viernes, 25 de agosto de 2006

6 de diciembre de 2...

Una figuración pesadillesca se me ha atragantado como el pescado al bufón del visir en una de las expectantes noches orientales: ¡ellos, ay, tienen razón! Un poco más y me quedo en el sitio, no ya de un aire, sino propiamente traspuesto, ¡traspapelado!
He pasado revista a mis ficciones y, bajo la influencia de la fortísima impresión que me ha producido esa imaginación aleve, cruel, inmisericorde, las he visto desustanciadas, como los caldos desengrasados para los hospitalizados; anodinas -¡ah, palabra cruel entre las crueles, lápida toneládica, espesísima niebla helada!-; insignificantes... ¡Ni mías me parecían! Acostumbrado a verles todas las gracias, ¡no he soportado la contemplación de sus carencias, de sus defectos, de sus limitaciones, de sus errores, de sus desvíos, de sus fealdades, de sus necias vanidades, de sus abyecciones! He estado a punto de enviar incluso las entradas de este archivo a la papelera de reciclaje y, de ahí, ¡a la nada!, con un certero y apesadumbrado golpe de verduguíndice...
Aún no sé cómo he logrado sobreponerme a esa infición atosigante, a esa impresión deletérea, ¡a ese destino sombrío! ¡Ni quejarme podría!, tan demoledor fue el impacto de esa figuración aciaga. Los genios sólo solemos dudar de nosotros mismos como parte del juego perverso de la puesta en escena de nuestra grandeza: necesitamos una compensación sombría para equilibrar el exceso de fulguración que dimana de nuestras pompas y nuestras obras. Aun así, me he excedido. Está claro: me ha cegado el exceso de obscuridad –sic, sí, à l’ancienne-.
Les he cedido la razón a los miopes y así me luce el pelo. ¡A mí, nictálope y noctívago confeso! Una cosa es moverme a mis anchas en la noche oscura del alma y otra muy distinta que me caiga encima una ciénaga de sombras. No estoy dispuesto a transigir con esa ficción inmisericorde. ¡Nunca tendrán razón, esos juntacadáveres iletrados, frente al misterio genésico de mis ficciones! ¡Si me pudiera reír post mórtem! Seguro que lo acabaré haciendo. ¡Menudo soy yo! Bien chico, la verdad. Apenas un mierda. ¡Puro estiércol! ¡Bendito fiemo! Cada vez me siento más hermanado con Violette Leduc. Somos, en efecto, en defecto, almas gemelas. Y quien no haya leído La bastarda, eso que se pierde: cirugía mayor del alma.