viernes, 5 de abril de 2024

«Moralistas franceses (De La Rochefoucauld a Joubert)», de Luis Valdesueiro.

 

                                                       

Del silencio propio al homenaje ajeno o la lucidez del antólogo.

 

          Ya está a la venta en Amazon, único sitio donde puede adquirirse, esta antología de aforistas franceses, traducidos por el autor, en la que se repasa, de modo cronológico, la obra y la impronta que en el género han dejado autores tan significativos como los aquí reunidos. El autor ha escogido un concepto, «moralistas» que supone ya una decidida opción interpretativa de las obras de estos siete autores, abordándolas por el lado de la vieja prosa didascálica, aquella que instruía y deleitaba, al decir de Horacio, el clásico prodesse et delectare.

A cada ramillete de aforismos precede una introducción al autor en la que Valdesueiro, más allá de los sucintos datos biográficos, nos ofrece una visión sintética de la importancia del autor dentro del género. Aunque él otorga la paternidad del género al iniciador de la tradición en Francia, La Rochefoucauld, lo cierto es que se trata de un género antiquísimo que bien podemos retrotraer a las literaturas egipcia y griega, así como a las semíticas, como los abundantes libros de proverbios morales de la Biblia, por ejemplo. En España, sin ir más lejos, los famosos Proverbios de Sem Tob de Carrión (c. 1290 – c. 1369), editados magnífica y luminosamente por Agustín García Calvo, nos hablan de una práctica que merece para el género aforístico un reconocimiento académico preceptivo del que aún no goza.

Como aforista superdotado y feraz, que nunca ha dejado de cultivar el género desde su irrupción con el celebrado Lucidario [en Poesía por ejemplo], de 1997, única aparición literaria del autor hasta el presente, excepto por su libro de poemas Cuaderno de sombras [en Huerga & Fierro] de 2001 y su presencia en varias antologías de aforistas contemporáneos, Valdesueiro sale de su silencio, sin embargo, no con una obra propia, ¡para cuándo…!, sino con un homenaje a otros autores, franceses en este caso, a los que lee y traduce con frecuencia; del mismo modo que ha traducido Un tal Pluma, de Michaux o la Anábasis de Saint-John Perse, inéditos, como casi todo lo suyo. Confiemos en que, a partir de ahora, su mirada se dirija a lo propio, para deleite de quienes ya disfrutamos de su Lucidario y salga de sus íntimas galerías: EL TOPO horada la tierra. Vive en un mundo de sombras, en un mundo a espaldas del mundo. Para él no hay más realidad que aquello con lo que topa. Incapaz de ver, como ordena la tradición , no imagina que encima de angostas galerías la vida brilla, fluye como un río. Idolatra la soledad con fervor; recela de la vida con pasión [Lucidario]. Quizás nos sorprenda con alguna de sus otras facetas creadoras: la narración y la fotografía, por ejemplo…

          Máximas llama La Rochefoucauld a sus aforismos, de modo genérico, aún con el eco de las sentencias y los adagios en su memoria, pero su papel capital en el género es singularizarlas moralmente o, como se le presenta en la introducción: Las Máximas no aspiran a ser un libro de dirección de los espíritus: no señalan un camino, explora las sinuosidades del alma humana.

          Da más vergüenza desconfiar de los amigos que ser engañado por ellos. [84]

          La hipocresía es un homenaje que el vicio tributa a la virtud. [218]

          Como Pensamientos nos ha llegado una obra de Pascal que no escribió teniendo en cuenta el marco del género aforístico, sino como apuntes sobre los que habría de volver para obras, acaso, de mayor enjundia. Tras señalar Xavier Zubiri, citado por el antólogo, el carácter no solo fragmentario, sino indeterminado, de estos pensamientos, añade con agudeza: «En rigor, pues, lo opuesto a un aforismo». Los Pensamientos, al decir de Unamuno, también recogido por el antólogo, «…no nos invita a estudiar una filosofía, sino a conocer a un hombre».

          La razón nos manda mucho más imperiosamente que un amo, pues desobedeciendo a este se es desdichado, y desobedeciendo a aquella se es un necio.

          Los hombres son tan necesariamente locos que sería estar loco, con otra clase de locura, el no estar loco.

          Máximas y Caracteres son denominados los aforismos de otro gran moralista como La Bruyère, quien toma como motivo la obra de Teofrasto, Los caracteres, que traduce, para escribir él los suyos propios con notable agudeza y fino humor, porque, al decir del antólogo: La Bruyère es un agudo observador de la realidad, un hombre que depura lo que ve y descubre relaciones ocultas tras el hilo sutil que separa causas y efectos.

          Hay que reír antes de ser feliz, por temor a morir sin haber reído.

          El adulador no tiene muy buena opinión de sí mismo ni de los demás.

          Reflexiones y Máximas, se llaman los aforismos de Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, título por el que se le conoce literariamente. De él, y con carácter extensivo a sus compañeros de antología, nos dice el antólogo: Los moralistas escrutan al hombre y sus costumbres. Pequeños filósofos, no elaboran teorías, sino apuntes del natural. Asedian las pasiones, las virtudes y los vicios. Son los furtivos del pensamiento. Menos sombrío que sus antecesores, Vauvenargues pone el sentimiento; y por encima de la reflexión, pone el corazón.

          Lo que llamamos un pensamiento brillante no es, frecuentemente, sino una expresión capciosa que, con ayuda de una pizca de verdad, nos impone un error que nos asombra.

          Es falso que la igualdad sea una ley de la naturaleza. La naturaleza no ha hecho nada igual. Su ley suprema es la subordinación y la dependencia.

          Máximas, Pensamientos, Caracteres y Anécdotas, figuran en la antología póstuma de Sebastien-Roch-Nicholas, conocido literariamente como Chamfort, que publicó su amigo Pierre Louis Guinguené después de su muerte, tras un intento de suicidio de cuyas heridas no pudo recuperarse. Hijo de la Revolución, fue engullido por ella. Su obra manifiesta lo que bien ha visto Valdesueiro en él: Máximas nerviosas, inquietas, eléctricas: radiografía de un hombre vencido por la amargura, dominado por la rabia, hundido en la desesperanza.

          Es muy deseable la pereza de un malvado y el silencio de un tonto.

          No se es un hombre de talento por tener muchas ideas, lo mismo que no se es un buen general por tener muchos soldados.

          La naturaleza nunca me dijo: «No seas pobre»; y menos aún: «Sé rico»; pero me grita: «Sé independiente».

          Pensamientos son, también los de Antoine de Rivarol, caballero De Parcieux y, más tarde, conde de Rivarol, un antirrevolucionario que recuerda notablemente al protagonista de Las ilusiones perdidas, de Balzac. Sus aforismos también se publicaron póstumamente.

          Hay que hacer lo que podamos, lo que debamos y lo que conviene.

Hay algo más elevado que el orgullo: la modestia; y algo más aún que la modestia, la sencillez.

Pensamientos y Máximas, finalmente, acogen los aforismos de Joseph Joubert, acaso los más próximos a nuestra concepción moderna del aforismo y, por tanto, más alejada de los otros moralistas con quienes comparte volumen. A diferencia del «discurso» de otros, la búsqueda de la concisión fue su ideal y su tormento: «Si hay un hombre atormentado por la maldita ambición de meter todo un libro en una página, toda una página en una frase, y esa frase en una palabra, ese soy yo».

La verdad se parece al cielo, y la opinión a las nubes.

En ninguna parte se encuentra poesía si uno no la lleva consigo.

         

         

jueves, 4 de abril de 2024

«El juicio del Dr. Johnson», de G.K. Chesterton, una rareza política.

 


La política y el sentido común frente a frente: un momento de la historia inglesa tratado con la doble ironía magistral de Johnson y Chesterton.

 

          Benditas sean las editoriales minúsculas que se preocupan por hacernos llegar novedades tan singulares como la que Sexto Piso me ha puesto en las manos: El juicio del Dr. Johnson, una obra de teatro, imagino que bastante desconocida, de un escritor tan leído, como G.K. Chesterton, un clásico con obras como El hombre que fue jueves, de urgente lectura para quien aún no haya tenido la oportunidad de hacerlo. Como lector apasionado de la monumental biografía de Boswell sobre el Dr. Johnson, y como diletante traductor de alguna de sus publicaciones periódicas aún inéditas en España, en cuanto supe de la traducción de esta obra de teatro perdí el resuello por hacerme con un ejemplar. ¡Y a fe que no corría equivocado!, porque la obrita es un gozo continuo a lo largo de sus cortos tres actos, en los que se representa un choque intelectual, ideológico, político y de costumbres que no puede dejar indiferente a ningún lector apasionado por la vida, por el pensamiento y por la política. Es cierto que la época en que se sitúa la acción, hacia 1778, cuando Francia se declara enemiga de Inglaterra al apoyar a las colonias americanas en su lucha de independencia contra los ingleses, no es de dominio común, pero una búsqueda rápida de las vidas, obras y milagros de los personajes reales que  aparecen en escena nos permiten obtener el contexto adecuado para entender lo que se dirime en la obra y el alcance de algunas cuestiones que llegan a nuestras días, como el alegato final de Johnson contra la feliz Arcadia democrática universal soñada por el patriota americano que desembarca en Inglaterra como espía para conocer de primera mano la atmósfera popular y política que se respira en el país respecto de la independencia de las colonias norteamericanas. El matrimonio Swift desembarca en las islas escocesas, donde coinciden casualmente con un visitante ilustre de aquellos territorios, el Dr. Johnson, a quien acompaña su inseparable Boswell. 

          Desde el comienzo, la presencia del ingenio va a ser una constante en el desarrollo de la acción, y una señal inequívoca del propio genio literario del autor, Chesterton. Los aldeanos escoceses que los reciben con amabilidad, le parecen a John Swift auténticos bárbaros y, ante los reproches de su mujer, quien elogia lo hospitalarios que son, no tarda en aparecer ese humor tan británico del que disfrutaremos a lo largo de los tres actos de la obra: En cuanto a hospitalidad, no hay hombres más puntillosa y cortésmente hospitalarios que los caníbales. Tengo entendido que a un huésped siempre se le invita a un banquete de Estado, aun cuando en algún momento vaya a descubrir que el quinto plato que va a degustar es un íntimo amigo suyo.

          Swift y Johnson no tardan en trabar combate, a propósito de la necesidad que tienen los pueblos de rebelarse contra la tiranía de sus malos gobernante. Como Johnson lo imagina oriundo de Irlanda, adopta una posición que sorprende en un inglés al uso, pero no en él: Su pueblo padece un injustísimo sistema, la opresión de la inmensa mayoría por parte de una minoría muy reducida. Nada de cuanto hizo pasar Nerón a los primeros cristianos fue peor de lo que ha hecho pasar Inglaterra a Irlanda. Pero al enterarse de que su interlocutor es originario de Virginia, América, cambia de opinión: Usted los aplica [los argumentos de Johnson a favor de las rebelión] a una caterva de malandrines que se prevalen de los negros y que ni siquiera se dan cuenta de cuándo están todo lo bien que se puede estar., Solicita usted mis simpatías por el ultraje gratuito de una rebelión

          No hay momento de descanso para exhibir el lucimiento del ingenio. Picado por el descrédito de Johnson de la rebelión americana, Swift insiste en que ya son una nación de hecho y que incluso tienen su propia bandera, que saca de sus pertenencias para exhibirla ante Johnson:

Johnson: ¡Estrellas! Desde luego, señor mío, las estrellas parecen lo más adecuado para los conspiradores.

Swift: ¿Qué insinúa?

Johnson: Lo digo porque las estrellas solo salen de noche.

          En el segundo acto estamos ya en Londres, a punto de iniciarse una reunión social para la que John Swift no acaba de prepararse, a pesar de las urgencias de su mujer. Esta, en el primer acto, ya dejó bien claro que no acompañaba a su marido a instancias de este, sino de su propia determinación de compartir con él todos los peligros de su peligriosa misión, máxime tras la enemistad bélica entre Francia e Inglaterra. Esa será la amenaza que se cernirá sobre el matrimonio, porque, a pesar de que su relato «oficial» dicta que acaban de regresar de Francia, un miembro de la milicia que asistirá a la reunión, el capitán Draper —un nombre que acaso evoca para Chesterton la figura de William Draper, conquistador de Manila y de Menorca, y quien se casó en Nueva York, donde esperó, en vano, ser nombrado Gobernador— inquirirá sobre la presencia de los Swift en Escocia. La presencia de John  Wilkes, una rara avis en el panorama político inglés, autor de una parodia sobre el Essay on man de Pope, que fue tildado poco menos que de pornográfico en sus días y hubo de padecer persecución por ello, sube inmediatamente el nivel de la reunión. Wilkes se presenta ante la mujer de Swuift con un retrato que hace honor a lo que fue su vida: Así es la vida: estar solo, ser uno contra el mundo, depender solo del propio ingenio, del valor propio, y saber siempre qué se ha de hacer. Wilkes será importante en el ttranscurso de la obra no solo por sus juicios y opiniones, sino porque se presenta en la casa como candidato a recibir los favores de la esposa de Swift, quien, a su vez, tiene relaciones ideológicas y galantes con la marquesa de Montmarat —aclaremos que «Montmarat» fue el nombre popular que recibió el barrio de Montmartre tras el asesinato de Jean-Paul Marat a manos de Chatrlotte Corday—, una aristócrata liberal ganada para la causa de la Revolución y defensora, por supuesto, de la independencia de las colonias americanas de Inglaterra. Ese asedio galante, rechazado al principio por Mary, lleva a los dos «juanes»  a un duelo que han de interrumpir por la llegada de la marquesa y por la del resto de invitados. Desde la llegada de la marquesa, vamos a asistir a un floreo dialéctico que hará las delicias de los aficionados a un tipo de teatro que recuerda mucho al de Oscar Wilde. Y constatada tal semejanza, enseguida me pregunto por qué no se habrá representado esta obra que tiene todos los ingredientes para seducir a un público, cada vez más numeroso, amante de las florituras dialécticas y los buenos diálogos. Si sumamos a los participantes la figura de Edmund Burke, un campeón del liberalismo que fue derivando hacia el conservadurismo tras su oposición a las barbaridades objetivas de la Revolución Francesa, como dejó escrito en su obra histórica Reflexiones sobre la Revolución Francesa, nos encontramos con «perlas» como la de este intercambio de juicios entre él y la marquesa:

Marquesa: Francia está repleta de principios republicanos y de prácticas aristocráticas y monárquicas. Tan hartos estamos de ser damas y caballeros que hemos probado a vestirnos de pastores y pastoras, y ahora tan desesperados estamos que incluso tratamos de obrar como seres humanos.

Burke: En mis lecturas de historias siempre he encontrado dos cosas que han pisoteado la libertad: un rey y una multitud. Solo ha existido un ambiente, a la vez generoso y moderado, a la vez flexible y seguro, en el que la libertad de expresión y de pensamiento hayan florecido y prosperado: el ambiente de una nobleza liberal e ilustrada.

          Cuando la reunión acaba, tras la acción benefactora de Wilkes, quien disipa de la mente de Draper que el encuentro de Johnson con Swift haya tenido lugar, como confesó Boswell (El señor Boswell es ciego a todo y a todos, salvo al doctor Johnson. Los demás le parecemos meras sombras que forman parte de un trasfondo indistinto), este está dispuesto a reanudar su duelo de honor con Swift, pero este renuncia, reconociéndole que le ha salvado la vida y su misión.

          El tercer acto, mediante una intervención «providencial» de Johnson, desenlaza la trama para satisfacción, acaso, de los lectores más conservadores, pero mejor que estos lean el desenlace y saquen sus propias conclusiones. En la medida en que el personaje protagonista parece que sea el Dr. Johnson, lo cual no es cierto, porque es una obra coral en la que todos los participantes, salvo los meramente instrumentales, Draper, el propio Boswell, etc. tienen una notable participación, era inevitable que, en una obra política en la que se apela, frente al interés por los asuntos privados que pregona Johnson, a que este se preocupe por los asuntos políticos que afectan a toda la nación, que apareciera su famosa frase, como no podía ser de otro modo, si bien el propio autor ya deja claro, en la obra, que la aprovecha para una ficción y que fue muy otro el contexto en que el autor la expuso, pero, como decimos nosotros, aprovechando que el Pisuerga…  En general lo he encontrado [el patriotismo] destacado siempre en primer plano por alguien que necesita esconderse al fondo. Es mucho el patriotismo que he visto, y por lo general he descubierto que el patriotismo es el último refugio de un sinvergüenza. Una descalificación que parece formulada para ser aplicada en nuestro presente político de una década acá.

          No quiero terminar, sin embargo, esta breve reseña, sin destacar el impactante discurso final que no afecta al desenlace, sino a la contienda ideológica entre las arcadias democráticas que alumbrará el futuro tras la Revolución Francesa, según Swift, y el sano y acreditado escepticismo de un pensador perfectamente arraigado en la realidad: Solo le diré una cosa. Supongamos que han depuesto ustedes a todos los tiranos y que han creado sus repúblicas; supongamos que dentro de cien años la Tierra esté llena de parlamentos libres y de ciudadanos libres. A menudo me ha recordado usted que los reyes no son más que hombres. Supongamos que quienes esgrimen el poder son malos hombres. Supongamos que sus parlamentos sean tan impopulares como las monarquías, Supongamos que sus políticos sean más odiados que los reyes. Supongamos que retorna entonces la guerra, ese antiquísimo enemigo de la humanidad, y que despedaza el mundo y deja enigmas que tendrá que desentrañar una raza diezmada de demagogos y charlatanes. Si en ese día lejano se siente usted decepcionado y amargado, le pido una cosa. No se vuelva ese día contra el pueblo para maldecirlo, porque en sus caprichos de ustedes, en sus necedades, han querido pedirle más de lo que pueden dar los hombres. No sea como el pobre Gulliver de su gran homónimo, Jonathan Swift, que vio con claridad a dónde iba el mundo encaminado, y se volvió a los hombres y los llamó Yahoos. Cuando sus parlamentos se vuelvan corruptos y sus guerras sean más crueles, no sueñe con que puede generar un  Houyhnhnm como se cría un purasangre, ni concite tampoco monstruos venidos de la luna ni clame en su locura por algo que está más allá de donde alcanza la estatura del hombre. ¿Tendrá en ese día de absoluta desilusión la fuerza necesaria para decir que estos no son Yahoos, que son hombres, que son aquellos por quienes su Creador Omnipotente no desdeñó siquiera la muerte?

          Mira uno a su alrededor y comprueba en el acto la capacidad visionaria de quienes más se arraigan a lo real y dejan volar menos la imaginación. Mucho Johnson, don Samuel, en efecto. Y Chesterton, su profeta.

           

 

domingo, 31 de marzo de 2024

«Un mundo distópico», de Josep Oliver Alonso o un cambio de paradigma mundial.

 




La perplejidad máxima desde el determinismo cifrado de las relaciones económicas y sus derivaciones políticas desde el New Deal hasta el ocaso de la globalización neoliberal.

Si un eminente Doctor en Economía aplicada como Josep Oliver reivindica desde el comienzo de una obra «enciclopédica» como la presente que «la comprensión del mundo económico y social que nos rodea no se obtiene sin esfuerzo», ello nos indica que no estamos ante una obra económica más, sino ante un auténtico tratado de la especialidad que levanta, ante los ojos del atónito lector, sea profesional o lego, un panorama económico, político y social que nos permite comprender muy cabalmente lo que ha sido la evolución del mundo desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. Y tras esa sentida afirmación suya, intuyo yo, como atento lector de su magnífico libro, y conocedor de primera mano de su épica capacidad de trabajo, una reivindicación profesional del trabajo intelectual serio, riguroso, competente, con toda la exigencia a que las materias que trata obliga, porque un libro como Un mundo distópico es, propiamente, una herramienta imprescindible para comprender, desde el pasado, relativamente cercano, nuestro incierto y casi amedrentador presente, al que el autor no duda en calificar de «distópico», acaso pensando más en lo por venir que en nuestro estricto presente, si bien ya en él se observan los primeros e inquietantes signos de esa «distopía». Son tantos los datos rigurosos, las referencias académicas y culturales de todo tipo que maneja el autor, que, acaso sin tenerlo en mente como objetivo, ha construido una manual divulgativo importantísimo para la formación de los futuros economistas que ahora entran a las aulas de las universidades.

Mi lectura, la propia de un Artista desencajado, más atento a lo literario que a lo económico, e hija, pues, de no pocas limitaciones, se ha convertido en una aventura casi «novelesca», porque el personaje, la economía mundial, ha tenido una azarosa e impactante vida desde que acabara la Segunda Guerra Mundial, y los interesantísimos lances de esa «biografía» nos los cuenta el Doctor Oliver con la claridad de una mente analítica que, como los grandes narradores de historias, sabe cómo ir introduciendo los episodios, todos ellos basados en rigurosos datos históricos y económicos, para que el lector siga con verdadero interés el hilo de unos acontecimientos que, aun desde la macroeconomía, sabe que han afectado notablemente al desarrollo de todas las sociedades del mundo, por acción u omisión, porque la aventura del proyecto globalizador, en su versión neoliberal, constituye una narración ejemplar para comprender los desatinos a que ciertas derivas muy propias de las ambiciones humanas, y a menudo de su irracionalismo —y no precisamente el poético, sino el más chabacano del mezquino interés a cortísimo plazo—, nos han conducido.

Me temo que una reseña que incluyera las diez páginas de fragmentos subrayados del texto que acabo de mecanografiar no serían capaces de poner de relieve el generoso planteamiento del autor, quien ha dado un gran salto respecto de otros libros suyos, atentos a fenómenos económicos más locales o nacionales, como el estupendo y clarificador libro sobre nuestra gran crisis: La crisis económica en España, del cual caben en el presente no pocos hechos determinantes, relativos, sobre todo, a la dificilísima y aún incompleta creación de la Unión Europea, la imposible política, hasta el momento, y la económica hecha a trompicones que, de momento, nos han salvado de la Gran Crisis de la que habla el autor, aquella que resolvió Draghi con su famoso Whatever it takes, desde el BCE, pero que comienza a ofecer síntomas de agotamiento.

Lo bueno de este libro, para el intelector curioso y profano en la materia, son los constantes viajes que te obliga a hacer para «traducir» de forma inteligible referencias que en el autor operan como el conocimiento de los miembros de la propia familia:  la Mont Pelerin Society «fundada en 1947 por el filósofo Friedrich Hayek, a la que se adhirieron Karl Popper y futuros premios Nobel de Economía como Milton Friedman, Gary Becker, Vernon Smith o James Buchanan», que adquiere los tintes narrativos de una sociedad secreta dispuesta a luchar contra el caballeroso New Deal o los benefactores tipos impositivos postbélicos:  «Bajo las presidencias demócratas de Truman o Kennedy o las republicanas de Eisenhower o Nixon, el tipo marginal en el IRP en los EE.UU. (la porción de ingresos gravados por el último tramo del impuesto) superaba el 70%, una cifra que hoy se consideraría pura expropiación». Si a eso le sumamos, desde el punto de vista ideológico, la influencia de lo que Oliver califica como «posiciones ultraliberales o del anarquismo de derechas de los EE.UU., de la que fue un ejemplo relevante la escritora y filósofa Ayn Rand» quien, al parecer, ejerció gran influencia en una de las figuras capitales de este periodo analizado por el autor:  Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal desde 1987 hasta 2006, con cinco presidentes de diferente signo político, por cierto. Aún recuerdo lo mucho que me impresionaba, de Greenspan, cómo era capaz de ni siquiera abrir la boca si cualquiera frase por banal o circunstancial que fuera que saliera de su boca, podía convertirse en el famoso aleteo de la mariposa en las teorías del caos. Literariamente  me parecía un personaje fascinante.

Los acuerdos de Brenton Woods, en 1944, movidos por poner fin al proteccionismo,  crearon el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y fijaron el patrón oro y la convertibilidad de una onza de ora en 37 dólares, aparecen en el libro como otro de esos momentos culminantes de esta narrativa llena de decisiones que, aparentemente, parecen inexplicables, pero que son capaces de transformar la realidad toda del planeta. Una noticia de poco antes de sentarme a escribir estas líneas informaba de que la onza de oro que en 1944 costaba esos 35 dólares, cuesta hoy 2.239$: «En los primeros 70 llegó lo inevitable: el dólar dejó de ser convertible en oro y el castillo construido en Bretton Woods colapsó. La decisión de Nixon de suspender la convertibilidad del dólar el 15 de agosto de 1971 se tradujo en el abandono de las paridades fijas, dejando paso a una situación en la que las divisas, dependiendo de su demanda y oferta, modificaban su precio instantáneamente: el mundo de los tipos de cambio flotantes había llegado. Y lo hacía para quedarse». Progresivamente, la fisonomía de la economía iba a cambiar hacia una deriva especulativa que es la responsable, en buena medida de las crisis que ha sufrido el sistema. La nueva realidad del hot money, buscar la rentabilidad a corto plazo y entrar en un país para abandonarlo enseguida por otro donde conseguir mejor rentabilidad, hace aparecer en escena un nuevo concepto: el «riesgo-país», nuestras famosas «primas de riesgo», tan unidas a la tétrica amenaza de los hombres de negro de la UE…, de cuya decisiva importancia en la crisis griega todos tenemos memoria.

Como se advierte, la influencia de las decisiones políticas acaban teniendo un peso decisivo en el comportamiento de la economía, por más que esta, muy a menudo, logra imponerse por vía de los hechos. Y de ahí la tesis del libro, enunciada desde el comienzo para justificarla con la ordenada sucesión de datos de los que parecen no poder derivarse otras conclusiones que las desoladas expresadas por el autor: «El tenso clima que vivimos expresa modificaciones que remiten directamente a los peores impactos de la globalización neoliberal: desigualdad, ruptura parcial de la educación como ascensor social y/o dificultades de mejora en el mercado laboral e inmobiliario, unos efectos que todavía hoy continúan desplegándose. A ellos cabe sumar los operados las últimas dos décadas en las relaciones internacionales, la tecnología, el clima o la demografía». Tesis que el autor remacha con una valoración general de lo que ha significado el periodo 1945-2024: cuando afirma que ha quebrado «el contrato social implícito en el funcionamiento del capitalismo posterior a la II Guerra Mundial: aquel que postulaba que el esfuerzo individual se traduce en recompensa. […] El sueño meritocrático ha sido sustituido por una marcada desconsideración social, si no desprecio explícito, de trabajos absolutamente imprescindibles a pesar de su baja calificación (en sanidad, limpieza, cuidado de personas…), sin los cuales ninguna sociedad podría funcionar».

El Doctor Oliver nos habla, además, de una época que ha sido llevada al cine, porque nadie puede olvidar películas como Inside Job, de Charles Ferguson o Margin Call, de J.C,. Chandor, El capital, de Costa-Gavras o El lobo de Wall Street, de Scorsese o la tan reciente como cruda  99 Homes, de Ramin Bahrani. Y en eso pone el autor el énfasis, con su apabullante despliegue de datos que, a veces, parecen sacados de la economyfiction: «Hasta la moneda única, los elevados tipos de interés del sur obligaban a familias y empresas a demandar la menor financiación posible; unas cautelas que, a partir de la incorporación al euro, dinamitaron los bajos tipos de interés. El crédito a los hogares pasó de 175.000 millones de euros en 1998 (32% del PIB) a 819.000 millones en 2008 (74% del PIB)». Pero fue esa confianza la que dinamitó la famosa crisis de Lehman Brothers, con su quiebra en 2008, cuando autoridades políticas como Sarkozy abogaron ¡nada menos que por una refundación del capitalismo! No hubo tal, es cierto, y quizás por ello estamos como estamos. Recuérdese que en el 2000 estallo la burbuja de los valores puntocom. La Union Europea ha sido un proyecto que ha generado tantas esperanzas como incertidumbres, y estamos en una fase crítica en la que nos debatimos, a juicio del autor, entre soluciones globales o la atomización cuya senda inauguro la Gran Bretaña, aunque se trataba de una economía que nunca estuvo integrada en el euro, pero sí en los mecanismos económicos que afectaban a todos los Bancos Centrales de cada estado.

          Todos conocemos los vaivenes de la política económica europea y las grandes tensiones que subyacen en la creación de una unidad económica y política muy difícil de conseguir. Las tensiones entre la austeridad del norte y el relativo y alegre despilfarro del sur, la compleja ejecución de la solidaridad para mejorar el reparto de la riqueza, la ausencia  de instituciones esenciales para mejorar la calidad del gobierno europeo,  todo ello implica, visto desde nuestra perspectiva, una crisis seria de la globalización, porque a juicio del Doctor Oliver:  «De entre todos los elementos que están corroyendo el soporte social a la globalización la quiebra de la tradicional relación entre mejora del nivel educativo y ascensores laborales e inmobiliarios constituye, probablemente, el más sustancial. […] En España, los estudios disponibles desde hace décadas sugieren que en el entorno de un 36% de la población con estudios superiores está sobrecualificada y, en general, en la UE ese peso se sitúa por encima del 20%. La conexión entre mejora educativa y ascensores laboral e inmobiliario presenta evidentes fisuras: en la situación actual, el acceso a la formación superior no garantiza ni un empleo que permita ascender ocupacionalmente ni subir, o siquiera entrar, en la escalera de la promoción inmobiliaria. Lo anterior no es contradictorio con unas élites que suministran a sus hijos una formación alejada, por coste y nivel, al de la media de las familias. En una medida no menor, puede afirmarse que ha quebrado la meritocracia como idea cardinal de las sociedades occidentales; al romperse el vínculo, siquiera sea parcialmente, entre esfuerzo y resultados, aquella ha terminado circunscribiéndose a segmentos minoritarios de la sociedad, cumpliéndose la severa predicción del economista británico Michael Young (1963) que había acuñado el término: en su opinión, la meritocracia conduciría inexorablemente a la calamidad social». Y aquí aprovecho para incluir una cuña de agradecimiento al autor, no solo por las hermosas lecturas a que invita desde los epígrafes de cada uno de los capítulos, buena prueba de sus muy diversos intereses lectores, sino por referencias como esta del británico Michael Young, autor de la muy recomendable The Rise of The Meritocracy (1870-2033) una sátira de muy buen leer, aunque sus perspectivas distópicas tropiezan con una fecha 2033 que se le va a quedar corta, como se le quedó corta también a Orwell su 1984. En todo caso, se trata de una lectura que, so capa de buen humor, encubre un detallado análisis sociológico de la evolución de las condiciones del trabajo en Gran Bretaña.

          Ideológicamente deudor del pensamiento progresista, la presismista visión del autor no duda en criticar la evidente miopía de la izquierda gobernante ante fenómenos que acaso puedan acabar llevándose por delante los mejores deseos de un buenismo que no puede hacer frente al fracaso social, político y económico de la globalización neoliberal a cuyos estertores parece que estemos asistiendo. Las conclusiones de la rigurosa visión académica que el Doctor Oliver ha tratado en este Mundo distópico, con un subtítulo elocuente: Globalización, desigualdad, tecnología, clima, inmigración y envejecimiento,  se derivan de cuantos datos le han servido para describir concienzudamente este periodo histórico, pero no quiero cerrar esta invitación a su lectura sin recoger la sombría percepción del propio autor, escarmentado en mil batallas políticas y económicas: «El auge populista está directamente vinculado al rechazo, consciente o inconsciente, a una globalización percibida como injusta. […] Sería un error esperar que sin un proyecto político la UE pueda superar los retos que afrontamos. […] Falto de alma y tensión política, el proyecto común está políticamente paralizado: las próximas décadas no se espera un estado federal europeo, capaz de emitir deuda colectiva y transferir renta desde los más ricos y en mejor posición a los más pobres y peor situados. […]No se trata del final de nada, sino del nacimiento de un nuevo orden, más severo y menos amable, en el que emerge la amenaza de gobiernos cada vez menos liberales y más autoritarios. […] ¿Qué hacer? Sin generación de renta, cualquier política destinada a redistribuirla está condenada. […] Incrementar la productividad es, o debería ser,  el objetivo esencial de los que preconizan la mejora en la distribución. […] ¿Camino espinoso? Sin duda. ¿Desesperanzado? Quizás. Pero en la consideración de aspectos sociales, políticos y económicos, probablemente sea más adecuado practicar el pesimismo de la razón que el optimismo de la voluntad. Porque no existe un camino real al bienestar. Y hoy menos que ayer».

lunes, 18 de marzo de 2024

Isabel Quintanilla o el hiperrealismo de lo humilde.

 


El descubrimiento gozoso del vínculo íntimo con las cosas de que nos rodeamos. 


          Recién fallecido Miguel Martí, pintor tardío que tenía a Quintanilla en un altar, he recorrido la exposición individual que le dedica el Museo Thyssen a la pintora cuya obra se ha ido abriendo camino en el gusto de las gentes y de los críticos con una emoción muy particular. De hecho, me he sentido acompañado por él durante toda la visita, y ante no pocos lienzos he oído su voz pedagógica señalando ciertos detalles, el virtuosismo de la iluminación, el dominio de la puesta en escena de sus naturalezas muertas y la delicadeza con que Quintanilla ha sabido llenar de vida portentosa el reducto íntimo de un hogar dedicado al arte y convertido, por gracia de su inspiración, en motivo artístico de cuadros admirables. No salen personas en sus cuadros, salvo alguna excepción, como la presencia de su cuñado Antonio López junto a su marido, en un cuadro no demasiado relevante, si comparado con las obras maestras que hay en la exposición.  

Les deja a las cosas todo el protagonismo, pero estas nos interpelan con un poder que nos deja asombrados, no ya por ellas mismas, sino por la mirada que las ha elevado a la categoría de arte, como si de arte conceptual habláramos. No sé, en mi vasta ignorancia de casi todo, si Quintanilla pertenece, o no..., a la escuela hiperrealista, pero su capacidad realista, minuciosa y ejemplar, bien podría atestiguarlo. Qué intensa capacidad de atracción tienen esos cuadros en los que los objetos cotidianos asumen un protagonismo que usualmente no les concedemos, excepto que el trato diario con ellos nos lleven a considerarlos, como inconscientemente solemos hacer, parte esencial de nuestra propia vida. El correlato narrativo de estos cuadros de Quintanilla sería la novela Las cosas, de Georges Perec, pero el fílmico serían las bellísimas descripciones de Visconti y Ophüls, cuya sensibilidad pictórica está fuera de toda duda. De hecho, se me ocurre que, del mismo modo que hablamos de metaliterario para aquellos textos que tienen la literatura como objeto, la pintura de Quintanilla bien podría calificarse de «metarrealista», porque en ella parece que la realidad se vuelva hacia sí misma y, a través de ella, finísima observadora, nos entregue el corazón de su secreto.

          Quien visite esta exposición de Quintanilla no solo entra a conocer una «manera» pictórica, sino a la propia pintora, que abre de par en par su vida doméstica para hablarnos de toda la sensibilidad que puede emerger en el contacto con los objetos cotidianos, esas cosas que decía Unamuno que llamamos «nuestras» y que, sin embargo, acaban poseyéndonos. Algo así le ocurre a la autora, cuyo declaración de amor a esas cosas cotidianas viene a constituir una autobiografía. Espacios, exteriores e interiores, han moldeado una vida que ha querido rescatar toda la que, sin otro sentido que el de seguir estando vivos a su lado, se encarna en nuestros más humildes auxiliares: un vaso, un plato, un mantel, una ventana, un besugo, un búcaro, ¡una máquina de escribir!, heredada de su madre, modista, y en la que ella tantas horas ha pasado, al margen de los pinceles, ¡los jardines!, las tapias y la vegetación, las ventanas, las flores, llenas de vida o de muerte, los productos de limpieza, los de aseo, ¡los reflejos de la luz!, los transistores que acompañan las largas horas del trabajo, las estancias vacías, el teléfono, las sillas…, ¡las «dalinianas» granadas maduras!,  cuya versión le «arranqué» en un trueque por el texto de un programa de mano a mi querido Miguel Martí, inspiradas en estas de Quintanilla, pero desde otro planteamiento pictórico.


          Quintanilla acompañó a su marido a Roma, el tiempo que duró la beca que obtuvo, como escultor, y de aquel tiempo, tan fructífero para ella, regresó con una mirada impresionada por los frescos de Pompeya y con una pasión por los paisajes ciudadanos que comparte con su cuñado, Antonio López, el gran pintor  moderno de Madrid e intérprete genial de una obra de arte cinematográfica El sol del membrillo, de Víctor Erice. Quintanilla formó parte de una generación que coincidió en la exigente escuela de Bellas Artes de Madrid, una generación a la que se conoce como los «Realistas madrileños», y su vida estuvo en constante relación con el arte, aunque tuviera que trabajar como profesora de dibujo, porque era imposible, en la España de entonces, vivir solo del arte, y ello, probablemente, haya influido en la selección de su mundo pictórico.

          Aunque de una generación anterior a la mía, el mundo referencial de la vida doméstica de Quintanilla es el de las generaciones crecidas durante buena parte del franquismo, y de ahí la simpatía con que se contemplan esos cuadros llenos de referencias de la propia vida de cada cual, y entre ellas quizás destaca el uso de la vajilla Duralex, porque ¿qué casa había en la que no hubiera entrado esa vajilla? Pocos días antes había estado cenando en casa de mi amigo Joan Carles y algunas piezas de la vajilla eran precisamente las mismas que aparecen en los cuadros de Quintanilla. Si será así, la carga densa de la nostalgia, que en la tienda de recuerdos de la exposición se pueden comprar platos, vasos, jarras y fuentes de la citada marca.

    Pensando en esta invitación a visitar su exposición, fotografié algunas de sus obras, sin otro criterio que el de mi propio gusto particular, que puede o no coincidir con el de los demás, pero ya desde el autorretrato inicial, la ausencia de sofisticación, el amor a la sencillez del trazo sugerente y la simpatía que irradia la protagonista auguran un recorrido emocionante por una vida dedicada a reconstruir la emoción de la existencia a través de los objetos cotidianos en los que Quintanilla insufla una pasión contenida por el rigor formal del hiperrealismo con que anima en el lienzo lo que ven sus ojos: no hay utensilios humildes en el ámbito creador de Quintanilla, desde las hojas mustias, hasta el bloc de notas al lado del teléfono, pasando por el frigorífico, los radiadores o esa insólita cuchilla de afeitar que aparece en uno de sus bodegones, o la vegetación que «lucha» contra el hormigón en un espacio inhóspito… 

       Saber ver es una bendición que no todos poseemos. Llevar esa mirada al lienzo está al alcance de muy pocos elegidos. Pero que las cosas vibren llenas de vida en su estatismo solo lo consiguen maestras de los pinceles como Isabel Quintanilla. No necesitan personas sus cuadros para que respire la vida en ellos. Somos nosotros mismos quienes entramos en esos espacios íntimos, llenos de connotaciones para la autora, para sentirnos en la conocida plenitud que nos deparan los objetos a los que acabamos amando como extensiones de nuestro propio yo. Y ahí, en esos interiores, en los jardines, incluso en las panorámicas ciudadanas desde miradores privilegiados, entramos discretamente y charlamos con la autora, pero sin distraerla, facilitando, en todo caso, su concentración amorosa en los objetos que animan sus pinceladas: ¡un privilegio! E incluso disfrutamos del ritual de la puesta en escena, y hasta dialogamos sobre si es necesaria o superflua cierta aparición, pero siempre prevalece la sutil mirada de la autora, quien sabe mejor que nadie por qué entra en el plano, en el lienzo, aquello que ha escogido. A pesar de su influencia italiana, descubro en los cuadros de Quintanilla una cierta mirada orientalizante, sobre todo en esos cuadros con ventanas en las que se relacionan dialécticamente el interior del quehacer pictórico y la vegetación y la lluvia más allá de los cristales. Incluso alguna representación colorista de los parterres y los jardines, en tiempo de invierno o de primavera, tiene ese vago aire japonés de la naturaleza colorista y exuberante, pero con un trazo sutil. No sé, ya digo que es una impresión que se me impone mientras observo las telas.



          


          ¡Qué tristeza, Miguel, no haber podido recorrer contigo estas salas como hemos recorrido otras en tantos museos en los que tenerte de experto cicerone fue siempre un placer añadido al de la contemplación de las obras! Me he detenido largo rato en el cuadro de las granadas de Isabel y he superpuesto el tuyo, que cuelga en la entrada de nuestra casa, para que cualquiera que entre sepa que en esa casa se ama la belleza de los cuadros de las cosas humildes que nos llenan la vida. Lo que yo no sabía es que el poder antioxidante de las granadas se convierte, a través de la pintura, en un antioxidante del alma.


 

        






 

jueves, 29 de febrero de 2024

«De qué hablo cuando hablo de escribir», de Haruki Murakami.

 


Una reflexión honesta y desprejuiciada sobre el oficio de escritor.

 

          Después de haber leído sin sorpresa pero con interés De qué hablo cuando hablo de correr, también de Murakami, que he colgado en Provincia mayor, me he acercado a esta suerte de confesión literaria en la que Murakami, de la forma más accesible del mundo, nos revela cuál es su concepción de la literatura y cuáles son sus métodos de trabajo. Del mismo modo que en el primero dejaba bien claro una y otra vez que él hablaba de lo que a él le funcionaba y le iba bien, y que no necesariamente ni sus métodos ni sus hábitos son exportables sin más, en este vademécum que es, al mismo tiempo, un valioso documento autobiográfico, Murakami insiste en el carácter estrictamente individual de cuanto ofrece a la curiosidad de los lectores.

          La actividad literaria de Murakami nació por su férrea determinación de escribir una novela, momento que recuerda con absoluta nitidez y que data con día y hora en el lugar más insospechado: en la ladera de un montículo desde el que contemplaba un partido de béisbol, deporte al que es tan aficionado como a las carreras de fondo, que constituye su ejercicio habitual. Mucho antes, estando aún en la escuela, decidió un buen día leer novelas en inglés y, sacando del cuarto de los trastos una vieja Olivetti, iniciar la redacción de una narración en inglés, casi como una estrategia de «di-versión», dado el aburrimiento insufrible que fue siempre para el la educación académica. La estrategia no mejoró sus notas en inglés, pero le inició en una costumbre que no ha abandonado nunca y que incluso le ha permitido, andando el tiempo, traducir del inglés al japonés. De hecho, Murakami es absolutamente reacio a dar conferencias en japonés, pero accede gustosamente a hacerlo en inglés, porque en este idioma dice lo que puede decir, y en el suyo propio se le hace imposible la mismísima selección del léxico, por ejemplo.

          Desde el comienzo, Murakami reivindica la experiencia vital como núcleo fuerte de la vivencias que te permitirán afrontar la escritura de una novela. El azar que todo lo domina, La vida no transcurre como uno la imagina, nos deja, en cierto modo, desguarnecidos frente al mundo, frente a la realidad, por eso es importante su reivindicación de la experiencia: En inglés existe el término streetwise, la sabiduría de la calle, que se refiere a esa inteligencia práctica adquirida por alguien capaz de sobrevivir en una ciudad. A trancas y barrancas, aun siendo hijo de profesores, saco adelante una licenciatura de la que jamás vivió. Montó un bar de ambiente dedicado al jazz y cuando empezó a escribir, lo arriesgó todo a la carta de la profesionalidad literaria. Con todo, Murakami es un caso muy particular de escritor de vocación a quien el éxito le ha permitido convertir su afición en fuente de ingresos. Como él defiende, orgullosamente: Nunca me he oído decir: «No me apetece escribir, pero no me queda más remedio porque tengo un encargo». Como no acepto compromisos, no tengo fechas límite. Por eso no me afecta en absoluto el sufrimiento provocado por el writer’s block. Para mí escribir es un alivio psicológico porque no hay nada más estresante para un escritor que sentirse obligado a escribir cuando no tiene ganas. Desde esta perspectiva, pues, Murakami no tiene más compromiso que consigo mismo, y eso significa la «libertad», algo que, en los escritores, no necesariamente va unida siempre al éxito, dados los férreos condicionamientos que la industria literaria establece para poder acceder a la publicación y para hacerlo regularmente. No fue su caso, desde que ganó el premio convocado por una revista y supo que podía tener futuro en el campo de la escritura. Que un buen día, después de haber alcanzado el éxito, Murakami decidiera abandonar el Japón, porque percibía que se había creado en torno a su persona un ambiente hostil, nos habla bien a las claras de que ni el éxito global impide que afloren rivalidades, enemistades o inquinas absolutamente ajenas a la persona y a la obra, pero que actúan con un poder a veces avasallador. Ayer mismo veíamos mi Conjunta y yo Una vida privada, de Louis Malle, sobre cómo el acoso de los media puede arruinar la vida de una actriz, en este caso interpretada por BB, y destrozarla. Murakami lo evitó convirtiéndose en una suerte de escritor itinerante que pasa temporadas en Hawái, en Boston, en Nueva York, en Japón, en París, y siempre con su obra a cuestas, porque, como él repite lúcidamente: Escribir novelas constituye un trabajo individual sin un final determinado, que se lleva a cabo en una habitación cerrada. Y no solo eso, sino que al principio, cuando empezó, Murakami tampoco tenía la famosa «habitación propia» que predicaba como requisito existencial Virginia Woolf, sino que escribía en la mesa de la cocina cuando su esposa se iba a dormir, de ahí que: En el fondo, cualquier sitio donde uno se ponga a escribir se transforma de inmediato en una habitación cerrada, en un estudio móvil. Y no nos engañemos, nada tópicamente místico ocurre en ese lugar, salvo la fecunda mezcla de la inspiración y la soledad, porque Un escritor es un individuo que crea un mundo propio en su interior y lo hace crecer día a día. […] Da igual la época, da igual de qué mundo se trate, la imaginación tiene un sentido crucial. Uno de los conceptos opuestos a la imaginación es la eficacia. Luego volveremos sobre este concepto de la eficacia, pero, antes, conviene añadir, la segunda muleta de esa tarea: la soledad: Decir que es un trabajo solitario tiene incluso algo de trivial, Hay que escribir una novela para comprender verdaderamente la dimensión de la soledad.

          A la «eficacia», como concepto antitético de la imaginación le dedica Murakami un excelente capítulo en el que analiza el sistema educativo y su terrible obra de demolición sobre la imaginación. Se trata de un capítulo [Capítulo 8 Sobre la educación] que rara vez veo citado en las controversias sobre las nuevas corrientes pedagógicas, la ausencia de criterios sólidos que orienten la labor educativa y, en general, en la homogeneización terrible a la que se aspira, en vez de a la potenciación de los valores de cada cual. Murakami confiesa que «sufrió» el sistema educativo y que nunca lo olvidará. Tuvo que buscar una alternativa a ese sufrimiento y él la halló en la lectura. La cita es larga, pero entiendo que me disculparán, dado el interés de cuanto dice:  Al echar la vista atrás me doy cuenta de que la mayor ayuda que tuve en mi época de estudiante me la proporcionaron algunos amigos íntimos y los libros. […] Ocupaba mis días en la lectura deleitándome con cada uno de mis libros mientras los digería (aunque en muchos casos, lo reconozco, no lo logré). Apenas tenía margen para pensar en otra cosa que no fueran los libros, pero estoy convencido de que para mí fue algo bueno. […] De no haber leído tantos libros estoy seguro de que mi vida habría sido más gris, deprimente incluso, apática. Leer fue mi gran escuela, ese lugar construido especialmente por y para mí, donde aprendí muchas cosas importantes de la vida. En ese lugar no existían reglas absurdas ni juicios de valor en función de números o estadísticas. Tampoco había competitividad, no había nadie interesado en alcanzar el primer puesto de ningún ranking. […] El espacio que imagino para la recuperación el individuo se acerca mucho a ese concepto. […] Mis padres eran profesores de lengua (aunque mi madre dejó de trabajar cuando se casó). Nunca me reprocharon que leyese demasiado. No estaban contentos con mis notas, pero nunca me obligaron a dejar la lectura para estudiar para un determinado examen. Puede que me lo dijeran en alguna ocasión, pero no lo recuerdo como una exigencia. Es una de las cosas que más les agradezco.

          Ese casi enigmático «espacio para la recuperación del individuo» del que habla Murakami es un concepto capital en su defensa de la necesidad que tienen los individuos de afirmarse en sí mismos y de identificarse con algo que les permita alcanzar el equilibrio frente a una sociedad alarmantemente enferma, en la que no pocos adolescentes, por ejemplo, por la competitividad escolar, el abuso u otra razones colaterales acaban escogiendo la trágica salida del suicidio. Para Murakami ese espacio fue la lectura. Cada cual ha de buscarse el suyo.

          Murakami concibe sus novelas como una aventura personal: Cuando empiezo una nueva novela, mi corazón palpita con fuerza cada vez que me pregunto a quién voy a conocer en esta ocasión. Y, como hemos visto, se trata de un trabajo duro y solitario con altos requerimientos espirituales y físicos que Murakami resuelve gracias, por un lado, a su afición al ejercicio físico, a las carreras de fondo, y, por otro, a su negativa a considerarse un «artista», con todos los aditamentos tópicos que ello conlleva, porque es muy difícil desprenderse de los tópicos que nos llegan a través de la propia literatura y del cine sobre los escritores como complicados sujetos dependientes de la caprichosa inspiración para conseguir escribir una obra maestra. Con la humildad a que te obliga el conocimiento de tus propias limitaciones atléticas [La combinación diaria de ejercicio físico y trabajo intelectual, por tanto, produce un efecto idóneo para  el trabajo creativo del escritor], Murakami da gracias por no haberse sentido nunca un «artista». Una reflexión que sirve de culminación a su método riguroso de escritura, nada dependiente de la inspiración y sí todo de la famosa «transpiración», en célebre frase atribuida a Thomas Alva Edison:  Para escribir novelas largas me impongo la regla de completar diez páginas al día. Se trata de un tipo de papel cuadriculado, específico para escribir en japonés, en el que caben cuatrocientos ideogramas, y la misma plantilla en el ordenador ocupa dos pantallas y media. […] Aunque tenga ganas de escribir más, lo dejo en cuanto llego a las diez páginas; y si las cosas no salen según lo esperado, me esfuerzo por cumplir mi objetivo. La regularidad en un empeño a largo plazo es crucial. […] A lo mejor los artistas no se lo plantean así, pero yo me pregunto: ¿por qué un escritor tiene que comportarse o ser como un artista? […] Cada cual puede escribir a su manera, como le resulte más conveniente. De entrada, admitir que no hace falta ser un artista constituye un alivio inmenso. Antes que artista, un escritor debe ser libre.

Murakami entra en la técnica que sigue para la construcción de los personajes y en cómo, a veces, la misma historia crece a partir de ellos, no de su propia voluntad. Ese «mundo» ajeno, pero nacido de sí, necesita una indagación a fondo, algo para lo que la personalidad de Murakami está más que preparada, porque, como él dice de sí: Tengo una tendencia innata a profundizar al máximo en las cosas que me gustan e interesan. No dejo nada a medias ni me digo a mí mismo a modo de excusa que ya es suficiente. No paro hasta que me doy por satisfecho, pero si la cosa en cuestión no me interesa, me ocurre todo lo contrario, soy incapaz de pasar de la superficie. No le dedico ni un segundo. Tengo claras mis preferencias, y si me veo obligado a hacer algo, cumplo por pura obligación en el menos espacio de tiempo posible.

En el libro el lector, ¡y mucho más si también es escritor!, hallará una verdadera apología de la experiencia vital para la ideación y práctica novelísticas, amén de múltiples referencias a autores y otras disciplinas artísticas, como el cine, que complementan a la perfección lo que para Murakami significa escribir. Y no tardamos en comprender su perspectiva cuando cita a Isak Dinesen: «Escribo todos los días poco a poco, sin esperanza ni desesperanza». No hay mejor fórmula, y ya hemos reseñado la suya propia, para aventurarse en la escritura de una novela. Murakami, fiel a su concepción de autor holístico que armoniza lo espiritual y lo físico, anima a cualquiera con una defensa del oficio sobre la inspiración: Cualquier cuestión que implique experiencia es crucial para un escritor. Lo que pretendo decir es que, a pesar de no contar esas experiencias tan potentes, se puede escribir una novela. Cualquiera puede extraer una fuerza sorprendente de experiencias aparentemente pequeñas. Hay una expresión japonesa que dice: «La madera se hunde y la piedra flota». Se refiere a que a veces suceden cosas que en condiciones normales parecen imposibles.

En efecto, nos parece inverosímil que de la nada acabe construyéndose un mundo complejo que suscita la pasión de los lectores, algo que, y acabamos, responde a un imperativo que nadie puede obviar: En cualquier caso, mi premisa fundamental a la hora de escribir, a saber, que me resulte divertido, no ha variado sustancialmente. Si disfruto al hacerlo, estoy seguro de que habrá lectores en alguna parte que disfrutarán conmigo. […] No sé quiénes son las personas que se interesan por mis libros y, por tanto, no me queda más remedio que escribir para disfrutar con lo que hago. […] Las novelas brotan con naturalidad del interior de uno mismo. No se construyen a golpe de estrategia. No se puede escribir una novela después de realizar un estudio de mercado.

 

 

 

jueves, 8 de febrero de 2024

«Drames Rurals», de Víctor Català y «L’alegria que passa» y «El jardí abandonat», de Santiago Rusiñol: dos vetas opuestas de la prosa catalana del primer tercio de siglo.

 

La crueldad primitiva del mundo rural del Ampurdán de Víctor Català y la prosa simbólica del polifacético Santiago Rusiñol: dos visiones de la vida catalana a comienzos del siglo xx.

      

          A veces las lecturas «enfrentadas» te permiten, para una época determinada, percibir mejor las diferencias enriquecedoras que suelen darse en una literatura concreta, en este caso la catalana de principios de siglo xx. Por puro azar me he abismado en dos autores muy diferentes, una mujer, Víctor Català (Caterina Albert), y un hombre, Santiago Rusiñol, ambos autodidactos, que cultivaban temáticas y estilos muy diferentes, lo cual es un incentivo añadido para quienes quieran sumergirse en la obra de dos autores de tan grato leer incluso hoy… o quizás debería decir sobre todo hoy, en que los niveles de calidad literaria sufren sus más y sus menos con la progresiva disminución de la competencia lectora y la simplificación estilística del léxico y la sintaxis. Ni una ni otro son complacientes con lo que podría entenderse como «el lector común», a quien no creo que ninguno de los dos tuviera en mente a la hora de escribir aquello que se sentían llamados a escribir, cada uno desde su experiencia concreta: cosmopolita en el caso de Rusiñol; localista, en el caso de Albert. Drames rurals, es el título de la colección de cuentos crueles de la escritora ampurdanesa, ahítos de naturalismo y un dominio expresivo que hace complicada su lectura incluso para los catalanes nativos de hoy, tan alejados, en su mayoría, de ese opresivo ambiente rural y más aún de un léxico que, como en ellos sucede, presenta muchos localismos que lo enriquecen con un inconfundible «sabor popular» que tanto recuerda a una generación anterior del resto de España, la del 98, empeñada en el rescate de un español rural tan magníficamente transmitido por autores como Unamuno y Azorín, y, a los de la generación del novecentismo, más próxima a la de Albert,  con autores como  Gabriel Miró. En esa estela de una prosa preciosista y desgarrada, quien escogió el combativo pseudónimo masculino de Víctor Català, es la autora de la que, a mi modesto entender, es la novela cumbre de la novela catalana, en la medida en que mejor define el vínculo telúrico existente entre la persona y la tierra donde ha nacido, donde vive y donde muere: Solitud. Si alguien quiere llegar a entender qué significa «ser catalán», al margen de las ideologías bastardas que explotan demagógicamente sentimientos complejos e inefables, por fuerza ha de leer Solitud para comprenderlo cabalmente. Del mismo modo, quien, muy lejos de una generación naturalista como la de Emilia Pardo Bazán, es capaz de mirar de frente realidades tan dramáticas como las reproducidas en estos cuentos, está claro que es una mujer fuerte, desprejuiciada y con un valor incuestionable. He advertido en el desarrollo de estas historias el eco lejano de aquellos romances truculentos de la tradición oral que con tanto acierto recogió Joaquín Díaz, y que parecen mostrarnos una constante del horror en las relaciones humanas que no varía, por diferentes que sean las épocas, y que acaso explican la popular atención morbosa con que son seguidos tales hechos, que no dejan de producirse, como nadie ignora. La temática de los cuentos, desde un «bendito» sandio, sin oficio ni beneficio, que acaba en místico, seducido por la intensidad ritual de los oficios de Semana Santa (Costa tant d’acabar-se un home…! Una partida de caçadors a quien sobtà la pluja arran del Torrent, baixant por la mateixa arrel que havia baixat En Met,se refugiaren dins de la cova, I van trobar-hi, amb no poca sorpresa, l’ossamenta d’una calavera llarguíssimna, enmig de parracs podrits; el tibi i el peroné de la cama dreta estaven trencats per la meitat, i tota la despulla cobrta d’excrement de ratapenada. Per entre l’enreixat de les costelles hi corrien dotzenes de dragons i sargantanes. [En Met de les conques]) pasando por el noviazgo de dos viejos que acaban siendo apedreados tras casarse, a las puertas de la iglesia, en una lapidación popular (Era un escamot de l’exèrcit de la miseria i de la gandulería, que passejava alegrement la desfeta, llançant flastomies o grunys de bèstia inconscient, esventant ferums de cort i pa negre, i ensenyant, a tal de creus i medalles arreplegades en el camp de batalla, rastelleres de llagues, crostes purulentes, ossos retorts, membres atrofiats, cotnes de femsa i vivers de polls, totes les Xacres de la pobreza i de la brutícia; tots els estigmes de la fam i lde la bascosaria. [Idil·li xorc]), o por el pobre casado que llega borracho a casa y es descubierto a la mañana siguiente junto a su ensangrentada esposa, asesinada por un amante celoso de otro a quien cree haber visto salir a escondidas de casa de ella, o el duelo fatídico entre un labrador y un pastor cuyo ganado arrasa los campos del primero (El pastor empordanès, desesperació de pagesos i menestrals, és quelcom especial en la fauna---humana- Empeltat de lladre i folrat de quelcom pitjor, és en lo intel·lectual un arxiu de diableries, en lo moral un esperit que no creu més que en Santa Dobla de Quatre, i en lo físic, se li veuen els tirats de gat feixí, que obra i s’esmuny furtivamente, però que si l’empaiten, fa cara. [El pastor]), hasta la vieja inválida acogida por compasión (a pagès, un vell xacrós que consum i no produeix és un censal, i ja eren tantes boques…! que muere en el incendio de la casa, después de barruntarse las bestias de la casa el fuego que las amenaza (La pobre vella, perduda la raó, donà una envestida per a fugir. Les cames restaren com clavades, i el cos caigué de tot son aire endavant. Com no podía emparar-se amb els braços, petà pesadament de cara a terra… Un borboll de sang envermellí les rajoles, i un tros de dent, trencada ran de géniva, se li encastà en la lengua. [La vella]), o la agonía de una mujer que, en el lecho de muerte, exige el perdón de su esposa para revelarle que se casó con él ya embarazada y que el primer hijo no es suyo, pero el segundo sí, acabando con el único cuento «urbano» de la colección, que tiene como tema el terrorismo obrero contra los patronos y que tiene un tremendo desenlace…

          La edición que he usado lleva un breve glosario de términos nada habituales en el catalán tan limitado de nuestro comercio lingüístico habitual, pero incluso alguna palabra de uso como barralleva, aparece en el texto con errata, barralleba. Alguna como *camanu (palabra compuesta que no concuerda dentro de ella cama y nu -—nua habría de ser—, sino con el sustantivo, home o  noi que precede al adjetivo)no aparece en el DIEC, pero sí en textos de 1902, como en uno de Miquel Roger i Crosa: [el noi] anava descalç i camanu. Otras, como arbrisalls, ni siquiera la encuentro, aunque presumo que significara «arbustos», y lo mismo pasa con *bascosaria y *cossarregàs. Llama la atención el uso de la voz castellana «galladura» en vez de la gallada catalana, que se refiere a la mancha de sangre en la yema del huevo que indica que está fecundado o mancha blanca en la clara, supuestamente el semen del gallo, que indica lo mismo.

          Caterina Albert tuvo toda su vida una constante preocupación léxica, porque ya entonces, a comienzos del siglo pasado se percataba de que cada día morían palabras que dejaban de usarse, lo que, a todas luces, era, y es, una pérdida irremediable para un idioma. Y los amantes del catalán jamás le estaremos lo suficientemente agradecidos por haber rescatado un tesoro que hoy leemos en sus libros con inefable placer estético y semántico. Cualquiera que lea con sorpresa, emoción, y con frecuencia espanto, estos Drames rurals, saltará de piedra en piedra, de palabra en palabra por el río caudaloso de una voz singular y amarada de vida: despinguellada; remoixell; glavi; podall; rastellera; gaiato; carcanyol; denerit; escotorit; flósquer, eufemisme de fotre…); diastre (eufemisme de diablo); esca; palomejar (de apamar: mesurar a pams i per ext. arribar a un acord); borrango; modegar; dagatejar (agredir amb una eina de tall); cugula: civada bord; llisquet: pestillo; rossolar; espona: costat del llit. Baga escorredora: «nudo corredizo» en castellano; enfarfegar; virior: gran vigor; ronyicar… El libro, así mismo, recoge no pocos modismos cada vez menos usados en el ámbito coloquial, acaso porque es ese un campo que se renueva con expresiones que suelen inventar las generaciones con más facilidad que la creación de neologismos perdurables o el rescate de arcaísmos en peligro de extinción. Así, exprtesiones como Un home de bon regent (conservarse bien); Matines dels Fasos (oficios religiosos de maitines de Semana Santa); De cent en quaranta; Mirar de regord (de reguard); Què borrango!; Anar d’un pic, cuya explicación no he logrado encontrar; anar-li a retaló; fer el bot o veure la padrina (patir un dolor molt fort), salpican los cuentos con una capacidad de recreación de un modelo expresivo del pueblo catalán que, como Albert temía, ciertamente tiene toda la pinta de estar despidiéndose del uso común para sobrevivir exclusivamente en este otro mundo de los enamorados del léxico cuyo número bien podría , ¡quién se atreve a defender que tal cosa no ocurrirá!, multiplicarse en un futuro no muy lejano. ¡Brindo por ello!

          L’alegria que passa y El jardí abandonat son una «cuadro lírico» con música incidental de Enric Morera y un «cuadro poemático», ambos en un acto. El «lirismo» del primer cuadro se refiere más a la música que al contenido de la obra, más cerca en su desarrollo del sainete y la crítica social, mientras que el segundo cae de lleno en un teatro poético que se regodea en una situación decadente de exaltación espiritual para la que la poesía es no tanto el vehículo de expresión cuanto el cuerpo mismo de la trama encarnado en la protagonista que renuncia al amor por convertirse en algo así como la monja jardinera de la belleza natural a la que alguien ha de dedicarse en cuerpo y alma como el fin supremo de una vida. En L’alegria que passa advertimos uno de los clásicos temas de Rusiñol, el choque entre el idealismo y la sed de libertad y aventura y el realismo estrecho  del apego a lo conocido, que ata y mata. El hijo del alcalde, lector empedernido (Tu, llegint, t’omples el cap de cabòries; la llet5ra se t’entra cap endins, se’t fa un nus al païdor i la tinta t’ennegreix el rebost de la vida) entra en contacto con los miembros de un circo que visita el pueblo, ante el que actuará solo por «la voluntad» de quienes asistan al espectáculo. El choque entre la joven componente del circo, la hermosa Zaira, y él marcará la paradoja hiriente de la obra: el joven, que se casará en breve, aspira a llevar la vida errante de los artistas; Zaira, nacida en la cuneta de cualquier camino, aspira a vivir arraigada en un sitio, donde la acepten y la traten con respeto, y casarse y tener hijos. La visión que se nos da del pueblo es algo así como la de la paz perpetua (Aquí sí que ja en poden venir, de guerres, i baralles de nacions, i això de la intewgritat, i dels drets i torts de l’home! Si no fossin els governs, que ja ens hi saben, lo que és per mi no tindríemj ni governs, ni nació, ni mapa, ni diputat, ni sereno! Bon llit i pilota a l’olla!), aunque el protagonista, Joanet, el hijo del alcalde, dice, al oír la campana que despide el día: Aquesta campana sembla que toqui l’enterro de les meves il·lusions. Su padre, alcalde pragmático representa el ancla que lo ata a la realidad de la que quiere huir: Deixa’t de libres. Llegeix les lletres dels duros.Totes diuen lo mateix, però sempre alegren la vista.

          Cuando el carro de la «alegría» se va, Joanet se despide dolido y resignado: Sou l’alegria que passa. I què trista és l’alegria per als que passen i els que es queden. Com que sóc fill del terrós, m’haig de veure condemnat a veure sempre la iglesia, a sentir aqueixes campanes, a veure aqueixes parets, a morir d’ensopiment i a no adonar-me del viure. Dormim (S’apoia en un plátano i cau una pluja de fules seques.) Dormim al llit de la prosa, ja que em fuig la poesía.

          En El jardí abandonat, la protagonista va a heredarlo de una lánguida marquesa pronta a extinguirse y de ahí el compromiso casi místico con que afronta un destino que se tiñe de un sentido religioso: Considero l’herència com penyora sagrada. Si hagués heretat la glòria, guardaría la glòria com més gran tressor; si fortuna, la fortuna seria uns pergamins de plata; hereto soledat, soledat de noblesa caiguda, ruïnes, fonsts callades, salons de quietud i cambres despoblades. Doncs, bé: la soledat que hereto vull guardar-la per a mi; l’accepto amb tot el cor. És el tressor que em deixa qui no en tenia d’altres. […] Els jardins com aquests són un claustre. El claustre dels records. Jo professo els jardins, i els professo amb la fe que m’inspira aquest temple, que és un temple que cau, però que cau amb grandesa,. No vull trovar una mort que ve tan majestuosa, no la vull allunyar, no vull remeis ni adobs; vull que el vel de verdor m’acotxi quan s’enfonsi; vull morir d’antigor dintre d’aquest reliquiari; i em faig monja d’aquestes naus frondoses del sagrat Monestir de pau immacyulada. No vull que quedi solo l’ombra que van deixar-me. Me’n faig digna exposant-la, i que ella m’il·lumini.

          El contraste de la prosa lírica con la expresión naturalista de Albert nos indica bien a las claras la adscripción de una y otro a corrientes literarias que conviven y entre las que parece tenderse un abismo. Aquí es fácil advertir el eco modernista de prosas como la de Valle-Inclán, por ejemplo. Rusiñol, sin embargo, cultivará un género cómico-satírico en el que producirá obras tan señaladas como L’auca del senyor Esteve, La niña gorda y, sobre todo, una obra hoy olvidada y que merecería una nueva traducción en estos tiempos de tensiones políticas territoriales azuzadas por las élites corruptas de los vergonzosos nacionalismos de carácter étnico: El català de La Mancha, un obra maestra del humor sainetesco cuyos sólidos antecedentes hemos de fijar en Serafí Pitarra (Frederic Soler). Cuando el payaso y maestro de ceremonias de la comitiva circense va presentando a quienes harán la función más tarde, nos dice del «forzudo», faquir y saltimbanqui: Tal com el veuen, així,m de cames enlaire,m hi passaria vuit diez si li portessin menjar i sobretot beguda. Per a l’exdercici del jeure, après aquí a Espanya, no ha trobat rival, i això qie ha tingut molta competencia.

          Siempre recomiendo a mis intelectores que no dominan el catalán que se atrevan con las obras escritas en tan hermoso idioma, porque verán enseguida que es más lo que une catalán y castellano que lo que las separa. En el caso de Víctor Català, sin embargo, es preferible escoger la traducción de Basilio Losada, dada la dificultad intrínseca de una autora que tenía entre sus objetivos literarios salvar el mayor número posible de palabras catalanas del olvido que las acechaba y que aún obra, desgraciadamente, en nuestros días, de tan escaso amor a la expresión cuidada y rica.