatérico” o “año crítico”.


Como se ha advertido, pues, de las Noches áticas cabe decir, con toda propiedad, que son un auténtico cuento de nunca acabar, escrito desde la humildad del auténtico filólogo no profesional, sino pasional. Y ese amor a la lengua y a todas sus manifestaciones recorre los libros de Aulo Gelio con una intensidad que este Artista comparte íntimamente y reparte, como buenamente puede, en las páginas de este Diario.

6 comentarios:

  1. Espero que el año sexagésimo tercero nos alcance sin mayor problema puesto que ya es cercano. Entre mis amigos y conocidos de edad aledaña son frecuentes los problemas de salud, a veces, graves (anginas de pecho, parkinson...). Uno toca madera y espera que los dioses no se confabulen contra nosotros.

    Intuyo en tus lecturas una provocación íntima contra la cultura contemporánea. Ese alejamiento hacia textos tan periféricos y lejanos solo es posible desde un profundo desdén hacia la actualidad rastrera y rastrojera. En ti, Juan Poz, late un espíritu aristocrático que no se compadece con el callejero que a veces pareces asumir. No es callejero, es otro adjetivo que ahora no me viene a las mientes. Hay un intento premeditado de elegancia, de asincronía, de estilismo, de antitemporalidad en la búsqueda de un territorio que sea reconocido dentro de veinte, treinta, cuarenta años, tal vez siglos... Es algo que me sorprende y me descoloca. Buscas tus contertulios entre los distantes, como Aulo Gelio, que vivió en el siglo II durante el imperio de Marco Aurelio. Tal vez sería interesante una poliantea, esa que leí con tanto placer cuando escribías para el lector coetáneo, de unas noches pozianas o pozescas de este tiempo aunque citaras autores cuya pista se ha perdido. En fin.

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    1. No eres justo, Joselu. Si repasas la lista de autores empozados verás que el abanico de mis dedicaciones es, en realidad, bastante variado. Ni siquiera creo que predominen los clásicos, aunque son los que leo con mayor fruición, la misma con la que empezaré a leer, dentro de poco la Instituciones Oratorias, de Quintiliano, algo que siempre quise hacer desde que leí en ella el ejercicio de redacción que proponía: meterse en el papel de Dido y reescribir su querella de amor contra Eneas antes de suicidarse.
      Otro intelector, que me sugirió la lectura de Barnabooth, me hizo la misma sugerencia. Desde entonces ando dándole vueltas a la posibilidad de retomar un cuentecito, El lazareto, cuyo contenido no andaría lejos de esa poliantea. En fin, esperemos que haya tiempo...
      Me alegra, con todo, que de estas dedicaciones atrabiliarias puedas sacar algún gustejo, aunque sea discreto y sin excesiva sustancia: soy hijo de mis limitaciones: un árido espacio rodeado de lindes infranqueables.

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  2. El adjetivo es gañán, algo que a todas luces, si no es con ánimo irónico o provocador, no eres de ninguna manera.

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    1. Ah, tú te refieres al famoso "gañan style" que proponía como "tendencia", y del que bien puedo ser , si no adalid, si congruente representante...

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  3. Un artículo entretenido y curioso, que me ha dejado intrigado. ¿Quién será el verdadero e inconfundible autor de la palabra "pionero"? Como no poseo ningún diccionario etimológico, he consultado el francés Petit Robert que propone el étimo "pion" (infante, zapador) y fecha la aparición del significado actual en 1828, introducido del inglés y de origen francés. El inglés Collins acepta el origen francés de la palabra.
    Me resisto a creer que un mago encantador se haya introducido en la web para servir pócimas lingüísticas deslumbradoras con el propósito de zapar los fundamentos de los iconos modernos. Si hay tal encantador, afirmo que nadie lo ha visto, ni siquiera Han, por mucho que tenga a sus órdenes a todos los zapadores, artificieros, radiotelegrafistas y demás officiers du génie o personal del cuerpo de ingenieros.

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    1. Corominas no lo recoge, a pesar de la extensión del artículo "pie", acaso porque, como bien dices, la palabra la toman los ingleses de los franceses, en el XIX, y desvirtúan su inicial significado de "roturador", "soldado de a pie" y peón "desbrozador" de caminos (siglo XV), para dotar a la palabra de ese intrépido talante colonial que abre caminos a la explotación humana y a la material. Como en tantas ocasiones, falta el autor y asiste el significado. Es prima hermana, la voz, de nuestro peón caminero, tan modesta ella... En cuanto a los magos, de haberlos...

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