martes, 31 de julio de 2012

Ensayo desaseado I





Hoy no tengo el día culto, la verdad.



   Preámbulo

Cuesta horrores escribir el título que encabeza estas líneas, sobre todo después de haber estado el sujeto media vida -en el supuesto de que pueda llegar a centenario- hecho un menesteroso azacán de ese pozo sin  fondo del conocimiento y del arte. Viene, así pues, el sujeto a estas líneas, enchandalado de vergüenza, a reconocer sus debilidades -que ni siquiera incluyen un pensamiento débil-, en un ejercicio de autoflagelación expiatoria que busca el eco cómplice de tantos otros que, como él, puedan hacer íntimamente suyo ese sincero y aún no sabe si doloroso reconocimiento, pues de lo que se trata, de lo que tratará de aquí en adelante, es de si es capaz de asumir esa decisión con todas sus consecuencias, si será capaz de estar a la altura de las circunstancias que, por decisión propia,  va a cambiar para que la vida le cambie, radicalmente. En el fondo es un rezagado, y, quizás por ello, su doble condición de aristarco y pecador tardío -que no Pablo caído- le han permitido tener la perspectiva necesaria para devolver a los demás, en el espejo de sus flaquezas, su verdadero rostro, o al menos este de la equívoca renuncia; pues ya desde la célebre, iniciática y plañidera sobremesa acristalada conoció el sujeto a pioneros del abandono, auténticos profetas de la lasitud y solemnes catadores de la inanidad gozosa, o del gozo de lo inane. Y si en aquel entonces, ya lejano, no le cabía en la cabeza que alguien quisiera vaciársela, hacerse algo así como un precibernético formateado del disco duro; hoy lo que le sale de ella es este discurso catártico en cuyo comienzo está obligado a reconocer a aquellos pioneros vitales su arrojo, su temeridad, su perspicacia y su lucidez. Émulo suyo, pues, es hoy el sujeto, y con la esperanza ilusionada de haber aprendido en el ejemplo de aquéllos la lección sobre cómo no desperdiciar en las tareas atormentadoras de su antiguo afán el medio siglo que aún le queda por delante, si el cuerpo aguanta y la salud le acompaña. La otra cara -no menos especular- de ese reconocimiento es la sensación de ilimitada libertad que le permite al sujeto enfrentarse a un enunciado tan ominoso y, sin sacar pecho, claro, asumirlo y seguir el propio camino, más ligero de equipaje, liberado de la ansiedad y con un desparpajo decidor que le permite salvar las distancias biográficas para recuperar la insolencia de la adolescencia fatua, aquella sobre la que  el tiempo –Cronos hubiera dicho el sujeto antes, llenándose la boca de oes omnipotentes, fascistoides...– dictó una fetua que hoy, en estas líneas, parece cumplirse. Es, al cabo, un viaje de ida y vuelta. De las tinieblas osadas de la ignorancia, pasando por la imposible conquista de las luces, hasta la liberación de la máscara del afán, que a su modo también era coraza reichiana, para sumergirse de nuevo en el abandono  placentario de este discurso liberador y, por insensato, atrevido, amén de confuso, aunque entrañado. En estos tiempos en los que del excitante aburrimiento democrático socialista  pasamos a la apabullante, autoritaria y tediosa mediocridad universal popular, para acabar volviendo a la desarticulación del discurso silabeado del ¿nuevo? socialismo,  el sujeto ignora si su acidia es un signo de los tiempos o el tiempo de un signo que niega todos los demás y, con ellos, las teorías que los han forjado, encumbrado y sostenido. Coherente con su actitud, es obvio que ni siquiera se va a levantar para verificar que la reedición de la Oceanografía del tedio bien pudiera, en parte, disculpar estas líneas, entre las que esa  mención -y ésta es una de las muchas disculpas que irá pidiendo el sujeto por la contradicción inevitable de ornar el discurso con esos viejos oropeles de aquellos tiempos heroicos de su afán- aparece bañada con el aura nostálgica de los viejos daguerrotipos familiares cuyos representados nos son tan extraños que apenas sentimos por ellos más allá de la curiosidad natural que nos inspira todo lo desconocido . Ya han sido sugeridas algunas de las virtudes escondidas en su confesión, pero cabe añadir algunas más. Entre ellas, el placer del decir sin que se advierta -porque no existe- el propio esfuerzo del decir. Es fácil suponer que la negación de la cultura, de esa tan alta que nos corta la respiración y nos arrebata la vida, porque en los aledaños de su cima casi no nos llega el oxígeno al cerebro, implique también la del estilo. Aunque le esté feo recordarlo, porque una cita clásica en estas líneas es un insulto a su determinación (¡otra disculpa que sumar a la anterior!), por fin puede decir, con Juan de Valdés: escribo como hablo; aunque el sujeto nunca ha tenido a gala ni galardón hablar como escribe. Claro que ha escrito poco y ha hablado menos, pero eso no viene a cuento. Lo trascendental es haberse escapado de la  uniformizadora rueda de molino que tritura las prosas y darse el gustazo (¡bastante incongruente con su decisión, todo hay que decirlo!) de dejar correr el plumín a sus anchas, con la espontaneidad de quien, al fin y al cabo, se confiesa; muy lejos, pues, del cálculo estrecho de quien ya no es: aspirante al inalcanzable -y por supuesto que inasequible- estatuto de culto. El sujeto no quisiera que se confundiera su actitud con la del diletante, pues éste -y él lo sabe porque lo ha sido hasta hace bien poco- no deja nunca de querer trepar por esa escarpada ladera de la alta cultura, aunque por cada metro conquistado retroceda diez al tropezar, pongamos por caso, en el Wözzek de Berg, dejando ante sí la estela de un alarido imponente y desgarrador, amén de atonal. El sufrimiento del conocer, ese dolor que siempre engendra la sabiduría, como aprendieron tantos en el Eclesiastés -y todos en los palmetazos de los maestros durante la Dictadura-, cuando lo volvían del derecho y del revés para negar o afirmar su índole precursora de ese otro profeta de la nada cuyo ser saltó hecho pedazos en una vengativa, obscena y ejemplar ceremonia del adiós...; ese sufrimiento, en definitiva, ha contribuido no poco a la adopción de la actitud presente del sujeto. Y no quiere saber si esa actitud le reduce de verdad al presente presente, al presente gestáltico;  le es indiferente.  Renunciar a la cultura no es abrazar la imbecilidad, cree el sujeto; ni tampoco buscar la ataraxia; aunque tal vez algo de ambas se le acaben pegando a las suelas cuando inicie su camino por ese territorio ignoto y extraño hacia el que su decisión de hoy le arroja. Está por ver. Quizás estas líneas no sean sino una demolición del yo y de sus máscaras, un suicidio ontológico. Pudiera ser... El sujeto no se opone, aunque tampoco está dispuesto a colaborar. Tan es así que renuncia a extenderse sobre la apasionante vida de Fritz Perls, el demoníaco genio creador de la terapia Gestalt, y cuya vida es una sinfonía cinematográfica en la que, si bien guionada y rodada, sería capaz su director de alcanzar el misterioso don con el que extraer volúmenes del tiempo, que dijo un afamado crítico de un refinadísimo Antonioni, copiando a un genio del séptimo arte... Y en su memoria, al conjuro de ese nombre archiculto, estallan estrepitosos, barahúnda infernal, todos los silencios del mundo...; del mismo modo que al recordar a ese crítico se le encarna ese volumen, en modo alguno intemporal, sino con la fecha de caducidad bien pasada, como la muestra de la más encumbrada pedantería, el más perfecto y acabado simulacro de esa cultura más altiva que alta, cimera y, forzando la cadena, siempre con un sí sabe qué de cismática, en tanto que cisquera... Ese sufrimiento, volvamos a lo que nos ocupaba y entretenía, ha logrado embotar la percepción del sujeto, de ahí que el hastío que le ha invadido no solo lo señorea, sino que también le seduce. Quedó dicho que otros antes que él se habían rendido a su canto mitológico; pero en él han dejado, tampoco sabe si como único bien o como una absurda impostura, las fuerzas necesarias para intentar la descripción de esa seducción, o de ese encuentro, mejor dicho, entre quien quería oír el canto seductor del abandono y la propia voz, dulcísima y acariciadora, de éste.
(Continuará)





viernes, 6 de julio de 2012

Noel Clarasó: El asesino de la luna




Un  escritor parcialmente olvidado: Noel Clarasó.

                           Noel Clarasó i Serrat (1902-1985) Nació en Alejandría. Fue hijo del conocido escultor catalán Enric Clarasó i Daudí, cuya obra se centró en la escultura funeraria, vertiente creativa en la que consiguió no pocas  obras de mérito, como el Memento homo, galardonada con la medalla de oro en la Exposición Universal de París, y en la que se representa al hombre cavando su propia tumba, según puede verse en el Cementerio de Torrero, en Zaragoza, porque allí preside el panteón de la familia Aladrén, si bien en el de Barcelona hay una copia; o la excepcional Alegoría del Tiempo, una pieza deudora del Moisés de Miguel Ángel, representado en el acto de arrancar las hojas del libro de la vida. Enric Clarasó fue activo miembro del modernismo catalán, en compañía de Casas y Rusiñol, de quienes fue íntimo amigo.
                           Nuestro autor, cuya futura dedicación humorística debió suponer para él una rebelión en toda regla contra la severa dedicación artística de su padre, inició la carrera de Derecho, pero no la acabó. Fue Técnico del Ayuntamiento de Barcelona, en el área de parques y jardines, actividad profesional a la que dedicó varios libros. Fue también articulista en La Vanguardia. Sus artículos se consiguen en PDF en la hemeroteca del diario y constituye un placer leerlos de forma gratuita. Noel Clarasó es lo que se conoce aún en nuestros dias como un escritor “todo terreno” capaz de escribir, con un altísimo nivel de calidad, una biografía, un ensayo luminoso, un libro de autoayuda, hacer traducciones, cultivar la novela, el teatro y, sobre todo, sus muy conocidas compilaciones de aforismos y frases célebres, disciplina en la que se convirtió en todo un experto y que influyó decisivamente en su manera de escribir. Incluso creó un heterónimo, León Daudí con el anagrama de su nombre propio, Noel, y el segundo apellido paterno, heterónimo al que dio carta de naturaleza al incluirlo en su célebre Antología de textos y citas, de Ediciones Acervo, donde recoge 61 aforismos de su personaje. Como Daudí publicó, además, en la editorial Zeus, tres manuales muy interesantes (hoy solo accesibles a través del circuito de segunda mano, muy activo en Internet): Prontuario del lenguaje y estilo, 1963. Prontuario de citas célebres, 1964 y el  Prontuario de poesía castellana, de 1965. Fue un seguidor aplicado de la escuela de las Greguerías de Ramón. De ahí su libro Observaciones y máximas de Blas, precedente, sin duda, del Diccionario de Coll.
                               Clarasó se hizo famoso en España por haber sido guionista para TVE, para la que escribió series como Tercero izquierda (La obra teatral original en la que se inspira, del propio Noel Clarasó, ya había sido llevada al cine por Francisco Prósper en 1963, con el título Confidencias de un marido), con una pareja de actores excepcionales: José Luis López Vázquez y Elvira Quintillà, o Hermógenes Pérez, para servirle (con el sosísimo Carlos Larrañaga –que se redimió como actor, sin embargo, en Los gozos y las sombras, de Torrente–), donde volcó su particular humor blanco y escéptico, muy próximo al de los creadores de La Codorniz y a autores como Mihura o Jardiel Poncela. Fue guionista de José María Forqué en la adaptación que éste hizo de su novela El diablo toca la flauta, novela muy próxima a la que aquí nos ocupará en breve: El asesino de la luna
                                  Noel Clarasó es un escritor que pertenece también a la literatura catalana. Fue el último ganador del prestigioso Premi Crexell, en 1938, con una obra Francis de cera, que aún sigue inédita, hasta que en 1982, ya en democracia, volvió a reanudarse la concesión del premio. En 1956 publicó El gep i Un camí;  en 1968, L’altra ciutat y, muy poco antes de fallecer, en 1984, publicó: Un benestar semblar: novel.la. Ni que decir tiene que es un autor absolutamente marginado en la literatura catalana, para la que simplemente no existe, y un autor al que conviene otorgar, en la literatura en castellano, la importancia que merece una obra como El asesino de la luna, tan llena de propuestas innovadoras que se adelantaron más de medio siglo a su tiempo.
                                   Como jamás tuvo Clarasó un no para cualquier proyecto de escritura que se le ofrecía, fue el autor de una suerte de libros que caen dentro del marbete de la miscelánea, muy propio de un genero “cajón de sastre” que también tiene su tradición en nuestras Letras, como lo atestiguan Suárez de Figueroa, Juan de Zabaleta y otros autores como Diego Torres Villarroel, autor de almanaques, como el buen Lichtenberg, por cierto. De sus muchos libros del primum vivere, quiero destacar El arte de perder el tiempo, un texto transversal, muy del gusto de la actualidad. Su contenido bien puede considerarse como un antecedente lejano del contenido de muchos de los blogs que abastecen la red de sueños truncos o fecundas obras inéditas.
                                   A pesar de todo lo escrito, puede considerarse bastante pobre la información que hay en internet sobre Noel Clarasó, e incluso sorprende que sólo pueda hallarse de él una fotografía, más próxima a los arrebatos funerarios de su padre que a las risas de su propia idosincrasia. La mayor parte de la información tiene que ver con su faceta aforística, que me interesa sobremanera, pero no para esta ocasión. De este contacto con tan notable autor, me impongo la grata obligación de leer tres títulos que buscaré a toda costa: Historia de una familia histérica. Novela de malas costumbres; Mi barrio feo. Novela de la vida posible, y El libro de los tontos. Con esas lecturas creo que estaré en condiciones de hacer una valoración casi definitiva del autor.


EL ASESINO DE LA LUNA

                                  Y ahora vayamos con el verdadero objeto de este estudio. Lo descubrí, como todas mis lecturas inolvidables, en un montón de libros viejos en el mercado de Sant Antoni, de donde salgo, siempre, con un soberbio ataque de urticaria producido por los ácaros del polvo que se reúnen en aquel recinto todos los domingos para celebrar su victoria sobre las esperanzas, los orgullos y las fatuidades de los aspirantes a celebridades literarias. No me demoro mucho en la elección: la experiencia me permite, con una breve cata, volver para mi cueva relamiéndome por el futuro placer que me deparará la lenta lectura de la pieza cobrada con tan poco esfuerzo y   desembolso. No tuve más que abrir la cuarta página del volumen para descubrir en el epígrafe que podía estar ante una obra nunca leída como yo estaba dispuesto a hacerlo: Pasiones, acciones y reacciones de un hombre que pretendió comprender demasiado pronto el sentido de la vida, escritas según una referencia de tercera persona, hecha de memoria sobre un relato original de viva voz. En el relato estaba la vida de un hombre; en la referencia la de otro, y en este libro la de todos, yo incluido. Quédate, lector, con la que más te guste de las tres cosas.
                                   En efecto, henos aquí ante la famosa mise en abyme propia del género de la autoficción con  la que se despista al lector para que nunca sepa a qué carta quedarse sobre la identidad del narrador, del personaje central o del autor. Este juego de matrioskas lo lleva a cabo Clarasó con una habilidad notabilísima, según se puede juzgar por el epígrafe que acabo de transcribir. Se trata, pues de una obra  sumamente moderna, de inspiración deconstructivista avant la lettre, con esa indeterminación del autor, el narrador y el personaje que presagiaba lo que después, capítulo a capítulo, se fue convirtiendo, a medida que leía, en un acabado ejemplo del novísimo género de la autoficción, aunque con reparos. Clarasó se propone esclarecer el significado del concepto autobiografía y la imposibilidad de acceder a una comprensión clara del término o, en su defecto, a una definición que permita la complicidad del lector. De hecho, al lector se le mete siempre en un embolao del que con dificultad puede salir, porque el propio narrador no tiene claro en ningún momento que lo que se trae entre manos acabe teniendo un significado claro o preciso.
                                     La situación de la que partimos, un autoinculpado, ante el juez de guardia, de haber asesinado a la luna, tiene ecos del humor del mejor Mihura, del más inspirado Jardiel y del lirismo absurdo de Tono. A través de un extensísimo monólogo fragmentario, el narrador multiplicará sus historias, como Sherezade, ante los oídos agradecidos de un juez que comparte el vino y la noche con él para que no cese el manantial de historias, la mayoría de ellas interesantísimas y muy divertidas, que le servirá para distraerle en su inacabable noche de guardia. Lo primero que atrae al lector es el intento del narrador por escribir su biografía, pero antes, y en vez de la tópica captatio benevolentiae, despliega el narrador, a modo de introducción,  ante los oídos incrédulos y perplejos del juez, que actúa como sustituto del lector, un brillante ejercicio de crítica literaria en que repasa la aparición de la luna en textos de escritores como Nicomedes Pastor Díaz, Miguel de Unamuno, Antonio Machado, José María de Sagarra, Mauricio Bacarisse, Jorge Gillén, Juan Larrea, Lorca, Alberti y Shelley, para llegar a la conclusión de que no podía haber dejado de hacer lo que ha hecho: asesinarla. A partir de ahí, bien puede decirse que el narrador se ha granjeado las simpatías del lector y su aquiescencia a lo que le proponga como aventura narrativa, un reguero de historias que seguirá con el interés de quien va sorprendiendo en cada capítulo algún rasgo de interés, y el primero de ellos la rica personalidad desengañada, escéptica y bien humorada del narrador, trasunto evidente del propio autor. Es importante esta identificación y nuestro asentimiento porque ahí se fragua el contrato de complicidad que nos permite, como quería Bousoño en su teoría poética, asentir a las propuestas del autor, por inverosímiles que sean las historias, todas ellas de apariencia realista, que nos ofrece.
                               El segundo fragmento, después del primero dedicado al marco narrativo, su estancia en el juzgado, que abre y cerrará la obra,  se titula Biografía desordenada, y su primer párrafo es esclarecedor: Soy un hombre sencillo, sin aspiraciones, cobarde, aconsejado, de ideales mezquinos. Un hombre en tono menor. De tipos como yo, repetidos hasta la saciedad, se forman las multitudes de fácil manejo. Tengo más de masa que de individuo. Nadie me advierte en la calle y sólo quedo bien en las fotografías de grupo (…) Y en donde mejor me hallo es como parte de un todo clasificado que diluya la personalidad: en una cola o en la sala de espera de un dentista.
                                  Los lectores de este Diario habrán advertido enseguida el nexo evidente entre este asesino lunático y el manzanero Juan Poz  que aspiró a fundirse en la masa vecinal para escapar al yugo ridículo del malditismo. No acaban ahí las semejanzas, pero no quiero arrimar el ascua a mi escuálida sardina, sino poner de relieve las virtudes nítidas de este poderoso cuento de cuentos que sabe hechizar al lector con la personalidad de un narrador muy de nuestros días: escéptico, irónico, cercano al silencio, amante de la belleza, sensible y muy alejado de los tópicos aldeanos al uso de la España vulgar.
                                  Llama la atención, de la estructura del libro, que cada fragmento se abra con un aforismo del autor y se cierre con otro ajeno, en una suerte de círculo de sabiduría que le permite al lector no sólo distraerse sino aleccionarse, amparándose el autor en el tópico horaciano del docere et delectare (aunque a veces lo vemos más cercano de la catarsis aristotélica), pero sin énfasis ninguno. Antes bien, la presencia del aforismo en el plano estructural se acaba contagiando en el plano estilístico y es muy frecuente que la narración esté salpicada de aforismos que nos revelan, tanto como los hechos, la compleja y atractiva personalidad del narrador/asesino. A su manera, el narrador exhibe, así, su parentesco con otros narradores autobiográficos como Guzmán de Alfarache,  trasechador de moralejas, o con otros de prosapia aforística como el Tomás Rodaja de una obra maestra del género aforístico que es El Licenciado Vidriera.
                                  No deja de ser irónico que el protagonista sea librero, y que lo sea, además, a domicilio, como si la literatura no pudiera venderse más que de tú a tú en el ámbito acogedor de la vivienda propia: Uno de aquellos clientes, el que compraba más, creía de buena fe que ser intelectual consistía en exhibir una biblioteca muy nutrida. A mí aquella opinión me divertía y me chocaba. Pero después, con los años, he sabido que no era más equivocada que otra. He aquí un ejemplo elocuente del tono elocutivo del narrador, a medio camino entre el Machado de los  Proverbios y Cantares y el Lichtenberg de los Aforismos, pasando por la herencia evidente del narrador de Amor y pedagogía, donde habitaba, ¡no lo olvidemos!, otro eminente aforista: D. Fulgencio de Entrambosmares.
                                   El protagonista, que lleva durante toda su vida una existencia gris y triste, no simpatiza ni con el mundo ni con sus habitantes, y no pierde ocasión de manifestar esa animadversión y un pensamiento nihilista muy propio de las personas reflexivas y sensibles: El hombre suele tener un gran corazón y una pequeña inteligencia, al revés de lo que él supone; y en vez de seguir los impulsos del corazón se confía a su miseria intelectual. De ahí que el hombre sea: aburrrido y monótono. Cambia de costumbres porque las costumbres son tontas e innecesarias; las impone el clima o una tradición que sigue por pereza de pensar. El personaje, expuesto desde muy joven a las fuerzas del mal, como remedo del antihéroe de la picaresca, enseguida descubre los códigos esenciales de la existencia: Era la vida, así, y yo era una parte de la vida. Desde entonces la trampa, la ficción, el engaño, la mentira, el disimulo, el logro de un bien a costa de un mal ajeno y el ponerse algunos de acuerdo para fastidiar a otro me han parecido sentimientos y acciones naturales en el hombre. O esta otra desoladora constatación: El ideal no existe. Esta es una palabra que no corresponde a ningún significado y que se ha introducido en el diccionario para envenenar el sentido de las otras palabras. Es una palabra que se goza en el mal y sólo hay una manera de librarse de su influencia: suprimirla.
                                    El protagonista parece aquejado de erostratismo, pero sólo si consideramos superficialmente sus acciones, porque su desengaño es de tal naturaleza que se lo lleva a él mismo por delante, hacia una quimera que, como confiesa, le permita evadirse de su sinvivir: Sé que mi vida de ahora, pequeña, desvaída, anodina, sin emoción, sin agresividad, sin placer, sin un resquicio abierto a lo inesperado, ha de ser hasta la muerte una repetición de sí misma. Y para soportarla en paz he repetido mi hazaña de la niñez. Entonces incendié el taller de cajas de cartón para librarme de él. Ahora he asesinado la luna para librarme de ella. Esos atropellos son la única posibilidad de los que no sabemos evadirnos.
                                    A lo largo de los 71 fragmentos que componen el libro hay muchas vetas reflexivas muy interesantes, pero en estos tiempos de la metaliteratura y la autoficción, las meditaciones acerca del arte de narrar, de las condiciones de la biografía, de la naturaleza de la ficción, etc., cobran un interés evidente para lectores que han tenido que vérselas con múltiples ejercicios narrativos en los que se juega con los límites de los géneros e incluso con la existencia objetiva de los mismos, de ahí que se lean con placer no pocas reflexiones como las siguientes, tan explícitas que me evitan tener que dar explicaciones innecesarias. No quiero dejar de constatar, no obstante, la pureza y pertinencia de estas meditaciones, tan por encima de las de tantos y tantos aprendices que se nos publicitan como valores consolidados de nuestras Letras actuales, y a quienes la simple mención de Noel Clarasó les debe de provocar un repelús parejo al de ser considerados  epígonos menores de Arturo Reverte:
1.La vida se vive bien, a veces, pero siempre se explica mal. Un episodio cualquiera real, un choque de carácter, una agresión, un amor, una sombra de pasión enseña cien veces más que un montón de libros. Pero también distrae menos. A la vida le falta emoción, sal y vinagre de lo raro y lo inesperado. A los libros, no. La habilidad del escritor consiste en salpicar de emoción falsa las escenas vulgares sencillamente humanas.
2. Las novelas corresponden también a los dos únicos tipos: las que describen la vida de las personas y las que hacen vivir a los personajes.
3. ¿Qué valor tiene ser protagonista de una historia? Ninguno. El caso es que la historia exista y poderla contar y hasta desfigurar. Todo el valor está en lo que cada uno pone de su parte al desfigurar la primitiva historia. Pero los hombres preferimos, quizá para dar menos explicaciones, atribuirnos todas las historias y presentarnos siempre como  protagonistas. Es más cómodo.
     Yo también algunas veces me apodero de las historias ajenas y me revisto de ellas como de un ropaje prestado. Algunas me caen pintadas. En otras me muevo con torpeza. Y así se escriben las historias y se inventan las biografías. Los que no hemos tenido argumento ni hemos sido jamás protagonistas del verdadero drama o de la aventura esencial, no tenemos otro remedio, si queremos llamar la atención, que inventar una biografía, darle una cierta unidad, descabellarla un poco después para que parezca más auténtica e introducirnos en ella, de noche, como un ladrón.
      Todos podemos inventar un pasado. He aquí una idea maravillosa. He repetido tantas veces algunas historias falsas de i juventud, las he enriquecido con tantos detalles verosímiles que ya las veo ahora como las imágenes de un auténtico film de mi vida.
                           ¡Cuánta levadura en esas tres reflexiones! ¡Cuánta perspicacia! ¡Cuánta sabiduría literaria! Y lo más importante, expuestas todas con la sencillez de quien no tiene que demostrar nada a nadie, porque Noel Clarasó no mendigó un reconocimiento que no buscaba, como le pasa a Zafón. Él era consciente de su arte y, al menos en esta novela/ensayo, lo derrochó con una generosidad que espero, a partir de esta recensión, tenga el aplauso que nuestra historia literaria le debe.
                           Me reservo para casi el final un “apunte” que, aparecido en esta novela, que es del 47, muy anterior al de Canetti, dedicado a John Aubrey, en 1978, permite comprobar el clasicismo vanguardista (valga el oxímoron) del planteamiento de Clarasó. A quien leyera mi entrega sobre Canetti le sorprenderá leer lo siguiente:          Me gustaría escribir en forma de biografías breves la historia de toda la gente que he conocido. Cien, quinientas o mil biografías; no lo sé. Todas anodinas y sin argumento. Una breve pintura del personaje y un final inventado, porque la mayoría de la gente que he conocido aún vive.
          Aparte el final, creo que se podrían escribir casi todas con las mismas palabras, sólo cambiando los nombres de los protagonistas. Y, sin embargo, somos todos distintos. No existen dos rostros iguale ni dos voces que se confundan. ¿Qué hay en la voz? ¿Tan matizada es la gama del sonido que puede dar lugar a dos mil millones de voces distintas? Y no solo es la voz. La risa, la tos, el ruido de los pies al andar es distinto en cada uno de nosotros.
          Pero estos datos diferenciales no pueden constar en una biografía. Se puede decir que un personaje tenía una risa especial y su voz especial y su manera de andar. No se puede decir cómo era su voz, ni su risa, ni su gesto para distinguirlos de los demás.
          Los novelistas, en su lucha contra el adjetivo. Hablan de voces claras, estridentes, cálidas, apagadas, bien templadas, gangosas, secas, ásperas, dulces. Pero todos estos calificativos no hacen una verdadera distinción. Creo que ninguna descripción puede distinguir  a una persona de las demás. Un retrato, sí. Y quizás es tan interesante hojear un álbum de retratos como leer una colección de biografías breves.
                   Estas últimas meditaciones sobre el estilo se corresponden con otra veta que hay en la novela, la reflexión sobre el lenguaje, que ocupa un fragmento completo, el 22: Una palabra en flor, del que me limito a extractar una breve parte que expresa con toda contundencia la profunda reflexión sobre la lengua que llevó a cabo un artífice de ella, un teórico y un practicante poco dado a la verborrea y mucho al laconismo:   ¿De qué puede quejarse un hombre que ha recibido el don de la palabra y un libro en donde constan las cien mil palabras de su lenguaje que ya han sido aceptadas y reconocidas por un organismo oficial? Si no sabe qué hacer, que se dedique a estudiarlas y a distribuirlas a lo largo de su vida.
El hombre que conoce las palabras, las estudia a fondo, las domina y no las usa en vano sino en toda su pureza y su belleza, ¿qué más puede desear? El hombre desea muchos tesoros distintos de la palabra, lo sé, pero esto es debido a su desconocimiento del valor de la palabra. Y por lo mismo que desconoce su valor no se atreve a usarla y a servirse de ella como de un arma poderosa.
Muy pocas palabras son esenciales para la conversación. Casi todas expresan conceptos extremos y opuestos dos a dos: sí y no, bueno y malo, frío y caliente. Los términos intermedios no se necesitan para hablar. Pero a todo lo que existe le corresponde de verdad uno de esos términos medios. La palabra se expresa a sí mismo, pero no expresa jamás una realidad exterior.
Es sumamente difícil conocer el verdadero sentido de una palabra. Todos lo destrozamos y por falta de conocimiento hacemos gala de dar a las palabras una falsa interpretación. Las ensartamos unas detrás de otras precipitadamente, las desnudamos para no perder tiempo, les quitamos todo su valor para que luego no se revuelvan contra nosotros. Ya no es el sentido de la palabra lo que nos interesa, sino la voz, el gorjeo, la pura articulación o la inarticulación de sonidos.
Nuestras palabras son ruidos de la naturaleza. El ruido del hombre sobre la tierra. Quizá algunos hombres hablan. Los demás, la mayoría, hacen ruido.
(…)
Los hombres gozan hablando cuando nada se han de decir. Y esto estaría muy bien porque la palabra en sí es un goce. Pero ellos fingen que hablan para decir algo y pretenden atender, no al sonido puro, sino al sentido de las palabras. Este ha sido siempre su gran error.
(…)
Lo cierto es que la palabra cuanto más escasa, más retenida y más sobria, más llena es de significado. La palabra poética, la que lo expresa todo sin decir casi nada, nunca reside en las bocas de los parlanchines.
                  A quien le suene a amenaza que podría extenderme más sobre El asesino de la luna para atender a todas las riquezas de inventio, dispositio y elocutio que contiene, le consolará saber que pongo punto final a esta invitación a la lectura de una obra que no defraudará, al menos, a quienes La manzana de Poz les pareció digna de elogio y aprecio. Como los lectores de este Diario conocen mi dedicación investigadora al mundo del aforismo, y como Noel Clarasó, bien por sí mismo, bien a través de su heterónimo León Daudí, apenas es conocido hoy en internet más que por sus chispeantes aforismos de honda raigambre inglesa, quiero concluir esta presentación de su novela con algunos aforismos que, por haber sido extractados de la novela juntamente con los que, definidos como tales, encabezan algunos fragmentos de la misma, difícilmente serán encontrados en esas páginas que no le honran como se merece:
·       El hombre es un animal de costumbres, dicen, pero que se harta pronto de ellas. Creo que es el animal menos constante en sus costumbres de todos los de la creación.
·       El hombre siempre es enemigo natural de otro hombre desconocido. La amistad es un estado de excepción y el amor una excepción rarísima.
·     Las cosas que se han aprendido a hacer mal, cuanto mejor se saben, peor.
·       Un pasado, en realidad, no es nada, pero sirve de consuelo a muchas almas y de tema a muchas conversaciones.
·         Los hombres veneran la memoria de sus padres aunque no se acuerden de nada más que de una imagen falsa.
·       El ser humano es incomprensible para los otros seres humanos; solo algunos animales domésticos le comprenden. Pero estos no escriben sus memorias y no se sabe lo que piensan del hombre.
·       Una cosa es la vida y otra la novela. Una cosa es la filosofía y otra el pensamiento.
·       No tenía conversación. Sólo sabía contar su historia.
·       Me dejo engañar como todo el mundo. ¡Qué fuerza tiene la palabra! Asegure usted la cosa más absurda y alguna convicción ajena se tambaleará.
·       No es conveniente que los niños descubran la existencia de palabras que expresan una cualidad de la que ellos carecen.
·       Yo nunca he admirado a un sabio o a un político eminente. Los sabios me dan una impresión de pobres gentes convencidos de la verdad de un error cualquiera y hundidos en él. Los políticos eminentes me parecen títeres. Se les aprieta un botón y sueltan una andanada de palabras; las únicas que hay en la cajita de música. Y he admirado siempre a los payasos de circo y a los jardineros municipales que se suben a los árboles en otoño para cortarles las ramas.
·       Sí: es cierto que Dios hace llover y hace salir el sol para justos y pecadores, pero los hombres tienen otro criterio de clasificación, se dividen en ricos y pobres.
·       Como todos los hombres muy sensibles, no podía vivir solo y no dejaba vivir a los que le acompañaban.
·       Los hombres hacen las frases al derecho y las cosas al revés.
·       Hay quien sostiene que para encontrar una cosa perdida, lo primero es empezar por perderse uno mismo.
·       El hombre mejor situado para triunfar no es el que sabe dominar sus pasiones, sino el que sabe dominar las pasiones ajenas.
·       El amor es una oscuridad en donde se pierde el más avisado.
·       Sólo hay dos maneras de ser desgraciado en el amor: desear lo que no se tiene o tener lo que no se desea.
·       No hay sino investigadores temporales de la verdad. Uno permanente es una imposibilidad humana.
·       “Un día llegué a descubrir el camino de la verdad; este es el único castigo de los que nos empeñamos en encontrarla” [Paráfrasis de Rusiñol: Los que buscan la verdad merecen el castigo de encontrarla].
·       Después de cincuenta años de vida he llegado a una sola conclusión, de la que creo estar seguro: los actos del hombre no tienen nada que ver con sus ideas.
·       Donde fueres haz lo  que vieres; pero donde fueres viejo, que los otros vean lo que haces tú.
·       Vivimos en armisticio con algunos grupos de hombres. En alianza, con ninguno.
·       Las razones aplastantes sólo aplastan si se saben expresar en ráfagas violentas de palabras.
                                ¡Qué aproveche el festín