sábado, 22 de febrero de 2014

La Fotografía cinegética



La mirada inspirada: la poética obra fotográfica de Luis Valdesueiro.
                              
                       Llego a la entrega número 100 de este Diario de un artista desencajado y a modo de celebración he querido apartarme de mi dedicación habitual en estas páginas, la palabra en todas sus manifestaciones, para homenajear a un filósofo y artista polifacético como Luis Valdesueiro, poeta, aforista y, desde hace relativamente poco, apasionado e intraordinario fotógrafo. Me parece no sólo de justicia, sino, por mi parte, una contribución indispensable, aunque modesta, a la extensión del conocimiento de una obra que llamará poderosamente la atención de quienes esperen algo más de la fotografía que una instantánea "bonita", adocenada y, por lo tanto, vulgar. Vamos a ver arte con todas sus letras, es decir, imágenes sin ellas, por eso tanto este preámbulo como la laudatio posterior pueden saltárselos quienes prefieran establecer con esas imágenes su propio diálogo, obviando artificios retóricos que, como el mío, y sin embargo, me salen del alma.
                       Detener el paso del tiempo, fijar una escena, clavar en el lienzo de la memoria una composición o crear una realidad desde el fogonazo de una súbita mirada son privilegios del arte fotográfico: pictórico, escultórico y poético al tiempo en un solo clic afortunado. No hallo otro modo más directo de presentar la obra fotográfica de Luis Valdesueiro, reconocido poeta y aforista. Ha trasplantado la inspiración poética y la reflexión aforística a la mirada fotográfica con tanta fortuna que duda el espectador, aunque sin desasosiego, sobre qué sea lo que predomina en sus instantáneas, si la agudeza visual, el austero lirismo metafórico o el clásico conceptismo. No hay fotografía que no nos instale en la sorpresa, en primer lugar, y en la admiración, a continuación. A diferencia de Chema Madoz, que  compone premeditadamente sus poemas visuales antes de inmortalizarlos fotográficamente, siguiendo la estela del gran creador de poemas visuales que fue el poeta catalán y universal Joan Brossa, Luis Valdesueiro es un auténtico “cazador de imágenes” en la más pura vena de las vanguardias de entre guerras, cuando la imagen y la metáfora eran la única sangre de la literatura, como en aquellos hermosos cuentos llenos de artificio de Cazador en el alba, de Francisco Ayala. Esa mirada creativa que descubre lo que nos pasa desapercibido, porque lo descontextualiza y al tiempo lo transforma, nos convence de estar ante un cazador permanentemente en actitud de cobrar la pieza, excepto que su técnica sea parecida a la de mi arte de dejarse seducir, es decir, que se deje invadir e invitar por ángulos, escenas, composiciones, figuraciones, etc. que le lleguen a los ojos sin otra condición que la de estar en suma disponibilidad receptiva. La contemplación de sus obras no nos permite suponer esa delicada pasividad receptiva. Hay, por el contrario, en los ángulos y composiciones inéditas de sus fotografías una deliberada voluntad de ver salvando el obstáculo de lo visto, porque esa  es la única manera de verlo por primera vez. Son aurorales, las fotografías de Luis Valdesueiro. Nadie nunca ha visto la realidad como él la ve, con esa suerte de brillante inspiración para descubrir lo insólito que se nos vuelve entrañable, porque, sea cual sea el tema de sus fotografías, hay un latido humano profundo en cada una de las obras; es más, en pocas de ellas hay presencia humana, pero ese latido se advierte con mayor intensidad cuando desaparece esa presencia y la vista se queda a solas con el espacio o los objetos, o la sugerencia de ambos. Y esa visión nos enseña a su vez a nosotros a ver el mundo de otra manera, más poética, menos práctica, más imaginativa, menos prosaica. A partir del visionado de su obra nos sentimos habitados por el gozo de la contemplación creadora y estamos deseando salir a ejercer ese nuevo modo de mirar que él nos ha enseñado, privilegio de los auténticos maestros de cualquier arte.  ¡Qué gozo infinito el de ver el mundo desde su paradójico objetivo tan personal! Como excelente profano en la materia que soy, no seré yo quien hagan un juicio técnico de las fotografías, aunque no ignoro que sexadores de ángeles  tiene la iglesia del arte fotográfico para ponerle a cada fotografía el sexo que le corresponda… En cualquier caso, la importancia de esta obra fotográfica salta a la vista y se demora en ella largo rato hasta conseguir el pertinente asentimiento, porque en ninguna de ellas cabe el escrupuloso “sí, pero…” con que adocenados eruditos suelen manifestar sus reparos. 
              Ya dejé consignada en el subtítulo la puerta por donde entrar a su colección, de ahí que me limite ahora a exponer el famoso botón de muestra para encandilar a quienes aún desconozcan tan magnífica obra.
             Cubas coronadas es, literalmente, un prodigio cervantino o la vida de Marat representada por Sade en Charenton o los borrachos velazqueños. ¿Quién puede dejar de ver en esas cubas del noble material de los bosques a afectuosos locos de carne y hueso? Es un diálogo de formación marcial, como si habitara entre ellos el fantasma bonachón y corpulento del soldado Svejk propiciando alguna burla bienhumorada. El escenario, un sótano con una pared que parece trucada para representar un cielo borrascoso, se adecua a la escena con prodigiosa empatía.
                                 

            La Balaustrada antigua tiene más de pictórica que de fotográfica. Parece dibujada con una técnica que en modo alguno se reclama realista, porque esa difuminación del objeto contribuye al efecto de antigüedad, de grabado, que nos hace dudar de que sea en efecto lo que es: una fotografía.
                               

       Sombras musicales es un perfecto ejemplo de lo que he denominado la fotografía cinegética, la caza de altanería. Cada día miles de personas habremos visto esa verja y esa sombra, pero jamás hemos descubierto las teclas de un piano en ella. Exactamente lo mismo ocurre con Sombrillas procesionales, cuyo realismo nos parece tan evidente que nos sorprende el hecho de jamás haber reparado en semejante analogía. Que se trate, además, de una familia, al estilo de las cofradías andaluzas, cuyos miembros se recogen, con los brazos encogidos y las manos entrelazadas (¡se ven!) para expresar su devoción, sometiéndose a la humildad del incógnito, aumenta la persuasión realista de la fotografía y su originalidad.

             


     Trampantojo, de inequívoco nombre, nos construye ante los ojos no sólo casi un imposible escheriano, sino una decoración teatral de poderoso efecto visual. ¿Cuál, o cuáles, de las cinco fachadas superpuestas es o son verdaderas y cuál o cuáles son falsas? A medio camino entre el costumbrismo del sainete y el expresionismo del cine alemán de los 20, Trampantojo requería de una mirada muy alerta y que supiera esquivar cualquier contexto, el cielo principalmente, que disolviera su laberíntica presencia. 
                                                                   

       Muro al amanecer es una suerte de poema de la materia. Un cuadro de Tàpies y un ejercicio de Leonardo. Es una fotografía con textura, que es algo así como la transustanciación de la materia: del hormigón en poesía. Hay un todos sabemos qué de galaxia o de mapa medieval en esa fotografía que nos mete en ella como en ese puesto avanzado donde se espera la invasión de los bárbaros: navegamos, detenidos, por ella con la delectación de quien recorre el desierto sin esperar espejismo ninguno.


                                                       

lunes, 17 de febrero de 2014

Epifanía del aforismo


El abracadabra aforístico: teoría y práctica sucintas.

Al hilo de una tesis doctoral que amenaza con castrarme intelectualmente con mi propia mano…, inicié una práctica aforística sin otra aspiración que  conocer los entresijos del género que yo defiendo como cuarto género esencial de una Historia de la literatura española con auténtica voluntad de totalidad. Quería explorar los resortes de dicha creación, conocer los ritos, el proceso de alumbramiento de esa diminuta obra completa y autosuficiente, comprender, en definitiva, que, como sostienen algunos reputados representantes del género, es literalmente im-po-si-ble (así mismo, en cuatro palabras…) ponerse en situación de querer escribir un aforismo: abrir el cuaderno de notas, desenroscar el capuchón de la pluma y “autoforzarse” a escribir… ¿qué? Nada. Nada, en efecto,  puede esperarse de un método tan ridículo como el descrito  paródicamente, porque el aforismo, como la poesía, es ese abracadabra: “envía tu rayo hasta la muerte” significa exactamente la mágica palabra, que nos ordena transcribirlo en el papel, no crearlo:  el proceso de creación, por asociación tan fortuita como la propia vida sobre el planeta, se ha producido no sabemos dónde ni cómo, porque nuestro consciente no lo registra entre sus actividades. ¿Se sueñan, entonces? Alguno he escrito en sueños, es cierto, pero de forma tangencial a la trama del propio sueño, es decir, reproduciendo en perfecta mímesis la actividad de la vigilia y los tortuosos e ignotos caminos por los que el escritor acaba hilando palabras sobre el bastidor. Son casi innumerables los modos como un aforismo emerge ante la mente despierta del aforista, siempre con las antenas dispuestas para recibirlos y a mano el recado de escribir para transcribirlos antes de que se esfumen como vinieron. Desde el provocado por la visión calamburesca de una palabra: El aforismo es, entre la sombra y la luz, un prodigioso istmo; “lo callo” es la divisa del lacayo, hasta el valetudinario recurso de las antítesis: ¿No es candoroso que el sujeto se identifique con la libertad?; Oxímoron: Temperamento levantisco, pasando por los juegos de palabras, las agudezas, las greguerías: Himpar no es lo contrario de par..., El músico narciso solo compone en mi mayor, El insomnio es nuestro diablo de la guardia,  la creación del aforismo es una epifanía constante y discontinua. Si nos ponemos clásicos, algo tiene que ver con la caza de altanería mística de Juan de la Cruz y mucho con el mosto de granadas de las subidas cavernas de la piedra. Si se hace camino al andar, se hace aforismo al aforismar, pero, a diferencia del caminar, este aforismar es un encontrar el camino hecho, el aforismo completo. Es raro, a mi parecer, que se dé un proceso de construcción del aforismo, al modo como se construye un soneto, un cuento o un ensayo, aunque es evidente que puede haber correcciones que los ayuden a encontrar su forma definitiva, pero tampoco se vuelve sobre ellos como sí se vuelve, sin la neurosis juanramoniana, sobre los poemas por pura ambición de la obra perfecta. Los aforismos están más cerca que los poemas y la narrativa de hallar su forma perfecta apenas han nacido. Es más, sólo suelen rechazarse aquellos aforismos que no nos llegan en ese grado de perfección, y no es infrecuente la insatisfacción que produce querer enmendar un aforismo maltrecho, desangelado, soso, mustio: Cámaras de la esperanza es la juventud sólo resultó medianamente aceptable cuando se transformó en Cámaras de esperanza es la juventud, a pesar de su excesivo contenido escatológico. El aforismo: escritura acezante; distendida lectura, aún tiene en el cuaderno tres variantes para acezante y tres para distendida sin que hasta el presente ninguna de ellas me haya convencido lo suficiente para darlo por acabado, es decir, hablo de un aforismo frustrado, un monstruo, un aborto.
Con los aforismos es más fácil tropezarse que descubrirlos, porque tropiezo es También la placenta acaba volviéndose desapacible, llegado como impone el rayo abracadabrense desde la placenta hasta desapacible en un golpe de expresión; y tropiezo es, así mismo, La pereza no es un mal perecedero, que se recoge en el papel sin tener la conciencia de haberlo creado, sino de haberlo tomado prestado. Es frecuente tener la sensación de que alguien, detrás de nosotros, como el esclavo que le recordaba al triunfador romano su condición mortal, nos los dicta con artes suasorias frente a las que no queremos defensa alguna: Si para los políticos las personas tienen género, para los escritores las palabras tienen sexo. Y a menudo hasta se queda el aforista vuelto hacia la nada de una dimensión desconocida con un pasmo propio del tonto de remate, porque le ha sido dicho que A la estupefacción no siempre se llega por lo estupefaciente, y se lo ha creído a pies juntillas. La prueba inequívoca de la naturaleza invasiva del aforismo me parece el hecho de que sea indistinta la lengua en la que le llegue al aforista, porque la predisposición lúdica que anida en la base del género puede manifestarse en las lenguas que conozca el aforista. Dos ejemplos: El sospir és un tendre crit d’ajut, más visual que auditivo;  Mass is always a mess, u Often the course of History means the curse of History, as everybody knows. Se trata, así pues, más de receptividad que propiamente de creatividad. El aforista es aquel que ve las figuras en los desconchones de la pared, según el ejercicio que imponía Leonardo a sus discípulos.
Expuesto este sucinto esbozo, y perdóneseme la redundancia, de teoría compositiva del aforismo, he aquí algunos resultados prácticos de la paciencia y la curiosidad:
El olvido es un recuerdo perezoso
La entereza es una de las máscaras de la identidad
Las palabras son el camino más corto entre dos malentendidos
En el amor halla quien se pierde
Hay veces en que nuestro diccionario peca de una dicción aria…
¡Ay, si alguna vez el ego fuese un hago!
La senda de los años seda los daños
Los seres anodinos tienen autobviografías
El discurso político puede ser político, pero en modo alguno discurre…


sábado, 8 de febrero de 2014

¡Última hora (que nos hace ciscos): Paradiso, huérfana de lectores que la prohíjen!


 Según el CIS, ningún lector español tiene entre sus manos Paradiso, de Lezama Lima, entre otras…

    En la última estadística del CIS dedicada al análisis exhaustivo de lo que leemos los españoles, una investigación que forma parte de la oleada de estudios que analizan nuestros comportamientos culturales, no se ha detectado ningún lector de la novela Paradiso, de José Lezama Lima. El dato, aunque relevante e impactante, no ha sorprendido a los demoscópicos que cocinaban la encuesta, a pesar de tratarse de un dato escasamente nutritivo y que, como dicen entre ellos, “nos saca los colores”, por su difícil digestión, colores a los que acompañan, usual e impíamente, algunos aires mefíticos, por cierto. No se trata, sin embargo, de un caso excepcional, porque en esa dudosa categoría de los libros huérfanos de lectores se incluyen algunas docenas cuya sola enumeración bastaría para subir el tono de esos colores sacados a las mejillas que, al decir de las encuestas, rarísima vez se apoyan  en las falanges de la mano recogida en puño mientras se lee, porque el descenso del número de lectores es tan alarmante como imparable su progresión. Al decir de los técnicos, no puede considerarse una profecía descabellada la de que dentro de cincuenta años el lector, tal y como lo conocemos ahora, una especie en peligro de extinción, haya desaparecido o queden rarísimos ejemplares sobreviviendo en la soledad en la que, sin embargo, gustosamente se forjaron.
No me cabe duda de que los autores de la encuesta han querido recabar la paternidad de lo que, desde esta que acaba de publicarse, podría denominarse “el síndrome Paradiso”, del mismo modo que hablamos del “síndrome de Stendhal”, por ejemplo, aunque sean síndromes absolutamente opuestos, es decir, que el síndrome Paradiso sería el reverso del síndrome Stendhal: en este caso queda uno afectado por el exceso; en el otro, por la carencia. Mientras que en la convalecencia del segundo nos visitan ecos de bellezas innúmeras; en la desvalecencia del primero, asistimos ciegos a la confirmación de nuestra oquedad inane. Podrían haber escogido La saga/Fuga de J.B., de Gonzalo Torrente Ballester, que comparte con Paradiso la condición de libro huérfano de lectores, pero hay en el título del libro del cubano un brillante juego de pérdidas, recuperaciones, deseos y añoranzas que no puede darse en el del gallego.  
Después de analizada la encuesta con minuciosidad y con una voluntad esclarecedora de buscar un impensable consuelo en las explicaciones lógicamente fundadas, he llegado, sin embargo, a la conclusión de que los autores de esos libros huérfanos, si ya fallecidos, se hubieran sentido halagados por formar parte de ese nicho estadístico de los libros huérfanos, y si vivos, ninguna noticia podrá hinchar más su ego, acaso maltrecho por el lugar apartado que ocupa en nuestros días la literatura. No se crea que esta situación es exclusiva de nuestra literatura, pero sí lo es, y ello se ve como una particularidad netamente española, como las corridas de toros, el hecho de que obras literarias que forman parte del canon primordial de nuestra lengua sean obras para las que en todo el país no hay ni un solo lector. Porque llegan noticias, de encuestas similares, que sí arrojan resultados positivos tanto para Paradiso como incluso (¡bendito apostolado de los hispanistas urbi et orbe!) para La Saga/Fuga de J.B., aunque –el que no se consuela es porque no quiere…– en otros países ocupa el lugar de Paradiso la obra completa de Claude Simon, por ejemplo. Claro que quien dijo que la señal inequívoca de inteligencia consiste en leer dos páginas, en las que no haya ningún punto, sin perderse… pues como que ha hecho, al decir de los encuestados, merecimientos para ocupar tan alto honor.
La encuesta se ha hecho, como es habitual en el CIS sobre un total de 20.000 entrevistados, lo que deja poco lugar a dudas, y aunque se trata de una conclusión excesivamente arriesgada, queda en la despensa de la cocina una notabilísima cantidad de ¿Qué? ¿La disco? ¿Cómo? ¿A cuála? ¿La Sa…qué? ¿De Vanessa, me pregunta usté, de la  Paradis, verdad?, que fueron descartadas de la muestra base para que los famosos colores no mutaran al cian claro, primero y al lamentable blanco marmóreo después.

Dará que hablar y poco que leer, esta encuesta, desde luego, y es muy posible que pocos se aventuren a desentrañar todos los horrores que nos lanzan a los ojos con abrasivo realismo. En otro momento me tomaré la molestia acongojada de extractar algunas realidades de nuestros (pésimos) hábitos de consumo cultural, pero por hoy ya hay suficiente como para llorar a raudales, ahora que avispados editores han tenido a bien fabricar libros sumergibles que podemos llevar a la playa con toda confianza. Esperemos que no haya patrullas policiales antivicio, en pantalones cortos, que nos los requisen…