viernes, 14 de noviembre de 2014

Ian McEwan y las novelas de corto aliento.

                       



Los perros negros. Una discreta novela “contemporánea” de Ian McEwan.

McEwan es un excelente novelista, como todo el mundo sabe. Y en cualquier autor hay libros “menores” dentro de la obra completa, que cumplen la función de entretener a sus lectores habituales hasta la aparición de las “obras mayores”, las que se suelen calificar “de largo aliento”. Se trata, pues,  de utilizar con magnífica artesanía los resortes de un oficio y entregar una obra que se lee con interés pero sin admiración, y en la que algunos momentos anticlimáticos están a punto de arruinar la lectura, aunque se pueden superar sin excesivo esfuerzo ni compromiso, con uno mismo y con el autor, al que le son indiferentes, como debe ser, los desalientos del lector.
Si la división del corpus novelístico de Galdós incluía etiquetas como novelas de tesis, espiritualistas, contemporáneas, mitológicas, etc., bien podríamos hablar en esta de McEwan de un conflicto entre la ideología y la fe, porque el matrimonio protagonista, miembros del partido comunista inglés, se separan precisamente por la fidelidad de uno a su ideología y la renuncia de la otra a ella y su entusiasta adhesión a la espiritualidad New Age, cuyas raíces reconoce en una suerte de “revelación” que tuvo en un momento de máximo peligro, cuando hubo de enfrentarse a vida o muerte con dos mastines salvajes mientras su marido contemplaba arrobado, trescientos metros detrás de ella, a la vuelta de un recodo del camino, una procesión de orugas. El fracaso del comunismo, simbolizado en el del propio matrimonio de sus suegros, lleva a la participación del narrador, en calidad de asistente del suegro, con dificultades “mecánicas”, a la participación en el acontecimiento trascendental que cada 9 de noviembre se conmemora, la caída del muro de Berlín, una caída que también actúa a nivel metafórico en las relaciones de dicha pareja, cuya historia es la base de la novela.
Lo importante, con todo, como dije al principio, es el artefacto retórico que ha construido el autor. La invención del narrador, un huérfano poco sociable con sus iguales y perfectamente avenido con los padres de estos, en cuyas casas es recibido con todos los honores y casi en condición de adulto. Mientras sus jóvenes no-iguales pierden el tiempo en sus tópicos afanes adolescentes, Jeremy, el narrador, aprende de sus anfitriones una buena porción de saberes heterogéneos que contribuyen a su formación. Su afición a los padres de sus amigos, esa necesidad, en parte, de llenar el vacío que le dejaron los suyos, lo lleva a interesarse por la historia de sus suegros, de quienes pretende escribir, cuando ya están divorciados, la historia de su relación. Con ese pretexto, visita a su suegra en la residencia para ancianos donde debido a su precaria salud ha sido internada. El narrador se admira de que la suegra sea capaz de soportar el encierro en esa residencia, comparándola con la casa y el estudio de que dispone en su residencia francesa, en la bellísima zona de Larzac, por donde discurrió el viaje de bodas de los suegros y donde sucedió la revelación trascendental de June. No es fácil reconstruir la historia común de dos personas que parece que no hubieran tenido nunca nada auténticamente “en común” y que hacia el final de sus vidas han de vivirlas separados, aunque no divorciados.
La investigación de Jeremy, el narrador acercándose ya al marido ya a la mujer, para sonsacarles información valiosa para su propósito es lo que nos permite asistir, por ejemplo, a ese desmoronamiento simbólico del muro que coincide con el del protagonista, su suegro, Bernard, quien, finalmente, acaba como diputado laborista en el parlamento, y a visitar la zona francesa de Larzac, donde reconstruye buena parte de los sucesos que, durante su viaje de luna de miel, condicionaron la relación de sus suegros. El retrato de dos jóvenes comunistas airados de la posguerra de la II Guerra Mundial se hace sin contemplaciones ni miramientos, y nos deja entrever la secuencia tópica del envejecimiento de los ideales al compás del de los cuerpos y del de los sentimientos. Se trata de una suerte de Secretos de un matrimonio o, más propiamente, de secreto singular de un matrimonio, porque no hay otro que el  de su separación, el alejamiento que induce a June a romper su convivencia con Bernard e instalarse durante la mayor parte del año en Francia, lejos de él. Jeremy, casado con la hija de ambos, Jenny, no parece tener ningún conflicto propio y sí un solo interés: conocer los entresijos de ese matrimonio, algo de lo que su propia mujer quiere disuadirlo, porque ella conoce perfectamente las flaquezas de sus padres y, como el narrador nos dice le ha costado mucho aislarse de ellos, poner distancias, como para que ahora su marido la “devuelva” al extinto núcleo familiar.
“Perro negro” era como llamaba Churchill a la depresión, si bien en esta novela, se juega con la realidad y con los símbolos de tal manera que ni siquiera la “conversión” espiritual de June tiene una explicación explícita, por más que aparezca en la traducción un término propio de la teología que no figura en el DRAE: poslapsaria, el cual significa, hecha la correspondiente inquisición: “posterior a la caída”, esto es, la de la especie humana simbolizada en  Adán. Lo que sobrevive, sin embargo, aun después de llevar años separados, es la fortaleza de un vínculo entre los protagonistas, un constante querer saber qué dice o piensa el otro de ella o ella del otro y un permanente análisis descalificador que sitúa a Bertrand poco menos que en la ingenuidad infantil y a June en la alienación más trivial. El narrador en ningún momento ultrapasa su función notarial y tiene la suficiente habilidad como para ejercer la compasión, antes que el juicio censor.
Estamos, pues, ante una suerte de episodio generacional que se lee con cierto interés diría que casi documental. Es cierto que hay episodios narrados con magnífico nervio narrativo, como el del asalto de los dos canes, y otros, como el de la fugaz visita a Berlín, llenos de irónica comicidad.
No hace mucho tuve la oportunidad de leer On Chesil Beach, una triste novela sobre la frigidez y la inexperiencia sexuales que marca a los protagonistas en su noche de bodas, anécdota alrededor de la cual gira todo el libro. La pareja, curiosamente, también está formada por dos izquierdistas, en este caso activistas antinucleares, lo que mueve a pensar que, quince años más tarde, vuelva el autor sobre el núcleo del conflicto de los suegros del narrador –la extraña vivencia de sus relaciones sexuales– para elevarlo a la categoría de eje central de una novela. Con todo, On Chesil Beach me parece una novela más conseguida que Los perros negros.                                           

2 comentarios:

  1. No diré que ardo en deseos de leerla, pero la anoto en la lista de los "quizás"

    Un saludo

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    1. Pilar, sobre la lista de "quizases" he elaborado una entrada que publico ahora mismo, porque es algo sí como una "nota a pie de Diario", a pie de obra, que no estorba otras intelecturas de alguna posible medioenjundia.
      Buen fin de semana.

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