sábado, 27 de julio de 2013

Víctor-José Herrero Llorente: Diccionario de expresiones y frases latinas: Collectanea, Mirabilia et Rariora.


DICCIOCLOPEDIA: intelligenti pauca.

Ignoro si es afición común la lectura de diccionarios. De mí sé decir que me ha acompañado desde que me inicié en la escritura, no solo por un justificable afán normativo y por la necesidad de encontrar siempre le mot juste, sino por las inconmensurables carencias con que me metí de lleno en una actividad para la que no estaba particularmente dotado, dada mi sostenida aversión a la letra impresa hasta casi los quince años. Los profesores antiguos solían darle “vueltas” a los libros de texto, y presumían de haberlo recorrido hasta tres veces en el mismo curso, por ejemplo. Como reputado mal estudiante que fui, ni siquiera atendí nunca a la primera, pero, sin embargo, sí que le he dado muchas “vueltas” al Diccionario Ideológico de Casares, al de la RAE, al De uso de María Moliner, al Etimológico de Corominas, al de Argot de Víctor León, al de Palabras y frases extranjeras de Del Hoyo y a tantos otros que jalonan mi vida de lector extraño, raro, pero no menos que lo son autores como Bierce: Diccionario del Diablo o Flaubert: Diccionario de lugares comunes, tan releídos siempre.
Los veranos son épocas de lecturas clásicas para mí, y con motivo del desmantelamiento de una biblioteca clásica en un centro público –metáfora de la deshumanización del sistema–, tuve acceso a algunos volúmenes que salvé de su horrible destino: ser arrojados al contenedor de reciclaje, para acogerlos en mi hospitalaria biblioteca. El Diccionario de expresiones y frases latinas, de Víctor-José Herrero Llorente, en Gredos, no es excesivamente antiguo, fue publicado en 1980, pero cualquier volumen que tenga que ver con los clásicos greco-latinos tiene un perfume de antigüedad que contagia de estupefaciente felicidad a quienes los abren y se sumergen en ellos. Es lo que a mí me ha pasado. Buscaba satisfacer ese lado chismoso de los aficionados a la lectura que es el anecdotario, las notas a pie de página, las referencias curiosas, como las de los Hechos y Dichos memorables de Valerio Máximo, gran correveidile del mundo clásico, que le ha cogido el relevo lector al Diccionario de expresiones…, y me he encontrado con una joya que ha ido mucho más allá de las expectativas que me podía haber forjado sobre ella, tras haberle echado un vistazo en el escrutinio en el que decidí indultarla. Estoy más que satisfecho. No sólo he cumplido ese objetivo menor de la memorabilia, la collectanea, la mirabilia y la rariora, sino que el diccionario aporta, sobre todo, una estupenda colección de aforismos, entre los que destacan los del dramaturgo, repentista y mimo extraordinario Publio Siro, cuyas Sententiae me nutrirán en un futuro inmediato, si bien la galería de autores no descuida los grandes clásicos: Cicerón, Séneca, Terencio, Juvenal, etc.
La diccioclopedia latina que en realidad es este diccionario tiene la virtud de deshacer algunos equívocos y restituir la exactitud de algunas citas que han pasado a la posteridad sin haber sido enunciadas como la transmisión nos la ha legado, como en el caso de *CREDO QUIA ABSURDUM: “Creo porque es absurdo”. Atribuida a San Agustín, se trata, en realidad, de una frase de Tertuliano con la que culmina un razonamiento del siguiente modo: CERTUM EST QUIA IMPOSSIBILE. La magnífica obra de Víctor-José Herrero va más allá de lo que promete en el título y nos ofrece una visión de la lengua latina y de las costumbres romanas que permiten al lector disfrutar de un viaje al pasado a partir de los ecos de aquella civilización  que aún se advierten en nuestro atribulado presente.
Por los complacidos ojos del lector desfilan desde la severa moralidad de sus aforismos, los jurídicos incluidos, hasta los detalles menores de la vida cotidiana y el modo de pensar que se recoge en tanta frases de tipo proverbial que permiten reconstruir la manera como los romanos se relacionaban con la realidad y cómo la percibían y escogían de ella todo aquello que les permitía ilustrar su pensamiento. Lo mejor será, sin duda, que pongamos algunos ejemplos de cuanto exalto para que el lector pueda apreciar por sí mismo el valor de este thesaurus que hoy comento con exultación y agradecimiento.
El capítulo de aforismos es nutrido y provechoso, porque las máximas latinas tienen un afán ético que aspiran a convertirse en lección de vida para contribuir a la educación moral del ciudadano. Así, aforismos clásicos como el de Séneca: ADULATIO QUAM SIMILIS EST AMICITIAE: “¡Cuánto se parece la adulación a la amistad!”, tan desgraciadamente de actualidad por lo que hace a la vida interna de los partidos políticos y a cualquier relación social de tipo cerrado, como la laboral o la familiar, convive con otros como este de Plauto: BONUS ANIMUS IN MALA RE, DIMIDIUM EST MALI: “El buen ánimo en una situación difícil reduce el mal a la mitad”, que parece animarnos a sobrellevar con entereza esta crisis que sí que nos está demediando a todos nosotros. Otros, como éste de Cicerón: FRONS, OCULI, VULTUS PERSAEPE MENTIUNTUR; ORATIO VERO SAEPISSIME: “La frente, los ojos, el rostro engañan muchas veces; pero la palabra muchísimas”, nos recuerdan la ingenuidad pueril del culto a la palabra y a sus virtudes, tan extendida entre los creadores para quienes el lenguaje es poco menos que un dios al que se le ha de rendir perpetuo vasallaje. Y otros, como el desgarrado de Publio Siro, IN MISERIA VITA ETIAM CONTUMELIA EST: “En medio de la miseria, incluso la vida es una afrenta”, nos ponen ante el espejo de una realidad dura, durísima, que ha provocado no pocos suicidios por desesperación; un autor al que no se le escondía que  PAUCORUM IMPROBITAS EST MULTORUM CALAMITAS: “La maldad de unos pocos es la desgracia de muchos”. En estos tiempos de tribulación, siempre resulta esperanzador leer una afirmación tan sensata como la de Cicerón: VECTIGALIA, NERVOS REIPUBLICAE: “Los impuestos son los nervios del estado”, en las antípodas de personajillos nefastos como el Caudillito Aznar pidiendo rebajar los impuestos o el abarcenado presidente de Gobierno deseando bajarlos en cuanto la troika le deje, a quienes desde el socialismo gestor del capital se les imita con la prontitud de la mímesis plebeya. Oímos en los clásicos lejanos incluso el retrato más apropiado del presente insorportable, como cuando Publio Siro establece que TACITURNITAS STULTO HOMINI PRO SAPIENTIAE EST: “En el hombre necio, el silencio hace las veces de la sabiduría”, axioma al que parece haberse acogido el presidente del gobierno español más inverosímil que hemos tenido, superando con creces a Calvo-Sotelo, el pianista no fumador.
El diccionario está lleno de pequeños detalles de erudición que contentarán a los lectores como yo, de poco vuelo intelectual y mucha muleta ajena. Se agradece poder contar con fuentes donde abrevar la sed de conocimientos inútiles que son tan placenteros. Los herederos de Bouvard y Pécuchet no aspiramos a la inefable pretensión quimérica de nuestros predecesores, pero seguimos el camino abierto por ellos con idéntico entusiasmo y eutrapelia. La roma vida moderna nos da pocas ocasiones para incluir latinismos en la conversación o los escritos, pero es indudable que a cualquiera le gustaría descolgarse con un RELATA REFERO: “Como me lo contaron lo cuento”, un “te lo explicaré IN NUCE (“de forma compendiosa”) para no perder tiempo…” o un QUID MULTA?: ¿Para qué más? ¿Para qué seguir hablando?, una vez que la indignación nos ha dejado exhaustos tras criticar la miserable contemporización con la corrupción de todo el arco parlamentario.
Es, sin embargo, en el apartado de las expresiones coloquiales donde el lexicógrafo aficionado puede llegar al éxtasis, porque, si por él fuera, esmaltaría cualquiera de sus discursos con teselas brillantes e incisivas como ASINUS ASINUM FRICAT: “El asno frota al asno”, que se dice de las personas que se dirigen  mutuamente grandes elogios, como en los relevos de cargos en los partidos políticos o en ministerios u otros altos cargos. CUCULLUS NON FACIT MONACHUM: “La cogulla no hace al monje”, que nos permite huir del hábito para sorprender a los contertulios. DENTIBUS ALBIS: “Con dientes blancos”, esto es, una crítica amable y sin encono, como las que yo prodigo en este blog. DIFFICILES NUGAE: “Bagatelas laboriosas”, que se aplica a personas que se afanan en cosas sin importancia, como un servidor. O una de las estrellas de esos usos coloquiales, la brillante y esperanzadora  paronomasia: DUM SPIRO SPERO: “Mientras vivo, tengo esperanza”. Así mismo, para criticar los fatalismos a que tan aficionados son los españoles de cualquier región de nuestro hermoso territorio, qué duda cabe que el FATA DUCUNT, NON TRAHUNT: “El destino dirige, no arrastra” constituye un argumento de muchísimo peso, pues le devuelve a cada uno las riendas sobre sus propio destino, para bien o para mal. El rizo se riza cuando se tiene la oportunidad de “meter”, aunque sea con calzador, este poético palíndromo que no aparece en el capítulo dedicado a los tales –lo afirmo de memoria, pero puede que falte a la verdad–, Onis es asesino, de Monterroso: IN GIRUM IMUS NOCTE ET CONSUMIMUR IGNI: “Andamos vagando por la noche y nos consumismos en el fuego”. Herrero Llorente nos informa de la leyenda según la cual este palíndromo se lo enseñó el diablo a un seminarista y de ahí que le suela llamar “verso del diablo”. Más oportunidades se tienen, en la vida política y en la vida diaria, de introducir esta expresión: SI CHARTA CADIT, TOTA SCIENTIA VADIT: “Si se te cae el papel, toda tu ciencia se esfuma”, que a día de hoy podría traducirse por “si se te estropea el power-point, l’has cagao, macho”, que no cumple, sin embargo, con el requisito de estar construido con el medieval verso leonino del original. Para la reluctancia de Rajoy a las ruedas de prensa, bien puede traerse a colación, sin mucho esfuerzo el famoso: SI NON VIS AUDIRE, NEC REGNES: “Si no quieres escuchar, no reines”, que ya se usó nada menos que contra el rey Filipo de Macedonia. Finalmente, bien podría reclamarse como novedad coloquial en nuestro ecosistema lingüístico el uso de una expresión que goza de excelente salud en otros países centroeuropeos, como Holanda y Alemania. Me refiero a SUB ROSA: “Privadamente, en secreto”, cuyo origen es desconocido, si bien, como dice Herrero Llorente pueda deberse a que la rosa era la flor de Harpócrates, el dios del silencio. Y para lograr supraexcelente, nada como este calambur originalísimo que pone el dedo en la llaga: SI CUM IESU ITIS, NON CUM IESUITIS: “Si vais con Jesús, no vayáis con los jesuitas”. Un rasgo de ingenio verbal al que los latinos eran más que aficionados. Quizás porque su lengua sintética daba para ello y para más.
 El diccionario recoge algunos usos marginales que merecerían una entrada. Me refiero, por un lado, a las inscripciones horológicas y a los epitafios, que constituyen una modalidad muy singular dentro de la literatura autobiográfica, como ya lo estudio Paul De Man con un acierto insuperable. En nuestro ámbito, a pesar de haber recopilaciones de epitafios, aún no se ha llevado a cabo, que yo sepa, un estudio lo más completo posible y que nos permita disfrutar con un género que no por breve deja de ser denso y proclive al ingenio. Los romanos les temían a las palabras morir y muerte, de ahí que un epitafio bien corriente fuera el de: NON OBIIT, ABIIT: “No murió, partió”; y que la inscripción equivalente a nuestro RIP, REQUIESCAT IN PACE fuese STTL, SIT TIBI TERRA LEVIS: “Que la tierra te sea leve”, de gran delicadeza.
 Por lo que hace a las inscripciones horológicas, en Julio Caro Baroja leí aquella estupenda inscripción del reloj de sol de un caserío vasco: “Todas hieren, la última mata”, que es un perfecto aforismo, dicho sea de paso. En latín, de donde procede, VULNERANT OMNES, ULTIMA NECAT. Pero llama la atención la ingeniosísima: CUM UMBRA NIHIL, ET SINE UMBRA NIHIL: “Nada es con sombra, y nada sin sombra”, que solo puede entenderse si se piensa en el gnomon que marca las horas, claro está.
En el orden estrictamente léxico, aunque este diccionario sea de expresiones y frases, también hallamos “joyas” con que adornar el collar de sabiduría  bisutero que puede el lector colgarse al cuello para exhibirlo, una vez cerrado el libro. Saber que Delirium tremens no procede de la época latina, sino que fue inventada por el Dr. Sutton en 1813 puede caer del lado de esa rariora a la que hemos hecho referencia, pero CORVO RARIOR ALBO (más raro que un cuervo blanco) es el IENTACULUM: “Desayuno”, habitualmente compuesto por pan, miel, dátiles, aceitunas y queso. Irritación, por otro lado, nos ha de causar que a un esclavo se le denomine INSTRUMENTUM VOCALE, y sorpresa que se llame LANISTA (con una curiosa etimología que remite a abrirse el cráneo)al maestro de gladiadores; pero aún nos parecerá que estamos en un mundo muy lejano del latín del que procede nuestro dialecto castellano cuando nos enteramos de que VADIMONIUM es  “Promesa, compromiso”. Por suerte, la analogía nos permite no extrañarnos de que VIATICUM sea “Dinero para el viaje”, pues los santos óleos con que asisten los sacerdotes a los enfermos desahuciados equivalen en todo al óbolo que se le ponía al muerto en la boca para que pagara la travesía de la laguna Estigia.
Como se ha podido observar, la lectura de un diccionario, y es raro, sea el que sea, que nos defraude, se convierte, con un poco de atención en una lectura de la que extraer informaciones valiosas y amenas que pueden consolarnos y fortalecernos. Animo desde aquí a todos los lectores a que no los desdeñen como meros “libros de consulta”, una etiqueta que los convierte en seres languidecientes, cuando su verdadera vocación es la locuacidad gozosa. Puedo garantizar, por ejemplo, que ninguna novela de detectives estará nunca a la altura del Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas.

INDOCTI DISCANT ET AMENT MEMINISSE PERITI


jueves, 18 de julio de 2013

Actualidad de las "Meditaciones del Quijote" al borde de su centenario


El ensayo como prueba irrefutable
de la razón vital: D. Quijote como pretexto del hipertexto de la vida…

A veces la obligación nos conduce hacia la relectura de libros que redescubrimos como si nunca los hubiéramos leído antes, como si entre nosotros y ellos se hubieran interpuesto ciertas veladuras que nos impidieron, en la primera lectura, sacarles todo el jugo vital que nos ofrecían. A diferencia de la novela, en el ámbito de la cual las relecturas suelen ser muy a menudo fuentes de lamentable desazón –¿quién no tiene experiencia de que se le caigan de las manos, en la madurez, lecturas que lo significaron todo para esos lectores en la juventud, pongamos por caso El lobo estepario, como a mí me sucedió, o La montaña mágica, como fue el caso de mi amigo Joselu?–, en el campo del ensayo y de la no ficción en general –como distribuyen los anglosajones la creación intelectual  ¡tan prácticamente! (Fiction / Non fiction)–, tenemos muchas más oportunidades de rescatar obras y autores a quienes leímos o interpretamos de forma inequívocamente deficiente, debido, sospecho, a la endeblez de nuestra propia formación, lo cual siempre es cierto en mi caso.
Por gustosa obligación filológica  he tenido que volver a leer Meditaciones del Quijote, de Ortega y Gasset, y aunque ya dejé escrito que nada me es tan gravoso como leer de forma obligada, hay ocasiones, como ésta, en que de la obligación se salta a la devoción apenas subrayadas las diez primeras páginas, y entonces la continuación de la lectura no responde tanto a la obligación originaria cuanto al hecho de haber sido contagiado por el vivo y razonable deseo del autor en su larga y admirable Meditación preliminar: Entre las varias actividades de amor sólo hay una que pueda yo pretender contagiar a los demás: el afán de comprensión. Una vez contagiado por ese amor, adentrarse en la prosa de Ortega, que mezcló desde sus inicios, con sabiduría impropia para su juventud, la llaneza con la densidad conceptual, es un placer que recomiendo a quien quiera oír razones que emergen de la vida, frente a las que lo hacen  desde recónditas abstracciones donde incluso de la razón se sospecha. Nada de cuanto nos dice Ortega es ajeno a nuestra vida común, y muchas de sus reflexiones parecen formuladas al hilo de la actualidad, como ocurre, por lo demás, con los auténticos clásicos (Dentro de poco traeré a estas páginas a Hesíodo y, como si ello fuera necesario…, lo podremos confirmar): El odio que fabrica inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad, nos dice el filósofo y parece que esté hablando de la obra del nacionalismo, tan volcado hacia la consecución de la unanimidad sin discrepancia posible. O:  Ha habido una época de la vida española en que no se quería reconocer la profundidad del Quijote. Esta época queda recogida en la historia con el nombre de Restauración. Durante ella llegó el corazón de España a dar el menor número de latidos por minuto. (…) Este vivir el hueco de la propia vida fue la Restauración. (…) La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría”. ¿Cómo es posible, cómo es posible que se contente todo un pueblo con semejantes valores falsos?, donde parece que describa esta otra fantasmagoría en que se ha convertido la política del imperfecto bipartidismo de esta nueva restauración, aun democrática, que padecemos. Este afán de intelección es determinante para identificarnos con la caña pascaliana cuya oración matutina podemos hacer nuestra: A la mañana, cuando me levanto, recito una brevísima plegaria, vieja de miles de años, un versillo del  Rig-Veda, que contiene estas pocas palabras aladas: “¡Señor, despiértanos alegres y danos conocimiento!” Una religión poco española, como se echa de ver enseguida, puesto que la común, entre nosotros, es pedir, desde el resentimiento por ser injustamente preteridos, el reconocimiento, sin conocimiento ni mérito que lo avale, y la pleitesía lambiscona de los aduladores.
La Meditación preliminar es, siguiendo la analogía amorosa que establece el autor:  El pensamiento siente una fruición muy parecida a la amorosa cuando palpa el cuerpo desnudo de una idea, un conjunto de preliminares eróticos, ¡ojo, mano, lengua, mente…!, en el sentido platónico del término, como se encarga de establecer el propio Ortega: Platón ve en el “eros” un ímpetu que lleva a enlazar las cosas entre sí; es –dice– una fuerza unitiva y es la pasión de la síntesis. Por esto, en su opinión, la filosofía, que busca el sentido de las cosas, va inducida por el “eros”. La meditación es ejercicio erótico. El concepto, rito amoroso; son preliminares, decía, que consiguen hacer entrar al lector en un estado de excitación intelectual idóneo para disfrutar de cuanto el autor nos va a ofrecer después, auténtica carnaza conceptual digna de dos buenas noches de insomnio…
Aunque la meditación sobre D. Quijote lo es, de hecho, sobre el estado del género novela y sus posibilidades de supervivencia, así como sobre el impulso estético, la sorpresa del lector es que la sorprendente capacidad de asociación de Ortega y su tendencia al medineo reflexivo convierten estas páginas en una suerte de bazar del conocimiento donde puede el lector adquirirlos  tan variados como lo pueden ser los pertenecientes a la ética, la política, la gnoseología, la pintura, la crítica literaria, etc. Desde consideraciones antropológicas como ésta: He observado que, por lo menos, a nosotros los españoles nos es más fácil enardecernos por un dogma moral que abrir nuestro pecho a las exigencias de la veracidad, hasta aforismos como éste: Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante, pasando por reflexiones estrictamente filosóficas, como la presente:  Comparado con la cosa misma, el concepto no es más que un espectro o menos aún que un espectro. (…) La misión del concepto no estriba, pues, en desalojar la intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida. Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!, Ortega ofrece al lector un conjunto de ideas de fácil comprensión y profundo calado, aun a pesar de su en apariencia sencilla formulación, porque el enrevesamiento del discurso, more lacaniano, por ejemplo, no ex-plica (despliega, etimológicamente), sino que com-plica (repliega, oculta).
Qué duda cabe que en el análisis literario de la novela, tomando como pretexto el Quijote, es donde Ortega nos ofrece algunas ideas que pueden considerarse “necesarias” en estos tiempos de desorientación estética y de mercadotecnia de baratillo. Tiempos en los que el criterio estético para determinar qué sea una novela podría reducirse a la definición que dio del género CJC: novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela. Una definición que parece evitar cualquier complicación reflexiva de enjundia, algo propio de CJC, tan dado al efectismo. Para Ortega, por el contrario, el género consiste en ciertos temas radicales, irreductibles entre sí, verdaderas categorías estéticas. Y añade una definición de la lírica que puede hacerse extensible tanto a la novela como a la aforística: La lírica no es un idioma convencional al que puede traducirse lo ya dicho en idioma dramático o novelesco, sino a la vez una cierta cosa a decir y la manera única de decirlo plenamente. Una teoría, como se aprecia, que explica la mala fortuna que suelen tener las adaptaciones cinematográficas de ciertas obras maestras de la literatura como Bajo el volcán, de Lowry, aun a pesar de haber tenido como director y co-guionista, junto a Guy Gallo, a uno de los grandes mitos del cine: John Huston.
Quizás estas teorías orteguianas se iluminen con la distinción fundamental que hace el filósofo entre el pensamiento y el arte literario, mientras el primero admite la “caza” de los conceptos, el secreto del arte no se revela necesariamente a quien lo persigue, por más que se empeñe en alcanzarlo a toda costa, sino que parece ofrecerse arbitrariamente a quien a él se acerca sin afán de dominio.  Marca como terreno propio de la creación literaria, frente a la realidad, la cuestión del estilo, y de esa demarcación deriva una división entre lo real y lo virtual que le chocará a más de un joven lector:  La cultura –la vertiente ideal de las cosas– pretende establecerse como un mundo aparte y suficiente, adonde podamos trasladar nuestras entrañas. Esto es una ilusión, y sólo mirada como ilusión, sólo puesta como un espejismo sobre la tierra, está la cultura puesta en su lugar, señala Ortega. Y más adelante:  Del mismo modo que las siluetas de las rocas y de las nubes encierran alusiones a ciertas formas animales, las cosas todas, desde su inerte materialidad, hacen como señas que nosotros interpretamos. Estas interpretaciones se condensan hasta formar una objetividad que viene a ser una duplicación de la primaria, de la llamada real. Nace de aquí un perenne conflicto: la “idea” o “sentido” de cada cosa y su “materialidad” aspiran a encajarse una en otra. Pero esto supone la victoria de una de ellas, Si la “idea” triunfa, la “materialidad” queda suplantada y vivimos alucinados. Si la materialidad se impone, y, penetrado el vaho de la idea reabsorbe ésta, vivimos desilusionados.  De estos planteamientos se sigue una concepción de la novela que aboga, aun dentro de su esfera alejada de lo material, por una imitación densa, plena, de lo real: ¿Qué diferencia hay entre el chafarrinón y la buena pintura?  -Se pregunta Ortega para darle cuerpo a su teoría de lo propio del género novela–. En la buena pintura, el objeto que ella representa se halla, por decirlo así, en persona, con toda la plenitud de su ser y como en absoluta presencia. En el chafarrinón, por el contrario, el objeto no está presente, sino que hay de él en el lienzo o tabla sólo algunas pobres e inesenciales alusiones. Cuanto más lo miremos, más clara nos es la ausencia del objeto. (…) Esta distinción entre mera alusión y auténtica presencia es, en mi entender, decisiva en todo arte; pero muy especialmente en la novela.
El corolario de estas teorías es la presencia de la vida sin intermediarios, esto es, sin la mediación de  narradores que nos “refieran” los hechos, privándonos de juzgar y/o  amar por nosotros mismos. Ortega y Gasset está convencido de que la novela de su tiempo había llegado a un callejón sin salida: Proust, por ejemplo –Ortega califica su gran obra de novela paralítica–; pero está convencido de que es un género del que se pueden esperar grandes cosas que, por sus pasos contados, irían llegando, como ha sucedido, aunque no en nuestro país.
La idea de Ortega sobre la representación adecuada de la vida incluye un espesor narrativo que presta total atención a la “presentación”, por decirlo así, de esa vida propia de la novelería: Hemos de “ver”, en acción a los personajes, no pueden reducirse a mera referencia, y eso solo se consigue mediante la observación directa del lector, de ahí la importancia, dice Ortega, de esas tiradas dialógicas de los personajes de Dostoievski, por ejemplo, que sólo pueden redundar en un exhaustivo y preciso conocimiento propio de los personajes.
Para Ortega, son pocas las condiciones que ha de cumplir la novela para estar a la altura de las exigencias del género, pero su pertinencia es absolutamente actual: Es menester que el autor construya un recinto hermético, sin agujero ni rendija por los cuales, desde dentro de la novela, entreveamos el horizonte de la realidad. (…) Fuera como mirar en el jardín un cuadro que representa un jardín. El jardín pintado sólo floree y verdea en el recinto de una habitación sobre un muro anodino, donde abre el boquete de un mediodía imaginario. (…)Sólo es novelista quien posee el don de olvidar él, y de rechazo, hacernos olvidar a nosotros, la realidad que deja fuera de su novela.. (…) El novelista ha de intentar, por el contrario, anestesiarnos para la realidad, dejando al lector recluso en la hipnosis de una existencia virtual. (…)Novelista es el hombre a quien, mientras escribe, le interesa su mundo imaginario más que ningún otro posible. (…) Divino sonámbulo, el novelista tiene que contaminarnos con su fértil sonambulismo. Se trata, pues, de un realidad imaginaria en la que hemos de habitar olvidando su correlato, aunque la experiencia del mismo sea el que nos hace interesarnos por ese mundo imaginario que, sin embargo, tiene su propia verdad, no siempre, necesariamente, la verosimilitud. Ortega resume de forma poética esa experiencia del mundo paralelo: Nuestro brazo de soñadores es un espectro sin vigor suficiente para sostener un pétalo de rosa. Finalmente, dejándose llevar por la herencia de la gran novela del XIX europeo, Ortega muestra una de las principales carencias de la novelística española actual: No en la invención de “acciones”, sino en la invención de almas interesantes veo yo el mejor porvenir del género novelesco. Si en vez de por títulos o por autores, se preguntara a los lectores actuales por una relación de las almas interesantes que pueden recordar de sus lecturas de novelas españolas, bien pronto se acabaría la nómina, la verdad. Y bien nutrida sería la de estereotipos insustanciales, sin embargo.

Dejo para el final ese rasgo definitorio que Ortega consideraba como lo propio de la literario, por encima, como no podía ser de otra manera, de la “materia”, el estilo, para él la fuente directa del género: La obra de arte lo es merced a la estructura formal que impone a la materia o al asunto: Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas –como el personaje Don Quijote– son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individuación de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes. Y ahí es donde ya podemos dar por no nacida la novelística española contemporánea, porque el adocenamiento y la vulgaridad tópica son la medula (como quería Quevedo) del chafarrinón que domina el Ruedo Ibérico de la República de las Letras, capítulo esperpéntico en su conjunto del capítulo de la falsa solemnidad de Movimiento perpetuo de Monterroso, acaso sin él saberlo.