viernes, 12 de abril de 2013

Cinefilia: en color,en blanco y negro y en los dos.



Tres obras de arte, una imitación anodina y un

 colosal disparate:   Blancanieves. Amor. Tabú

The artist.  La piel que habito.


Extrañamente, porque podemos estar temporadas largas sin tener tiempo para dejarnos caer por las carísimas salas de cine, hemos aprovechado la cercanía a nuestro domicilio de un cine de reestreno, más barato, pero con una programación impecable, para ponernos un poco al día de películas que salen de las carteleras y que a veces perdemos irremisiblemente, si no nos agarramos a esta penúltima oportunidad, como nos ha pasado no pocas veces, la última, por ejemplo, con la película de Aki Kaurismaki, Le Havre. Esperemos que vuelva, o que salga en un edición de vídeo a precio de saldo o en edición especial para algún periódico. A veces hemos de esperar a su pase por televisión para recuperarlas. Aún me acuerdo de la versión de Saura sobre parte de la vida de San Juan de la Cruz, La noche oscura. Duró exactamente cinco días en la sala Renoir, desapareció, y nunca más se supo de ella, en ningún otro cine. Menos mal que tuve la fortuna inmensa, en 1977, de haber visto El pájaro solitario, una obra televisiva sobre San Juan, interpretada apasionada y excelsamente por José Mª Prada, en la que, a mi juicio, fue la mejor interpretación de su brillante carrera, y que me convirtió en devoto de nuestro místico para siempre, devoción que acrecentó, si ello era posible, la biografía y estudio de su obra hecha por Gerald Brenan.
¡Ay, el peligro de la digresión!
Entremos en ese juego de colores y ausencia de ellos, salvo los componentes del claroscuro, para hacer un repaso más o menos esclarecedor, aunque poderosamente subjetivo, de las cinco películas que he visto recientemente. La última ha sido The artist, laureada y aclamada, pero tan previsible como ha de serlo una historia contada ya mil veces, aunque se le ha de reconocer la fidelidad en la  recreación. Me han venido a la memoria las copias del húngaro  Elmyr De Hory, personaje central de aquella “rara” y magistral película documental de Welles titulada F for Fake. La perfección de la copia despertaba una admiración sincera por el copista, pero en modo alguno podía competir éste, desde la simple técnica, con la invención del original. Lo mismo le ocurre a The artist. Dada la alergia de la juventud al cine mudo y en blanco y negro, la película ha sabido atraer a ese público brindándole algo así como un remake de los “mejores momentos” de películas clásicas no necesariamente mudas, como Singing in the rain, de Gene Kelly, A star is born de William Wellman o Cautivos del mal, de Vincent Minnelli, tres joyas con evidente relación con The artist. Frente a esta película, que peca de un excesivo esquematismo argumental, otra película en blanco y negro, galardonada, pero no aclamada, Blancanieves, es realmente una obra de arte, y digna heredera de planteamientos visuales como los que impulsaron a su director, Pablo Berger, a sentir la necesidad de rodar en blanco y negro, según su propia confesión: la visión en el Festival de San Sebastián de una de las granes películas de la historia del cine: Avaricia, de Joseph von Stroheim, que tuve la inmensa suerte de ver, como cineclubista acreditado, nº 482, en 1968. Blancanieves lleva a la pantalla una historia que se alimenta de una tradición temática doble, la del cuento popular y la de las tramas en torno a los toreros y las tonadilleras o bailaoras, de amplia tradición no sólo en el cine, sino en la novela, el teatro o la copla, como es bien sabido. ¿Qué es lo cautivador de la película de Berger? La creación de imágenes, el ritmo de la realización, la puesta en escena y la interpretación exquisita de todos, repito, todos los actores y actrices que intervienen en ella y lo hacen, como se suele decir, en estado de gracia. La mentira del cine tiene, a veces, ironías como la de que el palacete andaluz donde se retira el torero, sea, en realidad, el que fuera antiguo palacete de Julio Muñoz Ramonet, un personaje de biografía fílmica también, ubicado en la céntrica calle Muntaner de Barcelona y que está pendiente de un litigio entre las herederas y el Ayuntamiento sobre su propiedad y la de las muchas obras de arte valiosísimas que contiene. La película de Berger es deudora, en parte, de una vena de humor negro tan española  que, curiosamente, se aviene a la perfección con el planteamiento lirico que ha hecho de la narración popular, llena, al mismo tiempo, de un profundo sentido trágico. No creo que su visionado deje indiferente al buen aficionado, porque se multiplican los planos y las secuencias que maravillan al espectador, poco acostumbrado, si no es devoto de los clásicos mudos, a ese despliegue de imaginación. Es evidente que The artist, no resiste la comparación con ella: hablamos de un best-seller y de una obra de arte: el primero tiene la frialdad de las copias inmaculadas; la segunda, un poder creativo arrollador.
Lo bueno del séptimo arte, frente a otras artes, como la literatura, tan compartimentada en sus géneros tradicionales, narrativa, lírica, dramática y aforística, es que sus subgéneros siempre admiten comparación, porque los elementos expresivos fundamentales de todos ellos son comunes. Así, es bien normal que comparemos un Western con un musical o con un thriller, independientemente de los rasgos definidores exclusivos de cada uno de ellos. Es más, incluso los documentales entran en ese ámbito de comparaciones, como bien lo saben quienes recuerden películas como Man of Aran, de Flaherty, o Calcuta, de Louis Malle, película nominada a la Palma de Oro en Cannes, en su momento, 1969. Todo ello nos permite enfrentar dos películas como Amor, de Haneke y La piel que habito, de Almodóvar, para enjuiciarlas, a pesar del abismo narrativo, conceptual e imaginativo que hay entre ambas. Mientras Amor es una película intimista, llena de profunda y genuina realidad emocionante, construida a partir de un  historia minimalista, la devastación que la enfermedad obra sobre una anciana y los amorosos esfuerzos paliativos de quien hace honor no al título de marido o esposo, sino al más profundo de compañero, La piel que habito es un completo disparate construido sobre la superficialidad y la actualización de los más viejos registros del folletín decimonónico, concepción de la que se deriva una interpretación impostada, carente en todo momento de la más mínima realidad humana: todos los personajes están prisioneros del disparate argumental, y esa angustia de no saber encontrar nunca el principio de realidad sobre el que construir alguna emoción genuina, no limitarse a acompañar un efecto visual o musical, es lo que lastra definitivamente la película para convertirla en la vuelta de tuerca al tormento del espectador que, al parecer, ¡ya me cuidaré de caer en el error de ir a verla! (La piel que habito la he visto por televisión), constituye Amores pasajeros, el cacofónico canto del cisne de quien fue un renovador de la comedia con Mujeres al borde de un ataque de nervios. Ni los seguidores más acérrimos del manchego han conseguido esbozar una triste semisonrisa de complicidad con lo que se considera un bodrio total.
Cualquier plano de Amor, de Haneke, en el que aparezca un maestro de la actuación como Trintignant, cuya longevidad profesional está en justa relación con su dominio de la composición de los personajes que ha exhibido siempre, amén de su evidente fotogenia; cualquier plano, digo, cualquier secuencia de Amor, pongamos por caso la secuencia onírica, un minúsculo episodio con más capacidad de aterrorizar que todas las películas de susto o casquería que se han rodado desde Repulsión; cualquier secuencia, pues,  deja tan empequeñecida la película de Almodóvar, que a este crítico le sorprende que haya habido espectadores que la hayan aplaudido o que no hayan visto la impostura de la película en su totalidad, con un guión que no hay por dónde cogerlo y con unos papelones, como el que le obliga a hacer Almodóvar a Eduard Fernández, que, con un mínimo de dignidad –y con un máximo de ahorros, claro, que andan los tiempos mu achuchaos…–, actores soberbios como él deberían de haber rechazado. Intentar enumerar a modo de prueba los disparates de un guión delirante, como el de La piel que habito, digno de películas de serie B (de basura), sólo nos llevaría  a sentir tanta vergüenza ajena que mejor le  ahorro al hipotético lector de estas líneas el sufrimiento y a mí la incomodidad. Es defecto antiguo de Almodóvar que no ha logrado superar: creer que una ocurrencia es un ideón, que un disparate es un rasgo de originalidad y que la ausencia de un guión estructurado es indicio de libertad creativa. Quizás una de sus mejores película sea Carne Trémula, a pesar de que la elección de Liberto Rabal en sustitución de un experimentado profesional como Jorge Sanz (cuya interpretación en Amantes, de Vicente Aranda, justifica toda una carrera), condenó la película irremediablemente a la insignificancia. ¿Por qué se sostenía aquella película? Porque estaba basada en un relato de Ruth Rendell, porque había un esqueleto narrativo sobre el que ir adosando sus “ocurrencias”, sus “imaginaciones”, sin estropearlo todo. Por el contrario, el minimalismo narrativo e interpretativo de Amor es un prodigio de emoción genuina que le permite al espectador una experiencia vital valiosa y hermosa, a pesar de su final, tan lógico como triste. La pasmosidad con que Haneke es capaz de retratar la cotidianeidad de dos seres que se aman en el último trecho de sus vidas, plasmándolo todo con una exploración de interiores llena de sugestión y de lirismo, sólo puede convencer al espectador de que está ante una obra de arte indiscutible.
Finalmente, una película como Tabú, de Miguel Gomes,  mezcla, en dos partes muy bien diferenciadas, el color y el blanco y negro, en un uso ya visto, con la misma función, en otras películas. El cambio cromático permite al director marcar el paso del tiempo, por un lado, y, por el otro, el carácter evocador de las imágenes que ilustran el relato de una voz anciana en el momento de recordar la pujanza de la juventud y de la pasión desenfrenada, en un contexto social adverso, represivo, en un espacio africano cuya capacidad de impresionar visualmente al espectador es casi mayor que si se le hubiera ofrecido con sus exuberantes colores. Hay un uso del blanco y negro cinematográfico para retratar paisajes que parece acentuar el idealismo de estos, su esencialidad, su carácter primigenio, como si la historia amorosa que se nos narra fuera la historia del primer amor entre el primer hombre y la primera mujer. Tabú es una película portuguesa y el portugués como lengua cinematográfica tiene una dimensión muy especial, sobre todo si la morosidad en la pronunciación, como es el caso de la película, permite apreciar sus infinitos matices sensuales. Es imposible no relacionar Tabu con Los misterios de Lisboa, película de cuatro horas de duración –que vimos, mi compañera y yo, en una sesión matinal interrumpida sólo los 10 minutos fisiológicos de rigor para prostáticos y perdedoras sin compresa– , de Raúl Ruiz (o Raoul Ruiz, como llegó a firmar Genealogías de un crimen, ¡otra maravilla elevada al cubo!), que pasó casi sin pena ni gloria por nuestras pantallas (También le sucedió lo mismo a la del paréntesis anterior) y que quizás como serie de televisión, con sus seis extraordinarias horas de metraje, hubiera tenido otra fortuna. Tanto en Los misterios… como en Tabú, el idioma es un actor de primer orden, uno de los principales atractivos de ambas películas. En Tabú, concretamente, el uso de la voz en off para narrar la historia parece el complemento idóneo para las imágenes de cine mudo que la ilustran. El espectador, gracias a esa estrategia, tiene la sensación de estar recuperando la historia justo en el momento en que está sucediendo, en una confusión de planos temporales, el presente de la voz y el pasado de las imágenes que, paradójicamente se potencian para lograr esta obra de arte que ningún amante del cine debería perderse. 

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