domingo, 27 de abril de 2014

Alejandra Pizarnik en su desgarrada palabra poética.





La poesía como respiración:
Poesía completa de Alejandra Pizarnik o la desarbolada defensa contra la autoaniquilación.
Vida extraña –y triste– la de Alejandra Pizarnik. Y combativa. Hasta que la distancia entre la palabra y el significado se volvió infinita y el camino entre ambos una desolación literalmente insignificante. Los destinos trágicos se nos imponen, en su radical expresión del infortunio, de la desgracia –como falta de gracia, de ese don vital y sustantivo desde el que se construye una obra poética– cuando entramos en una obra donde se han explorado todos los caminos que van desde el yo a la realidad y desde ésta –verdadera o en efigie, tanto da– hacia la ausencia dolorosa del yo, hacia el rostro leve de lo que acaso pudiera haberse confundido con el centro último de la intimidad. Alejandra Pizarnik escribió obedeciendo al afán de desfiguración, más que al de indagación: ¿cómo orientarse en un yo sin el mismo, sin el territorio donde se ha de localizar el epicentro del seísmo que descoyuntó su ser, su existencia? Fue geóloga y espeleóloga sin suerte, y tampoco halló consuelo en los jardines sin confines de la infancia. Su madurez –en eterno entredicho– consistió en aquilatar la retórica de la ausencia de sentido y constatar la espléndida solidez de las arquitecturas verbales que levantó para espanto personal y consuelo de las horas valle de su escarpada, de su agreste biografía. Son gritos con sordina, a sovoz: la flor amarilla del murmullo.
Hay en la obra de Alejandra Pizarnik lo que podríamos denominar una testarudez, una ruda vivencia intelectual de la hosquedad de su condición dita, ni mal ni ben: porque ella quiso, ante todo, decirse. Transmutarse en las voces que conforman un reducido vocabulario (confabulario, también) del dolor, la alienación, la perplejidad, el horror y, sobre todas las cosas, el desamor. Hosca fue su oquedad, además: un pozo sin fondo donde fue guardando y perdiendo al tiempo un ser inaprehensible e ignoto: puro sentimiento disuelto en desolación y combate poético.
Heredera de la cada vez más caduca vanguardia, su primera obra,  La tierra más ajena (1955) parece un ejercicio de escritura automática en la que aquí y allá emergen chispazos de la densa, de la angustiada poesía futura, como en el autorretrato Yo soy… en que se aparta de los automatismos para intentar objetivarse:
 mis alas?/ dos pétalos podridos / mi razón?/ copitas de vino agrio/ mi vida?/ vacío bien pensado/ mi cuerpo?/un tajo en la silla/ mi vaivén?/un gong infantil/ mi rostro?/un cero disimulado/mis ojos?/ah! trozos de infinito.
La última inocencia (1956), dedicado a su psicoanalista León Ostrov, con quien no estuvo más de un año, aunque mantuvo siempre la amistad y el contacto epistolar, es ya una muestra lograda de la poesía existencial que vehicula su angustia, sus pulsiones autodestructivas y la eterna necesidad de ser amada con pasión arrebatadora, que literalmente la arrebate de las garras feroces de sí misma, algo que nunca llegó a conseguir, ni en la vertiente heterosexual ni en la homosexual. Una muestra de esta etapa sería Solamente:
  ya comprendo la verdad/estalla en mis deseos/y en mis desdichas/en mis desencuentros/en mis desequilibrios/en mis delirios/ya comprendo la verdad/ahora/a buscar la vida.
He ahí el reto: pasar del fatigado conocimiento exhaustivo de su destierro vital a la exaltación de una existencia compartida. Pizarnik era incompatible con la vida común, y se sabía destinada a sufrir la habitación en los angostos y medinescos callejones de su agónico sentir, de ahí esa añoranza de una realidad cuyos umbrales raras veces traspasó. O como ella edificó:
alejandra alejandra/ debajo estoy yo/alejandra
Auténtica mónada doliente.
Es cierto que Alejandra Pizarnik tiene la recurrente fantasía de estar al borde de pasar al otro lado del espejo, y que es capaz de intuir sus sombríos atractivos,
Pero hace tanta soledad/que las palabras se suicidan
echando por tierra el fundamento de sus débiles esperanzas de signo contrario y luminoso.
Podríamos decir, casi sin miedo a equivocarnos, que la vida de Alejandra Pizarnik es una vida literaturizada, voluntaria y deseadamente apalabrada: su sangre resuelta en tinta no alienta tanto la respiración como un febril ritmo poético en que se advierte la ausencia de calor humano y se plasma el dolor de la abstracción recostada en diminutos e hirientes significantes:
Tal vez las palabras sean lo único que existe/en el enorme vacío de los siglos/que nos arañan el alma con sus recuerdos.
En la Poesía completa editada con excesiva sobriedad por Lumen y rigurosa orfandad de anotaciones, como si una obra tan compleja y entrañada en su biografía pudiera leerse en ayunas de ellas, hay dos poemas que podríamos considerar las piedras angulares de su edificio poético: El despertar y Mucho más allá. Tomemos la aurora del primero y el corazón del segundo:
Señor/La jaula se ha vuelto pájaro/y se ha volado/y mi corazón está loco/porque aúlla a la muerte/y sonríe detrás del viento/a mis delirios
¿A qué, a qué/este deshacerme, este desangrarme,/este desplumarme, este desequilibrio/ si mi realidad retrocede/como empujada por una ametralladora/y de pronto se lanza a correr,/aunque igual la alcanzan/hasta que cae a mis pies como un ave muerta?/ Quisiera hablar de la vida./Pues esto es la vida,/este aullido, este clavarse las uñas/en el pecho, este arrancarse/la cabellera a puñados, este escupirse/a los propios ojos, sólo por decir,/sólo por ver si se puede decir: / “¿es que yo soy? ¿verdad que sí?/ ¿no es verdad que yo existo/ y no soy la pesadilla de una bestia?
En ellos queda descrito con sobrecogedor patetismo el dramático acto posesivo de la depresión, ese enseñoramiento perverso de la autodepreciación extrema, del autoaniquilamiento, ese oscuro y desgarrador proceso en el que la desesperación impotente quiere abrir ventanas en el propio cuerpo por que la luz descubra y deje salir, a través de las heridas abiertas, a ese indefenso pajarillo asustado cuyo canto revela nuestro ser más íntimo, preciado y frágil.
En la poesía de Pizarnik hay un motivo recurrente que la atraviesa de principio a fin: la soledad:
La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.
y sus infinitas maneras de presentarse, auténtico prodigio de la metamorfosis. Desde ella la autora constata las lunas infatigables que gobiernan las mareas de sus silencios, sus ausencias y sus sueños rotos:
sólo la sed/el silencio/ningún encuentro.
Hay en la autora, y casi llega a parecer una manifestación patológica cosida a su agudo carácter inquisitivo, una hipersensibilidad psicológica que se convierte en hiperestesia extrema desde la que juzga cuanto la rodea y cuanto ella encierra, lo que se traduce en hallazgos poéticos de excepcional belleza conceptual:
Como un poema enterado/del silencio de las cosas/hablas para no verme.
Un poema, como se aprecia, que nos remite al exquisito autor de refinada poesía psicológica, conceptual: Juan Ramón Jiménez, en principio ajeno a la tradición poética reconocida por la autora. Pizarnik es consciente, en su poesía, de expresar un punto de vista singular; el del derribo, el del hundimiento, el del margen de lo vivido en comunidad:
Una mirada desde la alcantarilla/puede ser una visión del mundo.
El mundo referencial de la poetisa no es muy variado. La monotonía del insomnio, de la angustia, de la incapacidad comunicativa, de los estrechos límites de su cuarto, de la noche, particularmente:
Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche.
Toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme.
como ámbito privilegiado, de los muros y, fundamentalmente,  del léxico, de esa selva mirífica que podría haberle abierto las ventanas de lo maravilloso y que, sin embargo, parece haberla encerrado en el silencio:
extraña que fui/cuando vecina de lejanas luces/atesoraba palabras muy puras/ para crear nuevos silencios.
En el orden retórico, Pizarnik es una experimentadora constante con los ritmos, que son la esencia de la poesía; pero también con los mil y un recursos que posibilitan la expresión de la extrañeza radical que fue su vida: equívocos, calambures, dilogías, antítesis, lítotes, paradojas, oxímoros y paronomasias son la respiración necesaria de sus versos. Pensemos, por ejemplo en La verdad de esta vieja pared:
Que es frío es verde que también se mueve/llama jadea grazna es halo es hielo/hilos vibran tiemblan/hilo/es verde estoy muriendo/es muro es mero muro es mudo mira muere.
cuyo último verso, exhalada aliteración casi hasta el límite de la parodia, trasmina un sentido trágico que es epítome de su existencia, propiamente de su exitencia…
La esciomaquia o lucha del espíritu consigo mismo, ese contender machadiano del hombre con su contrario, que es su complementario, es otro de los temas recurrentes de Alejandra Pizarnik, porque sin ser ella esquizofrénica sí que vivió un proceso de alienación en el que manifestó un agónico desdoblamiento múltiple, como dejó escrito en Invocaciones:
Insiste en tu abrazo,/redobla tu furia,/crea un espacio de injurias/entre yo y el espejo,/crea un canto de leprosa/entre yo y la que creo
Se trata de una sorda lucha silenciosa:
Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla.
En Extracción de la piedra de locura la autora cultiva el poema en prosa, si bien tienen todos la condición de entradas de un diario íntimo, como el que ella misma llevó y que es obra paralela a su poesía y complementaria de ella. Esta sección en prosa poética del libro parece una simbiosis de ambas dedicaciones genéricas, la lírica y la confesional. Perdóneseme la cita larga del fragmento número 20, que es acabado ejemplo de lo que señalo. A partir de él estarán los intelectores en condiciones de aventurar un  juicio sobre la necesidad de acercarse, con respeto e interés a la lectura de una autora de abigarrado sentir:
Puertas del corazón, perro apaleado, veo un templo tiemblo, ¿qué pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible.
La omnipresencia de la muerte, de su interiorización como un horizonte que se acerca cuando nos dirigimos hacia él, en vez de huir, atraviesa toda su obra desde los primeros libros. En El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos define su particular concepción de la misma:
La muerte es una palabra. La palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi nacimiento…
Rara vez hay una formulación aforística en su obra poética, pero a veces algún fragmento adquiere esa condición:
Lo malo de la vida es que no es lo que creemos pero tampoco lo contrario.
El volumen contiene, a modo de apéndice, los poemas no publicados, lo que lleva al lector al sano ejercicio de preguntarse por qué fueron postergados frente a los otros, porque hay en los primeros no pocos aciertos que hubieran merecido la luz de la publicación en volumen, aunque algunos de ellos fueron publicados en revistas, como el excelente Buscar, publicado en Sur, nº 284 en 1963:
Buscar
No es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene.

Su poesía fue siempre una poesía de la espera hasta la desesperación final. De la confianza, hasta la desolación última. Leerla hoy es algo más que un tributo o un reconocimiento: es revivir una experiencia dolorida y apasionada, el viaje de un alma en busca de las palabras definitivas que, paradójicamente, la contuvieran, liberándola. 

lunes, 21 de abril de 2014

El “humor violento” de la primera novela de Enrique Jardiel Poncela.


 Amor se escribe sin hache (como su umor dioso) o el firme eslabón entre Ramón y los tiempos modernos.
Por el verdadero humor nunca pasa el tiempo, cuando lo es de verdad, es decir, cuando nos parece una emanación de nuestra naturaleza. Reímos, pues, como respiramos. Si el humor caduca, si envejece, si nos cuesta estirar las comisuras y airear los dientes y la úvula para encajar la mueca en la máscara de la risa, entonces humor, desgraciadamente, se escribe sin hache y, en algunos casos, como el presente, con T de ternura y con la A de admiración retrospectiva hacia el continuador de unas formas humorísticas que, nacidas en las vanguardias y sobrecarnadas alrededor del alma del Pombo, han alimentado a dramaturgos y novelistas –la poesía y el humor siempre han andado a la greña– durante generaciones. De hecho, la actual de ese neogénero del monólogo teleyutúbico también ha bebido en aquel humor absurdo, no siempre ni necesariamente blanco y sí siempre misógino, directo heredero de la misoginia medieval de origen paulista, que no crístico. Tan evidente es el autor de la misoginia de la que su novela es vehículo, que se ve obligado a escribir un capitulejo en la última parte del libro, Divagación sobre el misoginismo, en el que se afana en buscar los antecedentes clásicos, desde la patrística hasta Eurípides, pasando por los grandes misóginos de su tiempo, que le permiten explicar que el desprecio a la mujer son enfermedades de la época.
Amor se escribe sin hache, publicada por vez primera en 1929, en pleno apogeo de las vanguardias, no es propiamente una novela, aunque tome como objeto de su parodia las novelas galantes que siempre han cautivado al público femenino, si bien no parece que el autor quiera granjearse su aplauso, porque, como acabamos de decir, la misoginia que rezuma el texto, por más que el capitulejo la quiera disculpar con la bonita canción de que es un rasgo típico de “su época”, y cita, sobre todo, a los dos grandes de la misoginia mundial: Schopenhauer y Weininger –sobre el que ultimo un ensayo que próximamente verá la luz en esta bitácora –dicho a lo internauta–; aunque la quiera disculpar, insisto, sigue siendo una agresión difícil de soportar. Me recuerda mi reacción la propia de mi conjunta cuando leyó La aventura del tocador de señoras, del no menos envejecido –literariamente– Eduardo Mendoza y me confesaba que se le hacía imposible asentir a semejante agresión, hasta que acabó por cerrar el libro y dejar que se desliese –casi desleyese– en el olvido, del que tampoco yo he querido rescatarlo. Y ello a pesar de que ya en 1928 Jardiel no ignoraba la feminización del público lector, un dato incontrovertible de nuestros días:  Si las mujeres dejasen de leer de pronto, todos los que nos ganamos la vida escribiendo tendríamos que emigrar al Níger. Quiero decir que el público literario en España está casi exclusivamente constituido por las mujeres.
No sólo no es una novela porque sea una parodia –la novela moderna nace precisamente de la parodia– sino por la deliberada intención del autor, al acercarse por vez primera al género, de dinamitarlo desde la primera hasta la última línea no tanto para acabar con él, sino para dejar huella/socavón de su explosivo ingenio. El genio improvisador de Jardiel, su complacencia en casi  cualquier invención retruécana y anfibológica, además de su pasión por la naturalización del absurdo no consiguen que esta novela se aparte del sobado pastiche –del collage, a lo fino–, en vez de apuntillar un género que, en permanente estado comatoso, nunca acaba de entregar el relevo al pujante de la autoficción. Lo que sí ha de reconocérsele a Jardiel, que trabajó en esta ocasión por encargo, no motu proprio –si al cándido lector le sobra la segunda erre, no es cegato, sino alatino–, es su entrega al trabajo y el derroche de ingenio con que quiso suplir sus aptitudes para el género. De esa generosidad proceden los buenos momentos, no excesivos, pero sí inconfundibles de su personalísimo estilo, que no sirven, sin embargo, para justificar una lectura actual del texto. Lo confieso: el libro se me caía de las manos, pero mi redomado espíritu crítico ha permanecido alerta hasta el final para poder transmitir un juicio crítico fundado, no una impresión volandera.
A pesar de lo dicho, en el libro podemos hallar no pocas gratificaciones, y la primera, sin necesidad de entrar propiamente en la obra, ha de ser la lectura del prólogo, 8.986 palabras a manera de prólogo, exactamente. En esa extensión, sí que merecedora de atenta lectura, desde el pórtico: Hablar de uno mismo es tan peligroso como agradable, hasta ciertos juicios literarios: aquella cámara frigorífica de la literatura, que se llamó don Juan Valera; el autor actual que más me gusta sigue siendo Baltasar Gracián (1584-1658) o el admirable Wenceslao Fernández Flórez, a quien tanto debe la exquisitez literaria española, pasando por su Retrato al pastel (de hojaldre) en verso ripioso : Escribo, porque nunca he encontrado un remedio/mejor que el escribir para ahuyentar el tedio,/y en las agudas crisis que jalonan mi vida/siempre empleé la pluma como un insecticida./Fuera de las cuartillas, no sé de otro “nirvana”./No me importa la gloria, esa vil cortesana, este prólogo autobiográfico de prodigiosa naturalidad nos permite tener un verdadero conocimiento de su formación, hasta el punto de observar con claridad que el origen de su humor está en su propia biografía, como cuando, iniciado en el periodismo en La Acción, le encargan “hacer” el  entierro del famoso impresor Regino Velasco, corneado hasta la muerte por un toro que saltó hacia el tendido, y él vuelve a la redacción y no da más parte que lo ya dicho por el propio periódico. A la urgencia del ¿y qué más?, contestó que nada más, porque me ha parecido mal molestar a la familia, que tendrá un disgusto morrocotudo. Confiesa Jardiel que comenzó escribiendo narraciones dramáticas, trágicas, pero que he ido despreciando los motivos dramáticos hasta dar en el humorismo violento que cultivo desde hace años. De esa confesión, sin embargo, no recuerdo que ningún estudioso haya desarrollado ese concepto: humor violento, como santo y seña de la obra del madrileño, de modo que haya quedado en nuestro etiquetario hermenéutico  como esas fórmulas de éxito que permiten, al diletante, dudar de su condición. Se describe físicamente con singular fidelidad: Soy feo, singularmente feo, feo elevado al cubo. (…) Mis facciones, que se animan en la conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión dura tirando al enfado, algo que corroboró su hija Evangelina en algunas entrevistas.
A pesar de los saltos que yo voy dando para ilustrar a los intelectores sobre el provecho inherente a la lectura de esta autobiografía para conocer al eximio escritor, pero no extravagante ciudadano…, de Eloísa está debajo de un almendro y tantas obras magníficas, el autor la ha ordenado mediante capítulos que nos permiten no perdernos en ningún juego de la memoria. Así,  comenzando por Desde el nacimiento hasta el día de hoy, pasando por el Retrato físico, el Retrato moral y Opiniones, costumbres y creencias, Jardiel no olvida sincerarse en tres aspectos cardinales de su biografía: El amor y las mujeres, Mi hija Evangelina y El humorismo. De esos capítulos emerge una visión del autor que no necesita de biógrafos adicionales para que el lector descubra que entre algunas jocosidades marca de la casa, el autor ofrece su intimidad, sin falso pudor mojigato, a sus lectoras: He vivido siempre a la ligera, sin preocuparme demasiado de los problemas que me salían al paso, y sin asustarme nunca de los conflictos que mi propia ligereza me creaba, porque siempre he creído que la existencia es un juego de azar y solo los perturbados se obstinan en regir el azar con las leyes del cálculo y del razonamiento. De igual modo, el autor es consciente, sin asomo de cinismo alguno, que el trato con su tío, catedrático de Hebreo, le enseñó, aparte del significado de Jardiel: “energía”, que la bondad, la austeridad, la modestia y el verdadero talento sólo conducen a la indiferencia y al olvido. Que un humorista sea misántropo puede parecer una contradicción, pero es, en realidad, una exigencia inexcusable del oficio. Solo desde ese convencimiento y desde la constatación de que en la adolescencia las mujeres me parecían hermosas, buenas y superiores al hombre. Hoy el hombre y la mujer me parecen igual de miserables, puede emerger la compasión que late tras la burla de tan deleznable especie.
Por lo que a la novela se refiere, Jardiel se plantea una parodia que mimetiza lo que en el teatro podríamos llamar comedia “sofisticada” o “cosmopolita” al estilo de la película Gran Hotel, para ofrecernos una especie de novela bizantina que recorrerá medio mundo para demostrar una sola tesis: la inexistencia del amor no interesado o, más específicamente, su papel secundario, ridículo, en el mundo de las relaciones humanas. Desde el alias del protagonista, Zambombo, cuyo segundo apellido Seltz indica por dónde van los tiros de la comicidad disparatada, rozando siempre la astracanada y cayendo a menudo en ella, como si tal recurso fuera l’aire du temps de la época, se sucederán las aventuras a un ritmo tan vertiginoso como inverosímil cuyo seguimiento agota al lector, que sólo se siente recompensado por esos destellos cómicos que parecen sacados de su carnet de notas, de un florilegio de invenciones del que ir sacando, según la obra, la más adecuada a la invención, como él mismo reconoce: Para los espíritus cultos, un hombre que se va a Australia es un hombre que ha sufrido un desengaño de amor. Es una frase que tengo apuntada. El lector agradece, sin embargo, el inequívoco carácter improvisado de la narración, único aliciente en el largo camino hacia el desaliento, junto con esas invenciones  que el autor prodiga y que en no pocos casos parecen preludiar sus felices Máximas mínimas, de felice recordación:

Las tertulias literarias y los montones de piedras se forman por acumulación de adoquines.

La mihuresca: William era albino y a los hombres albinos les falta carácter para imponerse a las mujeres y para aprender a montar en bicicleta.

Cuando oigo decir a una mujer que es muy romántica, le compro un tomo de poesías y subo a un taxi, procurando que ella se quede en la acera.

Lady Brums tenía más costumbre de mover el cuerpo que el cerebro, fenómeno bastante femenino.

El hombre es el ser más ingenuo de la Creación y donde la mujer pone cálculo, él no pone más que simpleza.

La terrible estrofilla de la obra Pescaíto frito, de los Hermanos Quintero: Pa la mujé que se va/siempre hay fundía una bala/ o una argoya o un puñá!

-Una mujer no es igual que una casa.
-No. No es igual; produce menos y gasta más. Para obtener una casa hay que comenzar por levantarla y para obtener una mujer hay que empezar por acostarla. No es igual una mujer que una casa ciertamente.

El amor. Máscara grotesca con que se tapa el rostro el instinto.

La ilusión no es más que un error poetizado.

Todo nos fatiga y nos harta cuando lo poseemos, y la mujer no es una excepción.

¿Será que en los trenes se agazapan todos los microbios de lirismo que esparció por España aquella cornucopia con perilla que se llamó Gustavo Adolfo Bécquer?

España –dijo Honorio– es, sencillamente, una gran caja de cerillas; la mujer es el raspador; el hombre es el fósforo. El fósforo se acerca al raspador, y como el raspador es áspero, la llama brota; luego el raspador se niega a arder, y el fósforo, sin haber utilizado su llama, se apaga solo.

-¿Has oído hablar de la Aurora Boreal?
-No leo a ninguna poetisa venezolana.

O esta escena almodovariana:
Después se explicó todo. A las once de la noche, un hombre vestido con un maillot negro, había trepado por la fachada hasta el cuarto de Alice, y, una vez allí, había caído como un huno sobre la joven, violándola cuanto le fue posible.
-¿Por qué no gritaste? –dijo el padre indignado.
-Por no interrumpir vuestro sueño, papá –repuso con sencillez Alice.
-¡Pobrecita! –murmuró la madre–. ¡Se ha sacrificado por nosotros! Yo hubiera hecho lo mismo.

Los idilios son paisajes que tienen por fondo las paredes del estómago.

El humorismo es el zotal de la literatura.

Sesenta lámparas se distribuían de esta manera: una en el techo y cincuenta y nueve en el delantal del encargado del mostrador.

Sylvia, con ese valor enorme que tienen las mujeres y algunos sellos de correos, avanzó por entre las mesas.

Mientras les servían lo pedido, Zambombo pensó que la inactividad le haría perder terreno, así es que subió al escenario, le propinó catorce bofetadas a la cupletista y le gritó:
-¡Canta hasta el amanecer o mueres, piltrafa del cuplé!
Y la cupletista reanudó los berridos que emite cuando canta el leopardo.                                                                                                                                    
     Lector: los hombres somos tan brutos que a veces se llega a pensar si quienes tendrán talento no serán las mujeres.
                                                                                                                                          O la wildeana:
MISS MARGARET LORDSVILLE: ¡Decir que para un hombre representa el mismo problema llevar a su casa una mujer que llevar un perro!
LORD MAUGHAM. El mismo problema, señoras mías. A una y a otra el hombre tiene que empezar por comprarles un collar.

Stappleton tenía un cerebro tan divinamente organizado como la descarga de buques en Singapoor.

Con esa predilección que tienen los enamorados por saber con detalles las cosas que más han de hacerles sufrir y que se asemeja a las ganas que tienen siempre de tocar el violín los violinistas malos.

O la pecial (de pecio, ningún es ha sido olvidado ni erratado, estén tranquilos los intelectores):
Sonaron gritos y alaridos de auxilio y terror. Se oyeron voces que clamaban:
-¡¡Las mujeres primero!! ¡¡Las mujeres primero!!
Y ocurrió como se decía: las que primero se ahogaron fueron las mujeres.
Luego se ahogaron los hombres y los imitadores de estrellas de varietés.
                                                                                                                                          El último capítulo, donde se justifica el título, bien podría ser dicho hoy como un monólogo del Club de la comedia y sería celebradísimo por el auditorio. Admite, pues, como la mayoría de las citas extraídas del texto, una lectura exenta. Exenta queda la obra, además, de mi recomendación de leerla, lo cual espero que valore el intelector como una contribución, generosa donde las haya, al incremento de su tiempo lector útil. 
De nada.                                                                                     






jueves, 3 de abril de 2014

David Markson: La fidelidad, insobornable, a la propia poética.


Esto no es una novela y La última novela:
 nihil novum sub sole.
 Las sólidas raíces clásicas de los últimos coletazos de la vanguardia.

No hace mucho comentábamos la conciencia que tenía Petronio no sólo de estar escribiendo algo a contracorriente de las tendencias comunes de su tiempo, sino también lo orgulloso que se mostraba de hacerlo como, supuestamente, nadie lo había hecho antes de él. Se le desvanecía al marsellés, el recuerdo del gran Ovidio en cuyos libros, desde el Arte de amar hasta los Fastos, pasando por un libro capital en la cultura de Occidente como Las metamorfosis o una autobiografía tan desoladora como la repartida entre Tristes y Pónticas (escrita en su destierro en el Mar Negro, en tierra de bárbaros, donde su mayor suplicio era, como él mismo desterrado confiesa, no oír el latín culto cuyo modelo definitivo él tanto contribuyó a crear) halló, sin duda, no poco alimento literario Petronio para su propia obra; pero tampoco se reconoce heredero de los grandes satíricos griegos: Aristófanes, Menandro y Luciano de Samosata, por ejemplo. Y ni siquiera reconoce deuda alguna con ejemplos satíricos tan cercanos a él como el oscuro Persio o el extravagante Séneca de La Apocoloquintosis del divino Claudio. Está convencido, Petronio, pues, de dejar una huella original en la Historia universal de la literatura, porque el amor propio de los autores no tiene límites, como su vanidad.
Viene esta introducción a cuento de la propuesta novelística de vanguardia que comentamos. Los dos libros de  Markson de los que quiero hablar, forman parte de una tetralogía que él quiso ver editada en vida en un solo libro. Y quizás fuera lo adecuado, si tenemos en cuenta la unidad formal de los cuatro libros que forman la tetralogía: Readers’s Block (publicado en 1996); This is not a Novel (publicado en 2001); Vanishing Point (publicado en 2004) y The Last Novel (publicado en 2007), cuyos protagonistas reciben, respectivamente, los nombres de Reader, Writer, Author y Novelist, todos ellos máscaras ¿narrativas? del propio autor: David Markson, nacido en 1927 y fallecido en 2010.
Las obras de Markson suponen un experimento porque la poética en la que se basa es la exploración de la anécdota ajena, sobre todo de los grandes autores consagrados y de los personajes famosos, para vehicular, a través de esa flor de apotegmas –que es el género propio de sus libros–  lo más parecido a una autobiografía, más que, propiamente una novela, algo que la oposición semántica de los dos títulos que criticamos revela claramente: Esto no es una novela y La última novela.  ¿En qué quedamos? Sobre todo en el afán provocador. Ahora bien, tras esa transgresión de las esencias del género novelístico, hay un serio intento de construir un tipo de novela en la que el lector, como reclama de él la Pragmática desde hace mucho tiempo, ha de completar el relato, llenar los huecos, ayudar a edificar la trama, contribuir a definir el tema y, porque no le dejan hojas en blanco en la edición, pero si así lo hubieran hecho, hasta propiamente escribir el desenlace o hincharse a poner notas a pie de página. No son pocos los críticos que han visto en esta tetralogía de Markson una suerte de tomadura de pelo, pero el devoto recopilador de anécdotas, frases, perplejidades, aforismos, datos significativos y curiosos, etc. consigue, a través de la Silva de varia lección –que fue un éxito europeo de Pero Mexía desde su publicación en 1540– que deviene su obra, elaborar un relato fragmentario lleno de ritmo y sentido muy próximo al lector, a quien no deja de sorprender por el modo como consigue crear incluso un pathos a través de las constantes alusiones al protagonista narrador, ya sea Writer, ya Novelist, ya Reader, ya Author, y a realidades que se repiten como un leitmotiv macabro, como los modos de morir de grandes personajes. Narradores, todos ellos, los de Markson, máscaras  del único autor que firma bajo el título en la portada del libro y con quien se han de identificar sin lugar a dudas.
En España tenemos una larga tradición de obras misceláneas que van desde las polianteas hasta las recopilaciones de apotegmas, pasando, mucho antes, por los esfuerzos enciclopédicos de autores como Isidoro de Sevilla en sus Etimologías, lectura amena e instructiva donde las haya, por cierto. Así, autores como Juan Rufo, Luis Zapata, Melchor de Santa Cruz, Luis Milán, Julián de Medrano, etc. constituyen una sólida tradición que nos permiten saborear las obras de Markson no como una novedad, sino celebrar su autoría como la de un epígono de aquellos ingenios de los que probablemente Markson jamás oyera hablar, a pesar de sus intereses enciclopédicos.
Lo mejor, con todo, será extractar alguna de esas anécdotas para que el lector pueda comprobar por sí mismo de qué modo sutil Markson nos indica el camino para rellenar los intersticios de su relato fragmentario y permitir, así, articular, desde el lector, lo más parecido a una novela tradicional a partir del origen transgresor y supuestamente vanguardista de su obra. Antes, conviene saber que a lo largo de cada uno de los libros los narradores de Markson nos ofrecen una poética nítida, producto de su aguda reflexión sobre el arte de novelar. De hecho, podríamos aplicar a su narrativa uno de mis aforismos: El aforismo marca la certeza de una incertidumbre. Junto a esa poética, Markson nos ofrece un contexto biográfico que explica la predilección del autor, en sus últimos tiempos, por la obsesión por los modos de morir, dada su condición de artista seriamente enfermo…: Old. Tired. Sick. Alone. Broke. (All of which obviously means that this is the last book Novelist is going to write). Para el buen fin de esa poética no duda en allegar todos aquellos juicios críticos ajenos que la avalan: I do not see why exposition and description are a necessary part of a novel (Ivy Compton-Burnett). En The last novel, Markson nos ofrece una poética que resume muy sintéticamente su posición frente al hecho de narrar:
 A novel with no intimation of story whatsoever. Writer would like to contrive. And with no characters. None.
Plotless. Characterless. Yet seducing the reader into turning pages nonetheless.
Indeed, with a beginning, a midle and an end. Even with a note of sadness at the end.
A novel with no “setting”. With no so-called furniture. Ergo meaning finally without descriptions.
A novel with no overriding central “motivations”, Writer wants. Hence with no conflicts and/or confrontations similarly.
With no social themes, i.e., no picture of society. No depiction of contemporary manners and/or morals. Categorically, with no politics.
A novel entirely without symbols.
Ultimately, a work of art without even a subject, Writer wants.
Is Writer, thinking he can bring off what he has in mind? And anticipating that he will haver any readers?
This is also even an autobiography, if Writer says so.
Ese aliento autobiográfico es el fundamento de la compilación de anécdotas, porque detrás de la selección de las mismas hay un hilo directo con la vida del escritor, con sus más intimas pulsiones: desde el respeto que le tiene a la muerte un hipocondriaco como él hasta la conciencia de ser un autor marginal:
Those rare intellects who, not only without reward, but in miserable poverty, brought forth their works.
 With an ink too thick, with foul pens, with bad sight, in gloomy weather, under a dim lamp, I have composed these pages. Do not scold me for it.
In addition to his name and date on the frame of a portrait by Jan van Eyck: Al sick Kan –the best I can do.
Al sick Kan. Which Novelist finds himself several times repeating, even while not even sure in what language is it six-hundreds-year-old Flamish? And uncerytain as to why he  is caught up by vanm Eyck’s use of it. That’s it, I can do no more? All I have left? I can go no further?
 a cuyo entierro asistan acaso menos personas que al de Musil o al de Stendhal:
Eight people appeared at Robert Musil’s funeral.
Only three people followed Stendahl’s bier. His longest obituary contained three lines. One misspelled his name.
Three.
Buena parte de las anécdotas que traslada a sus libros desde un numerosísimo archivo alimentado a lo largo de su vida en forma de fichas manuscritas, una tarea que recuerda el trabajo personal de María Moliner en su cocina, escribiendo el mejor diccionario de la lengua española, pueden y deben leerse como microrrelatos depurados y conseguidísimos, como el que nos revela que  Chejov hizo el viaje fúnebre de Alemani a Rusia en un camión frigorífico de ostras. O el sugestivo: Rilke and Cocteau had apartments in the same Paris Building –evidently without ever becoming acquainted. Por no hablar del impactante y dramatico: Kierkegaard’s mother had originally been the family maid, whom his father married after the death of an earlier wife. There is not one word about her in anything Kierkegaard ever wrote, his journals included. O la bienhumorada anécdota sobre Edmund Wilson, en la senda de aquel Demóstenes que se afeito media cabeza para obligarse a permanecer en casa estudiando, que también recoge Markson:  The report that to keep him from sitting with a book for sixteen hours a day, Edmund Wilson’s parents bought him a baseball uniform. Which he happily put on, and sat in with a book for sixteen hours a day. O, finalmente, de un narraembrión tan musical como éste: Arnold Schoenberg and George Gershwin were tennis partners.
No hay orden  pero sí concierto, y a veces hasta un bajo continuo: Old. Tired. Sick. Alone. Broke, encargado de mantener un pathos moderadamente desesperado, en estas creaciones crepusculares cuyo desfallecimiento percibimos casi a cada página, y no solo por la sucesión recurrente  de muertos por infarto, una nómina inacabable, sino por el estoico desengaño del autor, al que, en este trance, puesto ya el pie en el estribo…, ni siquiera le abandona el excelente humor:  Dear sir: I am sitting in the smallest room of my house. Your review is before me. Shortly it will be behind me. O la cita oportuna: John Osborne: “Asking a working writer what he thinks about critics is like asking a lamppost what it feels about dogs”. Junto a un excelente ejercicio retórico, en la línea del magnífico cuento de Monterroso “Onís es asesino”: Was it Eliot’s toilet I saw? Inquires someone’s palindrome, after use of a bathroom of Faber and Faber.
Contra lo que pudiera parecer, a juzgar por esta introducción de urgencia a las obras de Markson, que sea un autor proclive al uso y abuso de los aforismos o las frases célebres, estos aparecen con cuentagotas, y de ahí el valor que ha de otorgárseles, pues cumplen una función estructural en el relato. Escojo tres que nos muestran la sensibilidad del autor respecto de su propia condición:
The waste paper basket is the author’s best friend. Noted Isaac Bashevis Singer. [La calidad intelectual se mide por el tamaño de la papelera en la que van a parar las ideas tontas, escribió a su vez Bergamín, pero muchísimo antes.]
When a head and a book collid, and one sounds hollow –is it always the book? Asked Litchenberg.
Knowledge is not intelligence. Heraclitus additionally said.
David Markson es un autor fiel a una poética nacida con su novela más famosa, La novia de Wittgenstein, y un resistente ejemplar contra las promesas crematísticas del mercado, cuyas delicias llegó incluso a saborear con un western paródico del que llegaron a hacer una película, interpretada por Frank Sinatra. Fiel a su búsqueda y a la construcción de una suerte de collage cuyas piezas no están colocadas al buen tuntún, sino siguiendo una escrupulosa concepción narrativa, David Markson fue fiel al ejemplo que recibió de Malcolm Lowry un autor por el que sintió devoción y al que trató en vida. Para Markson Under the volcano era un libro contra el que no podían competir obras tan famosas como el Ulises, de Joyce, del que recuerda, no sin sorna: Why does Writer sometimes seen to admire Ulysses even more when he is thinking about it than when he is actually reading it?, algo que también le ocurre con La Iliada. Consciente de estar escribiendo su última novela, Markson escoge como broche de su novela las últimas palabras de su “otro” libro: Anatomía de la melancolía: Farewell and be kind. Un libro del que el Dr. Johnson dijo, por cierto, que estaba overloaded with quotation.

miércoles, 2 de abril de 2014

And the winner is...

El acierto.

Como una oferta tan tentadora no se puede mantener indefinidamente, cierro, con la presente proclamación  del ganador, el concurso en el que, durante estos días, había invitado a participar a los intelectores que suelen pasearse por estas páginas, y procedo a hacer, de mil amores, el desembolso correspondiente. Confío en que el ganador, como rezaba el contrato, tenga a bien dar fe en un escueto comentario de haber recibido el premio.
Soy consciente de que a algunos intelectores puede haberles parecido una banalidad este concurso, pero a quien se considera hijo del Homo ludens de Huizinga, es decir, mi menda lerenda, un concurso así le parece la más alta expresión de cortesanía,entendida al modo de Castiglione, el gran teórico renacentista. Se ajustaba, además, a un realismo canónico, porque se planteaba un caso verdadero.
Bien, sin más preámbulos -porque todo nace de aquel otro tarahumara que fue desatendido por los intelectores- el libro-cofre donde hasta la respuesta de Autógeno (¡Que alivio poderle llamar por su nombre en el intercambio de datos necesarios!) guardaba esos eurillos que cubren alguna eventualidad era, en efecto, Viva mi dueño, de Valle-Inclán.
Quedo agradecido a Autógeno no sólo por haberlo acertado, sino por la halagadora explicación de las razones que le han movido a elegir el título ganador.
Mi enhorabuena y mi admiración.