sábado, 25 de mayo de 2013

Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología [1980-2012] -II

El género que sale del armario: *Canonicación del aforismo. (II) 
En esta segunda entrega de la calurosa acogida crítica a Pensar por lo breve quiero centrarme en lo que los posibles lectores de la entrega anterior habrán echado de menos: los 2.549 (salvo error u omisión) aforismos de la antología y el análisis de los mismos, juicio crítico incluido, a pesar de los pesares. Acabé el texto anterior agradeciéndole a José Ramón González que me hubiera dado la oportunidad de reflexionar de nuevo sobre ciertos aspectos de la aforística, algunos de ellos obvios; los otros, nuevos. Entre los obvios estaba la valoración de la disposición formal de los aforismos en el espacio de la página, porque se trata de un género en el que la brevedad, además de ser fundamento básico del mismo, exige la parvedad: pocos han de ser,  y suficientemente oreados, los aforismos que compongan un volumen. Eugenio Trías, en La  dispersión, señalaba con clarividente intuición que el espacio que separa un aforismo de otro es una invitación a olvidar, lo que representa una visión del género que se acerca más a la poesía que a la reflexión filosófica. El espacio en blanco no es un marco del aforismo, sino su razón de ser: el aforismo surge del silencio, como un abracadabra etimológico –y pragmatista–: “Creo lo que digo”, aunque otras versiones nos lo traducen como “Envía tu rayo hasta la palabra”o “Envía tu rayo hasta la muerte”;  y busca precipitarse en él, a fuerza de contención expresiva. No afecta, sin embargo, ese principio compositivo, a las antologías, como, por la muestra, es evidente que sucede; pero, y de ahí la abundancia de editoriales “independientes” que los publican, los libros de aforismos requieren esa generosidad tempo/espacial de la que ya henos hablado. El hecho de que tantos libros de aforismos hayan aparecido en editoriales de corto radio de alcance social indica bien a las claras que estamos ante lo que podríamos llamar la pariente pobre de los géneros, por delante de la poesía, que hasta ahora se llevaba la gloria de ser la “palabra esencial” y sus creadores la de ser la encarnación de “la voz de la tribu”. Aún está por ver la dimensión socioliteraria que acabarán teniendo los cultivadores de este género aforístico que cada día que pasa gana más adeptos, si bien no está de más consignar aquí que se trata de un dominio literario en el que algunos poetas se mueven con envidiable soltura y en el que algunos pensadores reconocidos naufragan aparatosamente: no se hizo el aforismo para la boca del rumiante…, podríamos decir, sin ánimo ofensivo, lo cual prueba, por si hiciera falta prueba alguna, que el aforismo es siempre algo más que mero pensamiento y algo distinto de la pura lírica o el travieso juego lúdico. De todas maneras, una muestra tan extensa como la presente peca, quizá, de esa afición a la “física de los grandes números” que fácilmente se cuela de rondón en el mundo de la aforística, como lo exhiben algunas infames páginas de internet: 20.000 aforismos, 25.000 refranes, 30.000 proverbios, publicitan: ¡el saber universal a un clic de ratón! Si una  de las más famosas colecciones de aforismo, el Viking Book of Aphorisms no pasa de los 3.000, contando la historia universal del género, es evidente que en una entrega de la magnitud de la presente haría falta una poda extraordinaria para reducir a sus justos términos la producción aforística memorable –una de las condiciones del aforismo, según Carlos Marzal:  No hay nadie tan idiota como para no ser capaz de escribir un aforismo memorable – y relegible, porque es necesario distinguir, en primer lugar, entre los aforismos rutinarios y los que marcan la ruta del género como faros que los  principiantes toman como punto de referencia.
Entre los nuevos aspectos de la aforística sobre los que esta antología me ha movido a reflexionar está lo que, al final, se ha convertido en el primer intento de  clasificación retórica de los mismos, un proceso que he llevado a cabo aprovechando tan generosa oportunidad como la de esta publicación. Se trata de un afán taxonómico que me ha permitido, por  ese bonito juego de la inclusión y la exclusión, fijar las líneas básicas de la producción aforística que se recoge en la antología, lo que, per se, equivale a disponer de una suerte de mapa mediante el que recorrer los principales parajes aforísticos de nuestro noviviejo género ahora remozado. No se trata, por supuesto, de nada definitivo, pero creo que todos los avances que puedan hacerse en este terreno, aún por desbrozar, de la consolidación del nuevo género de la Aforística habrán de ser tenidos en cuenta.
La distribución de la cuota por autores no revela, en principio, sino las afinidades electivas del compilador, como se aprecia por el hecho de que Fernando Menéndez sea el autor con más obra recogida, seguido por Ramón Eder, Dionisia García, Jordi Doce, Juan Varo y Vicente Núñez. En un segundo grupo vendrían autores como Carlos Marzal, José Luis Gallero, Luis Felipe comendador, Rafael Gonzalo Verdugo, Ángel de Frutos Salvador y Andrés Ortiz-Osés. En un tercero, Eugenio Trías, Carlos Edmundo de Ory, Ángel Guinda, Rafael Argullol, Luis Valdesueiro y, después de estos  grupos, apenas habría ya diferencia entre los restantes. Esta contabilidad en modo alguno tiene nada que ver con la posible calidad de los aforismos recogidos, porque dentro de un mismo autor no es infrecuente que haya notables abismos de calidad entre unos y otros aforismos, algo que solo se justifica desde el punto de vista de la paternidad. Esos desniveles cualitativos quizás tengan que ver con el carácter intuitivo del género, con esa naturaleza de hallazgo feliz, completamente ajeno al  método, algo que es consustancial al aforismo. Cuando se tiende la plantilla para escribir una aforismo es cuando se queda uno plantado fuera del género, y se trata de una tentación a la que ningún aforista parece hurtarse, a juzgar por lo leído.
Bien, no demoremos más el inicio del análisis que había prometido. He clasificado 366 aforismos, lo que equivale, aproximadamente, a un 14% del total. No es una base de datos espectacular, pero nos permitirá tener una idea aproximada de lo que el lector se encontrará en el volumen. Por otro lado, tampoco quiero excederme de las mil palabras del derecho de cita que gentilmente están obligados a ceder los dueños del copyright de la obra.
El primer grupo de aforismos que hemos de considerar es el que denomino Parodiásticos, de los cuales lo mejor que puede decirse es que constituyen un diálogo vivo con la tradición, aunque no siempre la réplica está a la altura del interlocutor. Se trata de aforismos que toman como pie no forzado referencias literarias, filosóficas o literarias de dominio común, al menos para los buenos lectores:
Ángel Crespo: Ser y no ser: he aquí el poema.
Ramón Eder: Uno no puede ahogarse dos veces en el mismo río.
Rafael Marín: La cópula del Sueño y la Razón engendra monstruos.
Miguel Ángel Arcas: Cuando desperté, mi soledad todavía estaba allí.
Juan Varo Zafra: Misantropía, dame el nombre exacto de las cosas.
El segundo grupo en orden de importancia numérica es el que denomino Paradoxales, por constituir la paradoja uno de los recursos constructivos fundamentales del género aforístico,  dado el carácter transgresor y desubicador del discurso aforístico. La paradoja desconcierta y desorienta al lector, y le fuerza a recomponer el sentido del aforismo desde su propia lectura y nivel de comprensión:
Jordi Doce: No basta con tener razón. Hay que aparentar no tenerla.
Enrique Baltanás: Soy como el árbol, fiel a sus raíces, continuamente alejándose de ellas.
Vicente Núñez: ¿Quién está libre de ser esclavo?
Ángel Guinda: La poesía es una pregunta a todas las respuestas.
Ricardo Martínez Conde: Escribe como duda, con la misma convicción.
El tercer grupo es el de los Metaforismos, exigencia de cualquier género, que acaba indefectiblemente  interrogándose por su naturaleza y sus límites, como ha hecho la novela con Cervantes, el teatro con Pirandello o la poesía con Bécquer:
Andrés Ortiz-Osés: El aforismo no es un lenguaje limitado  sino lenguaje-límite: limita con el silencio del sentido.
Manuel Neila: Lo que dice un aforismo es la punta de un iceberg cuya parte sumergida corresponde a lo que sugiere.
Fernando Menéndez: Los aforismos son relámpagos del pensamiento.
Luis Valdesueiro: Arte aforística: concreción y belleza.
Erika Martínez: Todo aforismo exige su refutación.

El cuarto grupo es el de las Greguerías. Ramón se empeñó toda su vida en deslindar la greguería del aforismo, pero no triunfó en el empeño: Tampoco es aforística la greguería. Lo aforístico es enfático y dictaminador. No soy un aforista. Reprochaba al aforismo su sequedad sentenciosa, tan próxima a la máxima, y su falta de humor. En su momento pudo tener algún sentido el intento diferenciador. Las nuevas generaciones son conscientes de que “aforismo” es, hoy en día, marbete que acoge también, con feliz entusiasmo risueño, las amables greguerías de toda la vida:
Rafael Pérez Estrada: Con el ángel caído empieza la gravedad.
Ramón Andrés: Cebo de los creyentes, la eternidad.
Miguel Ángel Arcas: ¿Cuál es el sueño de un barco? / ¿Navegar o llegar a puerto?
Lorenzo Oliván: Sólo quien vuela bien alto consigue darle esquinazo a su sombra.
Carlos R. Pavon: El protocolo es la moral de los mediocres.
El quinto grupo, y lamento que haya quinto malo, es el de los aforismos a los que he llamados Aforemnes o Prosopopéyicos, uno de los más tristes paisajes que nos muestra el aforismo de cualquier época, porque traslucen el engolamiento, el envaramiento, la pomposidad vana de la afectación que con ajustada expresión criticaba Cervantes: Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala... Monterroso, por su parte –y hasta por su porte…– nos dejó un texto definitivo sobre la “falsa solemnidad” al que remito a quien quiera entender el porqué de la afectación que lastra con el enorme peso de la pedantería tantos y tantos aforismos de los que apenas ofrezco esta expresiva docena más que adocenada. Bien podría haberles llamado también Coturnales, por aquello de las ínfulas de los cómicos de la farándula, pero quédense en Aforemnes, que expresa ceñidamente la pomposa cojera de que hacen gala:
Rafael Argullol: Sólo somos auténticamente libres cuando olvidamos que formamos parte de la rutina de la eternidad.
Rafael Argullol: La entera civilización occidental es una respuesta a la soledad.
Antonio Fernández Molina: Vivir conversaciones donde no suenen los vocablos.
Antonio Fernández Molina: Cruzar un poema lleno de espinas.
Dionisia García: El tiempo no pasa por los escritores altos.
Ricardo Martínez Conde: ¡La consumación de las estaciones nos trae el entendimiento de la lentitud!
Fernando Menéndez: En el corazón, florecen laberintos.
Luis Felipe Comendador: Sé que mis versos son efímeros a pesar de la inmortalidad que los madura.
Rafael Gonzalo Verdugo: llevo en mi corazón la estela de todos los mundos que fracasaron.
Juan Varo Zafra: A lo más profundo ladra la nada.
Carmen Camacho: Yo estoy hecha de derribos.
Ricardo Martínez Conde: ¡Tardes de invierno, cuadernos en blanco que intimidan!
El sexto grupo es el de los denominados Aforobvios, pariente cercano del quinto grupo y producto de ese ensimismamiento intuitivo que, de repente, producto del mismo fulgor, nos deja ciegos para impedirnos reconocer que hemos caído en la obviedad más chata del mundo. Nadie está exento de no ver lo obvio, pero lo que en un político forma parte de su ADN, en un aforista es pecado imperdonable:
Dionisia García: Residimos, fundamentalmente, en nosotros mismos.
Ricardo Martínez Conde: ¡Todo viaje es hacia el final!
Álvaro Salvador: El horror merodea constantemente, el horror no descansa.
Miguel Ángel Arcas: La mediocridad no afecta sólo a los mediocres.
Rafael Gonzalo Verdugo: Los obstáculos del camino forman parte del camino.
        El séptimo grupo lo forman los aforismos a los que denomino Apodícticos, que tampoco andan muy lejos de los dos grupos anteriores, aunque aspiran a emparentar directamente con la sentencia y la máxima por su impersonalidad y pretendida universalidad. En el marco de esta reflexión retórica sobre el aforismo, he llegado a pensar que la figura retórica más íntimamente emparentada con él es el Epifonema, del que el aforismo constituiría, a su vez,  una sinécdoque. El carácter concluyente del epifonema, la virtud de rúbrica brillante y persuasiva de un razonamiento  -los fúlmina in cláusula de la epigramática- lo comparte con el aforismo, que alude a un discurso de innecesaria pero inexcusable enunciación:

Fernando Menéndez: Un pensamiento no depende de su belleza sino de sus axiomas.
José Luis Gallero: Sólo quien no logra nada –y mientras no logra nada– aprende.
Andrés Trapiello: el hombre sagaz siempre es oblicuo.
Mario Pérez Antolín: Emocionar como un poeta, contar como un novelista, pensar como un filósofo y, sobre todo, callar como un cartujo.
Pablo Miravet: El destino miente, el carácter somete.
         
El octavo grupo lo forman los aforismos que hacen bueno el de Samuel Johnson: El infierno está empedrado de  buenas intenciones (que otros atribuyen, por cierto, a San Bernardo de Claraval), y a los que denomino Homiléticos, en congruencia con la actitud y la intención de quienes los escriben y sin desmerecer, ¡hasta ahí podríamos llegar!, el talante filantrópico que anima a sus creadores, por supuesto. Como expresión del pensamiento destilado, quintaesenciado, el aforismo puede sufrir también el contagio de la predicación y confundir juicios subjetivos con verdades o dogmas:

Castilla del Pino: No hagas el mal porque te lo haces.
Rafael Argullol: En los días de soledad debemos ir a la caza de lo mejor de nosotros mismos.
Fernando Aramburu: La gramática civiliza.
Jordi Doce: No esgrimas tu sinceridad como un arma.
Andrés Neuman: Nuestra fuerza radica en la honestidad de nuestros límites.
A partir del noveno grupo, los Calambúricos:
Ángel Guinda: Estilo: este hilo de voz que con la vida enhebro.
Ángel de Frutos Salvador: Haz hablar al azar.
Rafael Gonzalo Verdugo: Estética: Estilo de la ética.
 nos adentramos en el conocido terreno de recursos formales propios del género, como el de los Paronímicos:
Cristóbal Serra: Quieras o  no: la Revolución francesa es hito y también hiato.
Andrés Ortiz-Osés: Las identidades cerradas son cerriles.
Álvaro Salvador: Cretinos y discretos tienen los mismos deseos.
el de los Paradiastólicos:
Castilla del Pino: Lo indescifrado es un problema, no un misterio.
Ángel Crespo: El diablo sabe pero no entiende.
José Luis Gallero: Lo grande exige ambición; lo pequeño, audacia.
Juan Varo Zafra: Sencillo, a veces; simple, jamás.
        el de los Derivativos:
Guillermo Puerto: Existió sin ser: fue sido.
Álvaro Salvador: El seductor, cuando seduce, se disfraza de seducido.
Luis Valdesueiro: Unas palabras hieren, otras son la herida.
Juan Varo Zafra: Nunca fuimos lo que éramos.
         y el de los Quiásmicos:
Luis Valdesueiro: Hablar hacia dentro, callar hacia fuera.
Luis Felipe Comendador: El cielo de un poeta es su silencio. El infierno, la palabra.
Andrés Ortiz-Osés: Simplificar lo complejo para poder vivirlo, y complejizar lo simple para poder revivirlo.
      Finalmente, quiero ofrecer una brevísima muestra de otros procedimientos que forman parte del arsenal de recursos utilizados por los aforistas y que todos los lectores distinguen a simple vista, no sólo por su carácter fijo, casi de matriz –El aforismo es lengua matriz de la intuición, me permití formular, modestamente, en su momento–, sino también porque su existencia es una prueba inequívoca de que hacen, los aventureros lectores, una lectura genérica adecuada, lo que les permite moverse con mayor confianza en y entre  los textos aforísticos. Saberse en el ámbito inequívoco de un género satisface buena parte de las expectativas del lector, si bien es parte intrínseca de lo literario forzar esas expectativa para llevar a los lectores más allá de la comodidad genérica, hacia la incertidumbre y el fértil desasosiego consiguiente. No es mi intención agotar la catalogación de los recursos formales usados en la construcción de los aforismos, pero quedaría bastante cojo este intento taxonómico si no aparecieran los siguientes:
Bucléicos:
Rafael Gonzalo Verdugo: Poeta: Escritor de poesías que inventan al poeta que las escribe.
Neológicos:
Carlos Edmundo de Ory: Todo suicida es existicida.
Carlos Edmundo de Ory: Soy un sabelonada.
Toposales:
Cristóbal Serra: Refulgente es la memez, y la agudeza, tan difícil de descubrir como aguja en pajar.
Jordi Doce: Nadie menciona el miedo, mucho más común, a lo conocido.
Jordi Doce: ¿Y la insatisfacción del deber cumplido?
y
Sinestésicos:
Antonio Fernández Molina: El letal olor de la estupidez.
       No le habrá pasado desapercibido al lector atento que un buen número de los aforismos catalogados pueden pertenecer a dos o  más de los grupos propuestos, porque es característico del género de la quintaesencia tener ese espíritu sincrético. Así pues, la inclusión en uno o en otro atiende a lo que podríamos llamar rasgo dominante del aforismo, elección que cae de lleno en ese casi obligado e ineludible  margen de subjetividad con que han de hacerse estas taxonomías.

    He querido dejar para la conclusión de esta presentación crítica el comentario sobre el criterio de selección del corpus aforístico seguido por José Ramón González, puesto que plantea un curioso problema genérico y canónico que convendría resolver para unificar criterios entre lectores y, sobre todo, estudiosos de la lacónica materia. Ha sido voluntad inicial del antólogo la de incluir en la antología aforismos pertenecientes a obras publicadas como volúmenes dedicados exclusivamente al aforismo, y ello se cumple en la mayoría de los casos. En los casos en que no sucede así, el autor justifica la inclusión de un corpus de aforismos extraídos de algunos libros, frecuentemente de naturaleza genérica inclasificable, próximos a las Silvas de varia lección, por el valor intrínseco de los tales, en condición de estricta igualdad con los  concebidos tradicionalmente como tales. ¿Es genéricamente legítimo dicho proceder? Aceptarlo supone, a mi parecer, concebir el aforismo como un texto específico e independiente que puede aparecer en cualquier contexto con idéntico valor, de modo que, extraído de esos contextos ajenos al tradicional libro de aforismos de autor, pueda formar parte de uno que no ha sido concebido como tal por autor alguno, sino por el antólogo de turno. Es evidente que la figura del editor en este género cumple un papel de primera importancia, porque en comparación con la publicación habitual de los aforismos en voluminosas antologías, han sido, hasta hace poco, relativamente escasas las obras concebidas por sus autores con una distribución inmodificable y no aleatoria de los aforismos, de acuerdo con el  criterio organizador de su autor. Se trata de una cuestión abierta a muchas interpretaciones, porque, en relación con el canon, según se conciba el género, podrían, y acaso deberían, reeditarse los aforismos machadianos, por ejemplo, para formar un solo volumen unitario, desgajándolos de su pertenencia a libros concebidos como obra acabada por el poeta, como es el caso de Campos de Castilla y Nuevas canciones, si bien no pocos de esos aforismos se publicaron de forma independiente en la prensa, lo que abonaría la opción de la concepción del aforismo como un texto específico no ligado ni necesaria ni genéticamente al contexto en el que aparece. Diferente es, me parece, el caso de los aforismos extraídos  de obras a las que están ligados como parte esencial del texto, cual es el caso de los volúmenes tradicionales de aforismos extraídos de las obras de grandes autores: Cervantes, Shakespeare, Goethe, etc. 
       Aquí lo dejo. Como se advierte, la Aforística es un nuevo género lleno de atractivas cuestiones pendientes de ser resueltas, siquiera sea de forma provisional. En ello estamos. En ello está José Ramón González y prueba evidente de tan noble, apasionada e inteligente dedicación es esta antología, Pensar por lo breve, que bien podría haber llevado por subtítulos Emocionar por lo intenso y Deslumbrar por lo lúcido.

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