lunes, 6 de octubre de 2014

Continúa la inmersión en Emerson, II.


                                                                         
                                                           
La cordialidad de la mismidad inalienable.

 Ralph Waldo Emerson o la declaración de independencia cultural usamericana, II.

Para Gregorio Luri que disfrutó de su Walden particular up there…

         [He de confesar, en este brevísimo preámbulo obligado, que me ha sorprendido la generosa acogida a esta entrada del Diario. Ignoraba – originario como soy de Lagunas de Ruidera… – que Emerson tuviera tal capacidad de atracción. Imaginaba –topo ciego, pues– que la mera presencia de su nombre venerable en el encabezado sólo conseguiría captar la atención de algún despistado lector que no lo hubiera leído, como yo. Ya veo que no, que su poderoso pensamiento puede seguir concitando el interés de los intelectores de hoy. Por eso me he visto felizmente obligado a concluir cuanto antes la segunda entrega de esta común  lectura entusiasta.]

Quedó dicho, creo recordar, que el orondo Bloom comparaba a Emerson con Montaigne, no sólo por la amplitud de sus preocupaciones intelectuales, sino por la cultura clásica y por la tendencia al laconismo sentencioso, propio no de quien quiere ahorrarse redacción, sino de quien quiere ahorrar al lector repeticiones enojosas o encumbradas digresiones ubetenses. La claridad de pensamiento tiene esa virtud, y Emerson, en ese sentido, es un autor la mar de agradecido.
Dijimos, pero no lo desarrollamos, que su vinculación con la naturaleza no era una pose de origen romántico, aunque ese origen tenga, ni tampoco una extravagancia antisistema, al estilo de Thoreau, sino, en el mejor sentido de la palabra, la conciencia de ser emanación de ella y, por tanto, el autor se ve en la necesidad de entonar la alabanza discreta de esa realidad de la que forma parte. La escisión urbano/rural actúa también en Emerson, por más que sea un tópico de la literatura occidental presente en Horacio, por egregio ejemplo,  autor de un concepto, la aurea mediocritas, que tan excelentemente define un modo de ser en el mundo, y  también, por poner un ejemplo cercano, en Antonio de Guevara, cuyo Menosprecio de Corte y alabanza de aldea –que parece nacida de su famoso cuentecillo El Villano del Danubio– merecería tener más lectores, sobre todo si a estos les gusta una escritura clásica con predominio de las antítesis, los quiasmos y las estructuras bimembres, en las que sobresale Guevara. La vivencia de la naturaleza de los concordianos tiene no poco de rebeldía, pero también de religiosidad y de humildad. Actúa esa reverencia hacia ella como una anticipación de lo que habrá de ser la crítica a la Ilustración y al poder omnímodo de la razón, hoy ya, según a quién se lea, una ancianita venerable de la que pocos esfuerzos pueden esperarse… La presencia apabullante de la naturaleza a la que no se puede sorprender mal vestida, como dice Emerson con harto ingenio aforístico, la vive nuestro autor como la presencia de lo excesivo, de donde infiere, pro domo sua, una hermosa teoría: La exageración es parte de todas la cosas. La naturaleza no envía al mundo ningún ser, ningún hombre, sin darle un pequeño exceso de alguna cualidad propia, que entronca con esa idea tan americana de ser portadores de una misión en esta vida, de estar predestinados a algo grande. Hay en Emerson un reconocimiento que a veces olvidamos: Hablamos de desviación de la vida natural, como si la vida artificial no fuera también natural. Se trata de una constatación a la que le cuesta abrirse paso en mente que ven la especie humana como una aberración de la naturaleza, como su cáncer. En realidad, el naturalismo de Emerson consiste en aceptarnos como somos (La realidad es mejor de lo que se cuenta), si bien hay una diferencia abismal entre estar en contacto con la naturaleza o no estarlo: Las ciudades no dejan espacio suficiente a la mente humana, que podría haber sido epígrafe para Poeta en Nueva York de Lorca. La contrapartida de esa grandeza interior que todos creemos poseer, de esa exageración de la naturaleza que vibra en nosotros, es la facilidad con que puede caerse en el delirio de grandeza, en la megalomanía: Notable es el exceso de fe de cada hombre sobre la importancia de lo que tiene que hacer o decir. Las tensas relaciones entre la persona y la naturaleza, dada nuestra artificialidad consustancial, no se le escapan a Emerson, porque el ser humano es un generador nato de fines, mientras que la naturaleza no tiene otro fin que ella misma o, en palabras de Emerson: Vivimos en un sistema de aproximaciones. Todo fin es anticipo de algún otro fin. Estamos “acampados” en la naturaleza, no “aclimatados”. Y esa distinción explica a la perfección nuestro fracaso.  La vuelta a la naturaleza es, por lo tanto, una exigencia de quien quiere reconectar con sus orígenes y, para ello, hay que despojarse de saberes preconcebidos, porque como mejor explica Emerson: A las puertas del bosque, el hombre de mundo, sorprendido, se ve forzado a abandonar sus opiniones civilizadas sobre lo grande y lo pequeño, sobre lo sabio y lo estúpido. La mochila de la costumbre cae de sus espaldas con el primer paso que da en estos recintos. Hay aquí una santidad que avergüenza a nuestras religiones, y una realidad que desacredita nuestros héroes. El epifonema con que concluye el párrafo es una demostración tan evidente del poder del estilo y el modo de razonar emersoniano que por sí mismo vale como la más persuasiva de la razones para invitar a su lectura profusa. De forma congruente con el crédito que Emerson le concede a la realidad, no es de extrañar que su actitud ante el conocimiento sea la que con tanta vehemencia poética -¡hay tanto de vate inspirado en su obra!– expresa en las siguientes palabras: Cada momento y cada objeto instruye: porque la sabiduría está vaciada en todas las formas. Ha sido vertida en nosotros como sangre; nos convulsionó como dolor; resbaló dentro nuestro como placer; nos envolvió en sus opacos, melancólicos días, y en días de alegre labor; no adivinamos su esencia, sino después de largo tiempo.
         Su visión de la realidad y del individuo dentro de ella, acaso por su visión enardecida de la naturaleza, no le impide, por más que sea su confianza en la capacidad de las personas sea enorme, tener una visión ecuánime de lo que acontece: No importa cuántos siglos de cultura lo han precedido, el nuevo hombre siempre se encuentra al borde del caos, vive en perpetua crisis. ¿Recuerda alguien cuándo los tiempos no fueron duros y el dinero escaso? ¿Recuerda alguien cuándo abundaron los hombres sensatos, los hombres y las mujeres de buena ley? (…) La política nunca fue tan corrompida y brutal; y el comercio, ese orgullo y favorito de nuestro océano, ese educador de naciones, ese benefactor a pesar suyo, no es sino vergonzoso delito, engañifa y bancarrota, en todo el mundo. Palabras que a cualquier inelector le parecerán actualísima descripción de nuestro presente, independientemente de las circunstancias concretas, tan diversas, entre su presente y el nuestro. Hay, por lo tanto, en la persona algo que atraviesa los tiempos de forma inmutable, un impulso de ser que parece unificarlos todos (Un granjero decía que le hubiera gustado poseer toda la tierra lindante con la suya. Bonaparte, que tuvo el mismo apetito, trató de hacer del Mediterráneo un lago francés). Por ello, el verdadero dueño de su destino es quien vive en el aquí y ahora: Solo es rico el que posee el día, dice Emerson trayendo a su aforismo el eco de la filosofía grecolatina. No solo el día sino incluso la hora: Llenar la hora, no más, eso es la felicidad. Llenad mi hora, ¡oh, dioses!, para que yo no diga, cuando haya terminado esto: “Mirad, otra hora de mi vida que se ha ido”; sino, mejor: “He vivido una hora”. Porque de lo que se trata no es de vivir en la extensión, sino en la intensión. La ciencia alarga la vida, pero en algunos  alarga también su hastío. Hay que rasgar el velo de Maya y saber leer el mundo: Desnudando al tiempo de sus ilusiones, tratando de ver qué hay en el corazón del día, descubrimos el valor y la igualdad del momento, y la insignificancia de la duración. Lo que cuenta es la profundidad con que vivimos, de ningún modo la extensión superficial de la vida.
         El interés que por el genio, el héroe o la individualidad sobresaliente manifestó Emerson en su ensayo sobre Shakespeare nos permite establecer un paralelismo con otro escritor, el inglés Thomas Carlyle, con quien mantuvo una fraternal correspondencia durante más de 30 años. Son muchos las semejanzas entre las circunstancias vitales de ambos como para resistirse  a una visión plutarquiana de ambos, entre el Sabio de Concord y el Sabio de Chelsea como conocían en Londres a Carlyle, pero ¡no tema el intelector!, que sé resistirme. Si acaso, tal vez vuelva sobre ello, si los años me son propicios, cuando lea Sartor Resartus. La visión del héroe, en este caso el hombre de genio literario como Shakespeare, le sirve a Emerson para elaborar una teoría del mismo muy curioso y en la onda de algunos opinadores de nuestros días, porque, para Emerson, el genio más grande es el hombre que más deudas tiene con los demás, es decir, con la tradición. Y de ahí sigue una senda, toda originalidad es relativa. Todo pensador es retrospectivo, que acaba forzosamente en la moderna teoría de la intertextualidad que se acerca, cuando mal entendida,  al plagio puro y duro: Prácticamente ha llegado a ser una regla de la literatura que un hombre después de haberse mostrado capaz de escribir con originalidad, tiene en adelante derecho a robar a discreción de los escritos de los demás. El pensamiento es propiedad de quien puede hospedarlo, y de quien puede colocarlo en lugar adecuado. ¿Radica la genialidad en una lectura apropiada? Algo así nos quiere indicar Emerson cuando nos dice que el genio creador es el que conoce la chispa de la verdadera piedra y la `recia muy ato, doquiera la encuentre. Tal es la feliz posición de Homero, quizá; de Chaucer, de Saadi*.
         El ensayo dedicado a la amistad (la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído) ofrece, como los anteriores, una buena muestra del modo como progresa el discurso en Emerson y, sobre todo, de su insobornable culto a la verdad, porque reconocer que vulgaridad, ignorancia, malentendido, son viejas amistades nos sitúa en la perspectiva adecuado para, en vez de entonar un noble canto a una de las grandes manifestaciones de la virtud, ofrecernos un demoledor y contundente análisis de la dificultad de alcanzarla: Nuestras amistades son breves y mezquinas porque la hemos hecho con tejidos de vino y ensueño en lugar de la vigorosa fibra del corazón humano. Las leyes de la Amistad son grandes, austeras y eternas, como las leyes de la naturaleza y de la moral. Pero hemos apuntado a un beneficio rápido y bajo, para gustar una pronta dulzura. Emerson se plantea la amistad como una exigencia de la individualidad. Hasta que no se posee esa personalidad fuerte, definida, es imposible encontrar la verdadera amistad, como él dice, paradójicamente: Es preciso ser “muy dos” antes de ser “muy uno” o, acaso,  mejor ser una ortiga en el flanco de tu amigo que su eco. Es de tal naturaleza la exigencia que plantea Emerson a la realización de la amistad, que no es de extrañar que acepte la radical soledad en que ha de vivir el individuo que se precie de serlo, un poco al estilo de la quevediana del vive para ti solo si puedes, pues solo para ti, si mueres, mueres. De ahí la temible constatación a la que él se enfrenta con una esperanza infinita en la posibilidad del bien y de lo bello: Caminamos solos por el mundo. Amigos como los que deseamos son sueños y fábulas. Pero en el corazón fiel alienta siempre la sublime esperanza de que en otra parte, en otras regiones del universo, hay almas que ahora sufren y obran, almas que pueden amarnos y a quienes podemos amar.
         El humanista americano, un ensayo  que el pragmatista Wendell  Holmes consideraba “nuestra declaración de independencia cultural”, sienta las bases de un renacimiento cultural que hunde sus raíces en la aventura americana antes que en el viejo continente. Ya en el ensayo sobre la amistad había hecho una declaración inequívoca: Viajamos a Europa, perseguimos personas o leemos libros, con fe ingenua en que ellos los llamarán o nos los revelarán. Pordioseros todos. Las personas son como nosotros; Europa, un viejo ropaje desvaído de gente muerta; los libros, sus fantasmas. Dejemos esta idolatría. Abandonemos esta mendicidad. Y de ahí el entusiasmo de Walt Withman cuando le envió, buscando su aprobación, la primera edición de Hojas de hierba. Ha de contarse en el amplio haber de Emerson ser el primer valedor de Withman, si bien el uso que, sin autorización expresa, éste hizo de la elogiosa carta del primero para el prólogo a la segunda edición los distanció. El diseño del humanista americano viene a ser una visión nacionalista de lo que ha de ser una ambición universalista, pero a veces el camino de lo global tiene estos rodeos locales. El entusiasmo con que Emerson habla de la dedicación intelectual tiene resonancias autobiográficas, puesto que a ella dedicó su vida. Las recomendaciones para ello pasan, sin embargo, por un estrechísimo acercamiento a lo real, no por conservar la fría distancia desde donde intentar capturar la ecuanimidad. El humanista lo es porque está en contacto con lo humano, con los otros, no aislado: El proverbio árabe dice: “Una higuera, mirando a otra higuera, se vuelve productiva”, solía repetir. Y ha de perseguir, además, la acción, puesto que a través de ella se estrecha la relación con lo real: Aunque solo fuera para poseer un buen vocabulario, el humanista debería codiciar la acción. La vida es nuestro diccionario. No sólo eso, sino que incluso el caudal léxico le sirve al autor para establecer la jerarquía de la vitalidad: Cuando oigo hablar a cualquier persona, conozco enseguida cuánto ha vivido, por la pobreza o el esplendor de sus palabras.  El objetivo de ese sociabilísimo humanismo imbricado en la acción (Vivir es un acto total. Pensar es un acto parcial) nos recuerda aquella sentencia rousseauniana: el hombre que medita es un animal depravado, que yo use como epígrafe para mi ensayo aún desencajado La España vulgar. No puede haber, pues, un humanismo que no “esté” asentado en la realidad del cada día, porque de ese contacto fructífero provendrá la obra imperecedera: Fatigas, calamidad, exasperación, necesidad, son maestros de elocuencia y de sabiduría. El verdadero humanista lamenta las oportunidades de acción que han pasado por su lado, como una pérdida de poder. Y para rematarlo, nos advierte paradójicamente del poder pernicioso e los libros: la mejor de las cosas, bien usados; si se abusa de ellos, cuentan entre las peores; una opinión en las antípodas del baboso y acrítico elogio del libro y la lectura, como si lo importante no fuera el contenido específico en vez de la facultad; o como si los enemigos totalitarios de la cultura no hubieran transmitido sus idea también a través de los libros. A su manera, hay un paralelismo con el “derecho a votar” del secesionismo catalán que se presenta como el no va más de lo democrático  cuando en realidad se trata de un derecho que no tiene sentido sin su complemento directo, porque votar la reinstauración de la pena de muerte también se vota, y a pocos les parecerá que eso sea un acto democrático excepto etimológicamente, pero ya se sabe quién carga las etimologías, ¿verdad, don Miguel?
         De momento hasta aquí llegan mis coincidencias con Emerson, pero su grafomanía, que lo llevo a derramarse por escrito incesantemente, me convoca a futuras lecturas que intuyo tan sustanciosas y apasionantes como la presente. Emerson no es un libro, sino una biblioteca.


*Es curioso el caso de Saadi y que vuelva a encontrármelo en estos textos de Emerson. Mientras que los Rubaiyat de Omar Khayyam alcanzaron en occidente un éxito fulgurante, El jardín de las rosas del también persa Saadi de Shiraz apenas ha traspasado los círculos de aficionados al orientalismo. Se trata, sin embargo, de un excelente aforista que merecería más extenso conocimiento.

2 comentarios:

  1. Retengo esta idea que tomo para mí porque expresa claramente mi modo de ver las cosas. "En cuanto oigo hablar a una persona, conozco en seguida cuánto ha vivido por la pobreza o esplendor de sus palabras". Esto es para mí una referencia clara en mi relación con mis alumnos. Distingo en seguida la riqueza de su mundo mental por su modo de expresarse, por la formulación de sus preguntas, por la elocuencia con que manifiestan lo que sienten. Normalmente es desesperanzador constatar la pobreza que abunda, pero de vez en cuando sientes algo diferente e intuyes un grado importante de elaboración personal, de intento de construir una perspectiva desde la cual ver el mundo por incierta que sea. Hay que acercarse a los buenos como esa higuera que da fruto al verse al lado de otra higuera. Nuestros espejos son los maestros de la literatura por altas que queden sus realizaciones. Ahora me estoy adentrando en el lenguaje fotográfico y sé que he de inspirarme no en la mediocridad, sino en los grandes, por minúsculas que puedan ser de momento mis fotografías. Pero un largo camino se comienza con un paso y luego otro y así sucesivamente. Robaré ideas, inspiración, perspectivas, imitaré y luego tal vez pueda desarrollar un mundo mío personal. Las ideas y las obras geniales están ahí a disposición de todos y son de todos. Espero haber sido depositario de un exceso en algo y poderlo descubrir. Me gusta la idea de sentir eso de tener una misión en la vida. Yo siento ahora que la tengo. Es como si todas las piezas hubieran cobrado de golpe su lugar.

    En cuanto al totalitarismo del independentismo, qué decir. Ahora los siento desconcertados sin saber qué hacer. Si asaltar el palacio de invierno y provocar una guerra civil o bajar las banderas y acallar durante un tiempo la matraca. Me gustaría pensar que en el mundo mundial existe algo que vaya más allá del destino de Catalunya. Muchos no lo perciben así. Es curioso cómo la crisis del ébola ha silenciado totalmente el discurso independentista. ¿Y ahora qué?

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    1. Me alegro de que en este bosque de referencias desordenadas hayas encontrado algo a lo que asentir. Emerson es muy honesto y sabe que el respeto al otro no está reñido con la crítica de aquello que no case con los parámetros que él establece para poseer la individualidad. ¡Qué enojoso, y hasta torturante, hablar con seres repetidos! No se trata de buscar la genialidad, sino de hallarun tú a la altura de nuestro yo, y cada cuál dota contenido esa relación. No niego, por ello mismo, que los aficionados a la lectura de obras como la de Montaigne o ahora de Emerson, lo tenemos muy difícil. No se trata tampoco de formación académica -yo salí de una carrera de 5 años en Filología sin que me dijeran ni una palabra sobre Cervantes, Quevedo o la Generación del 27, entre otros-, sino de un cierto gusto por la "creación" de la propia persona, fundamentándola correctamente para que el albur de la ocasión no nos desarbole con la facilidad de lo que no tiene raíces que se hinquen bien en el suelo nutricio.
      Respecto del dominio que tienen los medios de comunicación en la creación de la opinión pública habría mucho que hablar. Si te fijas, las preocupaciones ciudadanas -al margen del paro, que es la primera, siempre, como debe de ser- recogidas en las encuestas tienen un paralelismo asombroso con lo que ha sido noticia dominante en los últimos tiempos anteriores a la encuesta. Por eso los demoscópicos se equivocan tanto. Dudo mucho de que haya tantas voluntades "individuales" que coinciden sobre un tema; no tengo ninguna duda de que cuando nos masificamos desaparece nuestra individualidad.
      ¡Toma ya pestiño...!

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