sábado, 25 de mayo de 2013

Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología [1980-2012] -II

El género que sale del armario: *Canonicación del aforismo. (II) 
En esta segunda entrega de la calurosa acogida crítica a Pensar por lo breve quiero centrarme en lo que los posibles lectores de la entrega anterior habrán echado de menos: los 2.549 (salvo error u omisión) aforismos de la antología y el análisis de los mismos, juicio crítico incluido, a pesar de los pesares. Acabé el texto anterior agradeciéndole a José Ramón González que me hubiera dado la oportunidad de reflexionar de nuevo sobre ciertos aspectos de la aforística, algunos de ellos obvios; los otros, nuevos. Entre los obvios estaba la valoración de la disposición formal de los aforismos en el espacio de la página, porque se trata de un género en el que la brevedad, además de ser fundamento básico del mismo, exige la parvedad: pocos han de ser,  y suficientemente oreados, los aforismos que compongan un volumen. Eugenio Trías, en La  dispersión, señalaba con clarividente intuición que el espacio que separa un aforismo de otro es una invitación a olvidar, lo que representa una visión del género que se acerca más a la poesía que a la reflexión filosófica. El espacio en blanco no es un marco del aforismo, sino su razón de ser: el aforismo surge del silencio, como un abracadabra etimológico –y pragmatista–: “Creo lo que digo”, aunque otras versiones nos lo traducen como “Envía tu rayo hasta la palabra”o “Envía tu rayo hasta la muerte”;  y busca precipitarse en él, a fuerza de contención expresiva. No afecta, sin embargo, ese principio compositivo, a las antologías, como, por la muestra, es evidente que sucede; pero, y de ahí la abundancia de editoriales “independientes” que los publican, los libros de aforismos requieren esa generosidad tempo/espacial de la que ya henos hablado. El hecho de que tantos libros de aforismos hayan aparecido en editoriales de corto radio de alcance social indica bien a las claras que estamos ante lo que podríamos llamar la pariente pobre de los géneros, por delante de la poesía, que hasta ahora se llevaba la gloria de ser la “palabra esencial” y sus creadores la de ser la encarnación de “la voz de la tribu”. Aún está por ver la dimensión socioliteraria que acabarán teniendo los cultivadores de este género aforístico que cada día que pasa gana más adeptos, si bien no está de más consignar aquí que se trata de un dominio literario en el que algunos poetas se mueven con envidiable soltura y en el que algunos pensadores reconocidos naufragan aparatosamente: no se hizo el aforismo para la boca del rumiante…, podríamos decir, sin ánimo ofensivo, lo cual prueba, por si hiciera falta prueba alguna, que el aforismo es siempre algo más que mero pensamiento y algo distinto de la pura lírica o el travieso juego lúdico. De todas maneras, una muestra tan extensa como la presente peca, quizá, de esa afición a la “física de los grandes números” que fácilmente se cuela de rondón en el mundo de la aforística, como lo exhiben algunas infames páginas de internet: 20.000 aforismos, 25.000 refranes, 30.000 proverbios, publicitan: ¡el saber universal a un clic de ratón! Si una  de las más famosas colecciones de aforismo, el Viking Book of Aphorisms no pasa de los 3.000, contando la historia universal del género, es evidente que en una entrega de la magnitud de la presente haría falta una poda extraordinaria para reducir a sus justos términos la producción aforística memorable –una de las condiciones del aforismo, según Carlos Marzal:  No hay nadie tan idiota como para no ser capaz de escribir un aforismo memorable – y relegible, porque es necesario distinguir, en primer lugar, entre los aforismos rutinarios y los que marcan la ruta del género como faros que los  principiantes toman como punto de referencia.
Entre los nuevos aspectos de la aforística sobre los que esta antología me ha movido a reflexionar está lo que, al final, se ha convertido en el primer intento de  clasificación retórica de los mismos, un proceso que he llevado a cabo aprovechando tan generosa oportunidad como la de esta publicación. Se trata de un afán taxonómico que me ha permitido, por  ese bonito juego de la inclusión y la exclusión, fijar las líneas básicas de la producción aforística que se recoge en la antología, lo que, per se, equivale a disponer de una suerte de mapa mediante el que recorrer los principales parajes aforísticos de nuestro noviviejo género ahora remozado. No se trata, por supuesto, de nada definitivo, pero creo que todos los avances que puedan hacerse en este terreno, aún por desbrozar, de la consolidación del nuevo género de la Aforística habrán de ser tenidos en cuenta.
La distribución de la cuota por autores no revela, en principio, sino las afinidades electivas del compilador, como se aprecia por el hecho de que Fernando Menéndez sea el autor con más obra recogida, seguido por Ramón Eder, Dionisia García, Jordi Doce, Juan Varo y Vicente Núñez. En un segundo grupo vendrían autores como Carlos Marzal, José Luis Gallero, Luis Felipe comendador, Rafael Gonzalo Verdugo, Ángel de Frutos Salvador y Andrés Ortiz-Osés. En un tercero, Eugenio Trías, Carlos Edmundo de Ory, Ángel Guinda, Rafael Argullol, Luis Valdesueiro y, después de estos  grupos, apenas habría ya diferencia entre los restantes. Esta contabilidad en modo alguno tiene nada que ver con la posible calidad de los aforismos recogidos, porque dentro de un mismo autor no es infrecuente que haya notables abismos de calidad entre unos y otros aforismos, algo que solo se justifica desde el punto de vista de la paternidad. Esos desniveles cualitativos quizás tengan que ver con el carácter intuitivo del género, con esa naturaleza de hallazgo feliz, completamente ajeno al  método, algo que es consustancial al aforismo. Cuando se tiende la plantilla para escribir una aforismo es cuando se queda uno plantado fuera del género, y se trata de una tentación a la que ningún aforista parece hurtarse, a juzgar por lo leído.
Bien, no demoremos más el inicio del análisis que había prometido. He clasificado 366 aforismos, lo que equivale, aproximadamente, a un 14% del total. No es una base de datos espectacular, pero nos permitirá tener una idea aproximada de lo que el lector se encontrará en el volumen. Por otro lado, tampoco quiero excederme de las mil palabras del derecho de cita que gentilmente están obligados a ceder los dueños del copyright de la obra.
El primer grupo de aforismos que hemos de considerar es el que denomino Parodiásticos, de los cuales lo mejor que puede decirse es que constituyen un diálogo vivo con la tradición, aunque no siempre la réplica está a la altura del interlocutor. Se trata de aforismos que toman como pie no forzado referencias literarias, filosóficas o literarias de dominio común, al menos para los buenos lectores:
Ángel Crespo: Ser y no ser: he aquí el poema.
Ramón Eder: Uno no puede ahogarse dos veces en el mismo río.
Rafael Marín: La cópula del Sueño y la Razón engendra monstruos.
Miguel Ángel Arcas: Cuando desperté, mi soledad todavía estaba allí.
Juan Varo Zafra: Misantropía, dame el nombre exacto de las cosas.
El segundo grupo en orden de importancia numérica es el que denomino Paradoxales, por constituir la paradoja uno de los recursos constructivos fundamentales del género aforístico,  dado el carácter transgresor y desubicador del discurso aforístico. La paradoja desconcierta y desorienta al lector, y le fuerza a recomponer el sentido del aforismo desde su propia lectura y nivel de comprensión:
Jordi Doce: No basta con tener razón. Hay que aparentar no tenerla.
Enrique Baltanás: Soy como el árbol, fiel a sus raíces, continuamente alejándose de ellas.
Vicente Núñez: ¿Quién está libre de ser esclavo?
Ángel Guinda: La poesía es una pregunta a todas las respuestas.
Ricardo Martínez Conde: Escribe como duda, con la misma convicción.
El tercer grupo es el de los Metaforismos, exigencia de cualquier género, que acaba indefectiblemente  interrogándose por su naturaleza y sus límites, como ha hecho la novela con Cervantes, el teatro con Pirandello o la poesía con Bécquer:
Andrés Ortiz-Osés: El aforismo no es un lenguaje limitado  sino lenguaje-límite: limita con el silencio del sentido.
Manuel Neila: Lo que dice un aforismo es la punta de un iceberg cuya parte sumergida corresponde a lo que sugiere.
Fernando Menéndez: Los aforismos son relámpagos del pensamiento.
Luis Valdesueiro: Arte aforística: concreción y belleza.
Erika Martínez: Todo aforismo exige su refutación.

El cuarto grupo es el de las Greguerías. Ramón se empeñó toda su vida en deslindar la greguería del aforismo, pero no triunfó en el empeño: Tampoco es aforística la greguería. Lo aforístico es enfático y dictaminador. No soy un aforista. Reprochaba al aforismo su sequedad sentenciosa, tan próxima a la máxima, y su falta de humor. En su momento pudo tener algún sentido el intento diferenciador. Las nuevas generaciones son conscientes de que “aforismo” es, hoy en día, marbete que acoge también, con feliz entusiasmo risueño, las amables greguerías de toda la vida:
Rafael Pérez Estrada: Con el ángel caído empieza la gravedad.
Ramón Andrés: Cebo de los creyentes, la eternidad.
Miguel Ángel Arcas: ¿Cuál es el sueño de un barco? / ¿Navegar o llegar a puerto?
Lorenzo Oliván: Sólo quien vuela bien alto consigue darle esquinazo a su sombra.
Carlos R. Pavon: El protocolo es la moral de los mediocres.
El quinto grupo, y lamento que haya quinto malo, es el de los aforismos a los que he llamados Aforemnes o Prosopopéyicos, uno de los más tristes paisajes que nos muestra el aforismo de cualquier época, porque traslucen el engolamiento, el envaramiento, la pomposidad vana de la afectación que con ajustada expresión criticaba Cervantes: Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala... Monterroso, por su parte –y hasta por su porte…– nos dejó un texto definitivo sobre la “falsa solemnidad” al que remito a quien quiera entender el porqué de la afectación que lastra con el enorme peso de la pedantería tantos y tantos aforismos de los que apenas ofrezco esta expresiva docena más que adocenada. Bien podría haberles llamado también Coturnales, por aquello de las ínfulas de los cómicos de la farándula, pero quédense en Aforemnes, que expresa ceñidamente la pomposa cojera de que hacen gala:
Rafael Argullol: Sólo somos auténticamente libres cuando olvidamos que formamos parte de la rutina de la eternidad.
Rafael Argullol: La entera civilización occidental es una respuesta a la soledad.
Antonio Fernández Molina: Vivir conversaciones donde no suenen los vocablos.
Antonio Fernández Molina: Cruzar un poema lleno de espinas.
Dionisia García: El tiempo no pasa por los escritores altos.
Ricardo Martínez Conde: ¡La consumación de las estaciones nos trae el entendimiento de la lentitud!
Fernando Menéndez: En el corazón, florecen laberintos.
Luis Felipe Comendador: Sé que mis versos son efímeros a pesar de la inmortalidad que los madura.
Rafael Gonzalo Verdugo: llevo en mi corazón la estela de todos los mundos que fracasaron.
Juan Varo Zafra: A lo más profundo ladra la nada.
Carmen Camacho: Yo estoy hecha de derribos.
Ricardo Martínez Conde: ¡Tardes de invierno, cuadernos en blanco que intimidan!
El sexto grupo es el de los denominados Aforobvios, pariente cercano del quinto grupo y producto de ese ensimismamiento intuitivo que, de repente, producto del mismo fulgor, nos deja ciegos para impedirnos reconocer que hemos caído en la obviedad más chata del mundo. Nadie está exento de no ver lo obvio, pero lo que en un político forma parte de su ADN, en un aforista es pecado imperdonable:
Dionisia García: Residimos, fundamentalmente, en nosotros mismos.
Ricardo Martínez Conde: ¡Todo viaje es hacia el final!
Álvaro Salvador: El horror merodea constantemente, el horror no descansa.
Miguel Ángel Arcas: La mediocridad no afecta sólo a los mediocres.
Rafael Gonzalo Verdugo: Los obstáculos del camino forman parte del camino.
        El séptimo grupo lo forman los aforismos a los que denomino Apodícticos, que tampoco andan muy lejos de los dos grupos anteriores, aunque aspiran a emparentar directamente con la sentencia y la máxima por su impersonalidad y pretendida universalidad. En el marco de esta reflexión retórica sobre el aforismo, he llegado a pensar que la figura retórica más íntimamente emparentada con él es el Epifonema, del que el aforismo constituiría, a su vez,  una sinécdoque. El carácter concluyente del epifonema, la virtud de rúbrica brillante y persuasiva de un razonamiento  -los fúlmina in cláusula de la epigramática- lo comparte con el aforismo, que alude a un discurso de innecesaria pero inexcusable enunciación:

Fernando Menéndez: Un pensamiento no depende de su belleza sino de sus axiomas.
José Luis Gallero: Sólo quien no logra nada –y mientras no logra nada– aprende.
Andrés Trapiello: el hombre sagaz siempre es oblicuo.
Mario Pérez Antolín: Emocionar como un poeta, contar como un novelista, pensar como un filósofo y, sobre todo, callar como un cartujo.
Pablo Miravet: El destino miente, el carácter somete.
         
El octavo grupo lo forman los aforismos que hacen bueno el de Samuel Johnson: El infierno está empedrado de  buenas intenciones (que otros atribuyen, por cierto, a San Bernardo de Claraval), y a los que denomino Homiléticos, en congruencia con la actitud y la intención de quienes los escriben y sin desmerecer, ¡hasta ahí podríamos llegar!, el talante filantrópico que anima a sus creadores, por supuesto. Como expresión del pensamiento destilado, quintaesenciado, el aforismo puede sufrir también el contagio de la predicación y confundir juicios subjetivos con verdades o dogmas:

Castilla del Pino: No hagas el mal porque te lo haces.
Rafael Argullol: En los días de soledad debemos ir a la caza de lo mejor de nosotros mismos.
Fernando Aramburu: La gramática civiliza.
Jordi Doce: No esgrimas tu sinceridad como un arma.
Andrés Neuman: Nuestra fuerza radica en la honestidad de nuestros límites.
A partir del noveno grupo, los Calambúricos:
Ángel Guinda: Estilo: este hilo de voz que con la vida enhebro.
Ángel de Frutos Salvador: Haz hablar al azar.
Rafael Gonzalo Verdugo: Estética: Estilo de la ética.
 nos adentramos en el conocido terreno de recursos formales propios del género, como el de los Paronímicos:
Cristóbal Serra: Quieras o  no: la Revolución francesa es hito y también hiato.
Andrés Ortiz-Osés: Las identidades cerradas son cerriles.
Álvaro Salvador: Cretinos y discretos tienen los mismos deseos.
el de los Paradiastólicos:
Castilla del Pino: Lo indescifrado es un problema, no un misterio.
Ángel Crespo: El diablo sabe pero no entiende.
José Luis Gallero: Lo grande exige ambición; lo pequeño, audacia.
Juan Varo Zafra: Sencillo, a veces; simple, jamás.
        el de los Derivativos:
Guillermo Puerto: Existió sin ser: fue sido.
Álvaro Salvador: El seductor, cuando seduce, se disfraza de seducido.
Luis Valdesueiro: Unas palabras hieren, otras son la herida.
Juan Varo Zafra: Nunca fuimos lo que éramos.
         y el de los Quiásmicos:
Luis Valdesueiro: Hablar hacia dentro, callar hacia fuera.
Luis Felipe Comendador: El cielo de un poeta es su silencio. El infierno, la palabra.
Andrés Ortiz-Osés: Simplificar lo complejo para poder vivirlo, y complejizar lo simple para poder revivirlo.
      Finalmente, quiero ofrecer una brevísima muestra de otros procedimientos que forman parte del arsenal de recursos utilizados por los aforistas y que todos los lectores distinguen a simple vista, no sólo por su carácter fijo, casi de matriz –El aforismo es lengua matriz de la intuición, me permití formular, modestamente, en su momento–, sino también porque su existencia es una prueba inequívoca de que hacen, los aventureros lectores, una lectura genérica adecuada, lo que les permite moverse con mayor confianza en y entre  los textos aforísticos. Saberse en el ámbito inequívoco de un género satisface buena parte de las expectativas del lector, si bien es parte intrínseca de lo literario forzar esas expectativa para llevar a los lectores más allá de la comodidad genérica, hacia la incertidumbre y el fértil desasosiego consiguiente. No es mi intención agotar la catalogación de los recursos formales usados en la construcción de los aforismos, pero quedaría bastante cojo este intento taxonómico si no aparecieran los siguientes:
Bucléicos:
Rafael Gonzalo Verdugo: Poeta: Escritor de poesías que inventan al poeta que las escribe.
Neológicos:
Carlos Edmundo de Ory: Todo suicida es existicida.
Carlos Edmundo de Ory: Soy un sabelonada.
Toposales:
Cristóbal Serra: Refulgente es la memez, y la agudeza, tan difícil de descubrir como aguja en pajar.
Jordi Doce: Nadie menciona el miedo, mucho más común, a lo conocido.
Jordi Doce: ¿Y la insatisfacción del deber cumplido?
y
Sinestésicos:
Antonio Fernández Molina: El letal olor de la estupidez.
       No le habrá pasado desapercibido al lector atento que un buen número de los aforismos catalogados pueden pertenecer a dos o  más de los grupos propuestos, porque es característico del género de la quintaesencia tener ese espíritu sincrético. Así pues, la inclusión en uno o en otro atiende a lo que podríamos llamar rasgo dominante del aforismo, elección que cae de lleno en ese casi obligado e ineludible  margen de subjetividad con que han de hacerse estas taxonomías.

    He querido dejar para la conclusión de esta presentación crítica el comentario sobre el criterio de selección del corpus aforístico seguido por José Ramón González, puesto que plantea un curioso problema genérico y canónico que convendría resolver para unificar criterios entre lectores y, sobre todo, estudiosos de la lacónica materia. Ha sido voluntad inicial del antólogo la de incluir en la antología aforismos pertenecientes a obras publicadas como volúmenes dedicados exclusivamente al aforismo, y ello se cumple en la mayoría de los casos. En los casos en que no sucede así, el autor justifica la inclusión de un corpus de aforismos extraídos de algunos libros, frecuentemente de naturaleza genérica inclasificable, próximos a las Silvas de varia lección, por el valor intrínseco de los tales, en condición de estricta igualdad con los  concebidos tradicionalmente como tales. ¿Es genéricamente legítimo dicho proceder? Aceptarlo supone, a mi parecer, concebir el aforismo como un texto específico e independiente que puede aparecer en cualquier contexto con idéntico valor, de modo que, extraído de esos contextos ajenos al tradicional libro de aforismos de autor, pueda formar parte de uno que no ha sido concebido como tal por autor alguno, sino por el antólogo de turno. Es evidente que la figura del editor en este género cumple un papel de primera importancia, porque en comparación con la publicación habitual de los aforismos en voluminosas antologías, han sido, hasta hace poco, relativamente escasas las obras concebidas por sus autores con una distribución inmodificable y no aleatoria de los aforismos, de acuerdo con el  criterio organizador de su autor. Se trata de una cuestión abierta a muchas interpretaciones, porque, en relación con el canon, según se conciba el género, podrían, y acaso deberían, reeditarse los aforismos machadianos, por ejemplo, para formar un solo volumen unitario, desgajándolos de su pertenencia a libros concebidos como obra acabada por el poeta, como es el caso de Campos de Castilla y Nuevas canciones, si bien no pocos de esos aforismos se publicaron de forma independiente en la prensa, lo que abonaría la opción de la concepción del aforismo como un texto específico no ligado ni necesaria ni genéticamente al contexto en el que aparece. Diferente es, me parece, el caso de los aforismos extraídos  de obras a las que están ligados como parte esencial del texto, cual es el caso de los volúmenes tradicionales de aforismos extraídos de las obras de grandes autores: Cervantes, Shakespeare, Goethe, etc. 
       Aquí lo dejo. Como se advierte, la Aforística es un nuevo género lleno de atractivas cuestiones pendientes de ser resueltas, siquiera sea de forma provisional. En ello estamos. En ello está José Ramón González y prueba evidente de tan noble, apasionada e inteligente dedicación es esta antología, Pensar por lo breve, que bien podría haber llevado por subtítulos Emocionar por lo intenso y Deslumbrar por lo lúcido.

lunes, 20 de mayo de 2013

Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología [1980-2012] -I

El género que sale del 

armario: *Canonicación 

del aforismo. (I)

Nunca los estudiosos del aforismo, ni sus lectores, podremos ofrecer suficientes muestras de agradecimiento a José Ramón González, por esta cuidada antología de aforistas que acaba de publicar, y a la editorial TREA, más atenta a la cultura que al negocio, por haber culminado con éxito una publicación que, como otras muchas que forman parte de nuestra Historia de la Literatura, está llamada  a tener un lugar de honor, dado el carácter fundacional de la misma, porque, como sugiero en el título de esta calurosa acogida, nos hallamos ante una prueba irrefutable de lo que mi inminente tesis doctoral se ha propuesto establecer, a pesar de su obviedad: que a la tríada genérica de nuestra Literatura se le ha de añadir la “cuarta locura” platónica de la Aforística en condición de igualdad genérica y, por supuesto, en estricta igualdad en cuanto a la perfección de sus producciones, que no cede ante obras encumbradas y reconocidas de los otros géneros con los que en modo alguno compite, sino con los que, como debe, comparte su apasionante capacidad de seducción estética. Pensar por lo breve confirma mi intuición de un modo irrefutable. De ahí mi alegría y el especial estado de euforia crítica que me ha producido semejante epifanía genérica. Asistimos a la canonicación, que no canonización, del género literario quizás más antiguo de la literatura universal.
Desde el Cancionero de Baena y el de Stúñiga, las compilaciones de autores, las flores, las antologías poéticas han formado parte importantísima de nuestra historia literaria. Se trata de una tarjeta de presentación en la sociedad literaria casi obligada para las nuevas generaciones poéticas. Algunas constituyen momentos decisivos de esa historia literaria nuestra, como la famosa de Gerardo Diego, Poesía española. Antología 1915-1931, donde debutó ni más ni menos que la Generación del 27 (o de la República, en terminología de Bergamín), o las dos bien famosas de Castellet: Veinte años de poesía española (1939- 1959) y Nueve novísimos, de 1970. Hasta el presente, sin embargo, quizás por el “descuido” crítico con que se ha seguido el fenómeno desde instancias académicas, no se había publicado nunca una antología como esta de José Ramón González, de cuya atención al viejísimo-género-nunca-reconocido ya dejó cumplida cuenta en Notas sobre el aforismo la magnífica, por documentada, concisa y sugerente, introducción crítica a Hilos sueltos, de Fernando Menéndez, publicado en la editorial DIFÁCIL.
No me remontaré a los inicios del género en nuestra literatura, porque no es el momento ni el lugar adecuados, pero en otra entrega de este Diario se recogió la versión actualizada del que podemos considerar el iniciador de la Aforistica en la literatura española: Sem Tob de Carrión. Desde él hasta esta antología de José Ramón González, la Aforística ha llevado una existencia oscura que no ha supuesto, sin embargo, una decadencia o merma en el cultivo de las principales características de un género tan reducido a la intimidad o a pequeños círculos de apasionados por las breverías, según las bautizó Savater. Su marginación de la popularidad lectora ha servido para mantener unas tradiciones –porque es plural la historia de la Aforística, como la del corazón de Rubén– que han acendrado su cenceño discurso para mantenerlo fiel a lo mejor del género, de ahí la notable calidad, en su conjunto, del presente volumen, aunque, como es obligado para una antología, no deje de tener sus luces y sombras, sobre las que entraremos más tarde. Autores como Juan Ramón Jiménez, cuya Ideología es una de las cumbres de nuestra Aforística, como Ramón, cuyas Greguerías constituyen un originalísimo subgénero, como Machado, cuyo Juan de Mairena naufraga editorialmente en paradójica tierra de nadie o como José Bergamín, auténtico aforista de índole genética, escriba lo que escriba, ocupan ahora, por obra y gracia de este Pensar por lo breve, un lugar definitivo en la Historia de la literatura española, que ha de reescribirse obligatoriamente, porque no podemos seguir manteniendo extramuros de ella un género cuya vitalidad, aunque hibernada durante siglos, comienza a desbordarse creativa y editorialmente, como lo demuestra esta antología. El auge de “lo biográfico”, como tendencia propia del nuevo siglo, heredada del periodo finisecular, ha llevado al cultivo masivo del Diario y, sobre todo, del Dietario, tan próximo a un género como la Aforistica. Me parece oportuno observar que esta antología es una muestra diametralmente opuesta a lo mucho y malo que en el campo del aforismo podemos encontrar en internet, para desgracia del género y, a la larga, de sus cultivadores: forma parte, la vulgarización internética, del proyecto de barnizado con que se quiere atildar, ¡como si ello fuera posible!, la nesciencia, la falta de formación en que sume a la población nuestro lamentabilísimo e ideologizado sistema educativo.
Pensar por lo breve plantea ya, desde el título, una petición de principio no exenta de suscitar polémica: lo propio del aforismo es la expresión del pensamiento, por encima de cualquier otra posibilidad, como la de transmitir emociones o, y no es incompatible con ninguna de las dos anterior, la creación de belleza a través, principalmente, ya de un registro lírico ya de una exhibición conceptual, de la cual la ironía y la agudeza, con el corolario del humor, serían su fundamento. Si algo queda claro, después de leer esta antología, es que difícilmente nos vamos a poner de acuerdo en la definición del aforismo, como preceptivamente nos lo dejó claro Emilio Blanco en su estudio preliminar a la edición de las Centellas de varios conceptos, de Joaquín Setantí (José J. de Olañeta, Editor, 2006), otro de esos aforistas olvidados cuyos rescates irán confiriéndole entidad y prestigio al canon del género redescubierto. De hecho, una variante inexcusable de la aforística es el cultivo del metaforismo, generoso capítulo del género que nos permite no solo el disfrute de acabadas obras maestras, sino una introducción a la teoría del género desde la doble perspectiva del creador y de la obra creada.
Por otra parte, el planteamiento cronológico de la antología, los últimos 32 años de la historia del género, en la que se mezclan escritores de muy diversas generaciones, ordenados de mayor a menor, tampoco estaría exenta de polémica, porque esa es la naturaleza de estas antologías: dejar agradecidos a unos, insatisfechos a otros y  quejosos a todos. Ello no constituye ninguna objeción de peso a la misma, porque su valor está muy por encima de las pequeñas miserias de la República de las Letras, tan dada a la algarabía de egos como a la endeble arquitectura de la vanidad. José Ramón González a buen seguro habrá hecho suyos, una vez publicado el volumen,  los versos de Cervantes: Unos, porque los puse me abominan; / otros, porque he dejado de ponellos, / de darme pesadumbre determinan. / Yo no sé cómo me avendré con ellos; / los puestos se lamentan, los no puestos / gritan,  yo tiemblo destos y de aquellos. Es cierto, sin embargo, que el escrutinio atento de la obra de los 50 autores antologizados arroja resultados muy variados, y que hay, a veces, desniveles de calidad entre las obras de unos y otros que permitirán, en el futuro, repensar con sosiego y fundamentos críticos la ineludible jerarquía del canon, ahora ofrecido en un plano de igualdad que no hace justicia ni a lo excelso ni a lo prescindible.
Antes de entrar en el despiece de la res  quisiera manifestar mi agradecimiento a José Ramón González porque la lectura de su antología me ha permitido reflexionar con mayor amplitud e intensidad sobre la Aforística, llevándome a la refrendación de conclusiones a las que ya había llegado hace tiempo y que me parecen interesantes, no sólo para mí, sino también para los posibles lectores de la misma, por eso me atrevo a exponerlas. Aun a riesgo de agotar la paciencia del lector de esta entrada del Diario, quisiera consignar aquí el Manual de instrucciones que escribí para mi propia antología de aforismos a la que titulé El amigo manual ( Mi primer libro de aforismos), porque en él se contienen advertencias útiles y consideraciones teóricas que la lectura de Pensar por lo breve ha consolidado. Ahí va:
 1. El libro de aforismos ha de ser una volumen manejable que se tenga siempre a mano, pues su lectura está indicada para los momentos más insospechados. La famosa tríada de los tiempos muertos, las horas sueltas y los ratos perdidos tienen, en El amigo manual, su remedio natural, el específico capaz de resucitar, reconocer y atar buena parte de la propia vida, tan propensa a perderse en esos agujeros negros del tedio o la desorientación. El manual de Epícteto se llama Enquiridion precisamente porque en kheirí significa, en griego, lo que se puede sujetar con la mano.
 2. Un libro de aforismos no tiene comienzo ni final, por lo que nunca ha de ser leído desde la primera hasta la última página, al modo, por ejemplo, de las novelas o las obras de teatro. Por su forma se asemeja más a los libros de poesía, aunque en estos a veces los poemas están de tal suerte dispuestos que el lector ha de respetar su orden preciso si quiere recibir, sin modificarlo, el mensaje del poeta.
        Lectura espigada podríamos denominar al método que consiste en abrir el volumen al azar y leer aquellos aforismos que nos salgan al paso deparándonos el placer estético de lo insólito e invitándonos a la reflexión que siempre exigen de nosotros, porque un aforismo es siempre un pie, nada forzado, para el diálogo cordial y el monólogo esclarecedor.
3.  Lo propio de los libros de aforismos, si no hay un orden lineal que se haya de seguir en su lectura, es que tampoco se nos ofrezcan ordenados por temas, por útil que, para otros menesteres intelectuales, sea el índice temático que suele incorporarse al final del libro y que, a menudo, suele pecar de un excesivo intervencionismo por parte del compilador, siempre dispuesto a escoger interpretaciones que, a la postre, redundan en el menoscabo de la libertad de elección y asignación de los propios lectores, de ahí que este libro no lo incorpore, aunque sí unos Pespuntes biobibliográficos que pretenden servir de discretísima introducción a los autores escogidos.
4.  Buena parte de los aforismos que se han recogido en El amigo manual se presentan a los lectores como un desafío, y como tal hay que tomarlo, si bien con la serenidad de ánimo propia de los retos en los que nos jugamos la propia estimación. Hay aforismos transparentes, ingeniosos, poéticos, trascendentales, anecdóticos, admonitorios, chispeantes, profundos,  enigmáticos, herméticos y cualesquiera otras calificaciones que se les quiera aplicar, pero los lectores han de lidiar con cada uno de ellos y han de establecer una relación personal que les permita hacer suyo el libro, aceptar que les está interpelando individualmente. Nadie debe rendirse ante ningún aforismo, porque ninguno es literalmente incomprensible. Pueden sernos más lejanos o más cercanos, pero todos ellos han sido escritos para llegar a la imaginación, al entendimiento o a los sentimientos de los lectores.
5. Un volumen de aforismos es, por definición, una obra incompleta, parcial, eventual e incluso precaria. El subtítulo del actual, Mi primer libro de aforismos, indica claramente la provisionalidad del propio volumen, pues cada lector, cada lectora, son los responsables últimos de la compilación de su verdadero y definitivo libro de aforismos. Este  amigo manual no es en el fondo sino una invitación a la creación del libro de aforismos que cada cual, a lo largo de su vida lectora -que deseo tan larga y fecunda como placentera- ha de ir formando poco a poco, libro a libro. Recoger aforismos en nuestras lecturas ha de ser una actividad tan natural como consultar en el diccionario el significado de las palabras que desconocemos.
6.   Los libros de aforismos  han sido considerados muy a menudo como un vademécum, un compendio de máximas que nos preparan para la vida, un conjunto de recetas que, supuestamente, nos permiten enfrentarnos a la realidad con la quintaesenciada experiencia de la acreditada sabiduría de quienes nos precedieron. Pero vade mecum significa literalmente "camina conmigo", va conmigo, y esa función de acompañante tiene, a veces, más valor que la de pretencioso maestro de la vida, pues raramente se escarmienta en cabeza ajena. A un libro de aforismos no se ha de ir, así pues, buscando soluciones, sino epifanías que quizás sean simplemente el pórtico para nuevas preguntas, inquietudes y tal vez fecundos desasosiegos
          7.   A un libro de aforismos no deben acercarse los lectores buscando la cita de relumbrón que acredite una cultura que, en todo caso, de muy otras maneras ha de saber manifestarse, pues como sugiere Zabaleta hay que saber saber. Intercalar oportuna y elegantemente, en un texto o en un discurso, una cita no es arte al alcance de cualquiera, y con  frecuencia naufragan en el vasto y proceloso mar del ridículo muchos de quienes lo intentan. Que la cita surja con naturalidad, sin que su brillo ciegue, sino que ilumine, habría de ser la noble aspiración de los lectores de aforismos.
          8.  De igual modo que hay libros específicos de aforismos y una historia del género en la que sobresalen estos o aquellos autores, de todas las latitudes y nacionalidades, no es menos cierto que los aforismos esmaltan la prosa o el verso de todos los demás. En el segundo caso, los aforismos nunca han de permitirnos prejuzgar  a sus autores, a quienes se ha de conocer por sus obras completas. Por otro lado, y como cura contra la falsa solemnidad con que se pueden presentar las compilaciones de aforismos, Jean-Jacques Barrère y Christian Roche publicaron  El estupidiario de los filósofos, cuyo título ahorra explicaciones al buen entendedor.
9.  El amigo manual tiene la finalidad de acercar el mundo del aforismo a los lectores jóvenes para despertar en ellos la afición a la reflexión y al cultivo de la expresión justa, de ahí que la gran mayoría de aforismos estén relacionados con lo que podríamos llamar aspectos generales de la existencia. Esa selección excluye una vena aforística a la que este compilador es devoto aficionado: el aforismo humorístico, basado en el ingenio, la agudeza y el juego de los conceptos. Así, autores como Ramón Gómez de la Serna y sus famosas Greguerías han quedado forzosamente fuera, si bien se indica aquí para que quien quiera descubrirlo, a él y a otros tantos como él, se lleve una grata sorpresa.
          10.  De los libros de aforismos jamás podemos decir que hayamos acabado de leerlos, como ocurre, en realidad, con las obras literarias clásicas, aquellas que siempre admiten una relectura. Con todo, la frecuentación de los aforismos lleva aparejado un efecto perverso del que, para acabar, conviene advertir en estas instrucciones de uso: la tentación de devenir, después de leer tanta quintaesencia de la sabiduría y la agudeza, consejeros de consejos no pedidos. Saber abstenerse de darlos cuesta a veces tanto como escoger el adecuado, por eso, y con un dicho del traductor Çadique de Uclés, quisiera este compilador, a modo de corolario, recordar a sus lectores que "dize sant Gregorio que ninguno te es más fiel en te dar buen consejo commo el que no cobdiçia lo tuyo, mas ama tu persona". Ese amor  ha sido el inspirador de estas instrucciones y del volumen todo.
Vale.
          Aunque suene a verdad de Pero Grullo, o de Monsieur de La Palisse –dada la importancia de la aforística francesa para la resurrección del género en Europa–, la principal enseñanza ya sabida que le debo a Pensar por lo breve es el recordatorio del valor del espacio en blanco entre los aforismos, metáfora del tiempo imprescindible que requiere la lectura y la rumia de todos y cada uno de los aforismos de cualquier libro del género. De hecho, no se trata de un tiempo de exacta medida para todos ellos, sino de un tiempo específico para cada aforismo, y cada lector ha de saber encontrarlo y administrarlo en función de su competencia y su imaginación. Esta verdad lleva implícita, como corolario, la imposibilidad de la lectura lineal del libro, por más que, desde la perspectiva filológica haya estado obligado a hacerla así. Me hago cargo de lo que significan los costos de edición y la imposibilidad de conceder ese espacio/tiempo imprescindible a los desiertos silenciosos y sugerentes que han de preceder y seguir a cada uno de los aforismos –si no se opta por la abstracción gráfica del firulete, por supuesto, con idéntico valor estructural–, pero el lector ha de suplirlos para poder apreciar, en lo que vale, y vale mucho, esta antología aforística epifánica.
                                                                           (Continuará) 

martes, 14 de mayo de 2013

El artista desencajado quiere hacer caja.


El título es el primer impacto. Un buen informe es la verdad que alienta o disuade.

             El artista desencajado  ha decidido ofrecerse como  Lector Crítico y Titulador a todos aquellos noveles o profesionales que requieran sus servicios. Las tarifas estarán en consonancia con la dedicación y la calidad laboral y se establecerán de acuerdo con los peticionarios. Para novelas de hasta 250 páginas, la tarifa de la lectura y el informe crítico preceptivo oscilará entre los 150 y los 200€. Para la titulación de cualquier tipo de escrito, de ficción  y no ficción, la tarifa oscilará entre los 50 y los 500€, en función del destino último del mismo, aunque también se establecerán de acuerdo con el solicitante. A quien le extrañe tamaña minuta ha de recordar la capacidad de los títulos para vender, por ellos mismos, según qué productos. A este fin suelo recorrer siempre al mismo ejemplo, Monólogo de una mujer fría, de Manuel Halcón, quien en los represores años del franquismo, concretamente en 1960, logró ventas insospechadas de esta novela sin particulares atractivos.
            En mi novela La manzana de Poz incluí un juego titulador en el que mezclé títulos inventados con títulos reales para abordar desde una perspectiva irónica la importancia de los mismos y el mimo con que se ha de elegir el nombre de la criatura. Lo reproduzco aquí como muestra de la facilidad que me asiste y desde la que quiero abrir una vía de actuación literaria profesional que, a mi modesto entender aún no ha sido explotada. Hace tiempo que me rondaba esta idea, porque el hecho de titular no deja de ser una habilidad como otra cualquiera que se tiene o no se tiene. Ya reflejé aquí la dificultad de Steinbeck para encontrar el título adecuado de Al este del Edén, por ejemplo. Y mi propósito es liberar a los autores de esa angustia, ofreciéndoles el título idóneo para sus escritos. No niego que me ha empujado a dar este paso el homenaje que Google rindió hace unos días al celebérrimo creador de títulos de crédito cinematográficos Saul Bass, quien los elevó a categoría de ARTE, sí, con mayúsculas, a veces, incluso, siendo lo más propiamente artístico de las  películas que introducían. ¿Cómo es que a nadie se le ha ocurrido aún la idea de realizar un documental con una selección de los mejores títulos de crédito de la Historia del Cine? Estoy convencido de que sería un éxito.
             En cuanto a los títulos literarios, es evidente que el repertorio es inagotable y en el juego que añado a continuación se puede advertir lo mejor y lo peor de esa “artesanía” para la que hay que tener una intuición deslumbrante y un dominio verbal a la altura del destello creativo.
             Confío en que mi oferta no caiga en saco roto y haya creadores de toda condición que requieran mis servicios profesionales. Para contactar, ver mi perfil. Como no se trata de un trabajo de "negro literario" o "escritor fantasma", es evidente que habría de figurar el copyright de mi título en el interior del volumen, junto al del autor, al de la ilustración dela portada, la foto del autor, etc.

Titulares (y suplentes....)
El sueño del vigía. La claridad de la traición. Un cuchillo en la noche. La hora interminable. Dos almas en una canción. El salario del miedo. El lustro de la venganza. Nos veremos en Brujas. Hola, ¿qué tal? El monje pendenciero. Tu bala lleva escrita mi nombre. Desayuno con diamantes. La suegra de don Servando. Los caminos de la perdición. Atrapados en el hampa. Esperanzas marchitas. Los amores de Fernando y María Luisa. Una tumba en Laredo; dos en San Diego. Los pecados del abad. Ascensor hacia el cadalso. Las manos ensangrentadas. La soga del ahorcado. El cuadrilátero de las Bahamas. Aliento fatal. El diario de una puta triste. El triunfo de la voluntad. Monólogo de una mujer fría. El pozo y el péndulo. El clamor de los gigantes. La humedad de la bodega. Bodas de altos vuelos. Si hoy es martes, esto es Bélgica. Encrucijada de pasiones. El remitente tartamudo. Las bragas de oro. Amores en la tundra. La estepa sin fin. El cumpleaños de Mónica. Voces del infierno. Escándalo en el internado. Los jueves, milagro. Bienvenido a la esperanza. Tribunal de horrores. ¡Qué verde era mi valle”. Ruiseñor en la cumbre. Destino el desconsuelo. La ley nunca descansa. La tímida risa del ornitorrinco. En chancletas por la vida. El brillo de la memoria. El agravio. El oprobio. Lunes de carnaval, martes de muerte. La procesión de los replicantes. Código de criminales. Te llevo dentro de mí. La sombra del alcornoque. Abismos de pasión. Entre tú y yo. Escríbeme cuando llegues. Una maleta, dos maletas, tres macetas. Torero al amanecer. Las cumbres silenciosas. De arcilla y oro. Por unas monedas. El río del olvido, el lago de la lamentación. En la espesura. La ciudad no es para mí. Las rosas finales. La ventisca. La herencia. El crimen de Mazarrón. Esperanzas de cristal. El pabellón de los melancólicos. Judas y deudas. Palor. La conjura de los irredentos. Embriagados de ambición. Frutos tempranos. El secreto de la marquesa. Los cómplices de la noche. Aguas turbulentas. Avenida de los tilos. Besos babosos. El lago azul de su mirada. La habitación de al lado. El silencio de los corderos. Nubes de otoño. La risa del chacal. El tren de las pesadillas. Pisándole los talones. El joyero de la reina. La virtud de la escarcha. El fantasma del oasis. Fábrica de virtud. Día de fiesta por la tarde. El asesino del tarot. Calles de fuego. La cicatriz. El pentagrama del amor. El espíritu de la contradicción. El amante bilingüe. Las cítaras del paraíso. El consuelo del Purgatorio. Atrapados en la red. La hermana inesperada. El puro, el astuto, el corrupto. La golondrina que hizo verano. La confabulación de los torpes. Mal comienzo, pésimo final...

domingo, 5 de mayo de 2013

Método del lápiz: los Microgramas de Robert Walser.



Robert Walser: Microgramas

La libertad creadora, la desolación vital.



Volvamos sobre Walser, un auténtico autor maldito cuya biografía llama tanto la atención como su obra, ligada íntimamente a ella, sin que pueda ser considerada, sin embargo, exclusivamente autobiográfica, por más que su propia muerte –falleció en el transcurso de un paseo a través de la nieve, cerca del psiquiátrico en el que estaba recluido– fuera novelada con antelación, por ejemplo, en su obra Los hermanos Tanner. Se trata de un hombre de vida desdichada, con un carácter difícil, en el sentido de no ser capaz de dominar el difícil arte de las relaciones sociales, y cuya tendencia misantrópica, e incluso misógina, corre pareja con su amor al paseo y a la naturaleza. La dificultad de trato comenzaba por sí mismo, y esa suerte de ciclotimia propia de tantos creadores, tan pronto en la cúspide espumosa de la ola como en el fondo tenebroso del abismo, no le abandonó jamás, aunque tampoco desertaron de él ni la claridad de juicio ni el buen hacer narrativo.
Después de abandonar prematuramente los estudios, sólo cobijó en  su  vida la ida de dedicarse a la literatura y de vivir de dicha actividad, lo que no siempre pudo lograr, a pesar del predicamento de que gozó en vida y del fervor  con que leyeron sus textos autores tan significativos de la mejor literatura del siglo XX como Franz Kafka y su tocayo Robert Musil. Su lucha por la supervivencia marca inevitablemente su propia obra. Pasó de trabajo en trabajo como de domicilio en domicilio, aquejado por una trashumancia vital endógena que le complicó y amargó la existencia, a pesar de su excelente y negro humor. Nos hallamos en presencia de lo que puede considerarse un ejemplar clásico de novelista “intelectual”, más inclinado a la reflexión filosófica, con notables incursiones en la psicología y en la sociología, que propiamente al arte refitolero de  la narración pura.
Los libros que acabo de leer, Microgramas, I,II y III (Siruela, 2005,2006 y 2007) son su última obra, culminada en 1933, momento en que es internado en un psiquiátrico del que ya no saldrá hasta su muerte novelada, poética portada, por cierto, de su obra Historias de amor, de la editorial Siruela, donde puede adquirirse toda su obra. En la imagen se advierten en primer plano las huellas del escritor sobre la nieve, como las de un pájaro solitario al modo místico de Juan de la Cruz, y al fondo el cuerpo yacente del escritor, lleno de una rigidez distinta del rigor mortis. Se trata de una suerte de último gesto del desengaño, de un escorzo trágico de la desesperación resignada. Llevaba 23 años encerrado y sin escribir: No estoy aquí para escribir, estoy aquí para estar loco, le confesó a un visitante, como recoge Coetzee en su ilustrativo artículo El genio de Robert Walser, por más que su estado no pareciera exigir, al decir de sus contemporáneos, semejante reclusión, aunque la vida cotidiana, a juzgar por las prosas de Microgramas, revelen, en algunos momentos, una distancia abismal con el principio de realidad y trasluzcan un desprendimiento feliz de las convenciones y normas sociales y literarias, porque Microgramas es, sobre todo, la obra libérrima de un ser atormentado que no duda a la hora de reconocer sus limitaciones: Escribo muy despacio. Mi fantasía actual carece de fantasía. De hecho, su propia confección manuscrita ya da a entender el carácter transgresor de la obra, porque, después de haber abandonado la pluma y escogido el lápiz como herramienta de trabajo, el método del lápiz lo llamaba Walser, se verifica un cambio en su actividad literaria que le permite recuperar la ilusión por la escritura y crear una obra cuya paciente “traducción” ha supuesto sus buenos quince años largos de trabajo, dada la índole de sus escritos, con trazos de poco más de 1 milímetro, llenos, además, de signos casi crípticos que le permitían, mediante esos trazos de “patita de mosca”, crear un testamento artístico de primera magnitud como documento literario para la elucidación del propio autor, si bien no es menos cierto que buena parte de la obra, excesivamente ligera y deslavazada, no colma las expectativas con que el lector ingenuo se adentra en los tres volúmenes, excepto que se sea lector walseriano, el único que no perdonará ni  una coma de los tres volúmenes y gozará de todos ellos  con la fruición del devoto y la mirada autópsica -¡qué incoherencia léxica tan literaria: que la autopsia (contemplar con los propios ojos) sea obra de otras manos y otros ojos– del propio autor, quien con tan minusculísimos signos ha construido una megalupa a través de la que se escruta con la gelidez y el entusiasmo de quien mantiene consigo mismo la más ambigua de las relaciones.
Una vez conocida, aunque sea someramente, su biografía –y por referencia de una recensión crítica creo que debe de ser muy interesante la publicada también en Siruela por Jurg Amann, Una biografía literaria, en la que va alternando la crónica biográfica con páginas literarias del autor, en un contrapunto tan original como esclarecedor–, y sabedores de que el espectro de la perturbación mental afectó a su madre y a un hermano que se suicidó, los  textos contenidos en Microgramas adquieren una dimensión distinta y el lector se pasea por ellos –porque eso exige Walser de nosotros, que paseemos por sus textos con el desorden y la morosidad de quien no puede pasar por alto los innumerables guiños de todo tipo que el autor nos hace: No es en el camino recto, sino en los rodeos donde se encuentra la vida, nos dice en uno de los fragmentos–  como quien lo hace a la vez por el mapa  y por el territorio y no sabe de qué admirarse más, si de la realidad o de la encriptación deliberada de la misma en un endiablado, pero hermoso, sistema de escritura que le supuso al autor una liberación y una suerte de renacimiento literario auténticamente libre, porque en modo alguno había de ajustarse a ninguna expectativa de éxito y consagración: un autor ridículo y sin éxito, se consideraba a sí mismo, algo que sólo un artista desencajado es capaz de comprender en toda su plenitud. Esa percepción de sí mismo como epítome del fracaso es lo que le permite una libertad de composición tan grande que poco tienen que ver sus infinitas prosas de Microgramas con el resto de su obra, si atendemos al espíritu festivo que se trasluce en muchas de ellas y a la constante experimentación narrativa que se permite. Diríase que, abandonada la esperanza de la consagración popular, Walser se encerró en sí mismo y escribió para sí, de forma autista, y de ahí la microescritura en que decidió preservar su última obra.
La mera contemplación de las páginas manuscritas, escritas en cualquier tipo de papel, usualmente del que solemos tirar a la basura, nos impresiona como si contempláramos el mapa real de  un tesoro rescatado de alguna nave corsaria en la que, milagrosamente, se hubiera conservado intacto. La mera transcripción de los títulos de los breves capítulos es tan sugestiva que le resulta poco menos que imposible al lector no ceder a la tentación de internarse en esos paisajes que Walser construyó con una dedicación de orfebre y un espíritu tan burlón como escéptico. Veamos una breve selección de esos títulos-imán:
·       La gente importante me tilda de niño.
·       Por lo general, antes de ponerme a escribir, me enfundo primero una bata de prosas breves.
·       Al suave viento del este, colgado de la robusta rama de un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por abandonar el reino de la absoluta certidumbre.
·       A Fräulein Monika, que declaraba que ese pelo azabache era suyo.
·       Oh, era una vida serena, delicada, profusamente adornada con hepáticas.
·       Érase una vez un hombre joven dotado de abundantes nostalgias.
·       Mierda, tiranos y tristes figuras.
·       Si puedes, dueña de mi corazón, discúlpame por haber comido anoche ciervo a la pimienta.
·       Mira que dejarse inquietar por un mayordomo mayor llamado Kalb.
·       La luz cubre el suelo de mi cuartito, que tiene tras de Jean-Jacques Rousseau y que podría estar en una casa isleña.
·       El modo de acurrucarme en casa de esa tal Diana.
·       Las palabras que deseo pronunciar aquí tienen voluntad propia.
·       Con mis débiles fuerzas comento aquí con las menos palabras posibles una película.
·       Una cerda cebada.
·       Las calles tenían pinta de direcciones caligrafiadas.
·       Deseo que este paisaje nevado me quede bonito.
·       Tambaleándome sobre asuntos que bajo mi férula de artista adquirieron la forma de torre o de foro.
·       Llevaba largo tiempo viviendo en la torre de la paciencia.
·       ¿Medrarán los malvados?
·       Ramsés II rejuvenecía de siglo en siglo.
·       Estoy siempre en casa trabajando.
·       Hace un momento se escapó un libro de una editorial.
·       Por fortuna no me ocupo aquí de nada demasiado actual.

Es Microgramas lo que podríamos denominar, popularmente, libro-botica, lo que los clásicos denominaban poliantea (es decir, florilegio), una obra que alberga muchas materias diferentes y un solo género predominante, el narrativo, frente a las ocasiones en que se adopta el género discursivo para hablar del teatro, la literatura, la ópera, la danza o la pintura, entre otras materias. Desde este punto de vista podríamos hablar de un Dietario, pero el volumen de las supuestas entradas del mismo, en comparación con las de registro narrativo estricto, no justifica su clasificación en tan particular género autobiográfico. Para el lector actual, sin embargo, acaso tengan más valor los textos no narrativos que los propiamente tales, pues en estos Walser se deja llevar bastante a menudo por un registro metanarrativo que marca una distancia casi brechtiana respecto de lo narrado, lo cual acentúa el humor irónico que condiciona el desarrollo de casi todos los fragmentos. Incisos al estilo de:
Kätchen rompió a llorar. Les ruego por lo que más quieran que me permitan ahorrarme el relato de sus lamentaciones eternas, ruidosas, propias de los nibelungos.
Por cierto, que he vuelto a escaquearme de tratar tan hermoso asunto para hacer lo que más me apetece –divagar en la maleza de las nimiedades–, y por poco vuelvo a olvidar de qué quería hablar.
“Es una buena persona. Todas las personas con defectos son buenas personas”, se dijo entre risas nuestro Fergo, que pagó su cuenta y se marchó. ¿Lo seguimos? Me temo que será mejor, porque si no abandonaríamos un relato cuyo protagonista es él.
Pero él ha conocido a una persona muy importante para él y su futuro, y eso no se puede cambiar, y en el fondo ella lo comprende, y vaya una historia más tonta y costumbrista esta que estoy contando y con la que, parece, no he acabado todavía.
Supongo que se mordió los labios de la rabia. Siempre pueden no aceptar mis suposiciones.
O la encantadora:
¿Por qué lo tomaba ella por malo? Oh, pregunta, mantente abierta como el portal de una casa elegante, grande, luminosa, provista de salas bien aireadas. Continúa tu viaje, querido autor.
Apunté antes que la lectura de Microgramas no exige la linealidad, y lo reitero como una de sus grandes cualidades. Da igual el fragmento por el que los lectores deseen iniciar su medineo, y sólo los que se las den de filólogos de pacotilla, como mi menda lerenda, incurren en el error de bulto de hacer esa lectura ordenada y seguida, sin interrumpirla con otras lecturas ajenas a ella, algo que solo obra en demérito del lector, pues violenta una típica estructura abierta, semejante en todo al género aforístico o al género poético. Es cierto que la ordenación cronológica de los fragmentos permiten intuir alguna ligera evolución en el tono y el contenido de los fragmentos, y que, a medida que nos acercamos a 1933, el atrevimiento estilístico y temático parece incrementarse, pero no es un rasgo tan significativo como para renunciar al paseo sin dirección que nos permita encontrar la vida atormentada y jocosa que, bañada de amarga ironía, tanto acaba gratificando al lector.
Me es imposible siquiera enunciar los momentos estelares que contienen las 948 páginas del total de la obra, porque prácticamente no hay página en la que el lápiz del empático Desencajado no se haya aplicado al subrayado y comentario de todo aquello en que se ha visto reflejado, tanto biográfica como artísticamente. Microgramas es una autobiografía indirecta, una novela de novelas, una suerte de pessoano Libro del desasosiego y una lección de crítica de artes desde la más radical subjetividad: Durante el Viaje a Italia de Goethe, fui presa frecuente de una somnolencia que en cierto modo me satisfacía, mientras que el Renacimiento de Gobineau me invitaba de continuo a mirar y a permanecer despierto; o Los bandidos son amenos, Cábala y amor me tortura. Al artista desencajado le ha llegado muy adentro la descripción del efecto que produce en el espectador la contemplación y audición de una ópera como La flauta mágica, de Mozart, por razones que no vienen al caso. No me resisto a transcribir aquí esas reflexiones a cuya pregunta final se ha encargado el fanatismo nacionalista de los hombres de darle dramática respuesta:
La música, de una belleza casi sobrenatural, que titila sobre el cuerpo de esa ópera  como si la obra fuera una diosa adormecida y la música sus ropas, despertó en mí miles y miles de impresiones, quisiera creer que imposibles de perder, cuya espléndida totalidad considero un tesoro, un uniforme danzar o balancearse al vaivén de los minutos y de las horas, que refleja de manera variopinta el sentido de la existencia. Creí poder percibir, vivir, la infinitud de los días y las noches, y esto me pareció de suma belleza artística y de un poder afiligranado, donde pura y grandiosamente se oculta una espera y expectación y esperanza de años, concentrada en un aria de diez minutos, empujada a una musicalidad casi abismal o ridículamente espiritual que hizo brotar lágrimas de embeleso de los ojos de mi vecina, acaso una dependienta de unos veinticuatro años. Dentro de las posibilidades que permitían las leyes de la escena y el escaso tiempo de la velada teatral, se derramó allí, cual flores de un cuerno de la abundancia, la novela de la vida, todas las alegrías y penas, hecho que en mi opinión contiene encantos casi infinitos, lo que sin embargo no me impide preguntar si, a pesar de toda esta belleza creada por temperamentos serenos como lo fue, por ejemplo, el del salzburgués, serían después realmente posibles sucesos de naturaleza indeseable como esta guerra mundial.
Por lo demás, son tantas las reflexiones, las intuiciones, los aforismos, las novedades contenidas en esos fragmentos que necesitaría tres o cuatro entregas para darme el gusto de comentarlas todas. Dada mi escasez de tiempo, opto por abreviar y ofrecer algunas muestras de lo que anuncio, para que no se diga que escribo a humo de pajas. Desde el primer volumen hasta el último, las continuas manifestaciones de agudeza e ingenio de Walser son de tal naturaleza que forzosamente el lector (o el escritor) inclinado hacia ellas tendrá materia de fruición para mucho tiempo, porque, no quiero dejar de decirlo, los Microgramas admiten varias lecturas con total confianza de que en cada una de ellas se descubrirá algo que antes es posible que nos haya pasado desapercibido, como ocurre con los poemas, que nunca acaban de leerse (y de comentarse) del todo.
En el primer volumen hay tres fragmentos fantásticos: Soy la poetisa Vögeli, coronada por el éxito, donde se exhibe una brillante disección de la vida literaria de la época (pág.222); El de la pág.249: Hay gente que se toma a mal que uno ame a tal o cual dama y no a otra, en el que Walser reflexiona sobre su obra a partir de la confidencia que le han hecho de que Los cuadernos de Fritz Kocher era su mejor obra, y Excusas baratas, en la página 259, una delicia de planteamiento aparentemente nimio pero cuya dimensión trascendente se percibe en el acto:
 ¡Ah, qué mala es la gente, qué pocilga llena de excusas el corazón humano! Las excusas baratas son extraordinariamente rápidas, y en esta rapidez se adivina algo tremendamente perezoso. Mientras hago estas declaraciones, que bien podrían ser las más sinceras que haya hecho jamás, como chocolate. Quien no es laborioso necesita de las más hermosas excusas baratas para ocultar su desgana. Una buena excusa barata es como una fortaleza. (…)¿Y qué son las excusas sino asesinos que atacan por la espalda? (…)Una cosa sí sé: las excusas baratas nos hacen interesantes, de ahí que sean sencillamente un tesoro.
En el segundo volumen destacaría dos fragmentos: Fuiste muy osada al dirigirme una carta, cariño (página 70), donde Walser se ejercita en la reflexión existencial y diserta sobre el amor. En él reconoce el gran fundamento de sus carencias: El comienzo de la compañía acontece en el propio yo, e indudablemente es capaz de entretener mejor a otros aquel que sabe hacerlo consigo mismo y de sus tropiezos vitales: En realidad, para educar el espíritu de las personas, la vida debería tener más callejones sin salida. Y el de la página 213: Este artículo sobre Frank Wedekind, en el que narra una anécdota con el gran escritor alemán acaecida, se dice en el libro, en el Kurfürstendamm, como si se tratara de un local, cuando es una de las avenidas más conocidas del antiguo Berlín. Quiero creer que Walser se refiere al Romanische Café, ubicado entonces en el 238 de dicha calle, centro de reunión de la intelectualidad berlinesa del periodo de entreguerras y que él mismo frecuentó, como lo refleja en este apunte biográfico en uno de los fragmentos:  En aquella época existía en Kurfürstendamm una taberna donde escritores y literatos se reunían semanalmente en torno a una llamada mesa del jueves para mantener una conversación despreocupada. Y también acudía allí a veces con un sombrero demasiado grande para mi cabeza, que convertía mi figura casi en algo teatral, una especie de enriquecimiento al que ruego se conceda un valor secundario, pero la ausencia de notas a pie de página, para un libro que las requiere, deja al lector inerme ante ciertas referencias. En cualquier caso, lo importante es la diafanidad de una anécdota construida sobre un malentendido que provoca el distanciamiento definitivo entre ambos escritores.
En el tercer volumen quiero destacar, en la página 69, el fragmento titulado Las calles tenían pinta de direcciones caligrafiadas, un auténtico ejemplo de escritura automática sin que tenga ningún dato que me permita establecer un conocimiento fundado de la escuela parisina por parte del solitario escritor suizo: Las calles tenían pinta de direcciones caligrafiadas y desprendían un olor a guantes de señora, y del bosque, surcado por calles rectas, no digo nada, pues podría ser una osadía, pero sí mentiré un poco al respecto, y puesto que de pura mendacidad azul soy blanco como la carita de celestial belleza de una joven tendida sobre su lecho de enferma, el bosque se ha vuelto rojo como el fuego y sus innumerables hojas parecen invitarme a pensar en la posibilidad de creer en la celebración de una cena que existió aunque no se pudo descubrir en parte alguna (…)Es puñeteramente difícil escribir estando loco. En la página 149 hallamos el fragmento De vez en cuando su colega Köbel se cogía una curda en el que se plantea la rivalidad entre dos escritores que recuerda muchísimo una narración de Italo Calvino, no recuerdo ahora si en Palomar. En el fragmento de Walser la oposición se plantea entre un escritor vicioso y amoral con una imaginación fecunda y un escritor virtuoso falto de cualquier atisbo de ingenio: Las maldades del malo eran espontáneas, directas, mientras qque el diligente, que no concedía valor alguno al tabaco y se prohibía la bebida, carecía de riginalidad, una deficiencia que, por así decirlo, echaba la zancadilla y aniquilaba todos sus esfuerzos por tener éxito. Finalmente, para apreciar la vena lúdica y brillante de un autor injustamente tenido por sombrío, quiero destacar el fragmento de la página 172: De la tontería del tonto no dudaba, por ejemplo, el alegre, un puro y divertidísimo retruécano de principio a fin: El tonto olía a alegría, mientras que excepcionalmente el alegre adoptaba un aire de inteligencia, puesto que se le ocurrió que su alegría era tonta. La tontería del tonto no fue siempre tonta para el inteligente, y con la seriedad del serio tampoco aconteció lo mismo en el caso del alegre, porque el alegre pensaba que el serio era alegre, y entre tanto el inteligente se decía que el tonto era inteligente, por consiguiente igual de tonto que él mismo, pues sabido es que la inteligencia es algo tontísimo, y la seriedad, en el fondo, propicia la alegría.
Para concluir he reservado una pequeña antología de  juicios literarios y existenciales, algunos de los cuales bien podrían considerarse aforismos, del género de los extractados de obras que no pertenecen al género aforístico, aunque es bien sabido que como textos pertenecientes a la gran familia del laconismo, de la brevedad, son breverías que enseguida dan el salto a colecciones de aforismos, como se hizo con los de Antonio Pérez, que tanto éxito tuvieron en el XVII, por ejemplo. Se trata de algunos highligths, expresión que se usa en los discos de ópera que contienen las mejores arias, dúos, tercetos o cuartetos del repertorio operístico:

Quizá pueda decirse que mis palabras son como bailarinas, que convierten la decadencia y la perversión de todo lo ideal en algo más o menos grotesco.
No he tenido tiempo de reflejar la poderosa impresión que causó en Walser la contemplación del baile de Isadora Duncan y de los ballets rusos, con un concepto de la desinhibición corporal que le sorprendió gratamente.

A aquellos de mis semejantes que me recriminan algo les desilusiono paladeando sus reproches: tienen el aroma de sahumerio.

A las cosas más bellas no les gusta demasiado ajustarse a las palabras.

Me envuelvo en cierto modo en el terciopelo de la sinrazón más distinguida cada vez que el sano juicio me aburre.

La mentira nos hace ser conmovedores, es, por así decirlo, la virtud más simpática que tenemos. Cuando alguien nos viene con franquezas nos repugna, y eso es así porque somos cultos y refinados.

Para todo hace falta un poco de habilidad, incluso para sufrir.

Sin derrochar atención a lo pequeño, a lo nimio incluso, la gruesa novela de la vida es imposible.
Hallamos en este apunte uno de los pilares del mundo creativo walseriano, porque es conocida para quien haya frecuentado su obra, la capacidad de atención al detalle minúsculo que atraviesa toda la novelística del autor.

Sólo existe personalidad en la distancia, valga la expresión.
Quizá debamos fundamentar en este aserto su huida de Berlín para regresar a Suiza, considerándose un escritor fracasado. Sus continuos traslados domiciliarios, su actitud peripatética, su refugio en el sanatorio son, en suma, distancias interpuestas para sobrevivir a su incapacidad para relacionarse en la corta distancia.

          ¿No encierra cada palabra una indiscreción y cada yo una impertinencia?
          Me parece estremecedora la pregunta, porque nos aboca al autismo, al nihilismo, a la insignificancia, al silencio.

          La escritura está emparentada con los viajes o el excursionismo, cuantos menos preparativos se adopten, mayor interés cobra.
         
La perfección que entraña la renuncia…

          La falta de pretensiones es un arma, quizás de las mejores de la existencia.

          La persona y el escritor nunca son por entero la misma cosa.
         
          Los fracasos entrañan una suerte de amabilidad, de suavidad, de finura, de inteligencia, son simpáticos, y uno los transforma en éxitos con el mismo agrado con que los éxitos se pueden transformar en fracasos.

          Nathan el sabio, Emilia Galotti, quiero decir, sin exagerar lo más mínimo, que hago una reverencia mientras e quito de buen grado el sombrero. ¡Viva Lessing!
          Son varias sus muestras de admiración por escritores conocidos y desconocidos, a lo largo de los tres volúmenes, si bien los textos de crítica literaria son más abundantes en el tercer volumen, como si ya hubiera decidido ejercitarse en el arte de la renuncia que hemos dejado expuesto líneas atrás. Es significativa la elección de Emilia Galotti, que es, como recordarán los buenos lectores, el libro que deja abierto en su mesilla Werther tras suicidarse. He de añadir la predilección total que manifiesta Walser por El conde de Montecristo, una novela que le parece la perfección del género. De igual manera, rinde su admiración hacia Nietzsche:  Nietzsche, por tanto, es a mis ojos un mago seductor del que ciertamente no hay que tomar al pie de la letra ninguna de sus líneas tan bellas, arrebatadoras, sino al que uno ha de traducir siempre en algún sentido, como si él no hubiera vivido, amado y sufrido y escrito y construido volumen tras volumen en la Tierra, sino más bien en un planeta extraño, peculiar, ignoto. Pues en el fondo escribió todo lo que procedía de su ágil pluma ante todo y sobre todo para su propia satisfacción. La misma satisfacción que guió la esforzada redacción encriptada de estos Microgramas por los que constituye un pecado de lesa pereza no pasearse.