sábado, 29 de septiembre de 2012

Horacio visitado



        Un joven poeta se acerca a Horacio

Con atrevimiento de indocto e iletrado, el joven poeta abre, también con emoción, y no sin cierta solemnidad el volumen de las Odas y Épodos de Horacio. [Edición bilingüe de Manuel Fernández Galiano y Vicente Cristóbal. CATEDRA. Letra Universales]. Son palabras mayores, le dicta la tradición, y ese es el horizonte de su ambición.
Es tan intensa su ansiedad que ni siquiera se detendrá en la Introducción académica, donde quizás le sirviera de consuelo saber que Horacio fue un poeta incomprendido y desdeñado en sus días, si bien él siempre supo que su nombre acabaría inscrito en los muy a menudo sorprendentes anales de la posteridad.
No le anima al joven poeta ningún insensato propósito comparativo, porque entiende que entre los modos de decir y de sentir de entonces y de hoy se abre el abismo que le permitirá, si se diera, mitigar el desengaño o, como espera, celebrar el hallazgo del en exceso postergado conocimiento.
¿Qué busca, así pues, en el renombrado poeta romano, en el peso pesado de aquellas letras de las que extrajo Luis de León la dulce veta sonora de su austeridad?  Lo primero, cubrir una de las cien mil lagunas bajo cuyas aguas trata, en vano inundado, de disimular su precaria formación. Lo segundo, acarrear versos de relumbrón con que vestir el santo desnudo de su devoción poética: ninguna cita más llena de sol que la del clásico, sea el recóndito o el ofrecido en peana a la admiración diacrónica de los sectarios de la lectura. Lo tercero, recibir el estímulo de la voz canónica para su nuevo impulso poético, para el poemario futuro cuya clasicidad combatirá el prosaico aliento del son  sincrónico de la experiencia en que se ha asfixiado hasta hoy mismo, como en un sueño inclemente entre los cuadros de Hopper.
Con la lectura de Horacio pretende apartarse del desaliento y de la envenenada maldición del silencio, de la sequedad espiritual en que lo dejó la pérdida del aliento poético. Un mal día la página en blanco perdió su condición de sendero y allí, frente a ella, quedó el joven poeta, sorprendido entre interrogantes y con las exclamaciones abatidas a sus pies, cansadas de ser puertas batientes de la nada.
No se puede querer ser poeta. Y más disparatado aún es creer que hay un canon de obligada lectura para el aspirante, para el anhelante. No existe, por otro lado, la vana ficción del poeta intonso; ni las imágenes o metáforas surgen ex nihilo. Es secreta alquimia, sin duda, la que, como la benéfica atutia de los hornos de cerámica, deja en el poeta el poso de lo vivido, de lo leído: ¡hipóstasis perfecta!, que es, al cabo, su voz de paso. Es el poeta el primer sorprendido de sí, y el más ineficaz hermeneuta de sí mismo.
El joven poeta no ignora que las leyes poéticas latinas, con la cantidad como piedra ancilar de su construcción, son una exigencia que se aparta, como las galaxias del big bang, de su limitado versolibrismo. Homero se ajusta a la tejné como un acreditado artesano, mientras que el joven poeta siempre ha considerado el laberinto acentual de los versos como una coraza reichiana. Está deseando comprobar si la estrecha cárcel compositiva del romano libera más poesía que la espaciosísima libertad poética total de Vicente Aleixandre, por ejemplo. Ese, si acaso, es el único reto que anima su morosa lectura, su rito devoto, porque se reconoce feligrés de la religión poética en cuyo altar se representa la siempre nueva ceremonia de la pasión.
El joven poeta se adentra en la voz horaciana y lo primero que le sorprende es el uso constante y cansino de la adjetivación, posterior y anterior: eras líbicas, fortuna atálica, ponto mirtoo, bajel ciprio, olas icarias, lira lesboa, augur Apolo, riente Ericina, sabina ánfora, férvido piélago, cruda Prosérpina, sículas vacadas, afra purpura, veraz Parca, pingüe Frigia, caleno podón, verde lagarto, negras cuitas, pérfido enemigo, pingüe Forento, hoz bantina, ígneas sedes, ardua pobreza, áspero león, profano vulgo, espontáneo bálago, ciegos azares…, una nutrida lista en la que no le costaría reconocer la copia que de él hicieron no pocos clásicos –al menos los pocos que él ha leído- y que tanto distancian esa voz pomposa y solemne de la naturalidad de dicción que él ha buscado siempre para su propia poesía, la misma que iniciara la dulzura del Garcilaso de verme morir entre memorias triste o del echado está por tierra el fundamento/que mi vivir cansado sostenía.
Entiende el joven poeta que hay en ese proceso adjetivador un eco del argumento de autoridad, y la imitación forzosa de Homero: aquello que ha sancionado la tradición opera como el certificado de denominación de origen. Las innovaciones, de haberlas, dentro de un orden. Así parece actuar Horacio.
Le sorprende a nuestro poeta el retorcimiento sintáctico al que tan inclinado es el poeta romano, una construcción sintáctica en la que halla eco de los intestinales hipérbatos gongorinos, aunque le parece incongruente, a primera lectura, relacionar a Horacio con Góngora como si uno aspirara a la luz y el otro a las tópicas sombras luciferinas que durante tanto tiempo lo condenaron al ostracismo por ilegible e ininteligible, hasta que el buen Dámaso lo rescató del Orco… Y ríe si alguien se angustia mas, un mortal siendo, de lo debido; Las danzas jónicas de aprender la precoz doncella gusta y, experta en artificios, pronto empieza, ya desde la misma niñez, a proyectar torpes amores y luego amantes jóvenes se busca mientras bebe el marido y ni aun elige ilícito galán que a oscuras y a toda prisa disfrute de ella, mas se levanta ante su esposo cómplice si la llama el viajante o capitán de nave hispana que más alto el precio ponga de su deshonra.
Ese proceder tortuoso de la sintaxis del vate aleja al joven poeta de unos versos en los que, no sin razón ni justificada dureza de oído, no halla nada a lo que asentir (según lo estipula Bousoño): ¿Un soldado de Craso pudo esposo /degenerado ser de mujer bárbara/ y, oh, senado y monstruosos usos,/ conmilitón el Marso y Ápulo/ de hostiles suegros bajo algún rey medo/ sin respetar anciles, nombre, toga,/ ni a la eterna Vesta y todo ello/ mientras subsiste con Roma Jove?
Sigue leyendo con paciencia nuestro joven poeta, y con perseverancia. Sabe que no puede rendirse al reto apenas el texto se le ha opacado de manera que la información referencial mínima exija las notas que los editores, perezosos ellos, ¡siendo dos!, han obviado con un desparpajo que en modo alguno cubre la laguna una introducción brevísima a cada Oda y Épodo, comentarios muy generales, salvo el tipo de verso empleado, que en modo alguno satisface la curiosidad lectora mínima de quien escoge un clásico, sea cual sea la estación del año. El joven poeta ignora que con razón se quejó Menéndez Pelayo, ¡el mayor prodigio laboral de la Historia de la erudición universal!, de que a Horacio se le haya traducido siempre tan mal que no se pueden leer seguidas dos páginas sin dormitar y sin dejar caer el libro de las manos.
Venciendo esa tentación, porque el joven poeta quiere hallar a toda costa cualquier destello poético que justifique su empeño lector, se pregunta, porque solo por esa razón ha adquirido una edición bilingüe, como la que compro de Catulo el año pasado,cuál será el misterio poético de la lengua latina, misterio perdido, a todas luces, en la traducción. Lee con respeto la lengua de las divinas palabras y cree hallar una cierta música solemne en los versos bimembres:
                 Fecunda culpae saecula nuptias
                 Primim inquinavere et genus et domos;
                 Hoc fonte drivata clades
                 In patriam populumque fluxit.

                 Motud doceri gaudet Ionicos
                 Matura virgo et fingitu artbus
                 Iam nunc et incestos aores
                 De tenero meditatur ungui;

Aunque sabe que una lectura acentual es imposible, y que se deja llevar por la sonoridad de repiquete de las lenguas vulgares. Intuye, con todo, en esa sequedad léxica un reto espacial que torpemente los hipérbatos y los epítetos quieren reproducir en nuestra lengua.
Le cuesta al joven poeta entrar en el mundo horaciano y en la mentalidad acomodaticia del viejo poeta, tan pronto celoso de su mundo chico como inopinadamente altavoz de los padres de la patria y defensor de la religión tradicional. Hay cierto universales morales que, leídos en Horacio, añadirán una pátina erudita a su persona, de la que, dadas sus muchas ignorancias, se cuidará muy mucho de hacer ostentación:

                 No hay cumbres para el humano;
                 Nuestra insensatez busca el cielo y nuestro
                 Crimen a Jove no deja
                 que jamás deponga su iracundo rayo.
Lee, después,  con cierta desazón el tópico del carpe diem en una composición en asclepiadeos mayores que propiamente pueden considerarse prosa poética:

No investigo, pues no es lícito, Leucónoe, el fin que ni a mi
Ni a ti los dioses destinen; a cálculos babilonios
No te entregues. ¡Vale más sufrir lo que haya de ser!
Te otorgue Júpiter varios inviernos o solo el de hoy,
Que destroza al mar Tirreno contra las rocas, prudente
Sé, filtra el vino y en nuestro breve vivir la esperanza
Contén. Mientras hablo, el tiempo celoso habrá ya escapado:
Goza del día y no jures que otro igual vendrá después.

Más cerca se halla, expresivamente, de alguna queja celosa del poeta:

Y me enardecen tus blancos
Hombros lacerad por ebrias querellas
O en labio la señal
Visible del diente del furioso mozo.
No esperes, si oírme quieres,
Que ha de ser constante quien bárbaro daña
La dulce boca que Venus
Con la quintaesencia bañó de su néctar.
Felices una y mil veces
Los que siempre unidos sin viciosa pugnas
Están a quienes amor
Hasta el postrer día no separará.

Y retiene, con delectación, la imagen de los hombros lacerados por ebria querellas, y se dice que así le gustaría que le fluyera a él la voz poética.
Le atrae y repele a un tiempo, al joven poeta,  la despiadada, franca y delicada expresión del cazador que acosa a su presa, aún tierna para el complejo goce amoroso:


                 Me andas, Cloe, evitando como el cervatillo
                 Que a su temerosa madre en extraviados
                 Montes busca con vano
                 Miedo al bosque y a las brisas.
                 Si la primavera llega movedizas
                 Fronda agitando, si el verde lagarto
                 Se mueve entre las zarzas,
                 Tiemblan tus rodillas y ánimo.
                 Mas ni fiero tigre ni gétulo león
                 Soy que te destroce: no sigas corriendo
                 Tras tu madre, que estás
                 En sazón ya para el hombre.   

Si bien, desde su ignorancia supina, le parece que ha obrado con no poca libertad el traductor al verter los dos últimos versos: tandem desine matrem/tempestiva sequi viro.
Hay, en el orondo poeta Flaco, una propensión a ridiculizar los ardores sexuales de la vejez y, con mano descarnada, hunde la pluma en la más espesa de las tintas, revelando una crueldad que se manifiesta, aún con acentos más acerbos en los épodos, que acaso compiten con los de Catulo de tú a tú:
                 Serás, en cambio, pobre vieja que ante
                 Las arrogancias llore del rufián
                 Sola en el callejón cuando enloquezcan
                 Los vientos tracias
                 En la noche sin luna y un deseo
                 Como aquel de las treguas furor cause
                 A tu hígado ulcerado por quemarte
                 Amor y gimas
                 Porque la alegre juventud prefiere
                 El mirto oscuro y la verdeante yedra
                 Y al Euro, compañera del invierno,
                 Da la hojarasca.

Con todo, el deseo de las yeguas, la noche sin luna y el mirto oscuro y la verdeante yedra le llevan, sin cita exacta, y salvando las distancias, al decir lorquiano y a su pasión flamenca y equinada.
Sin duda es el acento austero, la conformidad con lo mínimo sin zozobras, lo que le parece al joven poeta lo más actual de Horacio, sobre todo en tiempos de crisis en que tanto sufren quienes han visto podadas sus ambiciones y son incapaces de hallar ningún consuelo en la moderación. No asiente, sin embargo, a la evolución conservadora del poeta, a su aburguesamiento con que rinde su pluma al enaltecimiento de dioses y próceres.
Hay, en la elogiada áurea mediocridad de Horacio resabios de prudencia y escarmiento, con sus gotas de inevitable cobardía. La doctrina conservadora del bien cierto, en aquellos tiempos turbulentos, como lo son los nuestros, destila la sabiduría del que rehuye la aventura, el riesgo, si en ellos suele ir la vida:
                 Quien la mediocridad áurea prefiera,
                 Abrigado, más libre está del sórdido
                 Techo ruinoso y sobrio a la envidiable
                 Sala renuncia.
                         (…)
                 Sé valiente en lo adverso y animoso,
                 Pero recoger vela sabiamente
                 Debes si demasiado favorable
                 Soplare el viento.

La presencia del mito en la poesía horaciana distancia del deleite al joven peta, poco dado a las expansiones religiosas ni a pagar peajes a santoral ninguno. Entiende que no se podía entender entones la vida sin la omnipresencia de los dioses ni un culto al que Horacio fue un tiempo ajeno, pero la frialdad nominativa de tantísimos versos suyos le deja un regusto de salmodia y de listín telefónico incompatible con su acendrada sensualidad:
                 Mas ¿qué pudo Tifeo, qué Mimante
                 El fuerte o Porfirión con su amenaza,
                 Qué Reto, que Encélado, audaz
                 Lanzador de árboles desarraigados
                 En su pugna con Palas y con su égida
                 Resonante? Vulcano allí luchaba
Animoso y la madre Juno
Y quien de su hombro jamás el arco
Separará e que lava su melena
Suelta en Castalia con pura agua y rige
Las breñas de Licia y el bosque
Nativo, Apolo delio y patáreo.
La furrza sin cordura abajo viénese…

Vis consili expers mole ruit sua, retiene el joven poeta como aforismo de los que escasean en el vate romano, si imprudentemente comparado con autores como su amigo Virgilio o el filósofo Marco Aurelio, buen proveedor de ellos, siguiendo a Epícteto. Paulum sepultae distat inrtiae celata virtus: “Poco de la escondida cobardía dista el valor oculto”, es  otro de los aforismos que se añade al anterior para su exiguo florilegio. Y aun a ellos añade dos más: dulce et decorum est pro patria mori (“Dulce y *decoroso es morir por la patria”) y Virtus repulsae nescia sordidae (“La virtud no sabe de fracasos sórdidos”), ambos fieles representantes de la poesía virtuosa y cívica que también cultivó Horacio, autor del Carmen saeculare, pluma política que alabó a Augusto, su verdadero Mecenas, el que convenía con el juicio crítico que de sí mismo formuló Horacio cuando escribió que había escrito una obra más perenne que el bronce, verso con el que construyó Unamuno su elogio de la durabilidad de la palabra escrita.
Son, tales aforismos, destellos de una veta moral que Horacio sabe conjugar con su hedonismo y su aceptación de la vida sencilla, sin que rechine el conjunto:

                 No llamarás dichoso con justicia
                 Al que mucho  posee, mas a aquel
                 Que usar de los dones divinos
                 Sensatamente sabe, la dura
                 Pobreza sobrelleva, el deshonor
                 Peor estima que la muerte misma
                 Y no teme entregar la vida
                 Por sus amigos o por su patria.

Comparte radicalmente el joven poeta la exigencia eutrapélica que plantea Horacio para tener una vida llena; un imperativo categórico que procede ya de los viejos proverbios griegos y de los aforismos de Menandro. Dulce est desipere in loco: “dulce es delirar a tiempo”, escribe Horacio para coronar una fresca invitación al placer de vivir, y de ahí se reprodujo en los innumerables “elogios de la locura” que no pudieron vencer al más importante de todos ellos, el de Erasmo de Rotterdam.

                 Deja las demoras y el afán de lucro:
Piensa, ahora que puedes, en las negras llamas
Y un poco en tu espíritu de locura mete:
Dulce es delirar a tiempo.

Al fin y al cabo, ¿qué podría esperarse del creador de esa Oda tan extraordinaria cuyas dos primeras palabras Beatus ille, han devenido lugar exotérico y al que cualquier poeta, el joven nuestro, o el viejo ajeno, de cualesquiera edades, deben rendir pleitesía siquiera fuera por ser la inspiradora de la Canción a la vida solitaria de Luis de León? Sin embargo, Horacio acertó mejor en la expresión de su ideal de la vida retirada en la oda 29 de su libro tercero:
        Mas la dvinidad prudente cubre
        El futuro de niebla y ríe si alguien
        Se angustia más, un mortal siendo,
        De lo debido. Piensa tan solo
        En moderar sereno cuanto ocurra;
        Lo demás fluye como río que ora
        Va al mar etrusco con tranquilo
        Curso, ora arrastra piedras roídas,
        Árboles descuajados, reses, casas,
        Todo revuelto entre el clamor del monte
        Y del bosque vecino cuando
        Fiero diluvio las aguas quietas
        Irrita. Gran dominio de sí mismo
        Y placidez l del que al fin del día
        Dice: “He vivido”.

Vixi, recuerda, de pronto, el joven poeta, es la clave semioculta de por qué es el viernes 17 el día de mal agüero para los romanos y, a través de ellos, para otros pueblos, porque XVII es anagrama de VIXI, he vivido, es decir, ya estoy muerto. Nada tiene que ver el anecdotario con la poesía, pero lo poético se extiende a todas las manifestaciones vitales: no hay a prioris poéticos.
De todo lo leído le ha llamado poderosamente la atención al joven poeta un verso no especialmente significativo pero sí suficientemente enigmático. Se trata de un verso de la oda 18 del libro tercero, dedicado a Fauno: Entre osados corderos vaga el lobo. Chocóle, claro está, la osadía de la adjetivación, que tanto cargaba la mano en el imposible de los corderos conscientes de ella, de la osadía. Al cotejar la traducción con el original, inter audaces lupus errat agnos, la perplejidad se hizo todopoderosa, porque aun en sentido figurado es mucho pedir que sean los corderos osados, y, sintácticamente, más complicado es olvidar que agnos es acusativo de un verbo transitivo inexistente en el verso. La perplejidad no solo asaltó al joven poeta, nada ducho en latines gramaticales y vitales, sino a no pocos de los traductores que  con el verso de marras se atrevieron. He aquí una reducida muestra de las traducciones que ha encontrado en el buscador de Google el joven poeta:
Javier de Burgos: Pace entre hambrientos lobos el corderillo manso.
Germán Salinas: El lobo anda entre los corderos libres de temor.
Urbano Campos S.I.: Andan juntos lobos y corderos.
Joaquín Arcadio Pagaza: Discurre el lobo con la oveja audace.
Se aprecia, así pues, y con meridiana claridad, que, si tantos problemas da un solo verso, casi imposible ha de ser dar por buena una traducción completa de sus odas.
El joven poeta no lamenta haber conseguido tan parva cosecha en los que se prometían fértiles campos horacianos, pero está convencido de que su enrevesada, epitética y virtuosa voz ha dejado en él la huella indeleble de la comunión con lo esencial: Ceres, Baco, el sobrio pasar y el justo medio donde la serenidad tiene su asiento.




miércoles, 26 de septiembre de 2012

Ensayo desaseado X



                  Hoy no tengo el día culto, la verdad.

     
  Después de aquellas excursiones materialistas, lo cierto es que no le quedaron al sujeto excesivas ganas de hacer las pertinentes al polo opuesto: el espíritu. Más allá, al menos, de hasta donde ya había llegado, que no era poca oscuridad. Pues si llegar a conocer la materia le acabó llevando a que ésta se le volviera una suerte de ficción energética; el laberíntico camino del conocimiento del ser y aledaños -el ser y la nada y el ser y el tiempo, fundamentalmente- ha constituido siempre una suerte de vereda de trampantojos encadenados de los que ha ido saliendo para caer en otros nuevos:
El individuo, en la estrecha medida en que le resulta posible evitar o provocar, se encuentra, de hecho, como mediación entre las exigencias de la totalidad material (y mediada por cada uno) y las de la totalidad restringida que es él mismo. Su ser-fuera-de-sí se vuelve lo esencial y, en la medida en que éste reencuentra su verdad en el seno de la totalidad práctico-inerte, este ser-fuera-de-sí disuelve en sí los caracteres de seudo interioridad que le había dado la apropiación. El individuo encuentra así su realidad en un objeto material aprehendido ante todo como totalidad interiorizante y que de hecho funciona como parte integrante de una totalidad exteriorizada; cuanto más se esfuerza por conservar y aumentar este objeto que es él mismo, más desvía el objeto al Otro en tanto que dependiente de todos los Otros, y el individuo como realidad práctica se determina más como inesencial en la soledad molecular, es decir, como un elemento mecánico.

¡Soledad molecular!  Mole de concentración con el culo sentado en duro asiento fue el sujeto en tantas y tantas horas de inmersión envuelta en la humareda tóxica de la pipa ad hoc. Por todo ello, no es de extrañar que, huyendo de ese ser que tan pronto se volvía un espejismo como se convertía en la turbia materia de los sueños, condujese sus pasos interesados y egoístas, a la par que angustiados por las espesas sombras en que el ser y la materia le habían dejado, hacia la elucidación del único instrumento del que podría valerse para luchar contra tan viscosa obscuridad: ¡la razón!
Al cabo, si las primeras palabras del dios de dioses, el del libro de libros, fueron: Hágase la luz, no es extraño que toda esa claridad genésica se le haya atribuido a la razón. Lo sorprendente, viéndolo ahora con la perspectiva que le da su decisión salvífica, es la escasísima intensidad de esa radiación luminosa y su casi absoluta incapacidad para comprenderse a sí misma: tanto en el plano formal del puro razonar, como en el material de su asiento: el cerebro, auténtico laberinto enigmático por cuyas vueltas y revueltas se suelen dar más patinazos que otra cosa.
Dudaba mucho el sujeto, con todo, de que la razón dialéctica -que es ciertamente una de esas razones que el corazón ni tiene ni entiende, pero con cuya autoridad hubo el sujeto de vérselas, por la época que le ha tocado vivir- le permitiera ir más allá de su propia definición, tan abstrusa:
La dialéctica es, pues, actividad totalizadora; no tiene más leyes que las reglas producidas por la totalización en curso y éstas evidentemente conciernen a las relaciones de la unificación con lo unificado, es decir, los modos de presencia eficaz del devenir totalizador a las partes totalizadas. Y el conocimiento, que es totalizador a su vez, es la totalización misma, en tanto que ésta está presente en determinadas estructuras parciales de un carácter determinado. Con otros términos, si hay presencia consciente de la totalización para sí misma, sólo puede ser en tanto que ésta es la actividad aún formal y sin rostro que se unifica sintéticamente, pero que unifica por la mediación de realidades diferenciadas que la encarnan eficazmente en tanto que se totalizan por el movimiento mismo del acto totalizador.
¿Está claro? Pues aun así, todo lo daba el sujeto -totalmente, claro- por bien empleado, si ello le permitía acceder a la posesión del estatuto de culto.
¡Posesión! Esa sí que era una palabra clave. La cultura vivida como una pertenencia, como un patrimonio que podría exhibir o poner a prueba -a duelo- ante los auténticos plutócratas de ella, caso de poder acceder a relacionarse con tan altas cimas del arte y del conocimiento, lo cual, afortunada o lamentablemente no llegó a producirse antes de su gozoso, ¡y un punto plúmbeo!, abandono de hoy.
De todos modos, no cree el sujeto que en su decisión haya influido la fantasía verosímil del ridículo espantoso que hubiera hecho al verse avergonzado y corrido por la implacable ironía corrosiva con que esos magnates de la alta cultura suelen alejar, fulminándolos, a los advenedizos pardillos y dehésicos.
En vida de su quimera ya hubo de sufrir lo suyo al tenérselas que ver con los simulacros de los mandarines, esos reflejos afectados y desustanciados cuya superficialidad corre pareja con su osadía, como para ahora agradecer de todo corazón que el destino marcara sus días con la ausencia de contacto con los originales -a algunos de los cuales, no obstante, también se les podría quitar la risa sibilina y heráldica para que acabaran ofreciendo, entonces, su auténtica cara de bacía.
El sujeto se prometió no dejarse arrastrar por las artes resentidas de Marchenoir, y lo suyo le ha costado detener el plumín que discurría a sus anchas por esos paisajes tétricos de sus intentonas,  poniendo de relieve su condición de decorado de la gran obra de la cultividad (se atreve a decir ahora con el valor transgresor que entonces nunca tuvo; tan imbuido como estaba del respeto religioso a la omnipotente deidad), cautiva de la arrogancia, la presunción y la elata asunción de su excepcionalidad de mirífica isla desafiante en el vastísimo océano de la mediocridad.
 En el medineo constante que fue su peripatético recorrido por esas selvas intrincadas y remotas, supo el sujeto de culo inquieto, anchas posaderas y rumiantes tragaderas que al conocimiento le gusta ocultarse –¿no dijo Heráclito lo mismo acerca de la realidad? El sujeto se resiste a hacer las comprobaciones de rigor, por pura coherencia y ahí lo deja, arrepentido ya de haber recaído en el viejo vicio tauromáquico-. Al conocimiento, decía el sujeto, le gusta aislarse, alejarse de la medianía, recluirse en pequeños cenobios, cavernas del desierto e incluso en el exiguo asiento de la columna donde el estilita se aísla por encima de lo contingente. El saber se vuelve sectario y sólo los elegidos pueden participar de él tras pagar el peaje de su sumisión. Saber es, muy a menudo, la necesidad de verse rodeado de  asentimientos especulares, a los que se les halaga la generosidad barroca del marco mientras reflejen, en eco agradecido, las rebeldes verdades reveladas. Todo se vuelve, entonces, un protocolo de consignas, contraseñas, reservas y fidelidades.

                            

viernes, 21 de septiembre de 2012

Ensayo desaseado IX

                 Hoy no tengo el día culto, la verdad.


Tras los vértigos y las asfixias sufridas al ascender a las altas cimas filosóficas, quiso descender el sujeto a la humilde carnicería de la materia que llevan a cabo los físicos, aunque su ignorancia en esa disciplina corría pareja  con el desparpajo de su juvenil atrevimiento.
Y la ciencia, siempre tan agradecida, le proveyó de algunas claridades -la identificación entre materia y energía- y no pocas complejidades y perplejidades, porque las cuatro fuerzas que consideran (fuerte, electromagnética, débil y gravitatoria) las sintió de repente como si al unísono se hubieran cebado en él y quisieran reproducir en el interior de su propio cuerpo el Big Bang.
¡Qué entusiasmo el suyo cuando iba cobrando piezas reconocibles: el protón, el neutrón, el electrón y los quarks! ¡Qué desolación cuando en esos túneles carniceros con nombre de complejo vitamínico se seguía descuartizando la res! En las muchas capas de la cebolla de la realidad, el sujeto se detuvo cuando, preceptivamente arrasados los ojos en lágrimas, leyó:
De la misma forma que la teoría de la interacción débil apareció cuando estudiábamos los dobletes de sabor (el electrón y el neutrino son dos sabores leptónicos, por ejemplo), sería interesante preguntarse qué ocurriría al repetir el mismo juego con tripletes de color, por ejemplo:
( quark rojo )
( quark verde )
( quark azul ),

construyendo una teoría SU(3) con matrices 3X3.
El resultado es una teoría similar a la electrodinámica cuántica, pero basada en tres colores. En lugar de un fotón o los tres transmisores de la fuerza débil ( W+, W-, Z), encontramos ahora ocho transmisores de color “Agluones”. Esta teoría es precisamente la cromodinámica cuántica. Las teorías construidas por este procedimiento se denominan teorías gauge. Las interacciones electromag­nética y débil están descritas por teorías gauge U(1) y SU(2); la cromodinámica cuántica es una teoría gauge SU(3).
Esas lágrimas parecían sacarle del entendimiento, como las riadas erosionan los campos adyacentes al cauce de un río desmadrado, los bariones, los bosones -el W y el Z-, los hadrones, los mesones -el J ¡con su impagable quark encantado!-, los muones, los neutrinos, los piones y los úpsilon que, en aquel entonces, -¡y tan fugazmente como la vida de billones de espermatozoides!- llegó a saber qué significaban.
A día de hoy, el nada solemne de la clara -¡y parece que extensa!- declaración de su ambigua liberación, retirado ya de aquellos esfuerzos inadecuados a su naturaleza y a sus luces, ve el sujeto ese pedregoso camino energético como un descenso a la nada, la misma que debía circundar aquella bola incandescente, aquel óvulo hiperdenso que se desarrolló como por partenogénesis, si es que el Todo, sin la nada posible, lo era aquel punto preñado de tanto universo, el que ha dado a luz la materia y los abismos siderales que nos sobrecogen cuando contemplamos esa inacabable cabalgata fou de galaxias.

En cualquier caso, siempre le ha reconfortado al sujeto la solidez de las cosas, por más que, a pesar de la ciencia, siempre haya mantenido esa reserva literaria obligada de la cadena de soñadores borgiana (¡y excúlpesele -aunque mucho peca el fementido ya- por ese desliz absolutamente anacrónico!).



            

domingo, 16 de septiembre de 2012

Ensayo desaseado VIII

          Hoy no tengo el día culto, la verdad.



Quedó dicho con anterioridad que esa línea fronteriza era la que separaba, sin pretender agotar las posibilidades, los territorios de la simplicidad y la complejidad; conceptos, éstos, que se han convertido, con el paso de los siglos, en el paradigma universal de la oposición de la que tratamos. Y se puso, para ilustrarla, un ejemplo cinematográfico. Pero a poco que ese impulso reflexivo tarde un poco en abandonarle como para que le dé tiempo a acabar esta confesión (¡qué tentación la de adjetivarla! El sujeto ha sabido resistirse y en eso advierte, al menos, que progresa), es indudable que a esa pareja mal avenida de lo simple y lo complejo ha de añadírsele su máscara, su persona: lo superficial y lo profundo.
!Ah, demoledor dicterio, el de la superficialidad! ¡Capaz de reducir el hombre a homúnculo y de levantar un muro de imposible escalo! ¡Cuántas veces no le habrá arrebolado el rostro a cualquiera ese escupitajo tan educado como viscoso! ¡Y qué imposible le resulta al aprendiz de culto -y ha de disculpársele de nuevo al sujeto que haya caído en ese reflejo contextual inconsciente de paratitulear a Dukas- no pasarse la vida sorteando esos bajíos en los que parezca que, indefectiblemente, haya de encallar el bajel de la culta piratería antes de llegar al sagrado donde compartir las innumerables riquezas de las que se hizo acopio en las trabajadas singladuras!
Lo profundo, sin embargo, ¡trisílabo dulcísimo!, siempre, paradójicamente, tan altivo y distante, ha sido la permanente aspiración, la meta final de las penalidades del aspirante a culto. ¡No hay embriaguez comparable a la posesión de ese elogio que, dicho de nosotros o de nuestras obras, nos suspende en un éxtasis transverberador del que, una vez conocida la perversa dulzura del dolor, jamás querríamos ya salir!
Los matices de uno y de otro, de lo superficial y de lo profundo, y su infinita gradación, permiten que entre la vergüenza y el éxtasis absolutos quepan muchos estados intermedios capaces de engatusar al aspirante para que persevere en su empeño y ni siquiera perciba la reconfortante, la reparadora sombra de la tentación del abandono que el sujeto está consumando en estas líneas liberadoras.
Y llama la atención que ni uno ni otro reciban la más mínima atención especulativa por parte de quienes, habiéndolos convertido en bandera de descalificación y apreciación respectiva­mente, se resisten a definirlos. ¡Enigmática y arbitraria justicia la que no consiente definición! Máxime cuando, desde la música hasta la pintura, pasando por el teatro, el cine, la novela e incluso la arquitectura, nada escapa a su casi inapelable poder sancionador.
Pero conviene salir de esas máscaras emblemáticas, fastas y nefastas, para ver más de cerca las piedras del infierno sobre las que se coció el sujeto antes de meterse en el pediluvio benefactor de estas líneas cuyas sales son muy otras de aquellas del ingenio que tanto se necesitaban para que las aspiraciones cultas no convirtieran las espiraciones en regüeldos.
La primera de ellas, y ha sido siempre, además, piedra de escándalo, es algo tan sencillo como la materia. Entre el ser y el no ser, ese dilema tan frío y principesco, siempre se ha interpuesto, para él, lo tangible, la materia. Y ha arado mucho el sujeto en ese campo ingrato, con toda suerte de aperos; pero, al cabo, parva ha sido la cosecha y de escasísimo calidad el grano. El señor Berkeley, en uno de los amenos diálogos entre Hilas y Filonús, escribió con convicción:
Yo no tengo razón alguna para creer en la existencia de la materia. No tengo una intuición inmediata de ella ni puedo inferir inmediatamente de mis sensaciones, ideas, nociones, acciones o pasiones, una substancia no pensante, ni percipiente e inactiva, ni por deducción probable ni por consecuencia necesaria.
Y eso a pesar de que los escolásticos reconocían hasta cuatro clases de materia: prima, comunis, sensibilis comunis y sensibilis individualis (alias materia signata); lo cual representaba un considerable adelanto respecto a la idea de Plotino de que La materia es un no ser; es sombra y oscuridad. Por si la aprehensión de lo tangible no se le complicaba demasiado al sujeto, no se le ocurrió otra idea más brillante que buscar la luz en el seno de un volumen cuyo título le pareció iluminador: Ensayos materialistas. En él halló, por el contrario, una bofetada de penumbra que ¡casi consiguió adelantar esta decisión de hoy en veinte años! El caso es que el sujeto, aunque maltrecho, sobrevivió -¡e incluso acabó todo el volumen!- a lo siguiente:

La Materia en cuanto en algún Género cósmico, es decir, en cuanto “M i”, como variable cuyo campo de valores no es otro sino {M1,M2,M3}, resulta así contextualizada por la propia Idea de materia regresivamente obtenida; o, si se prefiere, esta idea está contextualizada por la Materia cósmica (M i), en cuanto procede regresivamente de ella. Por ello, si continuamos sirviéndonos de los functores de la lógica de clases (no ya tanto referidos a las materialidades mismas cuanto a sus Ideas, por cuanto, como Ideas estas materialidades se comportan en gran medida como clases), estableceremos nuestro segundo postulado ontológico-crítico en estos términos:

(M i U M)                                                               [P.II]
que hacemos equivalente, por definición (en rigor, por simple desarrollo algebraico), a la siguiente expresión:
(M i U M) v (M 2 U M) v (M3 U M)                 [P.II=]
Adviértase que la expresión AM i “M” contiene, precisamente, la intención regresiva de la Idea “M”, respecto de los Géneros de Materialidad “M i” -por tanto, no puede confundirse con su recíproca (M < M i), de la que hablaremos largamente más tarde. Asimismo, tampoco cabe confundir [P.II=] con [P.I=], puesto que [P.II=] se limita a incluir, al menos, un Género de Materialidad en la idea de Materia, mientras que [P.I=] incluye, no a cada uno de los géneros, sino su suma lógica, en “E”, y recíprocamente. Lo indiscutible es que, ejercitativamente, [P.II=] supone [P.I=] y recíprocamente, pero cuando se supone la actividad “E”, en el sentido dicho -no así formalmente, “representativamen­te", “algebraicamente.”
¿Las claves? Las siguientes: M i = Mundo; E = Idea de la Materia; Ego ideológico y trascendental; M1, M2, M3 = Géneros de Materia. [ P.I= = [E <(M1 UM2UM3)] ^ [(M1 UM2UM3) < E] o, resumidamente, (E = M)] )
¡Bueno! ¡Menudo alivio le supuso poder salir de aquel bosque enigmático y ungirse de realidad al cerrar el volumen! Por más que el gusanillo de la materia se asomara una y otra vez por la corteza del pan de cebada, que es la etimología de masa (y vuélvasele a perdonar al sujeto esta licencia que aparece más como curiosidad que como conocimiento, no obstante) y le retara, descarado, a descubrir su fundamento.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Ensayo desaseado VII

           Hoy no tengo el día culto, la verdad.



La absoluta insensatez de su afán se manifestaba, sobre todo, en la necesidad que tenía de imponerse -o acaso simplemente de iniciarse- en cuantas más disciplinas mejor. En vez de que nada humano le fuera ajeno, aspiraba el sujeto a que ningún conocimiento le fuera ajeno. ¡Ay, demente! ¡Ay, infeliz! ¡Ay, confundido! ¡Ay, temerario! Ahí, a su juicio, al poco que le ha quedado sano, se originó esa sombra del desengaño que ha acabado por absorberle, hundiendo aquel afán en la espesa tiniebla de la locura.
El ideal del hombre renacentista, ducho en ciencias y letras, diestro en lanzas y pluma, fue un espejo en que absurdamente se miraba de continuo. Al cabo, las imágenes que ahora rescata son las de la impotencia y las vigilias esforzadas, amén de los pulmones encharcados de alquitrán. ¿Qué orgullo nefando le llevó a creer que uno, él, podría transitar con igual comodidad por la sociología de Weber, la bioquímica de El azar y la necesidad o la física de los grandes números?
Lo peor, lo infinitamente peor fue que, sin haberlo leído nunca -o mejor dicho, no habiendo querido hacerlo- había acabado por convertirse en la tercera pata del taburete que formaba con Bouvard y Pecuchet. De otro modo no se explica que su afán compulsivo le hubiera llevado a interesarse por la Dactiloscopia, la cría del canario, el Columela, la homilética, la antropometría oro-facial, la coprología clínica, la filatelia, el espiritismo de Allan Kardec, la quiromancia o la técnica del masaje..., si bien esto último ha contribuido lo suyo a la solidez de su vida de pareja, dicho sea de paso.
Lo que quiere resaltar, y eso lo comprenderán muy bien quienes hayan padecido el delirio que él padeció, es que la carta de naturaleza de persona culta ha ido aumentando los requisitos que permiten conseguirla a medida que la humanidad ha ido cumpliendo su aventura en el mundo. Se le ha ocurrido que podría decir progresando, pero la ingenuidad que está recobrando con su decisión no significa necesariamente estupidez.
Hasta ayer, propiamente, la lista de requisitos incluía disciplinas tan dispares y conocimientos tan diversos, que supone algo más que un compromiso el poder siquiera iniciarse en ellos para acreditar una pertenencia al club del que, sin poseerlos con conocimiento de causa y vasta extensión, es uno puesto de patitas en la calle sin mayores contemplaciones.
No solo se trata de que uno haya de haberse impuesto en el enciclopédico mundo del toreo, desde el popular Cossío hasta el selecto La música callada del toreo, de Bergamín; sino que, igualmente, uno ha de dar por fuerza en gastrónomo y enólogo, casi con condición de sumiller en este caso, y de artista nutroestético de los fogones en el otro. Antes, no obstante, se ha de haber pasado por la antropología del alimento en el imprescindible Harris y otros menos populares.
La imposibilidad de dominar cuantas disciplinas le intitularían de culto si lograba acreditar tal dominio ha contribuido no poco a su decisión. Al principio pensaba que se trataba de una decisión vergonzante, y ahora, al final -este dilatado final de su catártica, de su exculpadora reflexión- considera que se trata de una decisión higiénica y, por supuesto, saludable.
Ello no quiere decir que estas líneas se alumbren desde un ánimo despreciativo hacia cuanto constituyó su vida y sabe que es la vida de buena parte de sus amistades y conocidos, por más que ellos se le representan ahora como esforzados ilusos que intentan sobrevolar la mediocridad en la que, no sin cierta inevitable prevención, ha plantado él sus reales; o en donde quizás nunca había dejado de tener un pie bien firme. Experimenta el sujeto una viva compasión por esos héroes esforzados en mantenerse, asiéndose por sus propios cabellos, sin que la hediondez de lo común les salpique, dos palmos por encima de la masa, unos, y varios quilómetros otros, que muy distintos son los vuelos de cada cual en ese cielo infinito en el que la condición de culto parece alejarse más cuanto mayor es el esfuerzo por alcanzarla.
Le sucede, al mirar hacia atrás, hacia aquel esfuerzo inverosímil, que los detentadores del estatuto de cultos le parecen ya pobres almas extraviadas -cegadas por la lucidez-, ya despóticos clasistas inmisericordes en cuya compañía le parece del todo razonable que sea una insensatez -la insensatez- querer estar.
Se vislumbra en la reflexión anterior una cuestión ética en la que, fiel a su decisión, se resiste el sujeto a entrar; pues no deja de ser bien sabido que, en las postrimerías del siglo, el cumplido dominio -teórico, por descontado- de la ética es uno de esos signos distintivos del paradigma de lo culto.
En todo caso, entre la compasión y el desprecio quizás lo único indicado sea la indiferencia, aunque no responde el sujeto de cómo pueda respirar, la verdad, pues lo hace por la herida; y no sería extraño que el rencor destilara algunas gotas de su ácido, ni tampoco que el amor las intentara dulcificar. De su natural es el sujeto fronterizo, como su decisión. Y esa doble cara de Jano -hoy más que nunca mirando hacia el pasado y hacia el mañana- no puede dejar de sintetizar sus miradas en la de este hoy enigmático y ambiguamente auroral.

martes, 4 de septiembre de 2012

Ensayo desaseado VI


           Hoy no tengo el día culto, la verdad.


La decisión del sujeto no implica que, como penitencia, haya de volver sobre sus pasos para volver del revés sus juicios sobre buena parte de la experiencia de la realidad que le ha tocado vivir. Bastante hace, el sujeto, y hasta quizás en exceso, con reconocer algunos de sus errores y sacar provecho de ellos para acostumbrarse a su nuevo estado. Porque quizás podría haber tomado como pretexto su decisión para reconstruir su anodina biografía, ese museo de horrores disfrazados de letra impresa, fotograma, pincelada, melodía et alii; pero la dicha provocada por su liberación le hace ser compasivo consigo mismo, que es la caridad bien entendida, y también con aquellos a quienes quiere persuadir de que abandonen todos sus esfuerzos para conseguir lo que él no consiguió. Este desahogo, este desquite, este des-sujetarse del sujeto que lo estaba a su antigua atadura, esta liberación es, en ese fondo ahora transparente y sereno, una confesión valiente. Nada más.
Puede reprochársele al sujeto la escasa oportunidad de haber elegido el séptimo arte para ejemplificar esa distancia entre su afán del pasado y su descanso del presente, como si aquel arte no cayera dentro del microcosmos de lo culto, como si, por ser el séptimo, y tan reciente en la historia de las bellas artes, viera mermada su condición de arte y acrecentado su carácter de entretenimiento popular. Quizás lo expuesto líneas arriba sirva para combatir ese hipotético reproche.
Tampoco pretende el sujeto, y menos en territorio tan resbaladizo, a fuer de ultrasubjeti­vo, como el del gusto cinematográfico, establecer el canon que permita distinguir una película culta de otra que no lo es, para poder evitar en el futuro aquéllas; pero no es menos cierto que, al igual que entre La montaña mágica y Peñas arriba hay un cierto trecho -y no sólo orográfico, sin duda-, igualmente haya de haberlo entre las dos películas citadas como ejemplo.
Con todo, el sujeto está hoy aquí, en estas líneas, dispuesto a reconocer la incivilidad y el despotismo de esos trechos canónicos. Porque la persona culta, o la que aspira a serlo, a fuerza de distinguirse y distanciarse de los mortales que habitan extramuros de ese mundo exquisito y privativo, acaba instalándose en una suerte de autárquica soledad satisfecha desde la que escupe su indiferencia a la masa irrelevante, al vulgo informe y anodino contra el que se recorta su irrepetible singularidad.
Que enhebre ahora una retahíla de improperios contra los cultos -o quizás, en realidad, contra el culto que no llegó a ser - puede constituir un justificadísimo desahogo, y si el sujeto se inspirara en el Marchenoir de Bloy hasta podría acabar sentando cátedra de estilista del insulto o de cretinólogo; pero después del esputo avinagrado queda siempre una sequedad amarga en la boca que, en estos momentos de desconcierto, no se compadece con el dulzor de la expectante inquietud de su espíritu.
El sujeto no ha llegado hasta aquí para renegar de su pasado, sino, en todo caso, para comprenderlo y, a partir del reconocimiento de su extravío, entrar en ese otro mundo que hasta hoy rehuía, como en la Edad Media se rechazaba a los apestados y se evitaban sus lazaretos. El sujeto sabe, por mera cuestión de inercia, que le va a costar, y que incluso sentirá algún conato de pánico cuando admita como una realidad no desdeñable -e incluso deseable- la perspectiva de que pueda disfrutar, pongamos por caso, con un espectáculo de La Fura dels Baus, una novela de Pérez-Reverte o un recital de Ana Belén, en vez de con... ¡No! ¡No! ¡No más comparaciones odiosas y sustentadas en esos trechos de los altivos rebecos que triscan por las alturas tan ingratas del Zaratustra nietzscheano! ¡A chapuzarse en pueblo! ¡A sumergirse en la corriente viva de la historia! ¡De cabeza al río de lo común!