domingo, 27 de mayo de 2012

Lawrence Durrell. El cuaderno negro



PER FRETUM FEBRIS…

No me gusta que me digan lo que tengo que leer, ni tampoco decírselo a los demás. Mi vida lectora es una sucesión de azares. Y el azar es una rueda que siempre me lanza en insospechadas direcciones temporales, convirtiéndome en uno de esos cohetes borrachos que alegraron las noches de San Juan de mi infancia. No quise leer El cuarteto de Alejandría por puro espíritu de contradicción –singularizarse en las lecturas es también una manera de individualizarse, máxime cuando la pinza de todos los sobacos ilustrados contemporáneos sostenían y perfumaban los mismos volúmenes: Clea, Justine, etc.–; y mucho menos,  más tarde, El quinteto de Avignon, que parecía explotación fabril de la supuesta patente, es decir, un manierismo desangelado. No me he resistido, sin embargo, a internarme en la aventura de El cuaderno negro (en el original The Black Book, pero la traducción tiene ritos esotérico difíciles de comprender. Con todo, como a veces ocurre, la traducción mejora el original, porque book nos remite al producto acabado, pero la historia nos habla de un cuaderno como work in progress que, lógicamente, aún no ha alcanzado el estado, deseado, de libro), lectura que me retrotrae nada menos que a 1938 cuando Durrell conoce a Henry Miller y su círculo de amistades, lo que influirá decisivamente en la redacción de esta obra primeriza, pero muy significativa, de su autor. El propio autor se consideraba a sí mismo un angry young man of the thirties, es decir, un indignado de entonces. Aunque el abismo entre la indignación de ayer y la de hoy le resultará fácilmente detectable a quien se interne en este Cuaderno negro con el entusiasmo con que hay que hacer estas cosas extravagantes. El libro se publicó en París y estuvo prohibido en Inglaterra más de treinta años. En España circulo en una traducción de SUR, Buenos Aires, en distribución clandestina como la que yo he adquirido, ahora ya un papel fragilísimo que se ha de leer con infinito cuidado para no quedarse con media hoja entre los dedos al pasarla. Hasta 1987 no se publicó en España, lo cual significa, stricto sensu,  que escribo acerca de una novedad…, porque el conocimiento  de estas ediciones debe de quedar reservada a la “inmensa minoría” para la que decía escribir JRJ. Si poseo la edición del 62 es porque mi azariento instinto lector se mueve por las carreteras secundarias del libro usado, del libro de muchas manos, o del libro de ninguna, porque a veces pasan del regalo a la reventa en horas veinticuatro.
          El Cuaderno negro es el libro de un joven indignado que quiere poner patas arriba la irrespirable sociedad británica de los años 30 y, al mismo tiempo, lanzar una desesperada carga de profundidad contra su propia impostura y la insoportable tradición que lo ha hecho ser tal y como es, en parte. Sí, la obra es un ajuste de cuentas individual y social de una dureza extrema, y plasmado en una forma narrativa muy compleja, lo cual hará desistir al 95% de los lectores que se acerquen a una historia en la que se mezclan los planos temporales, espaciales y las voces narrativas con una frecuencia absolutamente aleatoria. Se trata de un laberinto de historias que intentan ocultar lo que resulta evidente: todas las voces son una sola voz; todos los destinos son un único destino: el del yo del autor, en un libro del que podríamos hablar como del de sus metamorfosis. Por los enrevesados caminos de la autocrítica observamos desoladores paisajes “de época” y románticos escenarios paradójicamente llenos de frialdad como las lápidas que esculpe el padre del protagonista. Se ha insistido mucho, y Durrell lo reconoce, en la influencia del Trópico de cáncer en este Cuaderno negro, pero el hecho de que la sexualidad sea un tema recurrente en el libro en modo alguno permite pensar en el libro de Durrell como en un epígono del autor usamericano. Hay una visión de la sexualidad tan británica, que el lector de este libro lo relacionará inmediatamente con el libro de Ian McEwan, On Chesil Beach, una obra desgarradora, y ambas, a su vez, si es teleespectador discreto, con una extraña joya del género de las series ahora en auge: Lipstick on your collar, de Dennis Potter, el autor de una auténtica obra maestra del genero The singing Detective.
     La obra, tan llena de autobiografía, podemos tomarla como un ejercicio de introspección equivalente al de uno de los personajes: Cuarenta años de devota introspección le han proporcionado un olfato de mastín para percibir las propias flaquezas. Aunque se trata de la tercera novela de Durrell, él es consciente de que este “experimento” lo vuelve a iniciar en el género: La verdad es que estoy escribiendo mi primer libro. Es difícil, porque todo debe ser incluido; especie de itinerario espiritual que ha de establecer de una vez por todas que la novela es una nada que ha pasado su tiempo. Es difícil. Por ejemplo, no hay clasificación posible de las cosas sin importancia. Y son muchas, sin embargo, las cosas sin importancia que definen nuestra existencia, nos guste o no. Esta actitud de enfrentarse a su “primer libro” significa, en realidad, a su primer libro “en libertad”, esto es, sin dejarse atenazar por los convencionalismos sociales y la tradición literaria e ideológica en que se ha formado. El autor es consciente de que explora nuevas caminos y que, para su libro, la palabra novela posiblemente no sea la más acertada, aunque haya una trama, personajes y un conflicto, además del pertinente juego de narradores que todos hemos heredado de Cervantes. Durrell es consciente de lo mucho que va a exigir de sus lectores, de ahí que, en el desenlace, se sienta tentado a tratar de hace un corto précis: a la novela. Para hacerlo lo suficientemente comprensible para los críticos literarios. Pero no puedo. No tengo la menor idea de qué diablos quiere decir todo esto. Lo mismo que no sé “explicar” el nuevo mito que, indudablemente estoy a punto de crear, o el águila doble, o el símbolo del pez. Simplemente he reunido los trozos y se los he ofrecido a ustedes en una fuente: queda para los demás decidir en qué fecha tuvo lugar la explosión. Es decir, que, como quiere la última tendencia de la crítica literaria, Durrell transfiere al lector la responsabilidad de elaborar, desde su lectura, el sentido definitivo de la obra, lo que dota a la ¿novela? de una sorprendente actualidad.
          Parte esencial de la obra es la perspectiva clásica desde la que está escrita, y hemos de entender aquí por clásica, la generosa y fértil tradición grecolatina –pero también hindú, tibetana, nórdica, sudamericana, etc.– desde la que escribe quien acaba pidiendo disculpas, tras el desconcertante guiso narrativo que nos ha ofrecido:   Perdonen la arrogancia. No soy ni siquiera bachiller. Simplemente un hijo bastardo de las humanidades. ¡Y nuestros indignados protestando contra las tasas universitarias! ¡Como si en la vetusta institución se hallara la vida o nuestro destino!
     Acabo. Propio de la perspectiva transcultural desde la que escribe Durrell, como ciudadano del mundo que fue, es el fuerte acento visionario que tiene la novela, del que se contagia la prosa hasta convertirse en un revulsivo para el lector, a quien obliga a posicionarse frente al discurso apocalíptico del autor. Ignoro si Durrell en 1937, cuando está en plena redacción de la novela, llego a leer algunos poemas de Poeta en Nueva York, de Lorca, cuya primera edición, algo chapucera, no vería la luz hasta 1943, de mano de José Bergamín, en la Editorial Séneca, en México; pero es evidente que esa atmósfera de época también él supo captarla, y para muestra este botón:

               Las formas mueren, se hacen anticuadas, caen. Todos, salvo el anticuario, tienen miedo. El hombre ilustrado se ha convertido en un enigma, bisexuado, neutro, con el instrumental de un crítico literario. Todo deriva en el Sargazo del progreso, envuelto y enroscado en vegetación, enredado en las aletas de los peces, biblias y asientos de inodoros, poleas y turbinas, aros y paletas. En la abadía aún están marcando los lugares en los libros de himnos, sin saber que mañana nos habremos olvidado de leer; en los hospitales los fórceps están mordiendo las suturas del niño; en los periódicos dominicales los grandes hombres de hacen retromeantes, orinando hacia atrás en la boca del público y hablando de la formal belleza subsistente en la tradición. En Londres están bailando alrededor de Walpole, los poetas de Faber marcan su horario y salen al milenio con una serie de elegantes bengalas, las lesbianas se onanizan con trocos de manteca de esperma y el ruido de las hachas es ahogado por el nervioso orgasmo de un millón de mujeres novelistas. En Roma el nuncio notifica que podrá utilizarse la lapicera fuente en aquellos casos en que el pene no dé resultado. En Calcuta la inundación trágica vagabundea con migajas en los ojos tocando lo intocable y comiendo lo incomible. En el gheto las calles están llenas de jugo y el pavimento resbaloso con ojos de pescados. En Lisboa hay mujeres incansables, acostadas, con las piernas aparte, mirando al expreso que se lanza hacia ellas sobre los rieles. En Islandia, Erico el Rojo parte por última vez con s carga de pieles, trigo, piezas de ajedrez, sidra y grasa de foca. Todo está siendo arrastrado por una locura nunca vista. Hasta los mimos herejes se asombran: construyen para sí arcas con la resaca de la imaginación y cuelgan sus entrañas como velas; tratan de escapar, eligiendo lo frugal antes que favorecer el fermento aquí, donde la vida burbujea con la estupidez efervescente y rapsódica de la soda con el sifón, y los continentes caen, trozo a trozo, y el debilitado Jesús, Jesús, resuena por las ballenas góticas, el aullido de los Jonases queda afuera.(…) Sólo el mar chupa su tributo de botellas de sidra, colillas, sándwiches, periódicos y excremente. Y el roncar de los fieles es tan asesino como el metrónomo.

El cuaderno negro tiene ciertas irregularidades propias de las obras de juventud, pero ya me gustaría a mí leer la obra de un joven escritor español actual –indignado  o no– que fuera capaz de atornillar al lector a un mundo como el que Durrell nos ofrece, pero  mucho me temo que pocos son los llamados a recorrer el sendero que Durrell toma de Donne ( Hymn to God My God, In My Sickness):
Per fretum febris ¡a morir por estos estrechos! Muerte donde, como concluye el narrador: Nada me queda a mí, salvo las sordomudas sílabas de un lenguaje que aún no he aprendido.
Pues eso. Y discúlpeseme el epifonema.

sábado, 19 de mayo de 2012

Por atajos y de antojos...




Lúdica soledad



Las personas propensas a la soledad y al silencio (Los lectores avezados saben, sin necesidad de excursiones teóricas improcedentes, que ciertos discursos, como el presente son, también, silencio); los insulanos, decía,  somos amigos de ocupaciones raras, propias de mixtificadores como Silvestre Paradox, Pío Cid o Pierre Menard, y las más de las veces damos en extravagancias que no son sino una suerte de  digresiones de nuestra naturaleza, extravíos por atajos (y antojos) que nos llevan mucho más rápidamente de lo que incluso desearíamos, a ninguna parte, dondequiera que esta se halle. Lo único cierto es que allí donde esa ninguna parte se halle estaremos nosotros, rodeados de ausencia y acomodados en el mirador privilegiado desde donde se contempla cómo el resto de la inhumanidad se hunde en sus afanes, se ata a sus asuntos y se ahoga en sus quehaceres. Escribo en plural únicamente porque a los seres insociables, ariscos, megalómanos, egófilos y adictos al ingenio de quienes lo poseen y exhiben -¡imperecedero estímulo!- nos gusta la ficción de no ser únicos, sino miembros de  una inmensa minoría que, al modo de los masones antañones, es capaz de reconocerse, congeniar, confraternizar y sellar un vínculo de empático socorro mutuo indestructible.
Hecho el preámbulo de rigor, deambulo sin demora hacia mi propuesta. El coleccionismo es mal universal del que no me considero exento. Llevo tiempo dedicado a la colección de aforismos y a su estudio, y, con no poco atrevimiento, a su tímida creación. Uno de los rasgos específicos del aforismo es la autoría, esto es,  frente a la creación anónima del refranero, de los proverbios, el aforismo ha de ser engendrado por un autor o autora a quienes, presumiblemente deberíamos poder identificar, del mismo modo que podemos atribuir, a primera lectura, la paternidad de ciertos textos a autores fácilmente identificables como Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Goethe, Góngora, Camilo José Cela, Breton, García Márquez o Flaubert –dejo de lado, por supuesto, el problema de los epígonos, pues no son sino máscaras fraudulentas de los originales-. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando nos situamos ante una ristra de aforismos y hemos de emparentar cada uno de ellos con quien lo alumbró? ¿Atribuimos la paternidad de los mismos con la misma decisión que en los casos anteriores? Mi tesis es que la vocación secreta de los aforismos es el anonimato, y por ello, si mi teoría es correcta, nos ha de ser imposible, o casi, casar obras y autores con la exactitud de que podemos hacer gala en otros retos que tengan como objetivo los géneros tradicionales: la narrativa, la lírica y el teatro. Y ello porque, en los aforistas, el yo se difumina hasta borrarse ante el resplandor del hallazgo refulgente del ingenio: en-sí es una piedra preciosa, aerolito, monolito o cohete, tanto remonta...
Ahí está lanzado el reto para una tarde de domingo que se prevé lluviosa y algo fresca en las postrimerías de este mes de mayo barcelonés lleno de contrastes atmosféricos y feéricos. El próximo sábado, la solución. 

P.S. Si a algún miembro de la inmensa minoría le escuece su vanidad lectora y desea que le anticipe el resultado pueden pedírmelo vía correo electrónico, el de ver mi octavo de perfil. Contestaré con prontitud y agradecimiento.









1)    El hombre que habla como un libro es incapaz de hacer un libro que hable como un hombre.

2)    Leemos mal en el mundo y después decimos que nos engaña.


3)    Alguien dijo que la gloria no es otra cosa que la vanidad satisfecha.

4)    La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones.

5)    Azar es una palabra económica. Evita largas explicaciones.

6)    La terquedad acusa ignorancia.

7)    En el dominio de los sentimientos, lo real no se distingue de lo imaginario.

8)    La mejor declaración de amor es la que no se hace; el hombre que siente mucho, habla poco.

9)    Cuando un hombre pide justicia es que quiere que le den la razón.

10) Por la calle del ya voy se va a la casa del nunca.

11) Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.

12) Un hombre solo está siempre en mala compañía.

13) Las costumbres son la hipocresía de las naciones.

14) Dos son siempre tres: tú y yo y nosotros.

15) Estudiar sin pensar es inútil. Pensar sin estudiar es peligroso.

16) No tratéis de guiar al que pretende elegir por sí mismo su propio camino.

17) En este mundo, para conservar amigos, es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.

18)  La resignación es un suicidio cotidiano.

19). Después de todo, ¿qué es la mentira sino una verdad inventada?

20) Oculta tu vida.

21)  Ciertamente el hombre es como un vado; recela la gente de él antes de haberlo pasado.

22)  Quien no sabe saber, no sabe.

23)       El olfato es una vista rara.

24)       Todo lo que uno ha olvidado pide socorro a gritos en el sueño.

25)      Jamás un hombre sabio deseó rejuvenecer.

26)      En vano llama a las puertas de la poesía quien está en sus cabales.

27)      Realmente hay muchísima gente que lee solo para no tener que pensar.

28) No es lo mismo servicial que servicioso.

29)      Fotografía: ¡la verdad revelada!

30)      La tierra entera es patria para todo hombre sensato.

31)      La delicadeza es la mano derecha de la inteligencia.

32)      ¿Quién escucha disculpas cuando puede oír acciones?

33)      La verdad se parece mucho a la falta de imaginación.

34)      En lo borrado se conoce lo que se piensa; que quien no piensa no borra.



Adolfo Bioy Casares; André Gide; Ángel González; Balzac; Byron; Canetti; Cervantes; Confucio; Chamfort; E. Jardiel Poncela; Epicuro; Fernando Pessoa; Jonathan Swift; José Bergamín; José Luis Coll; Juan de Zabaleta; Juan Luis Vives; Juan Ramón Jiménez; *Lichtenberg (2); Lope de Vega; Mariano José de Larra; Menandro; Miguel de Unamuno; Nabokov; Pascal; Paul  Valéry; *Platón (2); R. Tagore; Santiago Rusiñol; Sem Tob; Shakespeare; Sófocles.



*A estos dos autores les pertenecen dos aforismos a cada uno.


sábado, 12 de mayo de 2012

Los arrabales del saber

                                                             

La tentación de la miscelánea: acampada a pie de página

           Cada cual se construye su canon, como bien lo ha predicado Bloom, por más que los propensos a la canonicidad suelan compartir, todos ellos, el tic autoritario de imponértelo con calzador, te respeten o no los juanetes de tus andanzas lectoras. Y esa es polémica muy de eruditos y graciosa de observar desde la barrera protectora del pelo de la dehesa. Piénsese que los alcornoques desencajados, pero no desarraigados, producimos bellotas, el fruto exquisito par excellence de la Edad de Oro, como bien degustaron D. Quijote y Sancho y le sirvió de pie al primero para su famoso discurso. Hay quienes leen como “por escalafón”, con servil ánimo nutritivo de cabo furriel, y piensan que “han” de leer ciertas obras inexcusablemente, pues de ese cumplimiento jerárquico se derivará el inconfundible aire de superioridad de quien “sabe”, de quien está “en la pomada”, de quien custodia el gran secreto de la revelación de los inmortales. Y hay quienes creen que han de escribir, con pomada o sin pomada antiinflamatoria para la artritis de los nudillos, y que, puestos a leer, se vuelven muy a menudo forajidos del canon y sientan su reales pacíficos en el mejor de los locus amoenus: la nota a pie de página. Tiene su historia, por supuesto: http://www.amazon.es/The-Footnote-A-Curious-History/dp/0674307607,  aunque se iniciaron en el mundo de la edición en ubicación lateral, como las glosas silenses, por ejemplo, pero yo quiero traer alguno de sus frutos, dorados  limones recogidos del fondo de la fuente, para solaz y recreo de los lectores no canónicos.    
         Avanzo que la afición es viciosa y que incluso da frutos académicos no bordes, como el  GLOSARIO DE VOCES ANOTADAS en los 100 primeros volúmenes de Clásicos Castalia, de apasionante lectura. El vicio consiste en abrir volúmenes para leer exclusivamente las notas a pie de página, marginando por completo el texto al que estas remiten. Se trata, lo reconozco de lecturas salvajes, un poco al modo de aquellos psicoanalistas berlineses que ejercían sin haber sido autorizados para ello por el Instituto Psicoanalítico de Berlín, representantes oficiales de la escuela freudiana. Libros como Segunda Parte del Lazarillo o Segunda Celestina, amén de otros como El pasajero, de Suárez de Figueroa y Día de fiesta por la tarde, de Juan de Zabaleta –cuyos Errores celebrados de la Antigüedad es de las lecturas más amenas que hayan caído jamás en mis manos– me han deparado más placer en la relectura exclusiva y continuada de sus notas a pie de página que la propia de los textos.      
         En la jaima levantada en los reales de la lectura de estas notas puede uno descubrir que Hucbaldo fue quien llevó el juego pangramático a su perfección en la égloga sobre la calvicie dedicada a Carlos el Calvo: la friolera de 146 versos cada una de cuyas palabras comienza por la letra c. Que las moras deben su color oscuro a la sangre de Píramo. Que el color solferino, poco usado, afortunadamente, debe su nombre al color rojo oscuro que teñía la tierra tras la famosa batalla de Solferino, cuyas secuelas conoció de primera y horrorizada mano quien después fue el creador de la Cruz Roja internacional: Henry Dunant. Que los afrikaaners llamaban a los negros “hotnot”, drástica reducción de hotentote. Que Walter Benjamin recoge la historia del rey egipcio Sammenito,  “expuesto”, en procesión ciudadana, por Cambises a la vergüenza pública, vestido con un saco. Que el lema de Nietzsche, (Nitimur in vetitum (nos lanzamos a lo prohibido’), lo toma del libro de Ovidio, Amores, donde, completo, dice así: Nitimur in vetitum Semper cupimusque negata; sic interdictis imminet aeger aquis (‘Nos lanzamos siempre hacia lo prohibido y deseamos lo que se nos niega; así el enfermo acecha las aguas prohibidas’) et sic de caeteris.
              Aunque se trata de una evidente perversión de la lectura –conviene reconocer públicamente nuestras ‘desviaciones’–, resulta reconfortante no saberse solo en el ejercicio la misma. Compañero de tan digresiva afición, si bien a siglos de distancia, es Lichtenberg, de quien se hacen buenas lenguas todos los pomaderos y cuyos Aforismos –nombre que no le puso él a su obra, por cierto, sino los diversos editores –hermano e hijos del escritor– que las publicaron póstumamente – [Ejercitémonos: en inglés mantienen la ‘h’ en posthumous, y nosotros, que la mantenemos de forma tan asilvestrada, al decir de García Márquez, en multitud de palabras que perfectamente se entenderían sin ella, como la propia ‘omne’ medieval, la quitamos, impidiendo así que a simple vista nos percatemos de que ese humus tiene arraigada relación con ‘inhumar’ y ‘exhumar’]– son, sin duda, el paradigma de esta desviación que me honro en compartir con él, en quien leí que Homo pollice truncato llamaban los romanos al que se cortaba el pulgar de la mano derecha para salvarse del reclutamiento – yo me corté la visión, aumentando las dioptrías para obtener el mismo resultado–, que así quedaba incapacitado para realizar trabajos. De ahí la palabra francesa poltrón y que En la edición Schreveliana de Cicerón (Basilea 1687), la ornamentación de la letra S, con la que empieza el primer ibro del De inventione rhetórica, representa un genio que está defecando.
             No multiplicaré las pruebas inequívocas de mi vicio, por no fatigar a los lectores y para “matar la marioneta”, que es como llamaba Monsieur Teste al ahorro de la gesticulación en las conversaciones, porque esta miscelánea –un género barroquísimo, por cierto– tiene algo de esos visajes, aspavientos y cirigañas propios de los charlatanes que se prodigan hasta el aburrimiento. No me despediré, sin embargo, sin recomendar un cuento de Clarín, Un jornalero, en el que se hace una encendida defensa del trabajo erudito, apreciado por los escasos buenos lectores e ignorado por la mayoría, sin el cual no solo no podría ser yo el vicioso que soy, sino que ni siquiera tendríamos textos fiables que llevarnos a los ojos.