martes, 24 de febrero de 2015

Las cartas persas o la satírica contemplación excéntrica de Montesquieu.

                          

        Las cartas persas o el elogio razonado de la libertad de pensamiento: El acercamiento crítico y satírico de Montesquieu a la sociedad humana desde la Francia crepuscular de la Regencia.


         Ser azarófilo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Cuando leí las Cartas marruecas, de José Cadalso, uno de los muchos libros con los que aún hoy le es posible a este lerenda entretenerse sus buenos ratos, me dije que, a pesar de ser metodofóbico –herencia, sin duda, de una lectura tan indigesta como temprana del desafiante Feyerabend– debería, acto seguido, abrir las Cartas persas de las que hoy, a demasiados años de aquella lectura tan grata de Cadalso, he salido, si no con idéntico entusiasmo, sí con la admiración de quien ha descubierto un reposado y escéptico espíritu afín, porque el liberalismo de a quien se considera como uno de sus creadores es harto consolador en estos tiempos de banderías, de facciones y de secuaces montaraces e ignaros de cualquier creducho de tres al cuarto que se imparte desde el altar catódico y que busca a las masas para sepultar a las personas.
Quizás Montesquieu, abogado no brillante, pero teórico de la separación de poderes y defensor eminente de las leyes como instrumento del pacto social, sea más conocido como autor de Del espíritu de las leyes, pero les puedo asegurar a los intelectores que me den algún crédito crítico que este divertimento, escrito a sus 32 años, publicado anónimamente y con pie de imprenta falso, les deparará muy placenteros momentos de lectura, a poco que puedan hacerla con el recogimiento, el silencio y la serenidad de ánimo que la ocasión merecen. El libro tuvo un éxito inmediato y, como no podía ser de otra manera, no tardó en entrar en el índice de libros prohibidos ni un año, a pesar de que se siguiera editando y leyendo. Ni seis años pasaron de su publicación antes de que Montesquieu fuera recibido, sin embargo, como miembro de la Academia Francesa.
En esta ocasión, que es, como casi siempre, la de la segunda mano, la de lance, he leído la edición de Carlos Pujol, autor de un prólogo ajustado y dinámico, con una traducción de  José Marchena,  el irrenunciable Abate Marchena, apodo que, sin duda, le fue adjudicado por antítesis, dado su descreimiento radical. Entre ilustrados anda el juego, pues. Y al intelector de hoy, sin duda le llamarán la atención deliciosas expresiones marcheneras como Apellida favor, quiere que le den socorro los eunucos para matar al impostor, mas nadie le obedece, con ese uso requetebuscado de apellidar por “clamar”, “apelar” o “pedir”.
        Las Cartas persas surgen de una realidad autobiográfica, pues remedan la situación personal del autor cuando llegó a la capital proveniente de la provincia, por más que Gascuña sea una de las principales, y se encontró desplazado, fuera de sitio, convertido en un observador excéntrico que se abría a una realidad que lo superaba con sus contradicciones y disparatadas y transgresoras costumbres, porque Montesquieu es un testigo privilegiado del comienzo del final del Antiguo Régimen, algo que, obviamente, no le pasa desapercibido. La contemplación le afila un espíritu crítico y burlón que sin duda se fue forjando en la convivencia con aquel ambiente prerrevolucionario tras el que, sin embargo, inicia una vida pública bien alejada de cualquier veleidad política radical. Como nos resume Carlos Pujol: Habiendo dejado de existir cosas sagradas, lo nuevo era la elegante impiedad de los círculos libertinos, como la Sociedad del Temple, club de los epicúreos que alardeaban de ser ateos e inmorales, y que solía frecuentar por estos años un adolescente de buena pluma a quien los jesuitas habían enseñado a escribir, un tal Arouet, hijo de notario, que más tarde sería conocido por Voltaire. En realidad, su alejamiento como observador era congruente con los extremos de una biografía que nos habla de un Montesquieu de quien se reían por su acento gascón: Una persona distraída, torpe, tímida e independiente de carácter. Y de pensamiento, podríamos añadir, porque a lo largo de las Cartas persas, Montesquieu hace gala de un pensamiento propio muy cercano a nuestra sensibilidad actual. Parte de esa manera de ser tan de entonces y de hoy es su autodescripción por vía del personaje central: nunca están ociosos los que quieren instruirse; así, aunque yo no tengo asunto ninguno importante, estoy continuamente ocupado. (…) Todo me interesa y de todo me maravillo, como una criatura en cuyos órganos, tiernos todavía, se graban los más mínimos objetos.
        Quiero creer que la insistencia de Montesquieu, en realidad Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède, si bien posteriormente y para la fama, barón de Montesquieu,  en heredar la baronía de su tío, cuyo título usar, frente al de barón de La Brède, heredado de su madre, se debió a la similitud fonética entre Montesquieu y Montaigne, su más famoso paisano y, para este lector, influencia determinante en la creación de una personalidad que tanto se asemeja a la del modelo, no solo por la querencia por la tranquila vida provinciana, sino también por el amor al estudio y a la reflexión, amén de a la escritura, como es notorio. El propio Montesquieu se retrata con precisión, en la órbita de su modelo: Casi nunca he sabido lo que era la pena y aún menos el tedio. Mi máquina está construida de una manera tan feliz que todos los objetos me afectan con la fuerza suficiente para que puedan proporcionarme placer, pero no con la suficiente para causarme congoja.
Las Cartas persas es uno de esos libros inclasificables que rompen los moldes genéricos e instauran uno nuevo, o lo más parecido a él. A medio camino entre los tratados de sociología, política y antropología, la Historia, la sátira de costumbres y la novela, no cabe duda de que la invención de las cartas ficticias cruzadas entre los persas que ha escogido el autor para ejemplificar la excentricidad de su visión de la realidad de su tiempo lo tiene todo de novelesco, si no fuera porque el contenido de las cartas desmiente la existencia de una trama y unos personajes que evolucionen, excepto hacia el final, cuando una recreación del Anfitrión de Plauto nos depara auténticos momentos novelescos, que luego se confirman en las reacciones de las concubinas del serrallo del protagonistas: Usbek, que, curiosamente, y aun siendo persa, habría de traducirse como Uzbeco. Se acercan, estas cartas, en gran medida, a un género que popularizará el romanticismo: el artículo de costumbres, un género al que la formación ilustrada de Larra dotó de una dimensión política que aún hoy debería ser un ejemplo para las nuevas generaciones de periodistas. Desde esa libertad de composición, Montesquieu, a través de los interlocutores persas irá desgranando una visión mordaz, y hasta cierto punto corrosiva, del París de la Regencia, como se demuestra en este fragmento en que se pondera la importancia de los parlamentos en la política populista del Regente, Felipe de Orleáns: Parécense los parlamentos a aquellas ruinas que hollamos bajo las plantas, pero que nos recuerdan la idea de algún célebre templo. (…) Estos vastos cuerpos han seguido la vicisitud de las cosas humanas rindiéndose al tiempo que todo lo destruye, a la corrupción de costumbres que todo lo ha enflaquecido, a la potestad soberana que todo lo ha derribado. Pero el regente que se ha querido congraciar con el pueblo, ha dado al principio muestras de respeto a estos simulacros de la libertad pública; y como si fuera su ánimo restaurar el templo y el ídolo, ha querido que fuesen mirados como apoyo de la monarquía y cimiento de toda legítima autoridad.  
Al estilo barroco de los sueños de Quevedo, los personajes entran en contacto con unas realidades que forzosamente han de llamarles la atención por la disparidad de criterios que revelan a la hora de organizar una sociedad, y no solo y necesariamente por profesar dos religiones tan opuestas, la musulmana y la cristiana, a pesar de que dichas creencias moldean la forma de concebir el mundo de los personajes. Desde su juventud, Montesquieu se interesa por las civilizaciones orientales, y de ahí su interés en ofrecer a los lectores, además, no solo un espejo de sus costumbres, sino una descripción realista de esos usos orientales, lo que, en el romanticismo se convertirá en un género consolidado. Es decir, que no estamos ante una parodia del orientalismo, sino ante un interés fidedigno, de ahí la importante dimensión dialéctica que adquiere en la obra el contraste de culturas y religiones, por más que sea a través de las opiniones de Usbek y de Rica, sobre todo, como elabora Montesquieu sus teorías acerca del amejoramiento de la sociedad de su tiempo. De hecho, él reconoció que su propósito no era “hacer leer", sino “hacer pensar”, objetivo ilustrado donde los haya, acorde con su visión ilustrada de lo que es el hombre: ¡Qué desventurados son los hombres! Sin cesar fluctúan entre esperanzas falaces y risibles temores, y en vez de fundarse en la razón se fraguan monstruos que lo asustan o fantásticas sombras que los engañan. Y eso es lo que las Cartas persas significan, la poderosa irrupción de las luces en el mundo de la crítica social. A su manera, y haciendo un gambito del rigor, podrían leerse estas Cartas persas como un lejano antecedente de la crítica social de la Escuela de Frankfurt, si no peco de osado (amén de ignaro).
El libro está lleno de observaciones de todo tipo que al cazador de citas no le pasarán desapercibidas, como cuando Usbek defiende que verdades hay que no basta con persuadirlas y que es fuerza hacer que interesen, y de esta naturaleza son las de la moral o que el espíritu del hombre es todo contradicción. Las agudezas, ¡tan cercano aún el Barroco!, nos sorprenden a cada paso de la lectura: El más poderoso príncipe de Europa es el rey de Francia. No tiene minas de oro como su vecino el rey de España; pero es más rico que él porque saca su riqueza de la vanidad de sus vasallos, más inagotable que las minas. O como cuando sugiere que es menester vivir con los hombres como ellos son: los que llaman personas finas suelen ser los que más han cendrado el vicio, sucediendo acaso lo que con la ponzoña, que la más sutil es la más peligrosa. Y a lo largo del libro va emergiendo, a retazos, una suerte de confesión autobiográfica que permite conectar con mayor razón las Cartas con los Ensayos de su paisano. Ya sea el denuesto del alcohol, cuanto más sus fatales efectos contemplo, más le miro como la más terrible dádiva que hizo naturaleza a los mortales; ya la defensa del suicidio y la crítica de la vanidad de la especie: Las leyes de Europa son terribles contra los que se dan muerte a sí propios: les quitan, por decirlo así, segunda vez la vida los arrastran con ignominia por las calles, los declaran infames y les confiscan los bienes. (…)  La sociedad se funda en la utilidad recíproca; pero cuando se me hace gravosa, ¿quién me quita que renuncie de ella? La vida se me ha concedido como un beneficio, luego la puedo restituir cuando deja de serlo; que cesando la causa también debe cesar el efecto.(…) ¿Convertido mi cuerpo en una espiga de trigo, en un gusano o en una yerba, será entonces obra menos digna de la naturaleza, y desprendida mi alma de cuanto terrenal en ella había, será por eso menos noble? Semejantes ideas, querido Ibén, no tienen otro principio que nuestra loca vanidad. No conocemos nuestra nada y queremos contra toda razón hacer raya en el universo, representar un papel y ser de mucha importancia; nos figuramos que la naturaleza baja de quilates cuando se aniquila un ser tan perfecto como nosotros, y no nos convencemos de que un hombre más o menos en el mundo, ¿qué digo?, todos los mortales juntos, cien millones de personas como nosotros no son más que un sutil átomo imperceptible que distingue Dios solo porque son inmensos sus conocimientos.
Fiel a su supuesta estirpe oriental, el libro incluye algunas narraciones intercaladas de mucho mérito. Una de ellas, la de los trogloditas, se nos ofrece en forma de utopía. Nos los presenta como un dechado de perfecciones que cada sociedad debería imitar: Amaban a sus mujeres, que los querían entrañablemente. Todo su esmero le cifraba en criar sus hijos en la práctica de la virtud. Sin cesar les contaban las desventuras de sus paisanos, poniéndoles a la vista su funesto ejemplo; hacíanles particularmente palpable que siempre el interés de los particulares se halla en el común interés; que quien de él se quiere separar se quiere perder; que no es la virtud cosa que cueste afanes; que no la hemos de mirar como un penoso ejercicio, y que la justicia con los otros es caridad consigo mismo. Otra es la narración del hermoso amor incestuoso entre los gauros, persas seguidores de las doctrinas de Zoroastro. Y, finalmente, la recreación de la obra Anfitrión, que depara momentos de auténtica hilaridad. Porque el humor es la perspectiva esencial de la obra. Nada se nos presenta con los tintes trágicos que a veces tienen según qué acontecimientos, sino desde el sesgo humorístico que es propio de la suave vena satírica del autor, muy lejos, en este aspecto, de la vitriólica de Voltaire, por supuesto.
Quiero hacer mención especial de la particular visión de España y Portugal que ofrece Montesquieu en las Cartas, presentadas no como la visión de los persas visitantes, sino como un relato intercalado a partir de la carta de un francés que estaba de viaje por la península: Seis meses hace que viajo por España y Portugal, y vivo en pueblos que desprecian a todos los demás, haciendo únicamente a los franceses la honra de aborrecerlos. (…) Es la gravedad el carácter distintivo de ambas naciones, y se manifiesta de dos modos principalmente, por los anteojos y los bigotes. Los anteojos son prueba demostrativa de que el que los gasta es sujeto consumado en las ciencias y se ha engolfado en profundos estudios tanto que se le ha cansado la vista. (…) Quien se está sentado diez horas al día consigue cabalmente doble aprecio que quien no lo está más que cinco, porque se granjea la nobleza repantigándose en una silla. (…) Permiten      que salgan sus mujeres a la calle con los pechos al aire pero no que enseñen e talón o que descubran la punta del pie. (…) Entendimiento claro y sana razón se encuentra en los españoles, mas no se busque en sus libros. Véase una de sus bibliotecas; novelas a un lado y escolásticos a otro: cualquiera diría que ha hecho ambas partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana. El único buen libro que tienen es el que ha hecho ver lo ridículo que eran todos los demás. Al margen de la incomprensión del valor del Quijote, algo plausible en aquella época, choca al lector la nota a pie de página que se ve obligado a poner Marchena a su traducción: Tales eran, en efecto, las costumbres de los españoles a principios del sigo décimo-octavo; en estos cien años han dado una vuelta entera. Ha quedado, sin embargo, en toda su robustez la superstición, la ignorancia, su compañera; ha crecido concentrándose el despotismo; se han estragado más y más las costumbres; se ha aumentado la general miseria y no se sabe en qué parará esta horrorosa progresión si no la detiene una mudanza radical en la forma de gobierno, como no sea en la extinción de la nación entera. Un diagnóstico, como se aprecia, de total actualidad constituyente… La necesaria ecuanimidad que rige el proceder intelectual de Montesquieu, lo lleva a añadir una posible réplica a lo leído por su compatriota: mucho celebraría, Usbek, de ver una carta escrita a Madrid por un español que viajase por la Francia, que bien creo que vengaría su nación. (…) Se me figura que empezaría la descripción de París del modo siguiente: “Aquí hay una casa donde encierran los locos: era de presumir que fuese la más espaciosa del pueblo; mas no, que sería mezquino remedio para tanta enfermedad. Sin duda los franceses que están reputados por tan de poco seso entre sus vecinos, meten algunos locos en una casa para que crean que están en su juicio los que viven fuera.”
Llama poderosamente la atención el espacio que Montesquieu le dedica en el libro a una larga disquisición sobre las causas del despoblamiento del mundo y lo que ha de entenderse como un cierto temor de que ello pudiera llevar a la desaparición de la especie humana. Son demasiadas las teorías que se aducen para justificar las razones de ese peligro cierto, pero le aseguro a los intelectores que quieran sumergirse en la lectura del libro que no quedarán quejosos del tiempo empleado en él.
La crítica de las figuras institucionalizadas es constante, como la de los noveleros, los correveidiles, que controlan, en parte, la vida ciudadana: En ésta te hablaré de cierta nación que llaman los noveleros, los cuales se juntan en un magnífico jardín [habla de los “nouvellistes” de las Tullerías] donde siempre halla ocupación su ociosidad. Estos son los miembros más inútiles del estado y cincuenta años de sus habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta años de silencio; y no obstante se creen sujetos de importancia porque discurren sobre magníficos proyectos y ventilan los mayores intereses. O, lo que hace con notable perspicacia, la de los literatos, que incluye una curiosa clasificación de la poesía y de los poetas: Esos son los poetas, me dijo, quiero decir, los autores que tienen por oficio poner grillos al sentido común y ahogar la razón a poder de adornos, como antiguamente sepultaban a las mujeres bajo sus trajes y sus arreos. (…) Esos son los poetas dramáticos, que a mi ver son los poetas por antonomasia y los dueños de nuestras pasiones. (…) Esos otros son los líricos, que desprecio tanto como aprecio los anteriores, y que cifran su arte en una melodiosa extravagancia. (…) Los más peligrosos de cuantos autores hemos visto (…) son los que afilan los epigramas, que son saetas muy penetrantes y muy delgadas que hacen una honda llaga, la cal no se cura con remedio ninguno. (..) Vea Vm. Aquí las novelas, cuyos autores son una especie de poetas que exageran a la par el idioma de la razón y de los afectos, y pasan la vida corriendo tras de la naturaleza sin alcanzarla nunca, siendo sus héroes tan ajenos a ella como los dragones aladas y los hipocentauros.
Podría alargarme, porque el repertorio de citas de la obra es tan extenso como interesante, pero como invitación a los intelectores para que viajen en el tiempo a aquellos albores de la ilustración, me parece haber abusado de su reconocida paciencia. Acabo, finalmente, con una reivindicación de la ley como cimiento básico de la sociedad y con una reivindicación de lo que él califica como ley básica de la sociedad romana, lamentablemente perdida en sus días y mucho más aún en los nuestros: Sean las que fueren las leyes, siempre se han de obedecer mirándolas como la conciencia pública, a la cual se debe conformar en todo caso a de los particulares. Confieso no obstante que han puesto algunos legisladores mucho esmero en una cosa que indica que fueron muy prudentes, y es en dar a los padres mucha autoridad en sus hijos. Cosa ninguna alivia más a los magistrados, ninguna despeja tanto los tribunales, finalmente ninguna conserva más sosiego en el estado, donde siempre las costumbres hacen mejores a los ciudadanos que las leyes. Esta potestad es aquella de que menos los hombres abusan; es la más sagrada de las magistraturas, la única que no estriba en convenios y es anterior a los convenios todos. En los países donde se ponen a cargo de los padres de familias más castigos y más recompensas se nota que hay más orden en las familias. Los padres son vivos simulacros del Criador del universo, el cual, aunque pudiera guiar a los hombres por su amor, no deja de estrecharlos también con él por los vínculos de la esperanza y el temor. No quiero concluir esta carta sin anotarte lo disparatado del espíritu francés. Dicen que de las leyes romanas han conservado una infinidad de cosas inútiles y aun perjudiciales, y no han adoptado la potestad paternal que habían aquellas establecido como la primera autoridad legítima.

8 comentarios:

  1. Nunca pensé que volvería a toparme con las Cartas persas, gracias por el recuerdo de aquellos años de juventud y francés.
    Un saludo

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    1. ¡Qué envidia, poderlas leer en francés! Para mí era una vieja deuda de mi juventud filológica. Agradecido estoy por haber podido saldarla antes de...

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  2. "con ese uso requetebuscado de apellidar"
    "Apellida al arma" está en el Quijote, pide llamar al Santo Oficio y está en el origen de la actual palabra "alarma".
    Le alabo el gusto: tiempo ha que no se puede leer un párrafo de Montesquieu sin que se nombre a Alfonso Guerra.
    Otras opiniones de Montesquieu sobre los españoles y sus hazañas en las Indias: http://www.thenewatlantis.com/publications/montesquieus-popular-science

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    1. Gracias por la referencia cervantina. De "al arma" a "alarma", no problem, pero no recordaba el uso de "apellidar". Corro a buscar el capítulo... Y gracias por la nueva fuente. La archivo. Ahora ando con Larbaud, que fue petición de leyente...

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    2. Ya he ido. Primera parte, capítulo XLI.

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  3. La comparación con los Ensayos me anima a leer las Cartas algún día, gracias.
    En las citas elegidas asoman las contradicciones, tan frecuentes también en Montaigne: "Sean las que fueren las leyes, siempre se han de obedecer mirándolas como la conciencia pública", al tiempo que se opone a la legislación que condena el suicidio.

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  4. Me interesa la visión de viajeros sobre la realidad y el carácter español. La visión de Montesquieu es tremenda. Presenta un país atávico y retrógrado. Coincide en ello con otros viajeros que conocieron España durante el siglo XVIII y XIX. En aquella Españas hallaba eco la superstición y el retraso intelectual. Sin embargo, también se creó entre los románticos el mito de un país exótico y pintoresco que consideraron el más romántico de Europa, aunque curiosamente fue muy pobre en su propio romanticismo. Algo de ese atavismo queda. Hoy he visto con mis alumnos de bachillerato Las Hurdes, tierra sin pan de Buñuel, ambientada en 1933. Ellos no sabían cómo era Españas cuando vino la segunda República. La imagen de Buñuel es aguda y negra de una nación atrabiliaria y oscurantista. Y todavía sigue quedando. Tanta virgen Macarena, tanto Rocío, tanto el Cachorro regado con vino fino. Ciertamente hemos quedado en un extremo de Europa en nuestro devenir histórico. Y el peso de la religión ha sido brutal. Y de nuevo el BOE da espacio a dogmas e ideas sobre el amor de Dios a los hombres. NO me imagino en el BOE frances o de ningún país europeo que se incluyan semejantes páginas que avergüenzan a cualquier ciudadano. España pugna por seguir siendo diferente. Menos mal que vienen nuevos aires Y Podemos limpiará de polvo y paja las cuadras de la derecha española (jajajajaja).

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    1. Hay un libro de Ayala, La imagen de España, muy interesante al respecto, y hay otro, mucho menos conocido, Rocinante vuelve al camino, de John Dos Passos, en que el autor norteamericano no deja de hacerse cruces sobre cómo es posible que seamos un estado unido teniendo tantísima diversidad humana y cultural dentro de nuestro territorio...Son lecturas más que entretenidas. No hemos tenido "buena prensa" como país, pero no hay extranjero que no reconozca que España ofrece una "calidad de vida" difícilmente hallable en otras latitudes.Sí, el turista francés de Montesquieu se ajusta a esa visión de la España oscurantista y atrasada que incluso hemos llegado a conocer en tiempos del franquismo, y que explica, por ejemplo, que Stendhal, cuando dejó Barcelona en el viaje de vuelta, se hiciera preparar tres docenas de huevos duros para tener qué comer por el camino hasta llegar a Francia, porque la sola idea de tener que comer en algún figón por el camino le provocaba náuseas...
      Sí, Joselu, me han dicho que Monedero ya se ha puesto a ello... Nos van a dejar como los chorros del oro.... de Moscú.

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