miércoles, 18 de marzo de 2015

El aleccionador testimonio autobiográfico de un filósofo: Karl Löwith.


                           
Karl Löwith con el musicólogo Heinrich Besseler


Karl Löwith: Mi vida en Alemania antes y después de 1933: Cuando las exploraciones filosóficas chocan de frente con la contundente realidad todopoderosa.


A Miguel Horth Rojas sin cuyo trabajo de grado en Humanidades sobre Karl Löwith: La relación entre naturaleza e historia, que leí con entusiasmo, ni hubiera conocido al autor ni hubiera leído su lúcido testimonio autobiográfico. 


        La verdad es que a estas alturas de siglo casi parece cosa de maravilla que un joven de 24 años se gradúe en Humanidades con un trabajo de filosofía sobre un autor considerado “menor”, un discípulo de Heidegger, autor éste de quien acabó distanciado, entre otra cosas, por la decidida participación del autor de Ser y tiempo en el movimiento nacionalsocialista y la condición de judío represaliado de Löwith. Que la filosofía aún sea capaz de estimular a los jóvenes, independientemente de los magros horizontes de supervivencia económica que puede ofrecer, para que le dediquen sus mejores esfuerzos intelectuales, en edad tan dada a la dispersión y a la seducción de infinitos reclamos vulgares, me conmueve y me reconforta. Agradezco sobremanera no sólo que me permitiera leer el trabajo, sino también que pudiéramos comentarlo y que me iluminará en tantos aspectos que, dada la índole perversa y caprichosa de mis lecturas, desconocía, no solo del autor, que era nuevo para mí, sino también de algunos más conocidos, como Heidegger, Nietzsche, Hegel y Burckhardt, entre otros. Que haya tenido, además, la santa paciencia de centrarse en un aspecto tan específico como el de la relación entre naturaleza e historia, aún ensancha más mi admiración y mi reconocimiento, porque no ignoro lo vicioso que es el entendimiento cuando se entra en la obra de un filósofo. Su madre, Ana Rojas, que en paz descanse, muy querida amiga, compañera de profesión y lúcida intelectora, estará a reventar de satisfacción por esta humilde hazaña de su hijo.
 Karl Löwith es el perfecto intelectual, el scholar, en la más antigua tradición medieval, dispuesto a ir a estudiar con quien pudiera aprender, como hizo con Husserl, primero, y luego con Heidegger, una persona desinteresada de todo cuanto no fueran sus estudios y las teorías en las que centraba todos sus esfuerzos intelectuales, para temor de sus padres hasta que logró un puesto de profesor en la universidad. Leyó su trabajo de licenciatura sobre Nietzsche en 1923 y más tarde llegó a escribir un libro sobre él, en 1935. No es de extrañar si tenemos en cuenta lo que dicen en el testimonio: Ya leíamos el Zaratustra en el pupitre del colegio, preferentemente durante la clase de religión protestante, un filósofo que es y será, para Löwitz, el compendio de la sinrazón alemana o del espíritu alemán, por más que Nietzsche se considerase, precisamente, el fustigador número uno de ese espíritu, hsta el punto de reivindicar el origen polaco de sus antepasados y, por ende, de él mismo. De su devoción al verdadero filósofo en quien culminó una línea filosófica que se inició con Hegel queda huella indeleble en el excelente libro de divulgación titulado, precisamente, De Hegel a Nietzcshe, casi de obligada lectura. De ella me he quedado con la imagen de un Schelling anciano teniendo por estudiantes de sus lecciones magistrales a estudiantes tan diversos como Kierkegaard, Bakunin, Engels o Burckhardt. Desde la óptica naturalista de Schelling y la subjetiva de Fichte, Löwith traza la línea genealógica de la filosofía alemana con una claridad y amenidad que nos permite comprender ese viaje desde la esencia hasta la existencia, desde el espíritu hasta la historia: La idea tal como la entendía Hegel no podía expresar ningún ‘proceso natural’, sino un proceso del espíritu. Por eso Hegel no concebía la razón de la naturaleza que, para él, era impotente –mientras que Goethe la consideraba omnipotente–, sino la razón de la historia. Goethe, su contemporáneo, hablaba, sin embargo, de que ‘el enfermo de dialéctica’ podría recuperar la salud mediante el estudio probo de la naturaleza, pues ésta es siempre y eternamente verdadera y no permite semejante enfermedad. Una reacción parecida a la de Feuerbach cuando habla del teólogo Heinrich Paulus, con quien estudió, y su ‘expectoración de una sagacidad fracasada’: una telaraña de sofismas y un instrumento de tortura, mediante el cual las palabras se maltrataban hasta llegar a confesar algo que jamás habían significado.”
Este testimonio autobiográfico de Löwith se nos ofrece como un documento de altísimo valor para entender los entresijos de la vida académica alemana en el periodo de1923 a 1940, crucial para Alemania y no menos para el mundo. A través de la descripción de Löwith asistimos a la aceptación acrítica del ideal nacionalista y racista por parte de quienes deberían haberse opuesto a esa barbarie desde sus cátedras. No se trata de la primera tentativa autobiográfica del autor, pues ya escribió otra, centrada en su adolescencia: Fiala, la historia de una tentación, que, Hasta donde he podido investigar, permanece inédita entre los papeles de su legado. Es evidente que la tentación es la del conocimiento y que esa autobiografía está escrita en clave de bildungsroman. Se agradecería una edición, ni que fuera digital. Esa tentación sería la que Max Weber definiría para él, años después, en una conferencia a la que asistió en una librería de Münich y que se titulaba: La ciencia como vocación. Forma parte, con La política como vocación, del libro que se tituló El político y el científico y parece plausible que Löwith asistiera a ambas, a juzgar por el convencimiento expresado en su testimonio de que el magisterio de Weber hubiera sido el único capaz de abortar la adhesión generalizada de la inteletualidad alemana a las aberraciones del nacionalsocialismo.
        Löwith participó, como tantos judíos de los conocidos como asimilados, en muchos casos con nulos vínculos con la comunidad judía de sus localidades, en la Primera Guerra Mundial, donde resultó herido y hecho prisionero en un largo cautiverio en Finalmarina, donde solo logró entenderse, en parte, en latín con el sacerdote. Le quedó, sin embargo una admiración casi incondicional por el país, Italia, y por el talante del italiano. De hecho, se exilió en Italia hasta que las leyes raciales del fascismo le obligaron a emigrar a Japón, desde donde pasaría, finalmente, a Norteamérica, punto de llega de muchos de sus colegas judíos, como Leo Strauss, por ejemplo, de quien Gregorio Luri ha escrito una biografía intelectual “desfacedora de entuertos” interesantísima. Es muy ilustrativo el cotejo que establece entre el alemán y el italiano: El alemán es pedante e intolerante, pues siempre asume todo como un principio, separándolo de la persona. (…) a la “gentilezza” de los italianos se contrapone la eficacia antipática del alemán, que se granjea el respeto, pero no la amistad. (…) Para el italiano medio, el lema fascista “Credere, obbedire, combattere” es una sentencia retórica que pasa por alto sonriendo, mientras que para el alemán la sentencia de Hitler: “mi voluntad es vuestro credo” es un dictamen que tiene profundidad y requiere compromiso, compromiso que con la ayuda de los intelectuales germanistas se traduce en “adhesión, fidelidad y heroísmo”. (…) Puede que los italianos no merezcan confianza y parezcan desleales, pero siempre son ellos mismos, mientras que los alemanes siempre representan algo, una posición, un título, una cosmovisión o lo que sea.
        Entre las muchas reflexiones de interés que salpican el libro, quizás se lleve la palma el análisis del proceso de “rendición” académica a las tesis hitlerianas y la descripción de una realidad social vista desde la perspectiva de quien fue marginado por el sistema, de un “apestado” a quien su condición de judío le prohibía el ejercicio de la profesión e incluso el desarrollo de su vida normal en el país, razón por la cual hubo de exiliarse, primero a Italia, luego a Japón y, finalmente, a Norteamérica.  Sorprende que, desde el apoliticismo de su práctica académica, exigido por Weber como una condición del magisterio, tardara tanto en darse cuenta del alcance exacto de la locura nacionalsocialista: No podía interesarme por la lucha de los partidos políticos, pues desde la izquierda hasta la derecha todos litigaban por cosas que no me incumbían y que solo significaban obstáculos a mi desarrollo. Una especie de justificación a mi postura llegó con la publicación, en 1918, del libro de Thomas Mann Consideraciones de un apolítico. Recordemos, sin embargo, que, más tarde, Mann también hubo de exiliarse y que abandonó su apoliticismo para luchar decididamente contra el régimen nazi. Pero esa típica actitud del intelectual antiactual volcado en la vocación atemporal de su disciplina, no le impidió a Löwith comprobar, horrorizado, a qué niveles de degradación llegarían incluso personas como Heidegger, por quien él sentía un respeto infinito. Como bien advirtió, el “espíritu” del nacionalsocialismo no tiene tanto que ver con lo nacional o con lo social como con aquella determinación radical y aquella dinámica que reniegan de toda discusión y entendimiento, porque sólo confían en sí misma –el propio poder ser (alemán). Son casi siempre expresiones de violencia las que determinan el vocabulario de la política nacional-socialista y el de la filosofía de Heidegger. Un Heidegger a quien se retrata como solícito pastor nazi conduciendo a su rebaño: Heidegger hizo desfilar a los estudiantes de Friburgo hasta la mesa electoral para que depositaran en bloque su voto positivo a la determinación de Hitler. (…) Estas elecciones no tendrán parangón con ningún otro proceso electoral –afirmó el filósofo metido a agitador político–. La especificidad de estas elecciones radica en la sencilla magnitud de la decisión que implican. La inexorabilidad de su sencillez y fin no permiten ninguna vacilación ni titubeo. Esta última decisión nos lleva al límite último de la existencia (Dasein) de nuestro pueblo, y ¿cuál e este límite? El límite está en la exigencia radical de toda existencia que mantiene y salvo su propio honor, y por la cual el pueblo conserva su dignidad y la firmeza de su carácter.(…) Hay solo una sola voluntad para el ser (Dasein) pleno del Estado. El Führer ha despertado esa voluntad en el pueblo y lo ha fundido en un único propósito. ¡Nadie puede permanecer alejado el día en que estamos llamados  demostrar esa voluntad! Una actitud que entronca con su propia doctrina del Dasein, como nos sintetiza Löwith: La definición filosófica de la “existencia” (Dasein) como un factum brutum que “es y debe ser” (Ser y tiempo, pág. 29), una existencia severa y enérgica, desprovista totalmente de belleza y amabilidad, se corresponde exactamente con el “realismo heroico” de los rostros alemanes creados por el nacionalsocialismo tal y como nos miran desde las fotografías de las revistas. A partir de ahí no es difícil imaginar las intolerables aberraciones que hubo de contemplar un filósofo inerme ante el suicida desfile hacia el despeñadero de la irracionalidad de sus colegas y de sus alumnos. Un aplicado estudiante que hizo suya la humilde posición de Husserl ante el saber, como nos lo describe al hablar de su enseñanza:  En los ejercicios del seminario nos obligó a prescindir de las grandes palabras, a examinar cada concepto en cada uno de los fenómenos en que aparecía, y a responder a sus preguntas “en monedas pequeñas” en vez de en billetes grandes. Era un “escrupuloso intelectual”, tal como escribe Nietzsche en  el Zarathustra. Nada que ver, pues, con la ampulosidad pretenciosa y pomposa de las apelaciones hitlerianas al sano espíritu de la germanidad, de las que Heidegger se hizo portavoz.  Como le confirmó su buen amigo, el musicólogo Heinrich Besseler, con quien comparte la portada del libro, incluso la educación más refinada no puede preservarse de los desvaríos cuando la inteligencia se rinde ante la sangre y la tierra. (…) Puesto que las tácticas y decisiones políticas –me escribió en 1932– se forman en gran medida en el “inconsciente” no hemos de sorprendernos que personas sin prejuicios y juiciosas se vuelvan asombrosamente ilógicas y cortas de entendimiento en cuanto se habla de política (…) Añadía que, naturalmente, no podía descartarse que con tanto cambio “no se rompiera la porcelana”* (empleando el dicho popular alemán que así llama a los judíos.) Dejo para el final la consignación de las llamadas “leyes de vida del estudiante alemán” por las que estos habían de regirse por el bien de la patria una espeluznante letanía de disparates que, sin embargo, tienen la virtud de no pasar nunca de moda, a juzgar por las diversas reediciones históricas del original:
1.Estudiante alemán, no es necesario que vivas, pero sí que cumplas con tu deber hacia tu pueblo. Lo que hayas de ser, que lo seas como alemán.
2.La honra es la ley primordial y la mayor dignidad para el hombre alemán. La herida en la honra sólo puede lavarse con sangre. La fidelidad a tu pueblo y a ti mismo es tu honra.
3.El ser alemán significa tener carácter. Has sido llamado para adquirir en el combate la libertad del espíritu alemán. Busca las verdades que están disponibles en tu pueblo.
4.En la servidumbre hay más libertad de la que hay en un puesto de mando. De tu creencia, tu entusiasmo y tu voluntad combativa depende el futuro de Alemania.
5.Para ser nacionalsocialista hay que nacer tal, pero más aún, es menester ser educado en ello y, aún más que nada, debe uno mismo educarse.
6.Subordinación y disciplina son las bases imprescindibles de la comunidad y el principio de toda educación.
        Que habría de ponerse en relación con los manifiestos que circulaban por las universidades entonces, como el presente Manifiesto general de los estudiantes alemanes Contra el espíritu antialemán:
5. El judío solo puede pensar de forma judía, cuando escribe en alemán miente.
7. Deseamos respetar al judío como a un extranjero y tomarnos en serio la nacionalidad, por eso exigimos de la censura que las obras judías se editen en hebreo. Si sus obras se publican en alemán tiene que ser bajo el epígrafe de traducción. (…) El idioma alemán solo estará a disposición de los alemanes.
 11.Exigimos la selección de profesores y estudiantes que asegure su intelecto alemán.
        Este documento, de tanto interés para el estudio de uno de los periodos fundamentales de la historia, la República de Weimar, de cuyo análisis ponderado tantas enseñanzas se extraen para entender el fenómeno de los nacionalismos, vegetaba entre los papeles del escritor hasta que su viuda, a requerimiento de algunos amigos a quienes les franqueó el acceso a los mismos, fue convencida de la pertinencia de su publicación. No podemos por menos que estarles agradecidos.



*Muy curiosa, en efecto, la explicación del sobrenombre porcelana adjudicado a los judíos. He aquí el resultado de la discreta investigación que la traductora o el editor deberían haber llevado a cabo para poner la pertinente nota a pie de página:  Judenporzellan o “porcelana de los judíos” –nos explica Xavier Casalsuna especie de impuesto que en virtud de un decreto de 1769 los hebreos de Berlín tenían que pagar por ley siempre que necesitaban un certificado oficial, ya sea de matrimonio, de defunción o para fundar un negocio. Se trataba de adquirir porcelana por un valor de entre 300 y 500 táleros, lo que por entonces equivalía al salario de varios años de un operario medio. Así llegaron a producirse unas 1400 ventas forzosas por un valor de 280.000 táleros. Con esta singular medida, sin parangón en otros Estados, Federico el Grande pretendía impulsar su juguete particular, la Real Manufactura de Porcelana (KPM) que él había fundado y cuya marca de fábrica era precisamente un cetro real en color “azul de Prusia”. Se trataba de derrotar a su gran competidor, la prestigiosa porcelana sajona de Meissen, cuyo emblema son dos espadas cruzadas.

P.S. No quiero dejar de señalar el descuido ortográfico y estilístico de la presente traducción, que hubiera requerido un trabajo de edición bastante más cuidado. Sobre todo cuando en el mercado hay excelentes profesionales dedicados a dicho oficio, aún, como he podido comprobar, más que necesario.

4 comentarios:

  1. En la época del fragmento
    Juan Poz
    se mantiene fiel al texto

    Eu prattein

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    1. A veces presiento, Gregorio, que mi fidelidad a ellos es pareja a mi escasa captación de sus mensajes, no siempre tan claros como a mí me gustarían; pero va en el diletantismo, a veces, lo de perseverar...; por insistir que no quede... A veces se llega, de ella, la insistencia, a la clarividencia.

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  2. He leído con tu interés tu reseña sobre Karl Löwith, filósofo que desconocía. Mi presencia en tu blog me abre campos insospechados de conocimiento cuando derivo a lugares tan distintos de los tuyos que me asombra la disparidad de los caminos de la cultura. Imagino que esta lectura viene a complementar tu investigación sobre Perls. Sin duda que habrás ahondado en este tiempo en que se formó. Solo te faltaría aprender alemán. Aunque tiempo al tiempo ¿no?

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    1. Estoy en ello, Joselu, estoy en ello, pero tanta consonante para un ser asonante como yo me tiene pavorizado...

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