domingo, 3 de noviembre de 2013

Puesto ya el pie en el estribo…




Dedicatoria, autobiografía, teatro…  
Entre Pascual y Cervantes, de autor a autor, una tiramira de melancolía, nostalgia, ingenio y amor.

      No es habitual en este Diario hablar de libros recientes, recentísimos incluso, como es el caso de La última dedicatoria de Cervantes, de Emilio Pascual, quien suma en su persona dos condiciones no siempre conciliables, la de magnífico escritor y la de eminente editor, de las cuales ha dado muestras sobradas como para que esta laudatio inicial ni suene hiperbólica ni obligada por la amistad, puesto que el Artista Desencajado se siente honrado por poder disfrutar de ella. Quienes ya conocen a Emilio, en cualquiera de ambas facetas, saben que Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 después de haberlo conocido, por haber tenido noticia de que era el único ser vivo en el planeta Tierra que podía decir de coro las dos partes de El Quijote
Volviendo de la ficción a la realidad, bien cierto es que de esa hipóstasis con el Quijote de Cervantes ha nacido esta obra de teatro en que, tomando como pie el del autor en el estribo de la célebre dedicatoria de su incomprendido –e incomprensible– Persiles y Sigismunda, Emilio Pascual nos pasea, con la melancolía y a veces con la nostalgia, propias de la ocasión, por la apretada biografía del alcalaíno. En Oportet, su editorial personal –después de haber trabajado durante toda una vida editorial para Anaya y Cátedra–, va Pascual creando un fondo de obras que en modo alguno responden a crípticos mensajes mercadotécnicos sobre los seguros caminos por los que se mueve el grueso de los lectores cándidos, sino a un criterio literario que obvia el afán mercantil, aunque, como buen editor, no les haga ascos a los ingresos que engrasan la ya desaparecida rotativa; un fondo, en fin , que irá consolidándola como un depósito seguro del buen gusto y el mejor criterio, aquel que satisface el de los morenos lectores.
Presentada como obra de teatro, quién sabe si en esos estratos culturales del autor no recaló su inspiración en el género de la famosa comedia humanística, aquella que, como La Celestina -y perdóneseme que renuncie al excurso de la comparación entre D.Quijote y Calixto...-, exigía ser leída en jardines cerrados para mucho…, en vez de ser representada. Al final, La Celestina ha sido carne de escenario, como lo fueron las complejas Luces de Bohemia, y yo espero y deseo que haya visionarios, y amantes de la obra de D. Miguel, que se atrevan a encamarlo sobre un escenario para que desde el lecho fértil de la memoria sepamos de él por él, en sus propias palabras, porque ese es el otro prodigio técnico, literariamente hablando, de Emilio Pascual: escribir la vida de Cervantes redactada por éste, pero adobada (adobar en francés, de donde procede nuestro vocablo, significa “armar caballero”…) por el único adobador capaz de sintetizar en el lapso de la duración de un espectáculo teatral no solo la discreta vida del autor, sino su relación con la mayor parte de su obra inmortal, del  mismo modo que fue capaz de reducir el Quijote a un romance en la celebrada Días de Reyes Magos.
La obra tiene dos partes bien definidas. En la primera hay una evocación autobiográfica y en la segunda, sin apartarse de la autobiografía, se produce una transfiguración que satisface enormemente a los cervantinos: la identidad entre autor y personaje, D. Quijote, claro está. Si el personaje acaba su asendereada vida en el lecho del que pasará a la huesa, desde idéntico lecho la tranquila sin hueso de D. Miguel querrá hacernos la merced de relatarnos sin muchos pelos ni señales, qué fue de él y cómo nunca llegó a saber quién era, adelantándose a la puesta en cuestión del sujeto en la que aún vivimos, como paradigma filosófico/psicológico de nuestro recién inaugurado siglo. La discreción, la nula afectación de Cervantes, se refleja con exquisita elegancia en un texto –centón de textos cervantinos lo llama su autor, con absoluta injusticia– en el que se prodigan elipsis tan hermosas como la de la pág. 29: [habla de Hasán Bajá, quien lo tenía prisionero y quien varias veces le perdonó la vida] o no quiso cerrar para siempre la seducción de mis alegres ojos. Y quédese aquí, que estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo, ni toda la vida se puede reducir a geometría. En ella se hace referencia a la hipótesis de la homosexualidad de Cervantes, defendida hace ya tiempo por Canavaggio. Adentrados ya en la hermosa textualidad de la obra –en algo notablemente distinto la convertirían la dicción y la gesticulación del actor–, confieso que he de manifestarle al autor –en absoluto menardiano, que conste– un pero doble: lo que denomino un “problema de enunciación y decoro”. Entiendo que el reto de componer una vida con la pauta y los textos ya marcados deja poco lugar para lo que acaso el autor consideraría un entrometimiento imperdonable, y osado atrevimiento: enmendarle la plana al otro autor.  Me refiero, y con un ejemplo lo entenderemos mejor, a la expresión repetida en la pag. 36: me llamó a Esquivias, famosa por sus ilustrísimos vinos, que, pocas líneas más tarde aparece como Esquivias, la de los ilustres linajes y los ilustrísimos vinos. El problema, decía, es el de la enunciación y el del decoro: ¿en el lecho de muerte, y aunque pase Cervantes revista a su vida y nuestro segundo autor haya escogido hacerlo con las palabras del alcalaíno, cedería a decirse, a relatarse a sí mismo don Miguel, con esa retórica fraguense de Información y turismo? No lo creo. ¿No es curioso que la textualidad atente contra la verosimilitud –o una de las posibles verosimilitudes? Nada digo de la intertextualidad creativa con que Pascual, mediante referencias a otros autores, especialmente Machado, pero también Góngora y Borges –y una no sé si buscada analogía con la maleta de Portbou de Benjamin…–, le da olor, color y sabor al adobo, pero de igual modo quizás hubiera sido conveniente traicionar para traducir y ofrecernos el auténtico Cervantes que se escurre entre la ignorancia que acumulamos sobre sus días y sus obras, siendo éstas, madres oscuras de un hijo escurridizo.
  Me ha llamado la atención la profunda visión que nos ofrece Pascual de Cervantes como la encarnación de un eterno aspirante, como un Poulidor de Lope, como un ser siempre “al borde de” grandes cosas, sin que hubiera podido, en vida, acceder a ninguna. A buen seguro que,  más allá del Tiempo y despojado de las humanas flaquezas, estará compartiendo más que buenos momentos con Lezama Lima y habrá hecho suya la serena reflexión del cubano:  He soportado la indiferencia con total dignidad, y ahora soporto la fama con total indiferencia. Eso sí, cuando le llegue noticia de esta obra, la leerá con su proverbial bonhomía y su afectuosa agradecimiento. El mismo que le debemos los lectores, encajados o desencajados, cándidos o morenos, a Emilio Pascual.



Lexinota,  acaso impertinente por mera ignorancia: es probable que Cervantes, en cuyos tiempos la ortografía era tan variable y enrevesada como la caligrafía del infierno de Madama Collet haya escrito alguna vez píctima, pero como yo no tengo registrado el vocablo, sino pítima, es decir, socrocio, no sé si se ha producido uno de esos hermosos híbridos lingüísticos –en este caso entre pítima y víctima– que se me llevan la admiración tras ellos o bien Cervantes pecó de enfático.

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