viernes, 24 de febrero de 2006

12 de setiembre de 2...
No debería dejarme tentar por ninguna historia. Ni siquiera por la que se presenta con la banda sonora de la gloria. No, al menos, mientras dure este desahogo catártico, aunque mucho me temo que va a ser imposible. En el fondo sé que estoy cumpliendo con la aspiración máxima de cualquier escritor que se precie, es decir, al que los editores desprecian: ser fiel a sí mismo, aun sacrificándose en el altar de la conmiseración ajena.
¡Que se traguen su solemnidad de mercachifles de la pseudocultura! ¡Qué coño editores! ¡Ajustadores de balances, todo lo más! ¡Qué sabran de narraciones, los falsos contables! Envarados y trascendidos van por la vida los impostores...
Mentira me parece que haya perdido el culo –y un tercio de mi mísero sueldo con tantas copias y encuadernaciones- buscando su favor. Juan de Zabaleta decía que es de cocineros andarse tras el gusto de los demás... Y se ve que tienen los tales, es decir, los no tales, el estómago delicado, hecho a los efluvios inaprehensibles, de puro sutil, de la cocina moderna....; no a un buen guiso de toma pan y moja, reconstituyente. ¡Allá ellos con sus sirles inodoras o sus falsos amigos “constipados”!

sábado, 11 de febrero de 2006

27 de agosto de 2...
Me fue imposible continuar: al llegar a mí mismo el ordenador se me detuvo en seco, como si me quisiera evitar el chorreo que se avecinaba, ¡caritativo él! Pero aquí estoy, ahora, dispuesto a reconocer esa verdad palmaria: la literatura deprava, no ennoblece; condena, no salva. De mí ha hecho un ser huidizo, asocial, bárbaro, inmisericorde... Misántropo, en resumidas cuentas.
Un escritor ha de ser así, sin embargo: el ombligo del mundo. Por ahí quiere atacarme quien fui para lanzarme a la aventura exterior, para hacerme rodar hacia los tropezones, hacia los picatostes del puré de la realidad. Me resistiré. Yo estoy aquí para algo muy diferente: independizarme de la ambición, de la vanidad y del orgullo. Tengo de todo, y hasta la saciedad, pero no voy a alimentarlo. Bastante tengo con mi maldición, mi bendita –es decir, bien dicha- maldición: que a nadie le interese cuanto escribo, que nadie lea cuanto vomito.
Desabrido me siento, y sin arrimo, y sin abrigo. Solo. ¡Me es tan imposible la inhumana humildad de Juan de la Cruz! ¡Me es tan ajena la voluntad indesmayable de su hermana Teresa! Sé que todo cuanto escribo es digno de ser leído, hasta cuando me equivoco, como ahora, que, entre denuesto y vituperio, apenas construyo el malencarado perfil de un esputo avinagrado y violento. Es lo que hay. Es lo que soy.

miércoles, 1 de febrero de 2006

15 de agosto de 2...

¿Quién dijo que la literatura salvaba, o que ennoblecía?
¿Matas? ¡Y una mierda!
La literatura es una depravación constante. Y te convierte en un inmoral de la más baja estofa: ¡estofado de la vanidad del mal y la autocompasión disfrazada de autocrítica insincera!
Mediada la canícula, con una humedad que amenaza con devenir un cortocircuito al filtrarse el sudor por entre las teclas, ¿hay alguien capaz de arrojarse el más tímido de los insultos o los halagos, si ambos no son una y la misma cosa?
Una constatación: la literatura me ha echado a perder; me ha convertido en un paria semiilustrado o ilusoustrado, en un rufián sensibilísimo, en un déspota cortés. Y solo a medias me arrepiento. He sacado lo peor de mí mismo. ¿O sólo lo único de mí mismo?