lunes, 29 de diciembre de 2014

Hitler, el vecino de enfrente.


Casa de Hitler en Múnich. Hoy, cuartel de policía.

                                                       



Hitler, el meu veí: La memoria pertinente de Edgar Feuchtwanger o la ascensión del nazismo contemplada por un niño.

         Cuando compré Mi lucha, de Adolf Hitler, adquirí dos libros más, uno de memorias de Jean Rhys, Una sonrisa, por favor,  y otro de Edgar Feuchtwanger, Hitler, el meu veí, cuya lectura he adelantado única y exclusivamente por haber hecho ya la del libro de Hitler, de manera que la próxima en aparecer en este Diario será la peripatética y guadianesca Jean Rhys, de quien, en el ínterin de la lectura de este libro de Feuchtwanger y mientras pergeñaba esta entrada, leo con interés su Viaje a la oscuridad, que, sin ser Viaje al fin de la noche, no deja de tener atractivo. Ahora he de centrarme en un libro de memorias compuesto al alimón por el suministrador del material en bruto, Edgar Feuchtwanger, perezoso memorialista, y por el periodista Bertil Scali, quien le dio la forma de biografía novelada o de novela biográfica en que se lee con amenidad, sorpresa e indignación
         Ser el vecino de enfrente de Adolf Hiter solo tiene interés si el niño que fue Edgar tiene, como así sucede, una memoria privilegiada, capaz de, al tiempo que va contando su historia personal, contar la de una época que lleva camino de ser la mayor generadora de bibliografía en Occidente. Es evidente que el hecho de pertenecer a una familia de intelectuales reconocidos, su padre, amigo personal de Thomas Mann  y editor de Duncker & Humblot, en la que se publicaba a Carl Schmitt;  su tío, Lion Feuchtwanger, escritor convertido en enemigo público número uno del régimen nazi, al que se desposeyó de la nacionalidad alemana, cuya vivienda se allanó y cuyos libros se quemaron, autor de una novela aún, me parece,  no traducida en España, Erfolg Drei Jahre Geschichte einer Provinz: “Éxito. Tres años de la historia de una Provincia”, 800 páginas de novela en clave en la que aparece un retrato despiadado de Hitler bajo el nombre del mecánico Rupert Kutzner, creador de un partido alemán de ultraderecha; que formar parte de una familia tan representativa, digo,  ayudó o suyo a que aquel niño guardara como oro en paño unas vivencias a las que el lector ahora asiste con curiosidad e interés, porque se nos describe en ellas la vivencia cotidiana, a la par que intelectual, de una época de infausta memoria, pero que no hemos de permitir que caiga en el olvido.
Lion Feuchtwanger fue también autor de una obra muy ligada a los recuerdos de su sobrino: Los hermanos Oppermann, de inequívoco interés para quienes quieran saber cómo fue posible que se gestara un movimiento genocida como el nazismo durante la República de Weimar. El trío de referencias lo completa otra obra sobre la que es posible que los intelectores hayan oído hablar más: Historia de un alemán. Memorias 1914-1933, de Sebastian Haffner, un periodista que nos describe cómo, casi imperceptiblemente, fue calando en la sociedad el discurso antisistema y liberticida de los nazis, a pesar de la repulsa moral con que fue acogido en sus inicios. Ya mencioné en la entrada dedicada a Mi lucha que Gustavo el férreo, de Hans Fallada es otra obra capital para abordar aquel nefasto periodo de la historia de Alemania, de Europa y del mundo.
         Con esas fuentes se alza ante el intelector un fresco histórico y unas peripecias individuales que nos permiten aproximarnos a los efectos que produjeron en la sociedad alemana los postulados racistas que Hitler había expuesto en su libro, al que no solo hay constantes referencias en la obra de Edgar Feuchtwanger, sino que cada uno de los años en que se organizan los capítulos del libro va encabezado por una cita de Mi lucha. Como el libro apareció, al menos la edición catalana que yo he leído, en mayo de 2014, casi puede decirse que voy a escribir una crítica de una “novedad”, para lo que la entrada dedicada a Mi lucha puede ser una lectura complementaria adecuada y esclarecedora.
         Año tras año, desde 129 hasta 1939 en que los Feuchtwanger logran escapar de Alemania, no sin que antes el padre de Edgar haya sido internado temporalmente en Dachau, el primer campo de concentración creado en Alemania, en 1933, el libro va siguiendo la vida cotidiana de un niño muy especial, porque el círculo intelectual en que el padre se desenvuelve le permiten tener un conocimiento de la realidad con una calidad de percepción muy diferente de la de otros niños de su edad. Además, el hecho de tener una niñera que se declara espartaquista, que compra, lee y subraya un ejemplar de Mi lucha y que odia a los nazis, cierra el círculo de influencias que le predisponen contra el ridículo hombre del bigotito ridículo, frente al que las opiniones van variando a medida que pasan los años. Frente a la cachaza del padre, que no cree que lleguen a materializarse las amenazas de NSDAP, La tia Bobbie li deia que l’oncle ens portaría problemas si no anava amb compte amb els llibres. L’oncle Lion pensa que un dia l’Adolf Hitler manarà i que, aquest dia, matarà tots els jueus. Jo no sé qui és aquest Hitler. Lion Feuchtwanger, con una lucidez de la que carecieron los observadores políticos europeos, caló enseguida la naturaleza del movimiento acaudillado por Hitler: En Hitler és in facinerós, un expresoner, un conspirador al capdavant d’una colla de desgraciats. (…) Són com els barons de l’edat mitjana a a recerca de un reialme més. Volen castells, or i serfs.(…) Quan pensó que abans, quan encara no l’havien tancat a la presó, el teu veí em tractava de Herr Doctor al Hofgarten Café de Munic, on anàvem tan sovint, amb en Bertolt Brecht.
         Hay, como en toda obra basada en la memoria, diversos niveles de lectura, desde la superestructura política hasta los detalles más nimios de la vida cotidiana que, para quien los vivió, conservan la verdadera imagen del pasado. No de otra manera puede entenderse la fascinación del niño Edgar ante la madre acicalándose frente al espejo del tocador, al que ella llama Psyché. Amigo como soy de este tipo de informaciones propias de aquella magnífica Historia de la vida privada, de Ariés y Duby, me parece sustancial saber que el origen del término procede del armario de tres lunas, heredero del espejo de cuerpo entero al que así se denominaba. Verse de cuerpo entero era, pues, verse de alma entera. Los tres cuerpos del espejo del tocador permitían verse de perfil, y si se ve la cara completa, completa se ve el alma, pues.
         Dentro de esa vida cotidiana ha de entenderse que, al par que ascendía su NSDAP en popularidad, porque prestigio nunca lo tuvo, Hitler devino comidilla de vecindad, como se desprende de todo lo que se comentaba acerca de su oscura relación con su sobrina Geli, hija de su hermanastra Angela. No era ningún secreto que, por razones de seguridad ni siqueira el nombre de Hitler figuraba en la puerta de su casa en el 16 de la Prinzregentenplatz, sino el de su ama de llaves, Anny Kramer-Winter: La Dorle de seguida ha explicat que en Hitler tenia un nom fals a la porta. Però el Papa ja ho sabia. Allí fue donde su sobrina se disparó mortalmente para liberarse de la reclusión forzada en la que la mantenía su tío. Tras la muerte de Geli, Hitler clausuró la habitación tal y como ella la dejó, sin tocar nada, y cada aniversario entraba a sollozar en aquella cama. Y se volvió vegetariano. Actualmente, la que fue su vivienda es una comisaría de policía, para evitar que el lugar fuese convertido en un centro de peregrinación. Hcia 1931, después de la fortísima recesión sufrida tras el crash del 29 en Usamérica, Lion Feuchtwanger hizo un diagnóstico de la situación cuya carga profética advertimos enseguida, no solo para los acontecimientos que se sucederían a partir de 1933, sino incluso para nuestro presente de hoy: El dijous negre de Wall Street no para d’escampar les seves cendres sobre el nostre país. Le empreses alemanyes ja no venen res, perden liquiditat. Els banc ja no donen préstecs y els seus client van fent fallida els uns rere els altres. La gent està desesperada. Com que en Hitler i la seva colla encara no han governat mai, els atribueixen totes les virtuts. I diguem també que n’hi ha que creuen (o esperen) que amb ells el món anirà millor. Ante aquella situación desesperada, no nos dejan de parecer, desde nuestra perspectiva actual, lamentablemente ingenuas opiniones como la del tío Heinrich de Edgar: –Vivim al 1932, caram! La gent està informada. Ningú no vol una dictadura. No, no em preocupen. Creer que uno vive casi en la culminación de la Historia, con todas las lecciones aprendidas de ella, es un tópico cuya contenido trágico hemos conocido, conocemos y seguiremos conociendo:  ¡Estamos en el siglo XXI! ¡Pero tú crees que en pleno siglo XXI…? Son expresiones paralelas a aquella ingenuidad de 1932 proferida por el tío Heinrich.
         Hay una parte del libro muy interesante desde la perspectiva de los nacionalismos actuales: la vivencia de Edgar Feuchtwanger en la escuela dominada por los nazis y utilizada como instrumento de germanización, siguiendo los conceptos establecidos en la hoja de ruta del partido de Hitler: identificación total con la patria, con las glorias de la patria y con el caudillo máximo. Desde esta perspectiva, llama mucho la atención cómo el joven Edgar, a quien por ser judío sus antiguos compañeros le hacen el vacío, se va adhiriendo a la visión nacional que le ofrece la escuela y asume con entusiasmo los logros del régimen, las victorias de sus atletas y la fortaleza de su ejército. Ese adoctrinamiento que, en 1933, llevó al pueblo a votar en masa que sí (algo más del 90%) a la pregunta formulada en el referéndum que concedía el poder absoluto a Adolf Hitler: Home alemany, dona alemanya, aproves la política del teu govern, estàs disposat a reconèixer-la com l’expressió de la teva concepció i de la teva voluntat i a declarar-t’hi solemnement a favor? Aquel tipo de educación en el espíritu patriótico que lleva al niño judío a hacerse planteamientos tan aterradores como el siguiente: De vegades em pregunto si podria marxar de casa i deixar de ser jueu, ser simplement un alemany com els altres. M’agradaria poder decidir qui sóc i tornar a anar amb en Ralph. Qui sap si demà tornarem a ser amics. Y a participar con entusiasmo en las exaltaciones patrióticas promovidas por los docentes:  M’enorgulleixo del meu país. El nostre Führer ha conquerit un país sense disparar ni un tret  -ha dit el mestre. Ha afegit que l’havíem de saludar. Tots ens hem aixecat i hem cridat: “Heil Hitler”. De igual manera se sentirá orgulloso de todos aquellos hechos “históricos” destacados en el NO~DO alemán, por el que el niño Edgar siente pasión y quién sabe si orientó, de alguna manera, sus pasos hacia la Historia como disciplina a la que se dedicó profesionalmente: Hem anat a veure la seva última pel•lícula, El triomf de la voluntat. (...) M’apassionen les actualitats al cinema. En 1936, ya en pleno nazismo triunfante, entra la radio en casa de Edgar, y recuerda al padre escuchando las noticias: El papa escolta les notícies, posa Ràdio Luxemburg, una emissora estrangera que fa programes en alemany que parlen del nostre país, lo que indica claramente la imposibilidad de informarse libremente en un estado totalitario como el que devino Alemania una vez Hindenburg tuvo que pasar por el trago de nombrar Canciller al “cabo austriaco”, a quien no mucho antes, por cierto, se le había concedido la nacionalidad alemana.
         Por suerte, cuando e le hace evidente, por lo que viven en su propia casa, el saqueo de la de su tio Lion, la represión de los judios, la privación de los derechos, la estrella roja que, en Múnic, deben llevar, etc., el niño Edgar “despierta” de su alienación nacional y afronta un duro destino: Sol al pati, mentre tots s’expliquen les proeses dels nostres esportistes, em consolo recordant que un estranger, Jese Owens, ha guanyat quatre medalles d’or sota la mirada furiosa del nostre vei. Esa soledad del “otro”, del “marcado” es lo que le lleva a sentirse mayor mucho antes de que le corresponda asumir tales responsabilidades: Al mirall, no tinc el nas de ganxo. No m’assemblo als dibuixos que veig als diaris. Tincs dotze anys i em sento molt vell. Este choque con el mal se manifiesta de forma desagarradora cuando su padre es arrestado en casa y conducido al campo de concentración de Dachau, a una hora escasa de distancia de Múnic: Ha dit que no em preocupi. El mataran. (…) Estem sols. La seva veu ja no hi és, no hi ha soroll. Vull tornar a veure’l. Vull que sigui aquí. No vull que es mori. No em vull morir. Per què nosaltres? Vull obrir els ulls, despertar-me. Però no és un somni. És la realitat. Han arrestat el pare. Han empresonat el meu pare. Se l’han endut. Aquel primer campo de concentración bávaro lo dirigía Heinrich Himmler sobre cuyo padre, el Director del centro de donde fue expulsado el autor Alfred Andersch, es el protagonista de la más que interesante novela El padre de un asesino. Heinrich Himmler fue el hijo díscolo que le salió a un profesor de Humanidades de Secundaria, y con quien solo se reconciliaría cuando llegó a convertirse en un capitoste del régimen. Quede dicho, de nuevo, porque de verdad que cuesta mucho hacerse a la idea de que el partido de Hitler se vio en sus días como un partido antisistema que iba a acabar con toda la carroña falazmente democrática de la República de Weimar… Bien está recordarlo.

         Cuando el padre es liberado y consiguen huir de Múnic, Edgar ni siquiera es capaz de manifestar su alegría, su alivio: He perdut el costum d’alegrar-me i no m’atreveixo  fer-ho. En el fondo, la visión que él tuvo del proceso nazi, sobre todo, a través de la contemplación de las entradas y salidas de su vecino, es lo que otro testigo singular de aquella historia, Sebastian Haffner, dejó escrito en su libro: Lo que ‘sabe cualquier crío’ suele ser casi siempre la última y más innegable quintaesencia de un proceso político.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Vizinczey sobre el oficio de escribir.




Stephen Vizinczey: Los diez mandamientos de un escritor*.


Hace 25 años (porque, en efecto, de todo hace ya más de 20 años, cuando uno se descubre talludito) el novelista Stephen Vizinczey, autor de un best-seller, En brazos de la mujer madura, que leyó mi conjunta (quien, con sano criterio, me disuadió de que perdiera el tiempo en su lectura) publicó en El País un extenso artículo en el que siguiendo, de lejos, modelos como las Cartas a un joven poeta, de Rilke, ofrece a sus semejantes las recetas que él empleó para construir su carrera literaria. El título es ya una declaración de intenciones: Los diez mandamientos, cuya connotación, “de la ley de dios”, se nos cuela de matute, como manda dicha ley.
Sobre los números redondos ya ha escrito Vila-Matas lo suficiente como para redundar aquí, pero ejerce un hechizo al que pocos logran sustraerse. Entre ellos, el 100, que roza la medida deseada de la longevidad, es el que se lleva la palma, aunque el 50, el de las famosas Bodas de oro, no le va a la zaga. [A modo de anécdota diré que en la comunidad hispana de Boston descubrí que cada año tiene su atribución, desde las bodas de Papel, del año 1 hasta las bodas de Hueso, del año 100, que ya es bautizar al estilo Tim Burton de La novia cadáver, indeed**] Pocos usan la palabra sesquicentenario para las celebraciones de los 150 años, pero que sepan que podrían emplear sesquidécada, para celebrar los quince o sesquilustro, para los siete y medio, algo previsiblemente improbable…
         Más allá de los mandamientos, luego doy la lista y los comentamos, el texto de Vizinczey nos ofrece un punto de partida al que merece prestar atención, porque, en su caso por necesidad, cae de lleno en lo que Steiner denomino extraterritorialidad, aquellos autores que o bien cambian la lengua materna por otra lengua para la obra literaria o bien escriben en ambas e incluso en tres o cuatro, como fue el caso de Nabokov, que escribió en ruso, alemán, francés e inglés. A la edad de 24 años, tras la derrota de la revolución húngara, me encontré en Canadá con unas 50 palabras de inglés, nos dice Vicinzczey, lo cual parece, ciertamente, el arranque de una narración. De hecho, pasar de ese bagaje a lograr escribir una novela de éxito mundial implica, al margen de sus mandamientos, una férrea disciplina que no sé si figura aún en la lista de valores contemporáneos. Con casi la misma edad, con algunas palabras más, pero con una nula capacidad comunicativa, aterricé yo en Boston, y aún me repito que algún día escribiré mi “novela americana”…, que el esqueleto (de nuevo Tim Burton…) hace años que lo tengo. Quien comienza, y más si comienza como nuestro autor, es fácil que tropiece no poco en su camino, pero ahí entra el valor educativo del error, siempre que se tengan redaños para extraer de ellos(zeugma: los errores...) las lecciones adecuadas: Rechazo, mofa, pobreza, fracaso, una lucha constante contra las propias limitaciones… tales son los principales sucesos en las vidas de la mayoría de los grandes artistas, y si aspiras a conseguir su destino debes fortalecerte aprendiendo de ellos.
         El decálogo de nuestro autor es simple, y él en el artículo lo desmenuza, e incluso lo tritura, para que nadie lo entienda mal y puedan aprovecharle todos los consejos. Helo aquí (que viene saltando por las montañas…):
1.     No beberás, ni fumarás, ni te drogarás.
2.     No tendrás costumbre caras.
3.     Soñarás y escribirás y soñarás y volverás a escribir.
4.     No serás vanidoso.
5.     No serás modesto.
6.     Pensarás sin cesar en los que son verdaderamente grandes.
7.     No dejarás pasar un solo día sin releer algo grande.
8.     No adorarás Londres-Nueva York-París.
9.     Escribirás para tu propio placer.
10.       Serás difícil de complacer.

No se trata de un autor “de secta”, como parece derivarse del primer mandamiento, que choca con la extendida idea de que poco menos que hay que ser un drogadicto total para poder ser un autor que valga la pena, un Burroughs, un Bukowski, un Baudelaire, un Poe, un Gingsberg y una larguísima lista; sino de un amante de la total disposición de los recursos mentales de que cada cual dispone para explotarlos del modo más conveniente. Es más comprensible en su caso, puesto que se vio en la necesidad de imponerse en una lengua ajena.
Aprender a escribir en otra lengua fue menos difícil que escribir algo bueno, y viví durante seis años al borde de la miseria antes de estar listo para escribir En brazos de la mujer madura. De ahí, sin duda, el segundo mandamiento. Ser austero, en un escritor, y hablo en nombre propio, sí que ha de ser una exigencia. Derramarse hacia pequeños y efímeros placeres pequeñoburgueses es un menoscabo de la dedicación total que exige la obra artística. El mediano pasar machadiano de A mi trabajo acudo…basta y sobra. Aburguesarse, más allá de la tibia confortación, es embotarse, ciertamente: Es preciso decidir qué es más importante para uno: vivir bien o escribir bien. No hay que atormentarse con ambiciones contradictorias.
El tercer mandamiento va implícito en la dedicación literaria. Nadie escribe “a la primera”. Muchos escritores en cierne creen que ha de ser así, y cuando las cosas no salen, desisten, se ahorran el verdadero y arduo trabajo del escritor: Una vez escrito mi relato, a mano y a máquina, lo leo y encuentro que la mayor parte es a) confuso o b) inexacto, o c) tedioso, o d) sencillamente no puede ser verídico.  Fue este modo de trabajar lo que me hizo comprender, cuando aprendía inglés, que mi principal problema no es la lengua, sino, como siempre, ordenar las cosas en mi cabeza. Recomenzar es duro, pero de eso hablamos. La palabra clave es borrador o monstruo, si nos ponemos poéticos… Mis alumnos jamás comprendieron una orden sencilla, cuando aparecieron los nefastos “correctores”, a los que propiamente habría que llamar “falsificadores”: “Prohibido el uso del tippex”. Había que tachar la equivocación y meter la enmienda, si la había, donde se pudiera, entre líneas o con asterisco al final. Tenían que ver los errores, avergonzarse de ellos y aspirar a entregar un trabajo sin tachaduras. Llamamos borrador a un texto inicial, con absoluta precisión terminológica.
La vanidad en ciertos autores equivale al sistema operativo con que nos venden un ordenador: sin él la máquina no funciona. Ahora bien, no necesariamente ha de formar parte de la carga genética de quienes quieren dedicarse al arte de escribir. Vizinczey lo vio con claridad bastante pronto: Dejé de tomarme en serio a la edad de 27 años, y desde entonces me he considerado sencillamente materia prima. Me utilizo del mismo modo que se utiliza a sí mismo un actor: todos mis personajes –hombre y mujeres, buenos y malos– están hechos de mí mismo, más la observación. Desde “desde entonces” hasta “observación” podemos considerarlo común a todos los escritores que han sido, son y serán. Lo primero, no. A algunas vacas sagradas les pasa lo contrario: a medida que envejecen y triunfan más en serio se toman, y acaban como aquel famoso Buey Apis del que hablaba Valle-Inclán o el Wilde abacial que conoció Darío en el bar Calisaya, en París. Aquí, entre nosotros, la falsa solemnidad, el engolamiento, la entronización –aunque presumamos de formar parte de una República de las Letras-, el excatedreo, los humos de altos hornos, la pompa, el regode(g)o(: “deleitarse en el yo divino”) y otras manifestaciones similares acaban siendo la hostia nuestra de cada día, porque los vanidosos tienen algo de sacerdocio e intentan siempre que comulgues con su rueda de pavo real, el obligado thanksgiving, as a matter of fact, hacia ellos, que nos afortunan con sus obras [bien leído: sus sobras…]. El reverso peligroso de este serio defecto puede ser un defecto aún mayor; la inmodestia no controlada, por un fallo garrafal en el sistema de medidas. Todo el mundo puede pecar de ella. Más aún de falsa modestia. Y es difícil hallar el punto exacto en que no sea tangente de la petulancia. En todo caso, conviene recordar aquella declaración de fe de Valle Inclán: En la lengua regional no hay que luchar con veinte naciones, basta luchar, simplemente, con cuatro provincias. Ser genio en el dialecto es demasiado fácil. Yo me negué a ser genio en mi dialecto y quise competir con cien millones de hombres, y lo que es más, con cinco siglos de heroísmo de lengua castellana.
Tener referentes ciertos de la excelencia literaria más allá del canon clásico tradicional es indispensable, a juicio de Vizinczey, y de cualquiera que no ignore que no se puede escribir sin haber leído y que se lee mucho mejor después de haber escrito o de haberlo intentado, al menos. Si posees una buena colección de ediciones en rústica de grandes escritores y no dejas de releerlos, tienes acceso a más secretos de la literatura que todos los farsantes de la cultura que marcan el tono en las grandes ciudades. En las grandes y en las pequeñas.  El inefable Harold Bloom se queja de que el canon se halla cerrado y casi clausurado, que no se admiten más referentes. Es una boutade propia de quien se las puede permitir, claro está. Lo que está fuera de toda duda es de que la “modernidad” no tiene fecha y mucho menos de caducidad. El asno de oro [hagámosle caso a san Agustín], de Apuleyo deja más que chicas muchas novedades a las que se les endosa lo de “libro del año”, “revelación”, “genialidad”, “libro decisivo”, “marcará época” y otras lindezas comerciales por el estilo. No lo dice el autor húngaro, pero cada cual ha de establecer esas referencias en función de sus inclinaciones. Obras entre las que elegir le sobran, por supuesto. El siguiente mandamiento incluye, no podía ser de otro modo, la frecuentación de esos autores, algo que no es tan habitual como pudiera parecer. Conocer el Quijote es básico, releerlo, pongamos por caso, semestralmente, aunque sea en parte, ya no es tan común. Con todo, no hay que perder nunca de vista que la tradición de cada cual es la que cada uno establece a través de sus lecturas. No puede haber, en el aspirante a escritor, un afán de totalidad que, sin duda, le robaría la vida: No se debe cometer el error común de intentar leerlo todo para estar bien informado. Estar bien informado sirve para brillar en las fiestas, pero resulta absolutamente inútil para un escritor.
Los últimos mandamientos, no ser snob, ser fiel a la primera vocación y educar el gusto en el rigor crítico son mandamientos distintos pero que pueden agruparse bajo el marbete de la huida de la afectación, que nos encareció Cervantes. Encararse con la responsabilidad de quien quiere convertirse en escritor supone una exigencias para las que el autor ha hallado modelos en las siguientes obras: En cuanto a la literatura específica sobre la vida del escritor, yo recomendaría Una habitación propia, de Virgina Woolf; el prefacio de La dama morena de los sonetos, de Shaw; Martin Eden, de Jack London, y, sobre todo, Ilusiones perdidas, de Balzac. A título personal y desde una perspectiva muy específica se la creación quiero contribuir a estos mandamientos con uno que oí, predicado de Hemingway en uno de aquellos programas inolvidables de Encuentros con las artes y las letras: No hay que levantarse del escritorio hasta que no se sepa exactamente cómo se va a seguir. Sabiendo eso, se puede dejar lo que se escribe incluso durante meses, porque luego se retomará como si acabáramos de escribir lo anterior momentos antes. It Works!


* El País, 29 de octubre de 1989

** Aquí la lista completa:
http://www.ameliste.es/magazin/tradiciones/costumbres/1639-aniversario-de-bodas

domingo, 14 de diciembre de 2014

Melancolía, de Rubén Darío.



Melancolía. Alberto Durero.
                                                             




                                    


     







Un soneto de Rubén Darío y Rubén Darío en un soneto.


                                      Melancolía*                                                                                 
                                                                              A Domingo Bolívar**
         Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
         Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
         Voy bajo tempestades y tormentas
         ciego de ensueño y loco de armonía.

         Ese es mi mal, soñar. La poesía
         es la camisa férrea de mil puntas cruentas
         que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas    
         dejan caer las gotas de mi melancolía.

         Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo.
         a veces me parece que el camino es muy largo
         y a veces que es muy corto…

         Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?

       
        Sobre la melancolía hay mucho escrito desde diferentes perspectivas, la literaria y la psicoanalítica, por ejemplo, y no poco filmado, como la impresionante Melancholia de Lars von Trier o la preindie y desgarradora de John Cassavetes A woman under the influence, un autor del todo revisitable. Desde el libro inclasificable de Richard Burton, Anatomía de la melancolía, cualquier exploración sobre la melancolía, la atrabilis, la bilis negra, reconoce unos mismos estados de ánimo que se apoderan del sujeto y le hunden en una postración y una tristeza desgarradora sin que el sujetado por ella sepa exactamente la causa específica de tamaño padecimiento, pero sin que tampoco pueda evitar ser poseído y destrozado por él. La dulzura de la tristeza melancólica tiene más de tema pictórico que la verdadera realidad del padecimiento y  la frecuente desesperación que se apodera de quienes sufren sus demoledores ataques.
Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío es un libro de obligada lectura. En él se resume la segunda etapa vital y artística del escritor nicaragüense: la del búho de Minerva, frente a la del cisne Jupiterino, según el lúcido ensayo de Pedro Salinas (La poesía de Rubén Darío, Seix Barral, 1975) que me abrió los ojos para el conocimiento exacto de un autor tan capital en las letras hispánicas como lo fueran Garcilaso o Bécquer, al decir de José Manuel Blecua. Hasta la obra de Salinas, mi indiferencia por el Darío modernista era tan profunda como mi ignorancia de su verdadero valor poético. Por suerte siempre hay críticos que cumplen a la perfección la labor de descubrirnos autores sobre los que pueden pesar lo suyo los impremeditados prejuicios de los ignaros.
El poema que ofrezco a los intelectores de este Diario ha sido uno de los que me han acompañado a lo largo de mi vida profesional para enseñar a mis alumnos qué actividad mirífica es el comentario de textos literarios, y de qué manera ese ejercicio hermenéutico puede ayudarnos no tanto a comprender mejor, cuanto a degustar mejor, a saber saborear, a saber escuchar, a saber ver, a saber imaginar, a saber, incluso, en el acto de desentrañar el mecanismo compositivo, cómo funciona la mente de un creador, en este caso de un poeta. No es mi intención reproducir una clase. Me pilla cansado. Y los intelectores pueden, en general, hacer comentarios más valiosos, me consta. Quiero, por no ofrecer el poema “a palo seco”, escribir una breve paráfrasis con lo que, a mi parecer, serían las líneas básicas de la interpretación del texto, apenas eso.
En él, Darío, maestro de su arte, adopta el tono confidencial para vivir, a través de la tragedia de su amigo Domingo Bolívar, un pintor sin éxito, uno más de tantos artistas bohemios como se tragó la bohemia parisina finisecular, su propio drama existencial y artístico, que, en forma casi epistolar, le dirige al compañero de infortunios. Desde el primer verso, en insólita sinestesia, “dime la mía”, Darío le pide al amigo que le diga la buenaventura de la luz que él no percibe, razón por la cual, desde la ceguera, se reconoce un impedido y desorientado caminante que ha de sufrir adversas circunstancias, si bien, ese ir sin descanso, es un ir ofrecido a la magia deslumbrante de la poesía: el ensueño de la visión y la armonía que trastorna. Recordemos su máxima: “ama tu ritmo y ritma tus acciones”, la estética transformada en ética. La ceguera y la locura con la que acaba el primer cuarteto le sirven al poeta para definir exactamente y con total lucidez el drama existencial que significa para él su arte: “Ese es mi mal, soñar. La poesía”. El encabalgamiento abrupto de la oración truncada en ese primer verso del primer cuarteto sirven, por un lado, para identificar sueño y poesía, asociándola, en cierto modo, al delirio. A continuación, acaba la definición metafórica de la poesía: “la camisa férrea de mil puntas cruentas/ que llevo sobre el alma”, una camisa de fuerza, así pues, propia de quien sufre la locura poética. Pero sin salir de esa situación enajenada, enseguida reconvierte la analogía y las puntas cruentas se convierten, por obra y arte de la pasión crística, en la corona de espinas que ciñe la atormentada alma del poeta. Entregado a la pasión de la poesía, el poeta, el ecce homo que se ofrece en cuerpo y alma a su amigo Domingo Bolívar, nos dice que la melancolía es la sangre de su alma. Esa y no otra es la razón, ahora lo sabemos, de que siga marchando, a pesar de los pesares, “voy”, “y así voy”, por ese mundo amargo en que se han convertido las “tempestades y tormentas”. Y en un ingenioso recurso métrico, nos ofrece la paradoja sublime del camino: a veces le parece largo, en catorce sílabas, por el dolor que sufre, y a veces le parece corto, en siete sílabas, por la pasión que le permite crear. Ello es, no podía ser de otro modo, “un titubeo de aliento y agonía” que le permite continuar caminando, apesadumbrado y al borde de la extenuación. La pregunta final: “¿no oyes caer las gotas de mi melancolía?” no es en modo alguno una pregunta retórica, sino una suerte de acertijo visual que le propone Darío al pintor. Las gotas de la melancolía no son otras que cada uno de los versos que, desde el primero, se derraman desde la pasión por la literatura que encarnó Darío, como una muestra perfecta de su maestría y de su tragedia.


*Cantos de Vida y esperanza, 1905.

**Pintor colombiano amigo de Darío y a quien éste conoció en París. Instalado en Estados Unidos, sin mejorar su suerte, mantuvo correspondencia con Darío hasta que, en uno de sus viajes en busca de mejor fortuna, el pintor decidió suicidarse, lo que hizo mediante la ingestión de una letal dosis de cianuro. 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Mi lucha: La autobiografía política de Adolf Hitler.



Primera edición.

Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía: La doctrina nacional-racista de un pangermanista iluminado.

He aprovechado la lectura que uno de mis heterónimos ha hecho de este libro para un proyecto sobre el que me abstengo de opinar, para hacer yo la mía particular: enfrentarme a él como si se tratara de la obra de un desconocido cuyo texto alguien nos pasa para que le echemos un vistazo, “a ver qué te parece”. Es decir, he tratado de hacer una lectura política del texto sin ningún condicionamiento histórico, como si el autor no hubiera sido el genocida que fue o como si estas ideas políticas nunca se hubieran o bien enunciado o bien llevado a la práctica.
Desde esta perspectiva, resulta evidente que el libro merecía semejante lectura atenta y que, al margen de los juicios que más adelante expondré, su lectura contribuye poderosamente a situar en el estricto nivel intelectual que les corresponde las aberraciones ideológicas que contiene, de tal manera que todo el mundo capaz de terminarlo queda avisado del potencial deletéreo que, para la convivencia interna y para las relaciones exteriores de un país, tienen dichas ideas, además de para la integridad física del discrepante, por supuesto.
Una lectura semejante permite descubrir también los aciertos organizativos, propagandísticos y estratégicos de un movimiento político como el que se articuló alrededor de las ideas que contiene el libro y, al mismo tiempo, permite esclarecer las causas que propiciaron su rápida ascensión en la tormentosa República de Weimar, con la que acabó. Estamos, pues, ante un texto político doctrinario de carácter fundacional con el que se entrevera una  autobiografía del fundador, una suerte de autoexaltacion  casi hagiográfica que busca la propia promoción para ocupar de forma indiscutible la jefatura del partido. Sobre el famoso carácter magnético de la personalidad de Adolf Hitler quizás se saque poco en claro con la lectura de su libro, pero que era un ser iluminado por un destino queda fuera de toda duda, y ya se encarga él de recordar que es portador de una misión trascendental para el pueblo alemán, y que nadie puede encarnarla como él, quien tiene la oratoria y la visión adecuadas para hacérsela llegar a las masas y seducirlas.
La lectura y el comentario de Mi lucha es, a mi parecer, el mejor antídoto contra el fanatismo nacionalista, idéntico en todas las latitudes y épocas, y solo, en nuestros días, aparente y estratégicamente respetuoso con la legalidad democrática, de la que se provecha para ensanchar su base social. A pesar de que el libro tiene un evidente contenido autobiográfico, desde el que se asiste a la evolución política del autor como una reacción crítica contra el estado de cosas que encuentra en la sociedad de su época, tanto en Austria, como en Alemania, no es menos cierto que hay un evidente desorden en la exposición de su ideal nacionalracista, porque son frecuentes los saltos de unos temas a otros sin articular con solidez un pensamiento profundo, más allá de los eslóganes con los que se quiere persuadir a simpatizantes y a posibles adeptos futuros de acatar la obediencia ciega al Caudillo y al ideal del estado nacionalracista. De hecho, si alguna conclusión general puede extraerse de la lectura del libro es, paradójicamente, la honestidad del autor, quien, en primer lugar, dirige el libro a los convencidos de sus ideas: este libro no está escrito para los extraños sino para los adherentes al movimiento que pertenecen a él de corazón y desean ilustrarse a su respecto, y, en segundo lugar,  la exhibición, con pelos y señales, de todas las aberraciones ideológicas con que propone formar un gobierno totalitario en nombre de la nación germana, sin esconder ni suavizar ni matizar ninguna de ellas. En términos coloquiales: se le entiende todo. Y lo que no deja lugar a dudas es que nadie mínimamente letrado (pongamos el nivel de bachillerato) podría alegar a su favor, a la hora de exculparse por haberlo seguido –Gunter Grass entre ellos, por ejemplo–, que Hitler lo engañara. Es la sinceridad del mal, sin duda, pero sinceridad. No creo que la de la locura, porque, desde sus perversos principios fundacionales,  Mi lucha es un perfecto manual  de agitación política que contiene no pocos juicios que hoy subscribirían, como veremos, fuerzas tan dispares como Podemos, el PP, los nacionalismos y hasta el PSOE, a pesar de que la socialdemocracia, o mejor dicho, la destrucción de la misma, fue uno de los principales motores de la totalitaria actividad política del soldado que juró vengar la rendición del 18 y del acuarelista que vio en el arte de entreguerras el cáncer del espíritu nacional alemán.
La lectura del libro me ha interesado mucho, porque, a pesar de mi prejuicio inicial, que iba a leer la obra disparatada de un fanático racista, me he encontrado con la obra meditada y  coherente de un fanático racista que se explica con suficiente claridad e incluso mesura, acaso porque él estaba convencido de que solo la oratoria era el vehículo para atraer a las masas a su magna obra de destrucción, no la escritura: Yo sé que los partidarios conquistados por medio de la palabra escrita son menos que los conquistados merced a la palabra hablada y que el triunfo de todos los grandes movimientos habidos en el mundo ha sido obra de grandes oradores y no de grandes escritores. No obstante, la unidad y uniformidad en la defensa de cualquier doctrina exigen que sus inextinguibles principios se formulen por escrito. Sea, por tanto este libro la piedra angular del edificio con que contribuyo al conjunto de la obra. Y lo dejo todo muy clarito y con las palabras justas. Lo mejor de la obra es, así pues, que no hay lugar para la ambigüedad ni para los dobles sentidos ni para los equívocos ni para los sobreentendidos, dice exactamente lo que quiere decir. Lo que ya en su tiempo se vio como una “novedad” frente a la ambigüedad de los discursos evasivos de otras fuerzas políticas. En términos modernos, no tiene diferentes "niveles de lectura".
He tenido la sensación  de estar, a lo largo de la lectura, en presencia de un auténtico ideólogo y sólido estratega, no ante un burdo ni vulgar histrión, a pesar, sin embargo, de ciertos deslices patéticos a que recurre en sus exposiciones, a lo que contribuye, sin duda, el marcado carácter autobiográfico del texto. Con un político, en definitiva. De ninguna de las maneras con un artista fracasado, con un cabo resentido o cualquier otro estereotipo con que se le suele caricaturizar. De hecho, me parece que a lo largo del libro da muestras de analizar con sutil psicología el momento social que le tocó vivir, la durísima posguerra del 18, y con bastante más inteligencia política que todos aquellos que, en su momento, despreciaron el potencial de su movimiento, como si su paramilitarismo y su fe ciega en el germanismo ultrarreaccionario, racista, místico y belicista al tiempo, fuera un episodio folclórico de la política. Hitler, y esa es la lección que cumple aprovechar hoy en día, fue un auténtico “animal político” en el sentido meliorativo que le damos al término, independientemente del sistema en que se desenvuelva quien así es descrito. Y lo que llama la atención es su capacidad de maquinación para crear, prácticamente desde la nada, de un viejo partido nacionalista, casi una agrupación de amigos, un auténtico movimiento de masas que convirtió en un estado totalitario. A lo largo del libro repite por activa y por pasiva que su modelo es el de la Iglesia Católica, lo cual lo acredita como buen lector de los movimientos históricos y sociales.
Lo que resulta incomprensible, con todo, es cómo fue posible que una doctrina tan elemental, y una propuesta organizativa tan rígidamente jerárquica tuvieran tal capacidad de seducción. ¿Qué alemanes eran aquellos a quienes la promesa del sometimiento al dictado de un caudillo y a los intereses de un Reich que se deseaba milenario les enardecía? La derrota de la Primera Guerra Mundial no lo explica todo. Me parece evidente que el triunfo del nacionalsocialismo fue el triunfo de la plebe ignara, arrebatada poco a poco a los partidos de izquierda que no supieron defender la República de Weimar ni atraer a su discurso internacionalista a una masa herida en su amor propio nacional, una llaga en la que se recreó Hitler para, con la promesa del desquite y la venganza, cicatrizarla con el ungüento mágico del Reich inmortal y la conquista del mundo. Hitler los proveyó de sueños que eran ficciones, y de los que, salvo honrosísimas excepciones, como la descrita por Hans Fallada en Solo en Berlín, despertarían, casi sin enterarse, en el momento del hundimiento final. [Hans Fallada, por cierto, noveló con maestría excepcional este proceso incomprensible en una novela olvidada que merecería ser rescatada (¡Atención Minúscula…!): Gustavo el férreo (Hay edición en español de José Janés, 1947)]
Otra impresión que me ha provocado la lectura del libro es una extrañeza que supongo compartiré con cuantos intelectores lean estas líneas: que Hitler se refiera a su organización como un “joven partido” capaz de ilusionar a quienes se iban desengañando de los partidos tradicionales, “de toda la vida”. La percepción del movimiento hitleriano como un organismo joven que busca hacerse un hueco oponiéndose radicalmente a los mastodontes de la política alemana, a la casta…: nosotros los nacionalsocialistas sabemos que, con arreglo a nuestras ideas, el mundo actual nos contempla como revolucionarios y que nos marca con el estigma de tales, choca con la imagen de partido vetusto que se tiene de él sobre todo después de ver en qué se acabó convirtiendo. La realidad, sin embargo, es que Hitler era realmente un “joven” de 31 años cuando inició su escalada política y un relativo joven de 44 años cuando accedió al poder, algo absolutamente inusual en aquellos tiempos en que no había mandatario europeo que no bajara de los 60, por término medio.
Pero vayamos ya al contenido del libro, en el que Hitler, con estudiada estrategia nos narra su biografía como la de un ser que sale de un pueblo pequeño, Braunau am Inn, donde ha sido educado en una tradición conservadora rebosante de amor a su nación germana, no austriaca, porque el pangermanismo del autor, incompatible políticamente con un estado multiétnico como el austriaco, tiene su origen en el proceso mediante el cual Hitler pasa de ser un buen vecino de sus vecinos judíos a verlos como la raza maldita que quiere apoderarse del mundo y destruir la nación germana:  De débil ciudadano del mundo que era, me convertí en un fanático antisemita.(…) Al combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor. Hay, con todo, una conversión paulina y paulatina que, narrativamente, responde a la admiración que Hitler sintió siempre por la Iglesia Católica como una institución que aferrada a sus dogmas atravesó los siglos sin ceder nunca en lo esencial. Ese era el modelo, pues, del Tercer Reich gobernado por la raza aria excelsa, ante la cual se postrarían todos los pueblos del mundo: la Iglesia Católica. Si a ello añadimos que, para él, la Historia de Roma era la mejor instrucción que un ciudadano podía recibir en cualquier época, se nos cierra el inventario de modelos autoritarios en los que se inspiró su Führor, permítaseme la broma… 
La contemplación de la diversidad étnica del imperio Austrohúngaro era otra realidad hiriente que le removía las entrañas al defensor de una teoría política a la que denominaba nacionalracista, y eso, sumado al retroceso que advirtió en la importancia de la minoría germana de Austria para el gobierno de la patria multicultural y multiétnica, fue lo que le empujó a “exiliarse” en Múnich, donde se sintió en su verdadera patria. Motivó su decisión el hecho de que, a su parecer, el Imperio austriaco se derrumbaría por no haber logrado la unificación lingüística: La homogeneidad de la forma ha de expresarse estableciendo en principio una lengua unificada del Estado; el instrumento técnico para esto debió haberse puesto violentamente en manos de la administración, porque sin él, un Estado unificado no podría durar. La única forma, además de crear una conciencia uniforme y permanente del Estado, finca en utilizar la educación y la escuela. Una declaración que, como es evidente, suscriben, por ejemplo, nuestros nacionalismos peninsulares sin ningún rubor, como ya avancé. Aquella heterogeneidad étnico-política austriaca la representó Hitler mediante la analogía con un motivo ornamental del Parlamento austriaco: Con simbólica ironía, los corceles de la cuadriga de la cúspide del edificio se alejan unos de otros hacia los cuatro puntos cardinales, representando así las diversas tendencias interiores.
Instalado en Múnich, se alistó en el 14 y a partir de ahí su origen austriaco quedó oscurecido no sólo por la identificación nacional pangermánica, sino por la decidida voluntad de convertirla políticamente en una realidad unificadora. El Anschluss no fue tanto un movimiento de política exterior cuanto la plasmación de un ideal nacionalista que le daba carta de naturaleza a un sentimiento popular, por más que fuera minoritario en Austria: Yo detestaba la mezcla de razas que se exhibía en la capital, odiaba aquella abigarrada colección de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc., y, por encima de todo odiaba a los judíos, ese fangoso producto presente en todas partes: judíos y siempre judíos. Esperaba conquistar alguna vez renombre como arquitecto y, sea que los hados quisieran hacerme grande o no, consagrarme con fervor a mi nación (…) cumplirse el deseo más ardiente de mi alma: la unión de mi amado suelo natal con la patria común, la nación alemana.
Por lo que cuenta en su libro, Hitler estudió con verdadero afán de sacar provecho de esos estudios, a sus rivales y a los que podrían ser sus modelos, lo que incluye la lectura de El Capital, de Marx. En cierta forma, una lectura como la que yo ahora hago, permite comprender íntimamente las razones últimas de los movimientos totalitarios y racistas que se están produciendo en Europa, donde, supuestamente, el genocidio hitleriano había servido como vacuna para impedir que ese virus mortífero, el más letal de la historia de la humanidad, hiciera de nuevo su aparición. Leer con detenimiento cómo ciertas ideas en apariencia “patrióticas” encubren un afán totalitario y cómo ciertas técnicas de propaganda y cierta estética manifestante aspiran a seducir a las masas proclives al patriotismo y reacias al pensamiento crítico, me parece de obligado cumplimiento. El hecho de que añadiera el concepto socialismo a las siglas de un partido, que reniega de lo social y entroniza la individualidad y la obediencia ciega a la cadena de mando, nos indica claramente su capacidad para extraer consecuencias prácticas de sus estudios: El movimiento pangermanista (…) era nacionalista, pero ¡ay de mí!, le faltaba el contenido social indispensable para conquistar a las masas. Así pues, hemos de ver en esta biografía-ensayo una prueba inequívoca de cómo el encendido amor a la nación y a su grandeza es la coartada para imponer una doctrina como la que Adolfo Hitler trasladó a las páginas de su lucha, la defensa de la cual es hoy, afortunadamente, incluso delito penal en algunas legislaciones.
Las creencias –que no ideas– de la sociedad que emerge de la propuesta hitleriana son de sobra conocidas como para reproducirlas aquí, pero no es menos cierto que quizá todos aquellos dogmas indiscutibles deberían leerse en el contexto de su obra –la venta de la cual lo convirtió en millonario en su régimen, por cierto– para entender claramente la inconsistencia y la insolvencia intelectual de quien se atrevió a crear poco menos que un catecismo de obligada creencia. Se trata, en el fondo, de un mundo simplicísimo que él definió perfectamente en el apartado estratégico de su actividad política: Toda propaganda debe ser popular, adoptando su nivel intelectual a la capacidad respectiva del menos inteligente de los individuos a quienes se desee que vaya dirigida. De esta suerte es menester que la elevación mental sea tanto menor cuanto más grande sea la masa que deba conquistar, algo a lo que, sin duda, deben de asentir en un movimiento como la ANC catalana, por ejemplo, la lideresa del cual se caracteriza por ese uso estratégico de la propaganda, a juzgar por las explicaciones de quienes la siguen, que parecen darle la razón a nuestro autor: en una gran asamblea popular, el orador más eficaz no es aquel que más se asemeje a la parte instruida de su auditorio, sino el que conquista el corazón de la multitud. De ahí que su acción política no estuviera dirigida, de buen comienzo, al objetivo de conquistar representación parlamentaria, sino “legitimidad” popular: el tribunal más augusto y el más importante tocante a los que escuchan, no es la cámara parlamentaria sino la gran asamblea pública. Porque allí se reúnen miles de ciudadanos llegados con el fin expreso de escuchar lo que ha de decir el orador, mientras que en la cámara sólo se hallan presentes algunos centenares, la mayoría de los cuales lo hacen con el objeto de justificar el cobro de sus dietas de diputados y no para ilustrarse con la sabiduría de uno u otro de los “representantes del pueblo”. ¿No firmaría, hasta con entusiasmo, Podemos, semejante afirmación? ¿Y esta otra: los partidos políticos se prestan a compromisos; las concepciones ideológicas jamás. Los partidos políticos cuentan con competidores; las concepciones ideológicas proclaman su infalibilidad. Mientras que el programa de un partido netamente político no es más que una receta para el buen resultado de las próximas elecciones, el programa de una concepción ideológica representa la declaración de guerra contra el orden establecido, contra el estado de cosas existente, en fin, contra el criterio dominante de la época?  Como mínimo es sospechosa la coincidencia, ¿no? No niego que pueda achacárseme cierta descontextualización, pero la entidad autónoma de las afirmaciones indicaría que no solo Hitler sabía muy bien lo que se hacía, a nivel político, sino que hasta en sus más furibundos enemigos pueden brotar los renuevos de su doctrina. La radicalización de ciertas fuerzas políticas parecen seguir al pie de la letra juicios políticos como éste: la psiquis de la masa popular no es sensible a nada que tenga sabor a debilidad ni reacciona ante paños tibios. Y repetir estrategias de organización calcándolas al pie de la letra: el éxito decisivo de una revolución ideológica ha de lograrse siempre que la nueva ideología sea inculcada a todos e impuesta después por la fuerza, si es necesario. (…) El supremo cometido de la organización es evitar que posibles divergencias surgidas en el seno de los miembros del movimiento conduzcan a una división y, con ello, a un debilitamiento de la labor del conjunto. Debe cuidar, además, de que el espíritu de acción no desaparezca, sino más bien se renueve y se consolide constantemente.  Esa “acción continua” que en el ámbito catalán parece no tener fin, por ejemplo, llegándose incluso a promover la delación, a la identificación con etiquetas físicas de los “comercios amigos”, a visitar puerta a puerta para levantar acta de adhesiones y de desviaciones… Al fin y al cabo, sus promotores se saben de memoria un axioma nacionalista que es piedra angular de su movimiento: el sentimiento de comunidad que inspira la manifestación colectiva no sólo alecciona al individuo, sino que cohesiona y contribuye también a crear el espíritu de cuerpo. La voluntad, el ansia y también la energía de miles, se acumula en cada uno. El hombre que, lleno de dudas y vacilaciones, entra en una tal asamblea, sale de ella íntimamente reconfortado: se ha convertido en miembro de la comunidad. ¡Jamas debe olvidar esto el movimiento nacionalsocialista! Ha de entenderse rectamente el sentido de las analogías que establezco, porque mi intención es abordar la problemática del texto que analizo desde la experiencia del presente; enfrentarme, pues, a un texto político-biográfico con una mirada exenta de demonización a priori, y destacando, cuando ello se hace obligado, las semejanzas con formas políticas comúnmente aceptadas en nuestro presente. El juicio histórico sobre la aberración nazi es definitivo y no admite ni admitirá nunca ningún revisionismo, excepto el de los incomprensible seguidores que aún tiene entre los ignorantes racistas talibán que lo veneran, pero eso cae ya del lado de la vigilancia policial.
Afirmaciones como que no debe olvidarse que el propósito más elevado de la existencia humana no estriba tanto en defender un Estado o un gobierno, como en preservar su carácter nacional, nos son demasiado familiares a los españoles del siglo XXI como para que las aceptemos acríticamente como una formulación netamente democrática. De igual manera, no podemos asistir impasibles, intelectualmente, a la deslegitimación constante de la democracia efectuada por la doctrina de Adolf Hitler, basándose en la supremacía de la raza aria y en el individualismo como expresiones de un supuesto “derecho natural” que, no pocas veces, se ha esgrimido por partidos nacionalistas actuales: Al negar el valor al individuo, sustituyéndolo con la suma de la muchedumbre existente en cualquier época dada, el principio parlamentario, basado en el beneplácito de la mayoría, atenta contra el principio aristocrático fundamental de la naturaleza. La mayoría ha sido siempre, no solo abogado de la estupidez, sino también abogado de las conductas más cobardes; y así como cien mentecatos no suman un hombre listo, tampoco es probable que una resolución heroica provenga de cien cobardes.
La política de propaganda, pues, formaba parte de la esencia de la creación del partido de la patria alemana. De ahí la necesidad de buscar altavoces como el periódico que, afín a sus ideales, acabó convirtiéndose en el órgano oficial de partido, el Völkischer Beobachter, lo que les sugirió que no habían de descuidar la ambición programática de nacionalizar la libertad de expresión: el Estado debe empuñar las riendas de este instrumento de educación popular [el periodismo] con absoluta determinación, poniéndolo a su servicio y al de la nación. Que la creación de canales de TV partidarios, como los autonómicos, tan onerosos, además, para las arcas públicas, o la instrumentalización de la TV pública por parte del gobierno de turno son tics autoritarios está fuera de toda duda, pero la lectura de Mi lucha nos permite observar y comprender que hubo un modelo de actuación previo nada recomendable.
Me es imposible, so pena de quedarme sin los pocos intelectores que me visitan, entrar en detalle de todas y cada una de las aberraciones ideológicas hitlerianas, pero no quiero dejar de mencionar lo interesante que es la lectura de la geopolítica hitleriana, quien, ya en 1928 fecha de la segunda edición, la primera es de 1925, expone con total claridad lo que habría de ser su política expansiva para conquistar territorios “dentro de Europa”, dadas las dificultades de conseguirlos en las colonias: la única esperanza que Alemania tenía de llevar a cabo una política territorial acertada consistía en adquirir nuevas tierras en la misma Europa. Las colonias no sirven para ese objeto cuando son inadecuadas para el establecimiento de europeos en gran número. En el siglo XIX ya no era posible adquirir por medios pacíficos territorios apropiados para esta clase de colonización. Semejante política sólo podía emprenderse mediante violentas lucha; en consecuencia, luchar por luchar, mejor habría sido hacerlo con el propósito de conquistar tierras situadas a las puertas de cada y no comarcas situadas fuera de Europa. ¿Cómo fue posible que afirmaciones así pasaran desapercibidas para las cancillerías europeas? ¿Y qué decir de advertencias tan explícitas como esta: nuestro objetivo de política exterior es asegurar al pueblo alemán el suelo que en el mundo le corresponde. Y ésta es la única acción que ante Dios y ante nuestra posteridad alemana puede justificar un sacrificio de sangre?  No vivíamos entonces en la era de la información, pero la información ha sido siempre básica en todas las eras, de ahí la criminal negligencia de quienes deberían haber leído con lupa este libro. Se optó por la indiferencia y la ridiculización, pero la lectura del libro demuestra que Hitler no era el loco que sí era, desde el punto de vista de la Historia, a toro pasado, sino un agitador inteligente, capaz de seducir a las masas y de llevarlas al éxtasis identitario, fuerza poderosa para cualquier locura: un alemán debe juzgar más honrosa la ciudadanía de su patria aunque en ella desempeñe el oficio de barrendero que la corona real de un país extranjero. De ahí a los coreados eslóganes sobre identidades diversas que hemos de sufrir en Sefarad, poca distancia hay, la verdad.
Para acabar, aunque el análisis pormenorizado de la obra daría para un ensayo, acaso oportuno y necesario, como memoria histórica del continente y para evitar esos renuevos de los que hablaba, quiero señalar el análisis que efectúa Hitler de la naturaleza federal del sistema alemán, porque su Reich laminó ese federalismo sobre el que nos deja en su volumen algunas reflexiones de absoluta actualidad constitucional en nuestro país. Partiendo de una definición como la siguiente: ¿Qué es un estado federal? Por Estado federal entendemos una asociación de países soberanos que, en virtud de su propia soberanía, se fusionan voluntariamente, renunciando cada uno de ellos en favor del conjunto a aquella parte de sus propias prerrogativas capaz de posibilitar y armonizar la existencia de la federación constituida. Esta fórmula teórica no tiene en la práctica aplicación absoluta en ninguno de los Estados federales del mundo y menos aún en los Estados Unidos de América. No fueron los Estados los que constituyeron la unión federal americano, sino que fue ésta la que previamente dio forma a una gran parte de esos llamados Estados. (…) La formación del Reich no se debió a la libre voluntad o a la cooperación de esos Estados, sino a la influencia de la hegemonía de uno solo de ellos: Prusia. (…) La cesión que los respectivos Estados hicieron de sus derechos de soberanía en favor de la creación del Reich fue espontánea sólo en una mínima parte; por lo demás, prácticamente no existían tales derechos o, si existieran, fueron llanamente anexados bajo la presión del poder de Prusia. No tarda en denunciar ciertas incongruencias del sistema que recuerdan las subrayadas por algunos partidos en nuestros días respecto del sistema autonómico: Ante todo, dentro del conjunto nacional representado por el Reich no podemos tolerar la autonomía política o el ejercicio de soberanía de ninguno de los Estados en particular. Un día ha de acabar y acabará el desatino de mantener por parte de los Estados confederados sus llamadas representaciones diplomáticas en el exterior y entre ellos mismos. Como se advierte, y a pesar de las diferentes situaciones históricas, hay una tensión centralismo-autonomismo que atraviesa la teoría política de siempre. Y en esas seguimos.
        Espero que se advierta lo imprescindible que me parece que las tesis del libro de Adolf Hitler –prohibido en muchas partes del mundo, por cierto– se lean tal como él las dictó –en su celda a Rudolf Hess, por cierto, buena parte de él– y sirvan no solo para escandalizar a quienes las lean, sino para robustecer argumentalmente su refutación y evitar peligrosos sucedáneos que pueden aparentar no ser secuelas suyas, como es el caso de un ideólogo racista como Sabino Arana, con quien su propio partido en modo alguno está dispuesto a ajustarle las cuentas, como sí lo ha hecho el mundo en general a la hora de condenar las tesis del nacionalracismo hitleriano. Aún, la patria, sigue siendo un alibi para los más bajos instintos políticos y morales.

sábado, 29 de noviembre de 2014

La modernidad del opúsculo: Wilde y Harry G. Frankfurt




Oscar Wilde, La decadencia de la mentira, y Harry G. Frankfurt, On Bullshit:  El opúsculo como provocación.




Dos opúsculos muy distintos he reunido en esta entrada en que pretendo revisitar de forma muy superficial el género cuya brevedad constituyente lo convierte en fundado candidato, en estos tiempos de la deseada tiranía de los 140 caracteres, a disfrutar de la predilección del público lector, cada vez más hecho al laconismo ambiente y al desistimiento de la extensión como fuente de placer y poza, ¡ay!,  sospechosa de prolijidad, redundancia y pecado de grafomanía. Es obvio que a los esforzados viatores que recorren estas entradas al laberinto de la impostura, en la oscura pedanía del dilentantismo que es mi Diario, no les asusta la extensión y son capaces, por ello, de apreciar en lo que vale la concisión de los opúsculos, sobre cuya condición de diminutivo (opus, opusculum; “obra”, “obrilla”) no ha de especularse para concluir un juicio desestimatorio que pecaría de precipitado; por más que, paradójicamente, mucho tiene de precipitado, en términos químicos, esta destilación del ingenio que suele manifestarse en el opúsculo.
He escogido dos de diferente naturaleza: literario, uno; filosófico el otro, si bien ambos tienen como objeto de sus reflexiones, diatribas, desplantes y provocaciones la mentira, todo un clásico con no pocas manifestaciones detrás, desde el refranero hasta la aforística pasando por la ética, la lógica, la novela, el ensayo, y, fuera de la escritura, en la política y la vida conyugal, por poner variados ejemplos de ocurrencia. Es llamativo, porque la etimología tiene siempre esa vertiente espectacular, que la palabra mentira tenga que ver con la raíz indoeuropea men–, en cuyo grado cero, mn–, aparece en griego  para la diosa Mnemosine, diosa de la memoria, y, modificada por un procedimiento lingüístico que no viene al caso, para sus hijas, las Musas. Que se haya de tener feliz memoria para ser un eficaz mentiroso es, y no podía ser de otro modo, uno de los grandes tópicos recurrentes en este tema.
No es mi intención elaborar ninguna teoría sobre la mentira, sino hacerme eco de dos autores, tan distantes, que hablan sobre ella. Se trata de un género, además, que nunca ha pasado de moda, porque ha constituido, hasta tiempos recientes, y aun en estos,  una vía de agitación de las conciencias muy poderosa. Todos están al corriente de la ventura editorial que ha tenido el opúsculo de Stéphan Hessel, ¡Indignaos!, de cuyos ecos desvaídos incluso quiere vivir un nuevo partido político;  recuerdan el muy famoso de Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre; el del preclaro defensor del crecimiento cero Paul Lafargue: Derecho a la pereza o la irreverente humorada de Jonathan Swift, Una modesta proposición.
Oscar Wilde deja claro desde el título que aborrece el realismo factual que amenaza con desterrar la belleza del mundo y con ella la mentira con que el artista la crea. Une indisolublemente una realidad social, el feroz capitalismo naif del siglo XIX y principios del XX, con la pasión por la realidad en crudo y los hechos como los agentes de la verdad, suprema deidad que sustituye a la belleza. Su opúsculo está lleno de sutiles ataques en los que es maestro consumado: Pensar es la cosa más insana del mundo, y hay gente que se muere de eso como de cualquier otra enfermedad. Afortunadamente, en Inglaterra al menos el pensamiento no es contagioso. La espléndida constitución de este pueblo se debe enteramente a la estupidez nacional. La defensa que hace Wilde de la imaginación contra la copia del natural está llena de indignación contra la sordidez de la recreación de lo real y de fe en una concepción estética del arte que sirve precisamente para combatir la fealdad intrínseca del mundo, de lo real, y ello no quiere decir que no le satisfagan autores como Balzac, a quien considera, frente a Zola, como un auténtico y poderoso creador de mundos que inventa, no que, como Zola, copia, o dicho por Wilde, siempre tan epigramático: La diferencia entre un libro como La taberna del señor Zola y las Ilusiones perdidas de Balzac es la diferencia entre el realismo sin imaginación y la realidad imaginativa. Resulta difícil hurtarse a la comunión con el entusiasmo desrealizador de Wilde, porque advertimos lo sobrado que está de razón, y más en estos tiempos en que literatura y periodismo han cruzado, para mal de ambos, sus caminos. Su principio básico, la vida imita al arte, lo refuerza con la convicción de que las cosas son porque las vemos, y lo que veamos, y cómo lo veamos, depende de las Artes que nos hayan influido. Mirar una cosa es muy distinto de verla. Nada se ve mientras no se ve su belleza. Entonces, y sólo entonces, adquiere existencia. Es evidente que para un decadentista como Wilde, la belleza es incompatible con la utilidad: Las únicas cosas bellas, como alguien dijo, son las cosas que no nos conciernen. Mientras algo nos sea útil o necesario, o nos afecte de cualquier modo, doloroso o placentero, o apele con fuerza a nuestra compasión, o sea parte vital del ambiente en que vivimos, estará fuera de la esfera propia del arte. A lo largo de su opúsculo, Wilde no pierde la ocasión de despachar algunos juicios críticos dignos de su afilada pluma y llenos de una admirable tinta venenosa, como el dedicado a George Meredith, que valdría para tantos de nuestros contemporáneos: Su estilo es el caos iluminado por fulgores de relámpago. Como escritor lo ha dominado todo menos el lenguaje; como novelista sabe hacerlo todo menos contar una historia; como artista lo único que le falta es saber expresarse. Perdido en su mundo de absenta y belleza, Wilde sabía, como muchos intelectores seguimos sabiéndolo, que las únicas personas de verdad son las que nunca existieron, y si un novelista tiene la vileza de tomar la vida de sus personajes, al menos debería aparentar que son creaciones y no hacer alarde de que son copias. Solo desde ese conocimiento puede comprenderse una confidencia como la de que una de las mayores tragedias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré. Es un dolor del que jamás he podido liberarme. Porque pocos serán a los que no se les ha quebrado la voz y desbordado el lagrimal ante el dolor de Sancho: -¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
On bullshit se nos presenta como un tratado sobre la charlatanería como epidemia que nos asuela y frente a la que es difícil no ya plantar cara, sino esquivarla, porque la charlatanería es hoy santo y seña del comercio social, de la vida mediática y, ¡ay!, del fundamento político de nuestro atribulado país y, si hacemos caso al autor, del mundo entero. No son la consecuencia directa de la irrupción del tertulianismo, pero éste ha contribuido poderosamente a su establecimiento y reconocimiento sociales. El autor, filósofo reconocido, se aplica a elaborar distinciones para precisar el campo de aplicación el concepto, de ahí que reconozca la charlatanería como algo radicalmente alejado de “lo real” y en nada interesada en el valor de “verdad” de cuanto se dice.  No se trata sin embargo de que las afirmaciones de los charlatanes sean falsas, cuanto de que sean fraudulentas. Como dice Frankfurt: El charlatán crea falsificaciones. Pero no significa que las haga necesariamente mal. El mentiroso, el embustero, sí que tiene en cuenta lo real y lo verdadero, si es que quiere conseguir una mentira eficaz; no así el charlatán, que se mueve más en el arte del pavoneo enunciativo, indiferente a esos criterios de verdad e incluso verosimilitud, de ahí que a Frankfurt le parezca más peligroso el charlatán que el mentiroso. Lo peligroso, con todo, porque el tipo del charlatán tiene un ascendente nefasto en la sociedad estriba en el reforzamiento  de las formas modernas de escepticismo que reiteran su cantinela de la imposibilidad de saber “exactamente” cómo son las cosas. Al decir de Frankfurt: Esas doctrinas “antirrealistas” socavan la confianza en el valor de los esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué es falso, e incluso en la inteligibilidad de la noción de indagación objetiva. Lo que le lleva al autor a la conclusión inevitable: el solipsismo del charlatán que solo ofrece lo que pomposamente denomina “su” verdad, derivada del único conocimiento al que tiene acceso: el de sí mismo. Aunque Frankfurt es taxativo al respecto: Como seres conscientes, existimos sólo en respuesta a otras cosas y no podemos conocernos en absoluto a nosotros mismos sin conocer aquéllas. Más aún, no hay nada en la teoría, y ciertamente nada en la experiencia, que sustente el extraordinario juicio de que lo más fácil de conocer es la verdad acerca de uno mismo. Los hechos que nos conciernen no son especialmente sólidos y resistentes a la disolución escéptica. Nuestras naturalezas son, en realidad, huidizas e insustanciales (notablemente menos estables y menos inherentes que la naturaleza de otras cosas). Y siendo ése el caso, la sinceridad misma es charlatanería.
Nadie ignora el nutrido repertorio de expresiones coloquiales que nos permiten identificar inequívocamente la charlatanería, ante la que solo cabe, una vez detectada,  una huida inmediata, y si es política, un vacío absoluto. He aquí una bonita muestra de esos modos oratorios que retratan a quienes los usan como un programa electoral retrata, a su modo mentiroso, a quienes harán justo lo contrario, en cuanto arañan el poder: ¿Pero no te lo estoy diciendo?
Esto va a misa. ¿Pero te he mentido yo alguna vez? Lo sé de buena tinta. Pero si todo el mundo lo sabe. Eso es una verdad como un templo. ¿Me tomas por mentiroso? Que me quede en el sitio, si lo que digo no es cierto. ¡Por estas!, escucha lo que te digo. Cuando el río suena… Oye, yo te digo “mi” verdad… ¡Qué mentira ni qué niño muerto! Eso cae por su propio peso.  ¡Si lo sabré yo! Eso es de juzgado de guardia. A mí me lo vienes a decir. Se coge antes a un mentiroso… Lo que es es y no le des más vueltas… De lo que te hablo son hechos, hechos contrastados… Ya lo dicen las estadísticas… Es un sentir popular…No hay más ciego que quien no quiere ver. Se han creído que somos todos tontos… A mí no me dan gato por liebre. Como para no estar al cabo de la calle… Pues a mí me han dicho que… Aquí no hay más cera que la que arde.
Advertidos quedan los intelectores que hasta aquí hayan llegado. A ellos y a quienes ellos tengan a bien comunicárselo, les anuncio la próxima publicación, en edición digital, de mi Opúsculo/libelo La España vulgar. En su momento oportuno comunicaré la editorial y el precio. 


martes, 25 de noviembre de 2014

Las apostillas de David Ruiz García a mi "Nota a pie de Diario".

                          




             Quiero agradecerle a David Ruiz García (Autógeno) la extraordinaria reflexión que ha tenido la delicadeza de elaborar -Apostillas al Desencajado la titula-,  a propósito de mi  Nota a pie de Diario  de hace unas entradas. La publica en su blog El peso del Universo.  
            En justa correspondencia, quiero hacerlo público en este semidesértico Diario para quien quiera acercarse a ellas y saber lo que es bueno... Ofrezco un avance, amparándome en el "derecho de cita", aunque quizá lo exceda. Un blog es, sin duda, también un hábitat. Y los textos que en ellos leemos tienen un contexto del que no podemos erradicarlos sin, acaso, restarles buena parte de su significado o de sus connotaciones. Osado como soy, ni siquiera he pedido permiso a David para airear sus apostillas. Confío, en todo caso, en que no me mida, dialécticamente, las costillas... Que conste que salgo perdiendo en la comparación que nunca debe hacerse por aquello de que son de mala educación, pero un verdadero Artista ha de saber distinguir entre un borrador, mi Nota y una obra acabada, las Apostillas. Con afecto y agradecimiento.




20.11.14


Tal es la miserable condición humana, que no queda otra salida que o reírse o dar que reír como no tome uno la de reírse y dar que reír a la vez, riéndose de lo que da que reír y dando que reír de lo que se ríe.
Miguel de UNAMUNO
Amor y pedagogía

Con la erudita prosa que es marchamo de su casa y solaz para el visitante que no viaja apresurado, en su entrada más fresca debate consigo el oblomovista Juan Poz acerca de las lecturas aplazadas que lo reclaman desde anaqueles y archivos, donde el polvo al polvo del tiempo finito que apremia infinitivo por otros frentes hace tejuelos de aplazamientos sucesivos. Tema libresco, por tanto, que este amante de las granadas —de huerta y de biblioteca, no aventuren carnicerías—, a quien gané en un reto nada azarosolos lindos euros que invertí en los Escolios de Gómez Dávila, aprovecha para ir desglosando algunos de sus incesantes apetitos literarios, al hilo de los cuales hasta me lanza un guiño parabólico al que quiero corresponder en generosidad, aunque frustre las impresiones razonadas que espera de mí sobre la obra del colombiano, a la que alude por estar incluida en su larga lista de futuribles. Me excusará, seguro, esta eventual omisión, máxime cuando a fuer de nobles gestos el intercambio de ideas pueda servir de acicate para un sincero esparcimiento. Mentiría si declarase haber recorrido en más de un tercio el apretado volumen de mil cuatrocientas páginas que Dávila se tomó una vida en componer con la trama de sus filias y la urdimbre de sus fobias, a veces permitiendo entrever los libros que desfilaban ante su quirúrgica mirada; es volumen intenso y extenso, destilado para degustar a sorbos y disgustar a torvos, y además comparte la simultánea apertura de lomos con otra docena de ejemplares en los que me sumerjo con menos asiduidad de la que tenía por disciplina antes de precipitarme en la edad angosta que subrayamos, con más dureza que vergüenza, bajo el eufemístico antifaz de la madurez. Que llegados a esta etapa de la peripecia existencial el decurso se comprime no es secreto, ni brinda excusas a los propósitos sólidos, ni por ello deja de asombrar a quien se descubre inserto en la fugacidad sobrevenida. A mis jornadas les faltan horas y, más que nada, los momentos dilatados en esa nocturnidad que invita a concentrarse en aquello que el día excluye de su tributo regular a los ritmos de la ecúmene. Ahí están, como lección impúdica de mis interrupciones, mareados en la montura de mi actual dispersión, los Errores celebrados de Zabaleta, Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond, La presencia del pasado de Rupert Sheldrake, Historia de la melancolía de Jackson, La religión y la nada de Nishitani, Golem XIV de Stanislaw Lem y las trapacerías expuestas en la Vida del falso nuncio de Portugal de Alonso Pérez de Saavedra, por citar algunos de los tomos que diviso apiñados en la mesita contigua a mi confesionario. Contemplo el panorama y creo, por un instante, estar releyendo al benigno Joubert cuando pensaba que «el mayor defecto de los libros nuevos es que nos impiden leer los libros viejos».


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